miércoles, 29 de abril de 2015

"Marxism, Fascism, and Totalitarianism", de A. James Gregor.

Libro notable el de A. James Gregor: se interna por los diferentes caminos que nacen desde una misma fuente, el pensamiento de Marx y Engels, y examina los derroteros intelectuales de lo que llama sus "heterodoxias": Josef Dietzgen, Eduard Bernstein, Ludwig Woltmann, Georges Sorel, Vladimir Ilich Lenin y Benito Mussolini, entre los más destacados. Pero, ¿qué hacen el racista Woltmann, uno de los teóricos de lo que años después de su muerte será el nazismo, y el fascista Benito Mussolini en este listado? He aquí el gran mérito de la labor del autor: al recorrer sus itinerarios, nos va descubriendo cómo cada uno de estos autores se fue nutriendo de la fuente del marxismo clásico.
Libro que sacude y remueve la concepción generalizada sobre el marxismo, porque nos presenta un árbol frondoso, con muchas ramas que parten de un mismo tronco. Con las muertes de Karl Marx (1883) y Friedrich Engels (1895), no hubo quien pudiera ser considerado el más puro representante de esas ideas, y es por ello que surgieron varios herederos que se proclamaron como los verdaderos custodios de esa "ciencia". Así, el marxismo de Karl Kautsky es uno de los tantos que salieron de esa causa común, que se erigió como el "ortodoxo" frente a otras versiones concurrentes. En Francia estaban los marxismos de Jules Guesde, Jean Allemane y Paul Brousse, por ejemplo, cada uno con su propia interpretación, o la corriente más reformista de Benoît Malon, de la que salió Jean Jaurès. Bernstein, que se proclamaba como marxista, ponía el acento en la necesidad de recabar datos cuantitativos sobre la supuesta pauperización de las masas proletarias, un fenómeno que él veía que no se cumplía, a pesar de seguir creyendo en los postulados de Marx y Engels.
Lo cierto es que fueron muchos los marxistas que no aceptaron mansamente que la llamada "superestructura" fuese un mero reflejo de las condiciones materiales y que, por consiguiente, las ideas políticas, las creencias religiosas, la moral, la ética y el arte -a lo que Marx y Engels llamaban "fantasmas en el cerebro"- estuvieran determinadas por el modo de producción. Los iniciadores del marxismo, más allá de la obra voluminosa que dejaron, no pudieron cubrir una enorme cantidad de huecos de la "ciencia" a la que daban luz.
Josef Dietzgen, por ejemplo, se preocupó por el rol de la voluntad en el compromiso revolucionario, lo que entraba en colisión con el rígido determinismo económico de Marx y Engels. ¿Cómo entraba allí, entonces, la voluntad? ¿Eran los humanos meros autómatas determinados por las condiciones materiales? ¿Cómo era posible, en consecuencia, que surgieran ideas de utopías igualitarias en contextos de sociedades con esclavos, como lo fue en tiempos del cristianismo primitivo, o el de Thomas Münzer en el siglo XVI? ¿Y la moral y la ética en el marxismo? Por su lado, Ludwig Woltmann intentó articular al marxismo con las ideas de Darwin, por lo que buscó enhebrar al determinismo económico con el biológico, acabando en el racismo que ubicaba a los nórdicos en la cima de la evolución humana, por lo que fue un antecedente del nazismo. ¿Y cómo es que Woltmann compatibilizó el marxismo con el racismo? Gregor señala varias expresiones racistas, típicamente eurocéntricas y decimonónicas, de Marx y Engels que dejaron aquí y allá, desperdigados en el extenso corpus de su producción escrita, contra los mexicanos, españoles, chinos y eslavos. 
Los movimientos sindicales que nacieron al combate a finales del siglo XIX, adhirieron a la idea de la huelga general como metodología de lucha contra el capitalismo, así como pedagogía para el proletariado. Uno de los principales teóricos de lo que se llamó el "sindicalismo revolucionario", Georges Sorel, desarrolló la idea del "mito movilizador", ya que pensaba que Marx y Engels no habían alcanzado a ahondar en la psicología humana. Sorel, señala el autor, en rigor buscaba un tipo de sociedad en la cual el individuo quedaba sometido a grandes designios éticos y morales, como en las antiguas Grecia y Roma, y en el cristianismo primitivo. Para él, el individualismo de las sociedades democráticas burguesas llevaba a la destrucción de la civilización, por lo que era imprescindible convocar al sacrificio, la disciplina y la acción para alcanzar grandes metas. De ahí que, para Sorel, un "mito movilizador" era la gran huelga general de los obreros para derribar al capitalismo, recurriendo a la violencia. Fue frontalmente hostil a la participación política y electoral de los obreros, y esta posición fue sumamente influyente para que parte del movimiento obrero no votara a representantes socialistas para integrar los parlamentos. 
