Hong Kong fue la primera pieza colonial que los británicos lograron en China tras la guerra del opio, concluida con el Tratado de Nanking, que dio inicio a la era de los tratados desiguales de extraterritorialidad. La isla fue cedida "a perpetuidad", en tanto que en 1898 se obtuvieron los llamados "Nuevos Territorios", en el continente frente a la ínsula, hasta 1997.
Los británicos libraron la guerra en forma solitaria contra Alemania tras la rendición francesa, hasta que las tropas de Hitler invadieron en junio de 1941 la Unión Soviética, en tanto que en Asia Oriental la guerra golpeó al viejo imperio con el ataque japonés a Pearl Harbour. Simultáneamente, los japoneses atacaron Hong Kong, en diciembre de 1941, en tanto que luego avanzaron hacia las colonias británicas en Malasia, Singapur y Birmania.
A fines de 1941, el primer ministro Winston Churchill se negó a enviar más tropas para la defensa de Hong Kong, ya que hubiera significado distraer tropas necesarias en la guerra en Europa, así como era imposible defender esa posición. Tras dos semanas de combate, los japoneses tomaron la ciudad, tras luchar contra soldados británicos y canadienses allí apostados.
No obstante, Churchill y Anthony Eden, a cargo del Foreign Office, se empeñaron en preservar el status de Hong Kong como parte integral del imperio británico ante las exigencias del gobierno nacionalista chino en Chungking, al mando del Generalísimo Chiang Kai-shek.
Comenzó un juego de posiciones en vista al futuro entre Chiang Kai-shek, Churchill y Franklin Delano Roosevelt.
Whitfield sostiene que había un amplio consenso en la élite británica, formada en los mismos centros de estudio, de preservar al imperio. Incluso había consenso entre conservadores y laboristas, ya que sus diferencias se limitaban a la vida interna de la metrópoli. Sin embargo, había visiones encontradas entre los funcionarios del Foreign Office, de gran prestigio, y el Colonial Office, entonces a cargo de Oliver Stanley, un tory cercano a Neville Chamberlain. De acuerdo al autor, el deseo de recuperar Hong Kong era por motivos de prestigio nacional y no por objetivos económicos, ya que la colonia comenzó a despegar como un gran centro financiero internacional después de la segunda guerra mundial. Posiblemente así haya sido, ya que las cancillerías europeas se guiaban por lo que los austríacos llamaban la Prestige Frage, la cuestión de prestigio.
Franklin D. Roosevelt tenía su propia política exterior, de la que tenía apartado al secretario de Estado Cordell Hull, a quien ni siquiera llevaba a las conferencias internacionales como las de El Cairo y Teherán, ambas cruciales, en 1943. Si bien demostraba querer desarticular los imperios coloniales de franceses y británicos, tampoco podía hacer una declaración formal, ya que precisaba la alianza británica. Asimismo, Churchill sabía que también necesitaba a los Estados Unidos durante la guerra, por lo que ambos evitaban el enfrentamiento por la cuestión colonial antes de que finalizara la conflagración contra el Eje. Chiang Kai-shek, cuyo gobierno se caracterizaba por su corrupción desenfrenada y el enriquecimiento de su entorno, jugó con la carta estadounidense todo lo que pudo, solicitando más préstamos y armamento, a pesar de que su desempeño militar era deplorable ante las tropas japonesas. Roosevelt intentaba presentar a Chiang Kai-shek como un líder de proyección mundial, así como un hombre de concepciones democráticas, en lo que era acompañado por la prensa de los Estados Unidos. Asimismo, el gobierno de Estados Unidos no dejaba de ver a los británicos como imperialistas y, de tanto en tanto, no dejaban de recordar la guerra del opio. A esto, los funcionarios del Foreign Office tampoco se permitían olvidar que, contemporáneamente a esa guerra con el Imperio Chino, los Estados Unidos emprendieron la expansión hacia el Pacífico a expensas de México.
