jueves, 10 de mayo de 2018

"Under the Map of Germany", de Guntram Herb.

Este libro se dedica a una perspectiva sumamente rica y poco explorada: la de la cartografía. Los mapas nos guían, nos ubican, marcan los límites y retratan el mundo simbólico de quienes los trazan. Si bien ya no están poblados por monstruos en sus regiones inexploradas, sí pueden figurar los miedos, las amenazas y las ambiciones. El punto de partida fue el fin de la Gran Guerra, la que reconfiguró el mapa europeo y provocó dislocaciones que se mantuvieron en ebullición durante el período intenso de entreguerras. 
Es interesante y revelador el punto de partida: cuando se discutieron las nuevas fronteras, los alemanes no sumaron geógrafos y cartógrafos a su delegación en París. Tampoco se habían esmerado en desarrollar una cartografía centrada en el Imperio Alemán, sino en las regiones a las que pretendía anexar. De modo que los mapas utilizados por los Aliados fueron los propios, además de los atlas de geógrafos polacos, que buscaron justificar en el papel bidimensional los límites de su patria renacida. El presidente estadounidense Woodrow Wilson, asimismo, formó ya en septiembre de 1917 un equipo de historiadores, geógrafos, cartógrafos y abogados para asesorarlo en las futuras negociaciones de paz, llamado The Inquiry
La pérdida de territorios en el Este por parte de Alemania -ya no Imperio, sino República-, además de Alsacia y Lorena, el territorio del Sarre y la desmilitarización de Renania, despertó en los círculos académicos y los grupos políticos völkisch -nacionalistas- la necesidad de hacer mapas de Alemania, de lo alemán, de la cultura germánica, en las que mezclaban lo histórico, lo étnico, lo económico con una serie de conceptos que pertenecen más a la esfera metafísica. De allí sale la concepción geo-orgánica, que pretendía plasmar en el mapa la idea de Alemania como si fuera un organismo viviente. El geógrafo Albrecht Penck desarrolló dos conceptos que harían carrera en los círculos völkisch, como el de Volksboden y Kulturboden. La idea del Volksboden pretende fusionar el pueblo con la tierra, lo cultivado con la sangre, y por consiguiente cobra un fuerte valor sentimental la liga con el terruño. El Kulturboden, en cambio, apela a la esfera de influencia de la cultura germánica, que implica también lo económico. De modo que el Estado alemán no refleja lo alemán, que trasciende las fronteras políticas y se extendía hacia el Este, llegando a Ucrania, los Balcanes, los Países Bajos, los nórdicos y bálticos. Se iba preparando el terreno para el concepto del Lebensraum, uno de los ejes ideológicos del nazismo.
El autor repasa una serie de mapas elaborados por institutos geográficos -no estatales- durante el período de entreguerras, fuertemente vinculados a los sectores völkisch: lo académico respaldaba -ese era el objetivo- la revisión del Tratado de Versalles. Abría controversias en la distribución demográfica de germanoparlantes más allá de los límites de la República Alemana, sobre todo enfatizando en el corredor polaco. 
Con el arribo de Hitler a la cancillería, en 1933, los mapas sirvieron como armas del nuevo régimen, y estos iban mutando en su concepción. No había un instituto estatal que produjera la cartografía, pero esta era fuertemente influida por las decisiones gubernamentales y se ponía a su servicio. Así, iba variando en su discurso y representación espacial, en la nomenclatura y en lo que se reivindicaba como alemán. Los mapas, entonces, eran armas de propaganda, artículos de representación simbólica e instrumentos de guerra y persecución, ya que cuando se invadió Polonia, el ejército llevaba una cartografía minuciosa de dónde habitaban los judíos...

Guntram Henrik Herb, Under the Map of Germany: Nationalism and Propaganda, 1918-1945. London, Routledge, 1997

domingo, 6 de mayo de 2018

"Against Massacre", de Davide Rodogno.

