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domingo, 6 de marzo de 2016

"The Muslim Question and Russian Imperial Governance", de Elena Campbell.

Desde que los rusos comenzaron a expandirse hacia el sur y el este, la incorporación de otros pueblos que profesaban -con mayor o menor rigor- el Islam chocó con la Ortodoxia que nutría la ideología imperial de los zares. Catalina la Grande, inspirada en la Ilustración europea, desarrolló políticas de tolerancia religiosa hacia los musulmanes, a la par que seguía anexando territorios en detrimento del Imperio Otomano. Sus sucesores retomaron la política de la cristianización de esos pueblos, especialmente de los tátaros, ubicados en regiones estratégicas como Crimea.
Fue la guerra de Crimea, claramente, la que puso en evidencia la dudosa lealtad de los tátaros hacia el imperio moscovita. Conflicto que nació por rivalidades religiosas, nutrió la sospecha de los rusos ortodoxos hacia los tátaros musulmanes, en un contexto de desarrollo de concepciones nacionalistas que enhebraban lo nacional-lingüístico con las creencias. Así, el ruso era ortodoxo, el tátaro era musulmán, el polaco era católico, por sólo mencionar tres ejemplos elocuentes. En un terreno difuso y complejo se hallaban los tátaros conversos a la Ortodoxia, a los que se miraba con suspicacia. Esto se hacía mas dramático por la prohibición a la "apostasía", es decir, que el cristiano ortodoxo no podía abandonar esa fe por otra, aunque la hubiera practicado en secreto.
La vasta política de modernización económica y social del zar Alejandro II, tras la derrota en Crimea, obligó a preguntarse en voz alta por los pueblos no rusos que habitaban en el Imperio colosal, sobre todo con la rebelión polaca de 1863. La comparación de los polacos con los pueblos turcomanos del sur de Rusia y el Cáucaso parecía inevitable ante los ojos de las autoridades zaristas.
El especialista en lenguas túrquicas Nikolai Ilminskii propuso revitalizar la Ortodoxia rusa para afrontar lo que observaban como "tatarización" de los pueblos no rusos en las regiones meridionales y orientales del Imperio. Su acento estaba puesto en la preparación y mayor autonomía de las parroquias, ya que estas eran vistas como escasamente instruidas y poco activas en comparación con la labor de los musulmanes. Asimismo, Ilminskii quería que los sacerdotes ortodoxos conocieran las lenguas locales, a fin de mantener fuertes vínculos con los cristianos no rusos, así como para poder predicar y convertir al resto. Su visión de cristianización en el largo plazo, chocaba con el movimiento del jadidismo, de Gasprinski, el intelectual tátaro que buscaba incorporar la ciencia occidental y sus modos de educación entre sus compatriotas.
No hubo una concepción única en torno a la "cuestión musulmana" dentro del Imperio de Rusia. Si bien el énfasis estaba puesto en que el Zar era el protector de todos sus súbditos, independientemente de sus convicciones religiosas, no se logró articular un patriotismo cívico que trascendiera esas fronteras. La ideología imperial se asentaba en la autocracia, la idea nacional -rusa- y la Ortodoxia, por lo que la Iglesia Ortodoxa Rusa era la oficial y tenía preponderancia sobre otras creencias. Este edificio tembló en sus cimientos con la derrota sufrida en la guerra con Japón, que obligó al zar Nicolás II a otorgar libertades y la creación de la Duma. Si bien el margen de acción de la Duma era estrecho y la población musulmana del Turquestán no tenía representación, los musulmanes liberales articularon un bloque con el partido liberal Constitucional Demócrata (KD, o "kadetes"), presentando demandas de mayores libertades y autonomías locales. 
El segundo temblor, y esta vez letal para el imperio zarista, fue la primera guerra mundial, en la cual enfrentó al Imperio Otomano, gobernado por el sultán y califa. Se libró entonces una vasta campaña de propaganda en la que Alemania y Austria-Hungría se presentaron como amigas del Islam, y el sultán otomano llamó a una jihad. El panturquismo, que proponía la unión de todos los pueblos turcomanos, también ejerció influencia durante la Gran Guerra en las mentes de los soldados musulmanes que estaban en las trincheras. 
No sólo la Rusia imperial no logró hallar una respuesta a la "cuestión musulmana", sino tampoco la encontró la Unión Soviética, que buscó aplanar toda diferencia nacional y religiosa con la imposición de su ingeniería social clasista. La implosión de 1990-1991 demostró que estas convicciones seguían vivas, muy vivas, a pesar de todos los experimentos que se hicieron para callarlas.