Gregor, también autor de un libro publicado en 2006 sobre los intelectuales fascistas, traza el puente que fue desde el marxismo a través del sindicalismo revolucionario hasta aterrizar en el fascismo italiano: en esta travesía, nos encontramos con Robert Michels, Angelo Oliviero Olivetti, los autores de la revista La Voce como Giovanni Papini y Giuseppe Prezzolini, o Filippo Corridoni, entre otros, hasta llegar a Giovanni Gentile, en una atmósfera de discusión en torno a las clases sociales, el nacionalismo y las guerras libradas por Italia en los inicios del siglo XX. Los autores marxistas, ya fueran los austríacos o italianos, observaban que los proletarios tenían fuertes sentimientos de nacionalidad, una cuestión que debía ser analizada más allá de las limitaciones y vaguedades expresadas por Marx y Engels. Los bolcheviques, en cambio, siguieron considerando al nacionalismo como una estratagema de la burguesía, por lo que Lenin y Stalin observaban a este sentimiento como un problema transitorio.
El marxismo de Marx y Engels, asevera Gregor, había llegado a callejones sin salida. Será la gran conflagración de 1914 la que abra las compuertas a reformulaciones heterodoxas, a atajos revolucionarios como el leninismo y el fascismo, y con influencias a través de Woltmann en el nazismo. Pero el viejo marxismo ortodoxo, tal como lo elucubraron sus mentores, sólo quedará solitariamente defendido por Kautsky, una figura olvidada tras la revolución bolchevique en Rusia.
Lenin, pues, cambió sustancialmente la doctrina heredada: el partido con una élite intelectual revolucionaria profesional, erigida como vanguardia del proletariado, la teoría del imperialismo, la construcción del socialismo en un país básicamente agrario que recién estaba comenzando su industrialización. El autor sostiene que Lenin rediseñó al marxismo a su imagen, pero esta corriente quedó consagrada como la "ortodoxia" durante el pasado siglo XX. Sus ideas se plasmaron en el primer estado totalitario, sistema que habría de ser emulado en otras latitudes, con la implantación del disciplinamiento, la militarización del trabajo, el terror implacable y la planificación centralizada de la economía.
Con la primera guerra mundial, Mussolini -vocero oficial del Partido Socialista italiano, miembro del ala más ortodoxa de esa fuerza, y director del periódico Avanti!-, tras un primer momento en que rechazó la conflagración al considerarla "burguesa" e "imperialista", luego se tornó en un defensor de la participación en la misma a través de un nuevo periódico, Il Popolo d'Italia. Tras la guerra, el énfasis lo pondrá en el "mito movilizador" del nacionalismo, llamando al renacimiento del imperio en un país que no había obtenido ganancias territoriales y que se hallaba sumido en la desesperanza. Pero había rasgos comunes con el bolchevismo -además de un pasado común-, por lo que los marxistas-leninistas rápidamente ubicaron en la "extrema derecha" al fascismo, taxonomía que le sirvió para aparentar lejanía del nuevo fenómeno político italiano. Los rasgos comunes entre ambos señalan un origen común, que fue el marxismo clásico. Gregor, con buen criterio, señala que el marxismo clásico era una ideología moribunda a comienzos del siglo XX, y que fueron las heterodoxias las que prosiguieron el camino, creando gobiernos totalitarios que marcaron la centuria.
Las ideas tienen consecuencias, las ideas importan. La filosofía política, que pareciera ser un entretenimiento para unos pocos estudiosos alejados de la realidad, es un mapa que sirve de guía para el político profesional, aunque no lo advierta. De allí la importancia crucial de estos estudios sobre los itinerarios sinuosos, cruzados, y hasta caóticos de los autores que reflexionan sobre los asuntos públicos.

A. James Gregor, Marxism, Fascism, and Totalitarianism: Chapters in the Intellectual History of Radicalism. Stanford, Stanford University Press, 2009.

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