La historia de los Estados Unidos es poco conocida por los lectores de habla castellana, a pesar del protagonismo de este país en la escena mundial, sobre todo a partir de la segunda guerra. Lo que se afirma sobre los Estados Unidos está, en líneas generales, teñido por los prejuicios –a favor o en contra-, más que en el conocimiento de su pretérito y de su sistema político y constitucional. Este desconocimiento es mayor cuanto más lejana sea su historia, por ejemplo, su largo y fecundo período de las trece colonias o bien durante su proceso de emancipación y organización constitucional.
Democracy, Liberty, and Property es una recopilación de actas de las convenciones de reforma constitucional en tres estados: Massachusetts (1820), New York (1821) y Virginia (1829-1830), cada una motivada por razones muy diferentes, lo que ayuda a comprender un poco más la complejidad de los Estados Unidos.
La convención constituyente de Massachusetts tuvo lugar cuando el Estado de Maine se separó y comenzó su propio camino, por lo que por primera vez desde 1780 se enmendó el texto de ese Estado. La controversia giró, esencialmente, en el sostén del estado a las denominaciones religiosas, y esto está directamente relacionado con la historia de Massachusetts, que nació como cobijo para los disidentes en Gran Bretaña. Para los constituyentes de 1820, aún resultaba impensable la separación de religión y Estado, por lo que el sostén siguió siendo de las autoridades hasta 1830, cuando prosperó la iniciativa de que fueran los feligreses quienes aportaran a sus denominaciones libre y voluntariamente. La otra gran cuestión –que compartió con las convenciones de New York y Virginia- es la calificación de votantes de acuerdo a su propiedad. El choque entre democracia con sufragio universal y aquellos que querían preservar un sistema en el que únicamente eligieran y pudieran ser electos ciertos propietarios, fue un largo batallar en Estados Unidos. En esta convención participó nada menos que John Adams, autor de la constitución original y que fue presidente de los Estados Unidos; también estaban el juez Joseph Story, de la Corte Suprema, y el ascendente Daniel Webster.
La convención de New York, por su lado, no estaba teñida de cuestiones religiosas, sino de la ampliación de la representación y de la eliminación de algunos órganos que fomentaban el clientelismo, como el Council of Appointments. El hecho que particularmente me sorprendió, fue la privación de derechos políticos a 30 mil ciudadanos negros en esta reforma constitucional, los que recuperaron quince años después. La democracia, en esos tiempos, era un patrimonio blanco y así se entendió en varios estados que siguieron la política de segregación de New York, a pesar de que no aceptaban la esclavitud. Una de las figuras más destacadas de la convención fue Martin Van Buren, presidente de Estados Unidos entre 1837 y 1841.
El tercero de los estados, Virginia, sí era un estado esclavista. El conflicto era, nuevamente, la representación desigual entre la región este y la occidental del Estado. Aquí participó el ex presidente James Madison, ya anciano. De la lectura de estas actas, es paradójico que la postura demócrata de Jefferson de extender el sufragio universal, fue utilizada como un argumento para reforzar la supremacía racial blanca, ya que el derecho de votar los alejaba todavía más de la situación de los esclavos.
Dato interesante: las tres reformas fueron sometidas a plebiscito y algunas enmiendas fueron rechazadas por los ciudadanos. Las constituciones no habían sido escritas desde la nada, sino que se habían apoyado en las cartas elaboradas en tiempos de la colonia, por lo que había una tradición de continuidad jurídica y política.
Está precedido por una introducción general Merrill D. Peterson, y luego hace un estudio preliminar a cada una de las recopilaciones por Estado, lo que nos ubica en el contexto de las discusiones en tiempo y espacio.
Es un libro interesante para quien desee adentrarse en la historia de Estados Unidos, dispuesto a comprender las virtudes, vicios, falencias, luces y sombras de la cuna del constitucionalismo moderno.
Democracy, Liberty, and Property, Indianapolis, Liberty Fund, 2010. Edited by Merrill D. Peterson.
Bitácora de lecturas de Ricardo López Göttig. Historia, literatura, mitología, orientalismo y filosofía política.
lunes, 22 de noviembre de 2010
jueves, 11 de noviembre de 2010
"Camaradas", de Robert Service.
Camaradas es el breve título del extenso libro de Robert Service, que lleva como subtítulo Breve historia del comunismo. El autor, que ha escrito biografías sobre Lenin y Stalin -las que abordaré más adelante, en otras entradas al blog-, ha procurado condensar en algunos cientos de páginas la historia de este fenómeno político del siglo XX. Dos países colosales han quedado signados por el comunismo marxista-leninista: Rusia y sus territorios conquistados por el zarismo, que dió origen a la Unión Soviética; y la actual República Popular China, que sigue bajo el férreo mandato del Partido Comunista.
