El sistema de escritura oficial kanbun, de origen chino, requería varios años de estudio para llegar a manejar con suficiencia los diez mil caracteres (kanji), por lo que no resultaba práctico para la alfabetización masiva de los niños. Este largo tiempo de aprendizaje impedía dedicar horas al estudio de otros conocimientos considerados necesarios, y tampoco garantizaban la posibilidad de comunicación efectiva entre las distintas regiones, estamentos y oficios. Además del kanbun -del que había variantes-, estaban también los sistemas yomikudashi, sōrōbun y wabun, entre otros. A esto, debemos sumarle las variantes orales de cada región. El kanbun había contado con el prestigio de la civilización china pero, asediada por los países occidentales durante el siglo XIX, el antiguo imperio perdía su aire venerable como la gran cultura. Los japoneses comenzaron a mirar despectivamente a la cultura china a partir de la guerra sino-japonesa de 1894-1895, cuando las tropas del imperio insular se impusieron.
A la par de naciones europeas como Francia y el entonces Imperio Alemán, los gobernantes japoneses y la élite académica tuvieron un vivo debate sobre la lengua y la escritura, suponiendo que un idioma codificado y homogéneo contribuiría al desarrollo del país como la gran potencia de Asia Oriental.
Maejima Hisoka (1835-1919), traductor del shogunato y buen conocedor del inglés y el holandés, propuso el reemplazo de los kanji por el alfabeto kana, propiamente japonés. Mori Arinori -que en 1885 llegó a ser ministro de Educación- sostuvo que debía utilizarse la lengua inglesa, lo que le valió la crítica implacable durante toda su vida. En 1884, un grupo de intelectuales fundó la Sociedad Rōmaji, que sostenía el uso del alfabeto latino, al que se identificaba como una de las claves del progreso occidental.
Con el nombramiento de Mori como ministro de Educación, se puso mayor énfasis en la ideología kokugaku como guía de la enseñanza. Esta corriente propugnaba lo estrictamente japonés y procuraba deshacerse de los elementos chinos, teniendo como objetivo la formación de una ciudadanía nipona que fuera absolutamente leal al orden imperial y la religión oficial. También cobró fuerza el movimiento genbun'itchi, que buscaba la unificación de la lengua oral con la escrita.
El personaje intelectual más interesante fue Ueda Kazutoshi, un lingüista que fue discípulo del gran Basil Hall Chamberlain -es tristemente famoso su hermano menor Houston Stewart Chamberlain, un teórico del racismo a comienzos del siglo XX- y que estudió en Leipzig. Basil Hall Chamberlain fue profesor en la Universidad de Tōkyō, un gran académico de la lengua japonesa y que legó su nutrida biblioteca de miles de volúmenes a Ueda.
Ueda Kazutoshi fue un estudioso sistemático y prolífico de la lengua japonesa, luego funcionario, y que influyó en la adopción posterior del dialecto coloquial de las clases alta y media de la capital imperial, el llamado Tōkyōgo. Este se fue transformando, rápidamente a través del sistema educativo y la prensa, en la lengua nacional, el kokugo.
Otra figura relevante fue Yamada Yoshio, un intelectual conservador que sostuvo que el kokugo tenía un carácter espiritual que lo hacía único, el alma de la nacionalidad japonesa que ligaba a todos al Emperador. Este proceso iniciado en la era Meiji, se continuó en las eras Taishō y Shōwa.
El libro es relevante para comprender el proceso de construcción desde el poder del nacionalismo, una arquitectura de símbolos que despiertan sentimientos artificialmente creados desde un laboratorio de ingeniería social, puesto que no brotaron espontáneamente por la libre interacción entre los individuos.
Paul H. Clark, The Kokugo Revolution: Education, Identity, and Language Policy in Imperial Japan. Berkeley, Institute of Asian Studies, 2009.
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