
Berlin nos recuerda que los rusos eran grandes lectores y que amaban a sus poetas. En los primeros años de la revolución bolchevique se produjo un despertar de las vanguardias artísticas en literatura, teatro y música que luego fueron acalladas a partir de 1928, cuando el Partido Comunista empezó a disciplinarlas a través de la Sociedad de Escritores, al servicio del Estado soviético. Fue así como se impuso el “realismo socialista” en las artes, en las que se hacía propaganda de los héroes proletarios en su lucha por la construcción del socialismo, alejándose de toda posibilidad de articular una crítica o una diferencia de opinión ante el montaje del totalitarismo. Como escribió Berlin, “la superficie ideológica actual no muestra ni una sola ondulación”. El arte era monótono, rígido, dedicado a glorificar los planes quinquenales y el leninismo stalinista. Era seco, áspero y frío como un monumento de hormigón. Las editoriales eran estatales y toda publicación pasaba por el control de la censura partidaria, por lo que toda expresión disidente quedaba relegada al silencio y, en numerosas ocasiones, fue causa de muchas condenas a los campos de trabajo.
Así fue como Ósip Mandelshtam, tras escribir un epigrama sobre Stalin, fue condenado a los campos de trabajos forzados en los territorios asiáticos de la Unión Soviética, en donde murió olvidado tras sufrir constantes golpizas y tortura psicológica, tal como lo señala Isaiah Berlin en una sentida semblanza que hace del poeta. También relata sus encuentros con Borís Pasternak en 1945 y en 1956. En la segunda ocasión, en vano trató de disuadirlo de que enviara el manuscrito de Doctor Zhivago al editor italiano Feltrinelli, sabiendo que ello le acarrearía problemas a él y su familia. Berlin reconstruye la llamada telefónica que hizo Stalin a Pasternak para interrogarlo sobre Mandelshtam. Tuvo, también, varios encuentros con Anna Ajmátova en 1945, 1956 y en Oxford en 1965. Ajmátova estaba convencida de que su encuentro con Berlin, en 1945, había sido el origen de la guerra fría y, por consiguiente, de un cambio en el curso de la historia de la humanidad… Estos escritores sobrevivían gracias al oficio de la traducción. Permanecían aislados, al igual que el resto de sus compatriotas, de las novedades literarias de Occidente, y de tanto en tanto podía llegarles algún ejemplar de las obras de Virginia Woolf, Sartre o Hemingway. Ni siquiera les llegaban noticias de la vida de los intelectuales occidentales, desconociendo si seguían escribiendo o si habían muerto ya.
Un capítulo magistral es el ensayo "La dialéctica artificial", en el que analiza los continuos cambios de la línea oficial del Partido Comunista y cómo los ciudadanos comunes han caído en la más profunda apatía antes estos zigzags ideológicos. En los años posteriores a la muerte de Stalin persiste ese desaliento del ruso ante la política de su país, cada vez más distante de la realidad. Los académicos se empeñaban en repetir una aburrida letanía sobre el marxismo, en la que ya no creían, y los políticos eran una casta impenetrable de oportunistas al servicio de su propio poder omnímodo e incuestionable. Berlin rescataba que, a pesar de ese desierto, aún había rusos que sienten curiosidad por lo que ocurre en otros países. Pero el autor no tenía esperanzas de que el sistema totalitario se desplomara o implotara.
El libro incluye un glosario escrito por Helen Rappaport, que permite al lector conocer mucho mejor a los personajes mencionados a lo largo de los ensayos reunidos.
Como todos los escritos de Isaiah Berlin, es una invitación al pensamiento, al diálogo con uno de los hombres más inteligentes del siglo XX.
Isaiah Berlin, La mentalidad soviética. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2009. ISBN 978-84-8109-815-0