El autor se sumerge en el complejo mundo del desaparecido Imperio Otomano, diverso en su composición étnica, religiosa y cultural. Bajo la hegemonía turca se hallaban sometidos pueblos del norte de África, de la península balcánica y el Medio Oriente. El poder otomano comenzó a declinar fuertemente a fines del siglo XVIII ante el crecimiento económico y consiguiente desarrollo tecnológico de los europeos occidentales, por lo que comenzó a resquebrajarse también ante la presión de las minorías cristianas que habitaban en él. Si bien la estructura de establecer regímenes autónomos para cada minoría religiosa (millet), en las que se regían por sus propias leyes y costumbres, este esquema de coexistencia demostró sus falencias con el tiempo. Y es que el viejo principio de la "personalidad de las leyes" supone estamentos y comunidades rígidamente separadas, así mantenidas por un sistema de exclusión y dominio militar. No había, pues, leyes iguales para todos los súbditos del imperio, ni tribunales comunes, salvo que involucraran a un musulmán con un no-musulmán, y en tal caso primaba la sharia. 
El autor, Davide Rodogno, se centró en las intervenciones humanitarias de Occidente, en particular Francia y el Reino Unido, en el Imperio Otomano frente a las masacres de los pobladores cristianos. Hace un recorrido por el concepto mismo de intervención humanitaria y en el de "civilización", en cuya cúspide se colocaban los europeos. Rodogno reconoce que sólo estudió las fuentes francesas e inglesas, por lo que su crítica apunta sólo hacia ese conjunto de documentación, en tanto no buceó en fuentes rusas, turcas y austríacas, por mencionar las más significativas en tantos Estados. Es por ello que, a mi criterio, cae en algunas simplificaciones y en la culpabilización a Occidente, como si el Sultán -y Califa- otomano no se hubiera considerado como el líder de los musulmanes más allá de sus fronteras y, en tal carácter, no hubiera influido en ellos, como lo hizo en Asia Central, India y el Imperio Ruso. He aquí, entonces, que hubo un doble juego: el Zar de Rusia, por ejemplo, se consideraba protector de los cristianos ortodoxos en el Imperio Otomano; a la vez, el Sultán otomano se consideraba protector de los musulmanes sunníes en el seno del Imperio Ruso (lo cual fue reconocido por el Tratado de Küçük Kaynarca de 1774). Ambos jugaron sus cartas con más o menos éxito, dependiendo de 
los recursos militares y económicos que disponían. 
Eugène Delacroix "La Grèce sur
les ruines de Missolonghi"
Tanto en Gran Bretaña como en Francia, había una fuerte corriente de simpatía por los griegos, no sólo por ser cristianos, sino también por ser una de las fuentes de la cultura occidental. Toda persona culta conocía la historia griega y romana, por lo que era comprensible y natural esa ligazón con ese pueblo en su lucha por la emancipación frente al otro musulmán, turco y despótico. En esta ola de simpatía se encontraron artistas e intelectuales, religiosos y políticos: allí se inscribieron Eugène Delacroix y Lord Byron. 
La primera intervención en el Imperio Otomano, en defensa de la población griega, fue la batalla de Navarino de 1827, una acción conjunta de británicos, franceses y rusos. Ya se habían producido masacres como las de Quíos y Smirna, que habían encendido la indignación de los europeos y que, además, servían como un fuerte argumento para los filohelenos de las diferentes naciones en la defensa de su causa. 
La segunda intervención analizada es la del Monte Líbano en 1860-1861. Los cristianos maronitas eran protegidos por Francia desde tiempos de la primera cruzada, en tanto que había una alianza del Reino Unido con los drusos, ya que los consideraban susceptibles de cristianización y tener un pie en la región. Pero en 1860 comenzó un duro enfrentamiento de los drusos con los cristianos a lo largo de las ciudades de la costa, lo que motivó la intervención franco-británica en defensa de los cristianos católicos, maronitas y ortodoxos griegos, que estaban siendo masacrados, sus hogares incendiados y sus templos profanados. Esto se extendió a Damasco, en donde cristianos y judíos fueron víctimas. Las autoridades otomanas intentaron prevenir el desembarco de los europeos, logrando un frágil armisticio entre drusos y maronitas logrado por Mehmed Fuad Pashá. El Emperador Napoleón III veía una oportunidad para expandir su influencia política en Medio Oriente, fortaleciendo su posición como defensor de los católicos, lo que motivaba a los británicos a participar para poner un dique a las aspiraciones galas. Tras la conferencia de París, una fuerza expedicionaria francesa llevó adelante una intervención humanitaria estrictamente monitoreada por otras naciones europeas, coordinando el retorno de los cristianos a sus hogares, el entierro de los muertos y la distribución de alimentos. Fue por la presión británica que los franceses tuvieron un estricto límite de tiempo para su presencia, ya que no era del interés del gobierno del Reino Unido que Líbano pasara a ser administrado por el Imperio de Napoleón III. 
