domingo, 6 de octubre de 2013

"The Political Economy of Stalinism", de Paul Gregory

Paul R. Gregory es el autor de este libro dedicado a analizar la política económica del stalinismo en la que, ya estabilizada la Unión Soviética tras los años de la guerra civil y la aplicación de la llamada Nueva Política Económica (NEP), se embarcó en la planificación centralizada. Tras los debates internos del Politburó, en los que Stalin fue mutando sus posiciones para deshacerse de sus rivales del Partido (Trotski, Kamenev, Zinoviev y Bujarin), la economía centralizada primero requirió la colectivización de la agricultura para la "acumulación primitiva de capital", y luego pasó a la "super industrialización".
Gregory nos recuerda que fueron los economistas Ludwig von Mises y Friedrich A. Hayek los primeros en señalar la imposibilidad de la planificación centralizada de la economía. Años más tarde, Hayek subrayó en Camino de servidumbre la pérdida de las libertades individuales como consecuencia de la desaparición de la propiedad privada y la implantación del comando centralizado de la economía. A pesar del derrumbe soviético, de las advertencias de los economistas austríacos y de toda la experiencia histórica en distintos países en los que se aplicó el socialismo real, hay autores y políticos que persisten en esta idea: culpan al jinete y no al caballo. 
Paul Gregory, entonces, se zambulle en los archivos de la Unión Soviética para mostrarnos con abundancia de documentación que cuanto señalaron Mises y Hayek tuvo un gran acierto, pero asimismo se interroga cómo es que este sistema duró mucho más de lo que sus críticos hubieran sospechado. El libro es rico en historia fáctica, mostrándonos cómo es que se tomaban las decisiones de la economía socialista. Por un lado, el Politburó establecía los lineamientos generales de la economía en sus planes quinquenales, que eran reformulados una y otra vez durante la travesía. El mismísimo Stalin a veces se inmiscuía en detalles como las partes de los automóviles, la distribución de vehículos en las regiones, o bien cuántos carriles debía tener una ruta. Esto lo hacía para ser siempre quien tuviera la decisión final, a fin de conservar el poder y no relegarlo en los ministerios que, a su vez, se fueron multiplicando con el paso de los años. 
Ante la falta de incentivos, por un lado se aplicaron castigos drásticos al ausentismo, la pereza o la falta de productividad, poblando el sistema del Gulag. Por el otro, se toleraron con disimulo las metas que no se alcanzaban, cambiando sobre la marcha las metas de la planificación quinquenal. La "acumulación primitiva de capital" para la industrialización se realizó con la colectivización de la agricultura y la ganadería, que significó la muerte de una porción escalofriante de los pequeños campesinos conocidos como kulaky. El homo sovieticus tan proclamado y esperado no nacía, y los ministerios y empresas se manejaron con criterios de supervivencia política hasta los años ochenta. 
El autor remata aseverando que el problema fue el intento de planificación y no quién haya sido el jinete: la enorme cantidad de información no puede ser procesada ni siquiera con la aplicación de las nuevas tecnologías y, además, termina cimentando un sistema totalitario. O sea que el problema fue el caballo y no el jinete, ya que después de Stalin hubo otros como Jruschov, Brezhnev, Andropov, Chernenko y Gorbachov que no pudieron dominar a la fiera. 

Paul R. Gregory, The Political Economy of Stalinism: Evidence from the Soviet Secret Archives. Cambridge, Cambridge University Press, 2004.

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