Benedict Anderson nos hace una propuesta sumamente interesante en su libro Comunidades imaginadas, texto rico en ejemplos sobre todo del Sudeste asiático, región de su especialidad.
Parte de lo que denomina el capitalismo de imprenta: la explosión de libros que se sucede a partir de la invención y generalización de la imprenta en Europa, que va reemplazando al latín por lenguas vernáculas a lo largo de los siglos. De este modo, las lenguas nacionales comienzan a tejer lo que llama las comunidades imaginadas por los lectores en alemán, francés, checo, castellano, etcétera. Nace, así, la idea de una comunidad lingüística que trasciende la comarca y que une, en torno a ese idioma común, a esos lectores. Nace, también, la filología en el siglo XIX: las variaciones de una lengua escrita, ya plasmada en el texto, no tiene tantas transformaciones en los últimos siglos, y es por ello que podemos leer sin dificultad a un autor del siglo XVIII. Lo llama capitalismo porque nos recuerda que el editor fue un empresario de riesgo que se atrevió a invertir en la audacia de la imprenta, tanto para libros como periódicos, y buscó un mercado de lectores. La difusión de las lenguas vernáculas fue el embrión de los estados-nacionales que se articularon a partir del siglo XIX y XX.
Ahora bien, las aristocracias difícilmente hablaban las lenguas vernáculas. La aristocracia rusa hablaba en alemán y francés; la húngara, en latín y alemán; la checa, en alemán. El lenguaje de la burocracia en el imperio austríaco fue el latín, que luego convivió con el alemán. El latín había sido la lingua franca de la cristiandad occidental, pero ya en el siglo XVIII estaba siendo desplazada por influencia de la Reforma.
Será en el siglo XIX que comience a hablarse y escribirse en forma masiva en las lenguas vernáculas, a redescubrirse las raíces de las mismas con el desarrollo de la gramática.
Ahora bien, Anderson señala como lugar de nacimiento de los nacionalismos al continente americano, con las revoluciones de independencia en América del Norte y del Sur. Su argumento de que los criollos de Hispanoamérica eran considerados inferiores por los españoles peninsulares fue el causante de la creación de las nuevas naciones en el Nuevo Continente es acertado; pero no nos dice porqué considera que el nacionalismo también nació en las trece colonias del Norte, que ni siquiera utilizaron la palabra "nación" en su declaración, ni tampoco lograron ponerse de acuerdo en un nombre para su país -"Estados Unidos" es una solución de compromiso-.
Distingue un "nacionalismo oficial" de un nacionalismo espontáneo: el oficial brota desde el poder, es el proceso de homogeneidad en torno a una lengua, tal como fue el proceso de rusificación del zar Alejandro III en detrimento de las otras culturas bajo su dominio. También el nacionalismo oficial fue el que puso en práctica Macaulay en la India, con el objetivo de convertir a los aristócratas indios en perfectos ingleses, a fin de convertirlos en buenos administradores del Raj británico.
Este nacionalismo oficial en las colonias no hizo más que provocar el nacimiento del nacionalismo en esas latitudes. Adquirieron conocimientos de la metrópoli, pero sabían que nunca serían pares de sus amos coloniales. Estos, a su vez, descubrieron el pasado milenario de las culturas antiguas en India y el Sudeste asiático, trazaron la cartografía y realizaron censos con propósitos administrativos, pero que dejaron una profunda huella en los pueblos sometidos. Los europeos, entonces, fueron sembrando las semillas intelectuales de su propia expulsión en el siglo XX de Asia.
Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. México, FCE, 2006. ISBN 968-16-3867-0
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