Elena Campbell, The Muslim Question and Russian Imperial Governance. Bloomington, Indiana University Press, 2015.

domingo, 28 de febrero de 2016

"Crimea", de Orlando Figes.

Orlando Figes, conocido investigador sobre los tiempos de Stalin, incursiona en el pasado decimonónico de la Rusia imperial para tratar, desde diversas perspectivas, la guerra de Crimea. El autor se esmeró en presentar un cuadro muy completo de esa conflagración, ubicándola en las disputas religiosas y estratégicas de las grandes potencias europeas en torno al Imperio Otomano.
Desde el reducido Ducado de Moscovia, los gobernantes rusos expandieron las fronteras hacia los cuatro puntos cardinales, inspirados por la ideología imperial bizantina de aspiraciones universales. Así, en tiempos de la zarina Catalina II arribaron a las costas del Mar Negro, arrebatando territorios que hasta entonces habían estado bajo soberanía otomana. Crimea, la atribulada península, pasó a ser parte de Rusia y a recibir colonos eslavos, a la vez que aún contenía una nutrida población tátara. 
En el siglo XIX, Rusia emergió como una gran potencia militar al provocar la derrota de la tempestad napoleónica, que comenzó a desgajarse por su fallido intento de conquista de 1812. No sólo lo expulsaron de las estepas rusas, sino que el zar Alejandro I fue la figura determinante de la nueva configuración europea post-napoleónica, al instalarse él mismo en París y restaurar a la dinastía borbónica en el trono galo. 1812, entonces, se transformó en símbolo de una gesta épica del poder imperial del "gendarme de Europa".
No obstante, esta consolidación de la autocracia zarista significó enervar la solidez rusa, ya que fue un óbice para la modernización del imperio. Sus vastos dominios desde Polonia y Finlandia hasta Alaska eran difíciles de defender con un ejército formado mayormente por siervos, en donde primaba la disciplina más brutal sobre el profesionalismo. La mística de la ortodoxia rusa, envolvente y sugestiva, cargada de imágenes de designios divinos, llevó a los zares a acariciar la idea de restaurar el imperio bizantino con capital en Constantinopla, la actual Estambul, llave de acceso del Mar Negro al Egeo a través de los estrechos tan codiciados. "Zargrad", la ciudad del Zar, fue la obsesión de ambiciones geopolíticas y concepciones religiosas, entrelazadas como un nudo gordiano imposible de separar.
Los rusos aspiraban a proteger no sólo los sitios sagrados para la Cristiandad en Tierra Santa, sino también a los cristianos ortodoxos esparcidos en los dominios otomanos. El reconstituido imperio francés de Napoleón III también aspiró a proteger a los cristianos católicos en esas tierras, llegando al choque en el Santo Sepulcro. Los gobernantes del Reino Unido, por su parte, anhelaban mantener un delicado statu quo en la llamada "cuestión de Oriente", basada en la necesidad de que ninguna potencia europea lograra la hegemonía en esa región asiática. De este modo, se fueron configurando alianzas para contener el espíritu de avalancha rusa hacia las puertas del Mar Negro. 
La opinión pública británica venía siendo fogoneada, advierte Figes, por periodistas de fuerte tendencia anti rusa. En el imperio galo, los diarios del interior del país, de carácter tradicional, manifestaban sus sentimientos de solidaridad no sólo con los católicos del Cercano Oriente, sino también con los polacos bajo dominio ruso, enfrentados en una disputa que entretejía lo nacional con lo religioso, inescindibles para ambos pueblos.
El zar Nicolás I se lanzó a la guerra contra el imperio de los turcos al suponer que ganaría el apoyo masivo de los cristianos ortodoxos en los Balcanes. El Reino Unido y Francia se pusieron del lado otomano, a la vez que los austríacos adoptaron una neutralidad que favorecía al sultán Abdülmecid. El ejército del zar se vio obligado a replegarse de los Balcanes, fue contenido en el Cáucaso y enfrentó el desafío naval en la costa del Pacífico, pero la centralidad de la guerra se ubicó en la península de Crimea y, en particular, en torno a la base marítima de Sebastopol.