Se expandió, también, hacia los países de Europa central y oriental que quedaron tras la cortina de hierro, hacia Indochina, la península coreana, Cuba y algunos países de África, ya en tiempos tardíos.
La historia del comunismo es la historia de los partidos comunistas. En cada país donde se impuso, el sistema fue de partido-Estado, tal como lo tipificó el politólogo francés Jacques Rupnik. Es por ello que Robert Service se ha centrado en el desarrollo y conflictos dentro de los partidos comunistas que, en la práctica, obedecían las órdenes y recibían dinero del Partido Comunista soviético.
En primer lugar, Service remarca la prehistoria de esta corriente política. Se nutrió de pensadores utópicos que buscaban la sociedad perfecta en siglos anteriores, así como de un deseo milenarista que viene recorriendo la historia occidental desde hace dos mil años. Marx y Engels plasmaron una serie de ideas que tenían antecedentes en Hegel (la dialéctica), en los economistas clásicos (la teoría valor-trabajo), en Rousseau y en los jacobinos franceses. Lentamente, los marxistas se fueron imponiendo en las diversas corrientes de la izquierda europea, en la cual también existían otros pensadores socialistas o anarquistas. Fue en la socialdemocracia alemana en donde el marxismo caló hondo -no así en las izquierdas británica y francesa-, y luego en la socialdemocracia rusa, con las visiones de Pléjanov y Lenin.
Para quien ha leído el Lenin y el Stalin de Robert Service, los capítulos dedicados a la revolución rusa son un rápido repaso de los acontecimientos desde 1917 hasta la muerte del segundo dictador, en 1953. El acento, sin embargo, está puesto en el desarrollo del Komintern (la llamada Tercera Internacional), así como los vanos intentos de promover al partido comunista en Estados Unidos y Gran Bretaña. Desde un comienzo, quedó claro que las directivas emanaban desde Moscú y en la metrópoli se tomaban no sólo las decisiones de estrategia política, sino también se dirimían las querellas personales. El PC de cada país era un brazo al servicio de la URSS, que primero tacharon de enemigos a los partidos socialistas y laboristas, pero que luego -a partir de 1935- se hicieron sus aliados en los frentes antifascistas. En agosto de 1939, con el siniestro Pacto Ribbentropp-Molotov, los partidos comunistas se desentendieron del avance alemán sobre sus vecinos europeos, hasta que la Unión Soviética fue atacada en junio de 1941.
Robert Service señala los itinerarios personales de muchos comunistas y simpatizantes. Algunos, tras un tiempo, dejaron el partido, hartos del verticalismo, la obediencia ciega y la tosudez ideológica. El autor remarca el carácter religioso de estos partidos, que terminan absorbiendo la totalidad de la vida de sus miembros. A la religión tradicional, metafísica, se la reemplazó por una de tipo secular, igualmente cargada de ritos, símbolos, dogmas y mártires. El marxismo también tiene sus libros sagrados. Para muchos afiliados comunistas, la idea de abandonar al partido significaba un mundo vacío, ya que perdían a sus camaradas, grupos de contención y el sentido de la vida, por lo que preferían sufrir humillaciones antes que ser expulsados.
Buena parte del libro está dedicado al tiempo de stalinismo. Acertadamente, señala que Trotski, Bujarin, Zinóviev o Kámenev no fueron críticos al sistema totalitario ni a los crímenes masivos, sino a aspectos que no eran medulares al régimen. Stalin logró sobrevivir a la invasión alemana y esto le dio una fuerza renovada en el mundo, ya que pasó a ser víctima de la agresión nazi. Así, pudo incorporar a varios países al bloque soviético tras la segunda guerra mundial e implantar en ellos el modelo soviético de socialismo.
El único que se atrevió a cuestionar la supremacía de Stalin dentro del campo socialista fue Tito quien, por otro lado, avanzó rápidamente en la implantación del modelo soviético. La disputa no fue ideológica, sino una rivalidad personal. Tito había creado desde el llano, durante la guerra civil, al partido comunista durante sus enfrentamientos armados contra los alemanes, los ustasha croatas y los četnik serbios, por lo que la presencia del Ejército Rojo soviético fue mínima en Yugoslavia.
