Tras varios años de investigación, armando un difícil rompecabezas con pocas piezas disponibles, el reconocido periodista Silvio Huberman escribió la historia de la primera inmigración judía organizada procedente desde el Imperio de Rusia, que llegó a bordo del Weser. Eran 824 pasajeros -hombres, mujeres, niños- que salían de la asfixiante Zona de Residencia que se había impuesto en la región más occidental del imperio, tras la anexión de esos territorios al gobierno autocrático de los Zares. A los judíos de Rusia le estaban vedados muchos oficios y profesiones, así como la movilidad dentro del vasto imperio. En 1881, tras el asesinato del zar Alejandro II, se desató contra los judíos un pogrom de gran magnitud, persecución que despertó las conciencias de muchos occidentales para ayudar a esta comunidad asediada, así como motivó a cientos de miles de judíos a emigrar hacia el continente americano.
Argentina, en el imaginario decimonónico, era una tierra extraña; aún más para el habitante de las estepas eslavas. Por mandato constitucional y por genuina intención de los sucesivos gobernantes argentinos durante la segunda mitad del siglo XIX, se procuró atraer a las latitudes sudamericanas a inmigrantes europeos, rodeándolos de garantías, reconociendo sus libertades fundamentales y ayudándolos a costear los pasajes. Hubo intensos debates parlamentarios sobre la inmigración espontánea u organizada, llegando a ganar la segunda postura por una cuestión práctica: otras naciones lo estaban haciendo. Es que Argentina era un país de escasos pobladores: no nos referimos a las tierras incorporadas en las campañas militares dirigidas por el general Roca, sino a provincias feraces como Santa Fe, Entre Ríos y Buenos Aires.
Alentados por la idea del progreso que marcó esa centuria, se trazaron redes ferroviarias, líneas telegráficas, se levantaron pueblos y se estableció un marco normativo signado por la secularización.
En este escenario tuvo lugar la llegada de ese primer contingente de inmigrantes judíos en 1889 que, con dolores y pesares, y tras ser víctimas de fraudes por el camino, lograron asentarse en la colonia Moisés Ville. Sufrieron la muerte de decenas de sus niños al llegar; batallaron con sus brazos contra la langosta y el granizo, implacables enemigos del agricultor; debieron adaptarse y aprender la vida en el campo argentino a pura obstinación. El trazado de la colonia respondía a las necesidades defensivas contra los pogroms, tan frecuentes eran estos ataques contra las comunidades judías en la Rusia de Alejandro III. Algo similar ocurrió con los inmigrantes alemanes del Volga, también asentados en la provincia de Entre Ríos, que hacían viviendas semi enterradas, recuerdo de cuando debían protegerse de los ataques de kazajos en las fronteras con Asia Central. Si bien hubo algunos episodios lamentables, Silvio Huberman sostiene que fueron delitos comunes que no estuvieron inspirados por razones religiosas o políticas.
Tras ellos, llegaron otros contingentes con la ayuda de ese gran filántropo que fue el Barón Maurice de Hirsch y su Jewish Colonization Association, instalándose en provincias que hoy son fértiles y abundantes. Uno de los jóvenes que descolló de aquellos movimientos humanos fue Enrique Dickmann, que luego hizo sus estudios secundarios, se graduó de médico y se destacó como diputado del Partido Socialista.
El libro demuele, sin buscarlo, algunos prejuicios antijudíos de entonces y de ahora: el primero, el de que todos los judíos son ricos. La lectura de estas páginas frescas, tan bien escritas como documentadas, servirá para aventar tamaño disparate. El segundo, que los judíos no son aptos para el trabajo agrícola: allí están, como testimonio elocuente, las colonias que levantaron y la producción que incorporaron a la geografía argentina, como el girasol. No faltó, en ciertos círculos del nacionalismo antisemita argentino, quien llegara a negar la existencia de estas colonias agrícolas. Lo cierto es que muchos de sus descendientes migraron hacia las ciudades en busca de movilidad social ascendente, destacándose en las ciencias, las artes y el periodismo, de quienes el autor trazó una semblanza en los capítulos finales.
Silvio Huberman nos deleita con su maestría en el uso de la palabra hablada y escrita, despliega el itinerario vital de esos inmigrantes, traza los contornos personales y nos ubica acertadamente en el tiempo y el espacio para comprender, un poco más, cómo fue el pretérito de los argentinos.
Silvio Huberman, Los pasajeros del Weser. Buenos Aires, Sudamericana, 2014.
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