En 1943, el Reino Unido firmó un tratado con China por el cual se cancelaba la extraterritorialidad, un hecho altamente simbólico aunque sin contenido práctico, ya que los puertos involucrados estaban en posesión de los japoneses. Inicialmente, la postura de Chiang Kai-shek era agregar a Hong Kong en este tratado, sobre todo a los Nuevos Territorios, pero la posición británica había mejorado en 1942 con triunfos militares en la guerra europea. Si bien muchos ingleses suponían que tras la guerra no lograrían recuperar el imperio, la ¿tozudez o tenacidad? de Churchill llevó a muchos, poco a poco, a recobrar la esperanza. El mejor aliado para la recuperación de Hong Kong, paradojalmente, fue el mismísimo Chiang Kai-shek, al poner en evidencia su impericia militar y política, puesto que ni siquiera tenía pleno control de su gobierno en Chungking. De hecho, cuando estuvo de visita en la Conferencia de El Cairo, en donde se reunió con Roosevelt y Churchill, hubo un intento de golpe de Estado en la capital de la China nacionalista, en el que habrían participado sus familiares políticos de la familia Soong. Chiang tenía escaso conocimiento de la política exterior y no hablaba en inglés, siendo la traductora su esposa, Madame Chiang, que probablemente cambiaba el contenido en uno y otro sentido. El hermano de Madame Chiang no era otro que T. V. Soong, el ministro de Relaciones Exteriores de Chiang, y una de sus hermanas estaba casada con el Dr. Kung, ministro de Finanzas, considerado el hombre más rico de China y, quizás, del mundo...
La posición de Chiang dependía enteramente de su aliado estadounidense, hecho del cual Roosevelt era plenamente consciente y lo utilizaba. En la Conferencia de El Cairo, el presidente Roosevelt había prometido a Chiang llevar una ofensiva en Birmania para abrir una ruta hacia China en el sur. En la Conferencia de Teherán dejó a un lado esta promesa y se plegó al pedido de Stalin y Churchill de impulsar el desembarco en Normandía en 1944, para abrir un frente occidental ante Alemania. El autor contrapone, una y otra vez, la diferencia operativa entre ambos gobiernos: Churchill debía elaborar un amplio consenso en un gobierno de unidad nacional y mantener el apoyo parlamentario, así como elaborar las líneas de acción con el Foreign Office y el Colonial Office. Roosevelt, en cambio, concentró en su persona una gran masa de poder y consultaba sólo a sus amigos más cercanos sobre la estrategia a seguir, sin dar espacio al Departamento de Estado y, ni siquiera, al vicepresidente. Aceptó a regañadientes que Louis Mountbatten, británico, estuviera al frente del SEAC, el South East Asia Command; pero tanto el almirante Nimitz como el general MacArthur procuraron reducir toda importancia a la presencia inglesa en la ofensiva contra los japoneses en el Océano Pacífico.
El gobierno británico priorizó la guerra en Europa, aun cuando no dejaba de insistir en que Hong Kong era parte de su territorio. Prueba de su interés por el enclave en Asia Oriental fue la creación, en agosto de 1943, del Hong Kong Planning Unit (HKPU), que tenía a su cargo la preparación para el gobierno colonial en cuanto se expulsara a los invasores japoneses. Sus funcionarios fueron pensando, durante la guerra, cómo habría de ser el porvenir de Hong Kong.
En la Conferencia de Yalta de 1945, en la que participaron Roosevelt, Churchill y Stalin, se establecieron los grandes lineamientos del mundo de la posguerra. Roosevelt hizo grandes concesiones a la Unión Soviética no sólo en Europa, sino también en Asia a expensas de China y Japón -sin saber de qué se trataba, dio el visto bueno a la toma de las islas Kuril-. Esto disminuía aún más la posición de Chiang Kai-shek, a quien no sólo no se le consultaba sobre estas concesiones, sino que además había demostrado una vez más sus falencias ante la Operación Ichigo, la ofensiva japonesa en China continental. Si bien el Generalísimo nacionalista una y otra vez daba a entender que expulsaría a los japoneses de Hong Kong, era claro que sus posibilidades eran nulas.
El viraje de la política exterior estadounidense tuvo lugar con el fallecimiento de Roosevelt quien, a pesar de su enfermedad, no dejó instrucciones ni testamento político. Su sucesor, el vicepresidente Harry Truman, cambió la posición con respecto a la Unión Soviética y apoyó la postura británica de recuperar Hong Kong. El consenso de conservadores y laboristas sobre el imperio quedó en evidencia cuando a mitad de la Conferencia de Potsdam hubo recambio de primeros ministros: Winston Churchill había sido batido en las urnas por Clement Attlee, que no varió en un ápice la visión hasta entonces sostenida en el escenario internacional.
A fines de agosto de 1945, tras la rendición del imperio japonés por órdenes de Hirohito, el ejército invasor entregó la posesión de Hong Kong a los británicos, sin que Chiang Kai-shek pudiera hacer nada. Este enclave se convirtió, con el triunfo de la República Popular China, en una puerta de entrada e información para el espionaje durante la guerra fría.
Andrew J. Whitfield, Hong Kong, Empire and the Anglo-American Alliance at War, 1941-1945. New York. Palgrave, 2001.
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