La guerra de Crimea anticipó rasgos de las nuevas conflagraciones: se utilizó el telégrafo y los periódicos occidentales tuvieron noticias rápidas; se conocieron los pesares humanos por heridas y enfermedades, que causaban más estragos que las balas; allí se puso en evidencia la superioridad tecnológica de las naciones occidentales frente al Imperio de Rusia. Acudieron médicos y enfermeras -allí ganó notoriedad Florence Nightingale-, periodistas y hasta un turismo macabro que anhelaba conocer los campos de batalla. 
Orlando Figes traza un contorno preciso de las disputas estratégicas y políticas de las partes: los británicos anhelaban cercenar partes sustanciales del Imperio de Rusia; Napoleón III, en cambio, buscaba prestigiar su política exterior con una resonante victoria militar. El pequeño Reino de Piamonte-Cerdeña, en cambio, participó con valor para instalar a esta monarquía del norte italiano en la mesa de las negociaciones. Figes presenta al segundo emperador francés bajo una luz respetuosa, a diferencia de otros historiadores del período o de autores contemporáneos de renombre, como Tocqueville, que lo retratan como un verdadero cretino.
A lo largo del extenso y bien documentado libro, observamos el trato tan distinto que daban los oficiales británicos, rusos y franceses a sus soldados, cómo se relacionaban entre sí y con los turcos y tátaros. Los galos, gracias al espíritu heredado por la Revolución, trataban con respeto a sus combatientes, que estaban bien alimentados y equipados. No así los soldados rusos, en su enorme mayoría siervos, así como los ingleses. Y eso se iba reflejando en las medidas sanitarias, que se ponían a la luz pública gracias al periodismo. La guerra de trincheras, que anticipaba las pesadillas de la Gran Guerra de 1914, era una señal del cambio de la concepción en el enfrentamiento bélico, cada vez más centrado en las nuevas tecnologías y tomando distancia de los combates cuerpo a cuerpo.
Zar Alejandro II
El zar Alejandro II, heredero del fallecido Nicolás I, debió llegar a la paz tras la caída de Sebastopol. El Mar Negro se neutralizó, aunque pudo contener la disgregación de las partes occidentales de su imperio. Consecuencia no buscada, pero ineludible, fue la modernización material y social, con la incorporación de los telégrafos y ferrocarriles, así como la liberación de los siervos. El espíritu de 1812 se había desvanecido. 
No por ello los rusos abandonaron sus aspiraciones de influir, despedazar y conquistar al Imperio Otomano, ya que se volvieron a enfrentar a los turcos en años posteriores. Miles de tátaros abandonaron Crimea y el Sur de Rusia para instalarse en el Imperio Otomano, siendo reemplazados por cristianos ortodoxos que dejaron los Balcanes, generando un cambio en la composición demográfico y el paisaje. Así nació una nueva preocupación para el zarismo, como era el de los musulmanes que residían en el territorio imperial, que acuñaba una ideología zarista que enhebraba nacionalidad, autocracia y ortodoxia como un todo incuestionable.
Texto imprescindible para el especialista y el lector curioso de la historia rusa y de la Europa decimonónica, ricamente articulado desde perspectivas diferentes, una pieza necesaria en las bibliotecas.

Orlando Figes, Crimea. La primera gran guerra. Buenos Aires, Edhasa, 2012.