Robert Crews se adentra en un territorio desconocido para muchos occidentales, que es de la relación que tuvieron los Zares y sus administradores con los musulmanes del Volga, el Cáucaso y la vasta región del Asia Central. En un comentario previo en este blog, he tratado sobre el libro de Patrick March en torno a la expansión de los rusos hacia el Oriente. En este libro, el autor se concentra en la anexión de Asia Central y, en particular, en la relación de las autoridades zaristas con el mundo islámico.
El punto de partida es la zarina Catalina la Grande que, en tanto monarca de fines del siglo XVIII en pleno auge del iluminismo, alentó una política de tolerancia hacia los musulmanes residentes en el imperio de Rusia que crecía hacia el este y el sur. A diferencia de Pedro el Grande, que había buscado cristianizar a los nuevos súbditos en su expansión, Catalina deseaba demostrar que gobernaría con justicia y armonía, impidiendo las conversiones forzosas que otrora llevaron adelante los obispos ortodoxos. Asimismo, la zarina suponía que la religión, cualquiera que fuese, ayudaba a preservar el orden. El Islam no era visto como una religión de aspiraciones universales, sino como la creencia particular de los turcos. Claro que su política de tolerancia no admitía el librepensamiento, la "herejía" o el ateísmo; y presuponía que esta atmósfera de justicia llevaría, en el futuro, a la conversión de los musulmanes al cristianismo.
Para tratar con los musulmanes dentro del Imperio, se estableció una jerarquía similar a las que tienen las denominaciones religiosas en Occidente. Para ello, se creó la Asamblea Eclesiástica "Mahometana" de Orenburg, liderada por el muftí Jusainov. Esta Asamblea buscó ser el intérprete y juez en los conflictos entre musulmanes, a la vez que un instrumento del zarismo para extender su dominio. Pero no todos los musulmanes fueron dóciles. Los sufíes
fueron un problema para los rusos en el norte del Cáucaso en los años 1840,
sobre todo por los derviches provenientes de Bujara, Tashkent y Jiva. El muftí Gabdrajimov hizo llamamientos patrióticos y de obediencia al Zar, como padre de todos los súbditos del imperio. En las mezquitas se oraba por la salud del Zar y su familia.
Una de las cuestiones a las que las autoridades rusas le prestaron gran atención, y que se reflejó en la Asamblea de Orenburg, fue la composición familiar. Los muftíes procuraron que las familias musulmanas fueran armoniosas, castigando el adulterio, la prostitución, el maltrato a las mujeres y el abandono de las esposas con hijos, ya que estas conductas perjudicaban a la sociedad. Resulta interesante observar que los rusos se preocuparon por castigar el maltrato a las mujeres, así como por establecer que el divorcio debía ser consentido por ambas partes. Las mujeres musulmanas tuvieron oportunidad de litigar en las
cortes por divorcios o maltratos, y fue habitual que enviaran peticiones al Zar por abusos y
maltratos. Las leyes rusas prohibían los casamientos y arreglos nupciales de
niños, habituales en las comunidades islámicas de Asia Central. De este modo, se fue creando un cuerpo de jurisprudencia muy rico, tal como estaba ocurriendo en la India británica.
La centuria decimonónica fue el inicio del orientalismo patrocinado por el Estado, a fin de conocer a los pueblos que se dominaba en Asia. Dos figuras interesantes de esta corriente fueron el shiita converso al cristianismo Mirza Alexander Kazem Bek, que procuró sistematizar el derecho islámico y que tuvo gran influencia en los estamentos burocráticos, y su rival el kazajo Chokan Valijanov, de corta vida, que fue elogiado por Dostoyevski.
Los kazajos, que comenzaron a ser incorporados en la primera mitad del siglo XIX, no eran musulmanes estrictos, ya que tenían costumbres shamánicas y algunas creencias de origen maniqueo. El otro gran impacto para los rusos fue con la conquista de Kokand y la declaración de los protectorados de Jiva y Bujara, importantes centros de formación islámica desde hacía algunos siglos.
El gobernador Von Kaufmann, con habilidad, procuró "ignorar al Islam" y propagar la civilización occidental sin forzar las costumbres, con la esperanza de que la demostración evidente de los beneficios llevaría la verdad a los musulmanes, que habrían de convertirse al cristianismo con el paso del tiempo. Esta actitud impidió choques inútiles para el imperio en una zona frágil. Zares conservadores como Alejandro III y Nicolás II no intentaron expandir el cristianismo ortodoxo y fueron cuidadosos en el trato con el Islam, pero sí persiguieron a las que se consideraban "sectas heréticas" que podían poner en peligro el orden establecido. Ya en 1905 se advirtió que los musulmanes habían cobrado importancia política en la región, llegando a tener diputados en la Duma, que exigían igualdad de trato con los cristianos. Su objetivo era una monarquía constitucional como la que proponían los liberales del partido Demócrata Constitucional, aunque en ocasiones acompañaron las propuestas de la izquierda. En la primera guerra mundial, muchos musulmanes se enrolaron en las filas del ejército ruso y otros, en 1916, fueron reclutados para tareas de apoyo tras las líneas de combate.
El libro es sumamente interesante porque resalta un aspecto pocas veces tenido en cuenta, como fue la política zarista hacia estas comunidades que iba anexando. Lejos de haber tenido una visión monolítica, las autoridades fueron prudentes y exploraron formas de incorporarlas en un imperio de múltiples nacionalidades y religiones, proyectando la concepción de un Zar protector de todas las religiones.
Robert Crews, For Prophet and Tsar. Islam and Empire in Russia and Central Asia. Cambridge, Harvard University Press, 2006.
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