Un caso diferente fue el del partido comunista chino que, ya desde los años veinte, estaba empeñado en una larguísima guerra civil contra el Kuomintang, los señores de la guerra y luego los japoneses. En 1949, finalmente, se impuso el Ejército Rojo de Mao Zedong. Él también aplicó el modelo soviético -hasta 1960 fue aliado a la URSS-, aunque con variantes propias. Igualmente, la aplicación del marxismo-leninismo en China causó millones de muertes, no sólo por los juicios y persecuciones a los sospechados de "enemigos de clase", sino sobre todo por el intento de industrialización conocido como el "Gran Salto Adelante", del cual se estima dejó más de 30 millones de muertos. A este fracaso -del que no se responsabilizó a Mao-, le siguió la Revolución Cultural entre 1966 y 1968, en la que fomentó la rebelión de los Guardias Rojos, lo que significó un retroceso cultural, educativo y económico del cual tardó muchísimos años en recuperarse la sociedad china, y del cual se ignoran las cifras de víctimas.
La división del campo socialista tuvo lugar a partir del XX Congreso del Partido Comunista soviético de 1956, en donde Jruschov ensayó una tibia crítica a los crímenes cometidos por Stalin contra miembros del partido. Se habló de "varios miles", sin hacer la más mínima mención a los millones de muertos en las hambrunas en Ucrania, los desplazamientos de pueblos, las purgas, el GULAG y la deskulakización. Y es que los comunistas se caracterizaron por considerar a las personas como meros instrumentos al servicio de un sistema, por lo que desdeñaron la calidad de vida para privilegiar la carrera armamentista contra el Occidente.
El PC, pues, se convirtió en cada uno de los países en donde se impuso, en la única vía de ascenso social. Se llenaron de arribistas, oportunistas y utilizó las prácticas clientelistas con total arbitrariedad, estableciendo un régimen de apartheid en el que sus principales figuras, la nomenklatura, tenía acceso a comida, ropa, viviendas y autos de calidad comparable a la occidental, en tanto que el resto de la población sobrevivía penosamente. Esto fomentó sociedades corruptas en las que todos acababan robando al Estado -dueño de todos los medios de producción- para poder tener un poco de comida.
A pesar de las proclamas de Jruschov y Brezhnev, el socialismo soviético jamás alcanzó los niveles de vida del Occidente democrático. Los partidos comunistas en Occidente se empeñaban en alabar los logros soviéticos, a la vez que debían justificar las invasiones de Hungría en 1956, de Checoslovaquia en 1968 y de Afganistán en 1979. Esto los fue alienando de la opinión pública, a la par que supuso pérdida de afiliados que no estaban dispuestos a defender estos atropellos.
Robert Service también señala dos cuestiones que, en general, son olvidadas: el daño ecológico del socialismo real y el deterioro cultural. Los gobiernos del socialismo real jamás tuvieron el menor cuidado por el medio ambiente, envenenando ríos, llenando de humo las grandes ciudades, talando bosques y llevando a la extinción a varias especies. La magnitud de este desastre fue advertida tras la caída de estos regímenes. El otro fue la censura a grandes clásicos de la literatura, la música y el arte. Una expresión musical como el jazz fue prohibida por su origen estadounidense -lo mismo hicieron los nazis, arguyendo que era música de negros-, así como el rock. También censuraron cuentos o libros enteros que no satisfacían sus relatos de la lucha de clases. En general, aún hoy se pondera que los gobiernos comunistas han impulsado la alfabetización, y esto es cierto. No obstante, el objetivo era el del adoctrinamiento y la preparación de técnicos y profesionales para utilizarlos como instrumentos del régimen, nunca como una herramienta de mejora personal y de acceso a más y mejores oportunidades. Las librerías no tenían libros provenientes de Occidente, así como estaban vedados conocimientos científicos provenientes del enemigo ideológico. Lo único que se estudiaba y leía era el marxismo-leninismo en su variante soviética, tal como sigue ocurriendo hoy en Cuba.
Creo que Robert Service acierta al mencionar al presidente Ronald Reagan como uno de los actores políticos que llevaron al colapso a la Unión Soviética. Desdeñado por su antiguo trabajo de actor cinematográfico y su habilidad como gran comunicador, tuvo la clara intuición y el tesón de llevar a su rival a la quiebra económica. La situación económica en la URSS ya era endeble, los signos de alerta se multiplicaban. La expansión continuaba en África y sostenía aventuras en Nicaragua y El Salvador. La guerra de Afganistán estaba desangrando al ejército soviético y la brecha tecnológica era cada vez mayor con el Occidente. Los compañeros de ruta en Europa -los eurocomunistas- ya habían abandonado a los soviéticos y la China de Mao se había abierto al comercio internacional con Deng Xiaoping, aunque manteniendo la censura y la represión más feroz. Las protestas crecían en Polonia gracias al sindicato Solidaridad y el apoyo de Juan Pablo II y el conjunto de la Iglesia Católica. Mijail Gorbachov intentó -en vano- renovar el espíritu socialista con el soplo leninista, pero terminó fracasando.