Bajo el férreo mandato de Mehmed Fuad Pashá, fueron juzgados severamente los perpetradores de la masacre de Damasco, con el objetivo de imponer no sólo una sanción, sino también la de demostrar que el Imperio Otomano podía restablecer el orden y que era un Estado moderno que podía proteger a los civiles. 
Una intervención muy diferente a la del Líbano fue en la isla de Creta, en 1866-1869. Los cretenses, en su mayoría cristianos, plantearon una serie de demandas y resucitaron en las mentes de muchos europeos la lucha por la emancipación helénica. En este caso, el Reino Unido optó por colocarse del lado del Imperio Otomano frente a la intromisión de otras potencias, como la Francia del Segundo Imperio, proclive a apoyar los movimientos nacionalistas y con aspiraciones a proyectarse hacia el Mediterráneo, o bien de Rusia, siempre interesada en el mundo del Egeo y de los ortodoxos. La asamblea de Creta votó favorablemente por la enosis, es decir, la fusión con Grecia. Ante esto, tropas otomanas ingresaron en la isla, provocando la emigración de cristianos hacia Grecia y musulmanes hacia Turquía. Tal como había ocurrido en los años veinte, hacia Creta afluyeron voluntarios de diferentes orígenes europeos, contra los que combatieron los soldados del Imperio. El gobierno del Reino Unido se mantuvo firme junto al Sultán; los franceses, en cambio, propusieron que el destino de Creta se decidiera por voto popular. Sin embargo, la postura firme de los británicos se fue imponiendo frente a las idas y venidas de la diplomacia de Napoleón III, quien se terminó plegando a la política del Foreign Office frente a las aspiraciones rusas hacia el Imperio Otomano. En el caso de Creta, entonces, no hubo desembarcos de tropas europeas, sino la asistencia de algunas naciones para movilizar refugiados hacia Grecia y Turquía, que luego retornaron a la isla.
En 1876, el Imperio Otomano volvió a las páginas de los diarios europeos con la rebelión en Bosnia-Herzegovina, con serios problemas económicos tras una serie de malas cosechas. Esta región era apetecida por los austríacos y los serbios y montenegrinos vieron la ocasión de declarar la guerra al Imperio, pero la política británica se mantuvo en su apoyo. No obstante, en la región de Rumelia, con mayoría de población cristiana búlgara, simultáneamente entró en eclosión y fue allí donde se produjeron masacres llevadas adelante por los bazhi bazouks, cuerpos irregulares al servicio del Sultán. Murieron unos doce mil búlgaros y 58 aldeas fueron arrasadas, despertando la indignación de buena parte de la opinión pública británica. William Gladstone, ex primer ministro y político liberal, publicó su panfleto Bulgarian Horrors and the Eastern Question, del cual vendió doscientos mil ejemplares en el primer mes. Allí denunciaba no sólo a la política otomana, sino también al primer ministro Benjamin Disraeli y a los tories. Su agitación fue clave para provocar la aparición de dos grupos: el que reclamaba una actitud intervencionista del Reino Unido, y la de los sectores conservadores, proclives a mantener el 
statu quo con el régimen otomano. 
A fines de 1876, se convocó a una conferencia en Londres sobre la cuestión de Oriente, en la que participaron destacados juristas, escritores como Thomas Carlyle y científicos como Charles Darwin, además de Gladstone, formando una asociación. La visión predominante era la de calificar al Imperio Otomano como fuera de la civilización, clamando por la salvación de los cristianos búlgaros frente a la barbarie. Sin embargo, Gladstone era precavido en el alcance de sus demandas, ya que no deseaba malquistarse con los miembros más moderados del partido Whig. Anhelando retornar a Downing Street 10, no podía transformarse en el vocero de los elementos más radicales de la política británica, aunque sí descollar por su crítica severa a Disraeli. 
