A lo largo de esas páginas, densas y vibrantes, el hilo invisible del volumen se desarrolla en torno a la búsqueda infatigable de la intelectualidad rusa en torno a su ubicación: ¿parte de Europa, parte de Asia, o algo completamente distinto? Como el águila bicéfala que heredó de los bizantinos, Rusia mira hacia Oriente y Occidente, y en términos religiosos se sentía la tercera Roma, la custodia auténtica de la fe cristiana de un modo místico y fuertemente apegada a la liturgia.
En ese anhelo de encontrarse y de presentarse ante el mundo, el zar Pedro el Grande encarnó el proyecto de occidentalización no sólo en el cambio deliberado de las costumbres, sino en particular con la creación y construcción de la capital San Petersburgo -luego Petrogrado, después Leningrado- como modelo desde el cual irradiar una Rusia europea, conectada con las raíces de la cual fue cortada por la invasión mongola. Tal como nos lo presenta Figes, San Petersburgo era un proyecto de dimensiones políticas que alteraba sustancialmente la vida de la aristocracia rusa, que debía concentrarse en esa metrópolis y aceptar las nuevas formas de existencia cotidiana. El autor, magistralmente, nos exhibe la doble vida de esos aristócratas, occidentalizados en sus maneras exteriores y de puertas afuera, pero apegados a las viejas costumbres en su vida privada. Europeos refinados en los salones, tátaros campesinos en los dormitorios. Las narraciones sobre la vida de los aristócratas rusos es fascinante, con sus derroches y desmesuras.
Primera señal de que esa Europa tan admirada era, a la vez, un peligro, fue la invasión francesa de 1812, que despertó un espíritu patriótico que hasta entonces era desconocido. Y los principales protagonistas fueron los campesinos, no la aristocracia afrancesada, que defendían su tierra y forma de vida. De allí en adelante, esa admiración por el occidente europeo vino acompañado de recelos en la propia aristocracia y círculos intelectuales emergentes. El atraso asiático frente a la civilización europea, la singularidad rusa se transforma en una interrogante que
atraviesa dos siglos, sin poder resolverse.
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Tolstoi |
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Kandinski, 1915 |
La ruptura de la revolución bolchevique con sus ansias iconoclastas llevó a la emigración de numerosos artistas a Occidente, creando una cultura rusa de la emigración. Allí florecieron Stravinski, Prokofiev, Nabokov, Chagall, Kandinski y Bunin; otros, penaron en las sombras, como Anna Ajmátova; unos pocos lograron sobrevivir con altibajos, como Shostakovich y Pasternak. La dinámica totalitaria del stalinismo, con sus feroces críticas al "formalismo" en nombre del "realismo socialista" y la necesidad de crear una "cultura proletaria", se convirtió en una densa neblina gris que apagó muchos talentos, enviando a muchos de ellos a la muerte.
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Stravinski |
Es una obra de calidad excepcional, meditada en cada uno de sus párrafos, felizmente concatenada y que provoca la reflexión constante del lector. Es, también, un disparador a nuevas y fecundas lecturas de los clásicos, para adentrarse en sus mundos de imaginación, riqueza conceptual y profunda dimensión espiritual.
Orlando Figes, El baile de Natacha. Barcelona, Edhasa, 2012.
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