Este libro es un gran estudio sobre los embajadores del Reino Unido, Francia y Estados Unidos en la Alemania nazi antes de la conflagración planetaria. Página tras página, desmenuza cómo los diplomáticos acreditados en Berlín fueron informando a sus cancillerías sobre el régimen nazi. ¿Era Hitler un acertijo? Abraham Ascher, un autor perspicaz, nos va descubriendo que los embajadores y, en menor medida, los cónsules fueron advirtiendo sobre los grandes trazos del totalitarismo que se estaba construyendo aceleradamente en Alemania.
Entre 1933 y 1939, hubo tres embajadores británicos en Berlín: Horace Rumbold, Eric Phipps y Nevile Henderson. Habiendo sido Gran Bretaña la gran potencia planetaria desde el siglo XIX hasta el fin de la segunda guerra mundial, su rol era clave en el equilibrio europeo.
Ascher señala los límites de la política exterior del Reino Unido en tiempos de entreguerras. Tras la crisis financiera y económica de 1929, sumado al gran desarrollo del sentimiento pacifista en la opinión pública, había un enorme rechazo al rearme y a pensar, en el horizonte, más o menos cercano, en una nueva confrontación con Alemania. A esto, se añadía la incomprensión del liderazgo sobre el nuevo fenómeno político e ideológico que emergía en el centro de Europa. No obstante, los embajadores Rumbold y Phipps fueron alertando y describiendo acertadamente sobre la naturaleza criminal del nazismo, las personalidades patológicas de Hitler, Göring y Goebbels, así como de las persecuciones antisemitas. Horace Rumbold, en abril de 1937, elaboró un breve e inteligente despacho que circuló en los ámbitos gubernamentales de Gran Bretaña y el Imperio, llegando a ser difundido en las cancillerías de países aliados. En él, describió la ideología racista, antisemita, militarista y expansionista del nazismo tras haber leído el Mein Kampf, anticipando la pesadilla que se aproximaba. A juicio de Ascher, el nazismo hubiera podido ser contenido efectivamente en marzo de 1936 cuando el ejército alemán, aún débil, ocupó la Renania desmilitarizada. Si en ese momento los gobiernos de Gran Bretaña y Francia hubieran concertado una acción común, hubieran dado una estocada letal al rearme, así como habrían puesto en evidencia la falibilidad de Adolf Hitler.
En 1937, con el arribo de Neville Chamberlain al 10 de Downing Street, se puso en marcha la política del appeasement, el apaciguamiento a la bestia nazi, buscando calmar a la fiera con concesiones territoriales. También en 1937 llegó un nuevo embajador a Berlín, Nevile Henderson, que fue en exceso un apaciguador que buscaba congraciarse con el régimen nazi. El embajador Henderson reportaba directamente al círculo próximo a Chamberlain, esquivando al Foreign Office, en donde se lo consideraba indiscreto y de poca confianza. Anthony Eden debió recriminarle en privado varias de sus actuaciones, pero luego al frente del Foreign Office quedó otro appeaser, Lord Halifax, con quien tuvo mejor sintonía. Precisamente por esta ausencia de diplomáticos apaciguadores, Chamberlain recurrió a emisarios para tomar contacto directo con Hitler, como Lord Lothian y Lord Halifax, llegando a viajar él mismo en tres ocasiones para tratar personalmente con el dictador alemán. Estos periplos, sin embargo, lejos de lograr el cometido, no hacían más que envalentonar al régimen nazi, que exigía cada vez más concesiones de las "débiles y cobardes" democracias occidentales. Abraham Ascher señala tres grandes grupos de apaciguadores: los "realistas", como Chamberlain, que sólo querían contener a Alemania, siempre y cuando no atacara a Gran Bretaña, el Imperio Británico, Francia, Holanda, Bélgica y la flota naval. El segundo grupo, el de los pacifistas, que se negaban a toda posibilidad de guerra, aún en caso de que la isla fuera atacada; y el tercero, el de los "ideólogos", que simpatizaba con el nazismo o los fascismos europeos.
La otra gran nación europea analizada, Francia, estaba atribulada con constantes crisis gubernamentales en tiempos de la III República. Habiendo sido el país que más sufrió durante la primera conflagración, había perdido más de un millón de habitantes y observaba con recelo al nazismo. El país galo había quedado también debilitado por la crisis económica, por lo que sus políticos sólo se concentraban en las cuestiones inmediatas. La alternancia constante de los gabinetes ministeriales impidió una política exterior coherente y de largo plazo. Así, el embajador francés en Berlín, desde 1931 hasta 1938, fue André François-Poncet, un político conservador sumamente activo. También fue advirtiendo sobre las conductas patológicas de los líderes nazis, las persecuciones antisemitas e internas dentro del partido único. Pero la política francesa estaba atada a la británica, que optaba por desinteresarse por el Este europeo. En 1938 fue sucedido brevemente por Robert Coulondre, hasta que se desataron las hostilidades. Es interesante subrayar que François-Poncet volvió a ser embajador, tras la segunda guerra mundial, ante el gobierno de la República Federal Alemana en Bonn.
El tercer país analizado fue Estados Unidos, que observaba desde lejos el escenario europeo. Custodiado por dos océanos, el coloso de América del Norte evitaba involucrarse en las querellas del Viejo Continente y la política internacional. Tuvo tres embajadores en el período estudiado: Frederic Sackett (1930-1933), William Dodd (1933-1937) y Hugh Wilson (1937-1940), siendo únicamente el tercero del cuerpo diplomático. Los tres prestaron atención a las persecuciones antisemitas y, también, a la creciente intromisión del nazismo en las iglesias cristianas. A diferencia de británicos y franceses, no prestaron atención a las pretensiones de expansión germana hacia el resto del continente, pero sí fueron advirtiendo de la naturaleza criminal del régimen en forma sistemática. Un funcionario clave fue el cónsul George Messersmith, muy activo en otorgar visas para refugiados judíos y buen conocedor de la historia y cultura alemanas.
A subrayar es que los diplomáticos occidentales fueron entreviendo que la política antisemita desplegada por el nazismo no se iba a detener en la marginación y expulsión de los judíos, sino que ya había señales que alertaban sobre las intenciones de exterminio. Muchos elaboraron informes sobre el antisemitismo en pequeños pueblos, desmontando con cifras y estadísticas las falacias de la narrativa implantada por el nazismo. Desde esta perspectiva, Hitler no fue un acertijo: más allá de sus declaraciones de paz, quienes tuvieron trato con él y su entorno pudieron advertir los lineamientos de su ideología, su extremismo y su furibunda prédica antisemita. Este libro nos brinda, entonces, un enfoque enriquecedor para el estudio de la historia diplomática y de la Alemania nacionalsocialista.
Abraham Ascher, Was Hitler a Riddle? Western Democracies and National Socialism. Stanford, Stanford University Press, 2012.
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