En noviembre de 1876, se celebró la Conferencia de Constantinopla, en la que participaron las potencias europeas. El gobierno del Reino Unido se mantuvo en su postura de que se respetara la independencia e integridad territorial del Imperio Otomano, y de que las potencias europeas debían abstenerse de expandirse a su costa. A la par, los otomanos debían garantizar las libertades individuales y el derecho de propiedad de todos los habitantes, así como otorgar autonomía a Bulgaria y Bosnia-Herzegovina. La posición rusa, por otro lado, era la de una intervención militar. Las potencias europeas acordaron, entonces, que Bulgaria y Bosnia-Herzegovina obtendrían autonomía con gobernadores cristianos, nombrados por el gobierno otomano, que se sancionaría a los perpetradores de las masacres y que se indemnizaría a las víctimas. Más compleja era la demanda de reubicar a los pobladores circasianos de Rumelia -a quienes se adjudicaban las masacres- y retornarlos a Asia. El gobierno otomano no aceptó estas exigencias, habiendo establecido en diciembre de 1876 una Constitución. En abril de 1877 comenzó la guerra ruso-turca, firmando en en marzo de 1878 el Tratado de San Stefano. El equilibrio se rompió a favor del Imperio Ruso, circunstancia que motivó la actuación de las potencias occidentales y el resultado fue un nuevo Tratado, el de Berlín, en junio de 1878, que mejoró las condiciones para los otomanos.
Cuando en 1894 se difundieron las noticias de una masacre cometida contra miles de armenios en Sason, el gobierno otomano negó la gravedad de lo acontecido y detuvo brevemente al líder kurdo Hussein Bey, al que poco tiempo después el Sultán Abdül Hamid II liberó, condecoró y elevó al rango de general. 
El gobierno británico, de signo liberal, se encontró atrapado en un laberinto tal como le ocurrió al de Disraeli durante la crisis búlgara: no podía ni quería actuar de modo unilateral, sin concertar acciones con otras naciones europeas. La noticia llegó a los medios ingleses y, con ella, se renovaron las críticas hacia el Imperio Otomano. Pero en esta ocasión, el Sultán tenía el apoyo de los gobiernos de Alemania, Rusia y Francia. Los ataques contra armenios se extendieron por varias regiones del Imperio en 1895 y 1896, ante la inacción gubernamental. Las potencias europeas, ergo, no pudieron permanecer indiferentes. Pero la política del Imperio Ruso era la de desalentar cualquier intervención, ya que no deseaban una Armenia independiente que pudiera contagiar a los armenios bajo su soberanía en el Cáucaso. Su aliada, Francia, no quería disgustar a la monarquía zarista. El nuevo primer ministro británico, Lord Salisbury (tory), intentó generar una respuesta unánime de las potencias europeas para detener las masacres, ya que consideraba que el Sultán quería el exterminio de los armenios. En este contexto, los británicos no se arriesgaron a intervenir. Una situación similar se repitió en 1909, con ataques a armenios por parte de la población musulmana. Si bien varias naciones enviaron navíos a las costas turcas, no intervinieron, poniendo en evidencia la fragilidad de estas operaciones que intentaban disuadir, sin resultados. Mientras se producía esta crisis, también en la isla de Creta resurgía la tensión entre las comunidades cristiana y musulmana, motivando la intervención de cuatro naciones europeas para impedir una nueva masacre. El Sultán accedió a esta intervención. En 1897, el Reino de Grecia inició una guerra contra el Imperio Otomano, de la cual los helenos salieron derrotados. No obstante, y en acuerdo con las naciones europeas, el Sultán accedió a otorgar autonomía a Creta, siendo nombrado Alto Comisionado el Príncipe Jorge de Grecia, y la isla tuvo una Constitución en 1899 redactada por el político liberal Eleftherios Venizelos, que luego tuvo una larga carrera en Grecia. Si bien, en forma nominal, la ínsula permanecía dentro del Imperio, el camino ya estaba trazado hacia su fusión con Grecia.
Un caso muy diferente a los anteriores fue el de la crisis en Macedonia en 1903-1908, causado por grupos nacionalistas internos, apoyados por países vecinos. Para asegurar la estabilidad, aquí tomaron cartas el Imperio Austro-Húngaro y el Imperio Ruso, ambos con intereses directos sobre la península balcánica.
Las conclusiones con las que se cierra el libro son, a mi juicio, una decepción. La postura del autor es confusa, a la par que tiene una visión estrecha sobre las intervenciones europeas en el Imperio Otomano durante la centuria decimonónica. Y es que considerar que los europeos fueron "co-perpetradores" de masacres precisamente por esas intervenciones, es un juicio apresurado. El autor no analiza las causas de la descomposición acelerada del Imperio Otomano, ni su frágil estructura social e institucional. Si bien es una herramienta útil para adentrarse en el desarrollo del concepto de la intervención humanitaria, pone en evidencia que es un campo fértil para el estudio más equilibrado y mejor documentado de lo que se denominó la "cuestión de Oriente", con consecuencias que seguimos atravesando más de un siglo después.

Davide Rodogno, Against Massacre: Humanitarian Interventions in the Ottoman Empire 1815-1914: The Emergence of a European Concept and International Practice. Princeton, Princeton University Press, 2012.