Y es que los comunistas se negaron obstinadamente a aceptar la fe religiosa -en todas sus variantes- y los sentimientos patrióticos. Los soviéticos eran vistos como los invasores rusos en Europa central y oriental, así como también en los restantes países de la URSS. Estas persistencias culturales sobrevivieron a todas las campañas en su contra, y volvieron con fuerza a fines de los años ochenta. El "hombre nuevo" soviético no sólo no nació jamás, sino que dejó tras de sí un sistema basado en la hipocresía, la delación, el auto-totalitarismo y la corrupción generalizada en sociedades cada vez más pobres e ingorantes de cuanto acontecía fuera de sus fronteras. La versión soviética implotó, finalmente, en 1991. Aún quedan algunos restos, cada vez más agónicos, algunos ya devenidos en meras dictaduras militares nacionalistas.
Robert Service termina su libro señalando que es muy probable que no vuelva a surgir un totalitarismo de carácter marxista-leninista, pero sí advierte que esta semilla no dejará de dar otros frutos que intenten sojuzgar a las personas en el futuro. Pueden nacer, pues, otras variantes de los sistemas totalitarios, y ante ello hay que permanecer despiertos.
Un libro claro, directo, bien documentado y cuya lectura recomiendo antes de abordar las biografías que escribió sobre Lenin y Stalin, y la de Trotski, de próxima aparición.
Robert Service, Camaradas. Barcelona, Ediciones B, 2009. ISBN 978-84-666-4045-9.
Se expandió, también, hacia los países de Europa central y oriental que quedaron tras la cortina de hierro, hacia Indochina, la península coreana, Cuba y algunos países de África, ya en tiempos tardíos.
La historia del comunismo es la historia de los partidos comunistas. En cada país donde se impuso, el sistema fue de partido-Estado, tal como lo tipificó el politólogo francés Jacques Rupnik. Es por ello que Robert Service se ha centrado en el desarrollo y conflictos dentro de los partidos comunistas que, en la práctica, obedecían las órdenes y recibían dinero del Partido Comunista soviético.
En primer lugar, Service remarca la prehistoria de esta corriente política. Se nutrió de pensadores utópicos que buscaban la sociedad perfecta en siglos anteriores, así como de un deseo milenarista que viene recorriendo la historia occidental desde hace dos mil años. Marx y Engels plasmaron una serie de ideas que tenían antecedentes en Hegel (la dialéctica), en los economistas clásicos (la teoría valor-trabajo), en Rousseau y en los jacobinos franceses. Lentamente, los marxistas se fueron imponiendo en las diversas corrientes de la izquierda europea, en la cual también existían otros pensadores socialistas o anarquistas. Fue en la socialdemocracia alemana en donde el marxismo caló hondo -no así en las izquierdas británica y francesa-, y luego en la socialdemocracia rusa, con las visiones de Pléjanov y Lenin.
Para quien ha leído el Lenin y el Stalin de Robert Service, los capítulos dedicados a la revolución rusa son un rápido repaso de los acontecimientos desde 1917 hasta la muerte del segundo dictador, en 1953. El acento, sin embargo, está puesto en el desarrollo del Komintern (la llamada Tercera Internacional), así como los vanos intentos de promover al partido comunista en Estados Unidos y Gran Bretaña. Desde un comienzo, quedó claro que las directivas emanaban desde Moscú y en la metrópoli se tomaban no sólo las decisiones de estrategia política, sino también se dirimían las querellas personales. El PC de cada país era un brazo al servicio de la URSS, que primero tacharon de enemigos a los partidos socialistas y laboristas, pero que luego -a partir de 1935- se hicieron sus aliados en los frentes antifascistas. En agosto de 1939, con el siniestro Pacto Ribbentropp-Molotov, los partidos comunistas se desentendieron del avance alemán sobre sus vecinos europeos, hasta que la Unión Soviética fue atacada en junio de 1941.
Robert Service señala los itinerarios personales de muchos comunistas y simpatizantes. Algunos, tras un tiempo, dejaron el partido, hartos del verticalismo, la obediencia ciega y la tosudez ideológica. El autor remarca el carácter religioso de estos partidos, que terminan absorbiendo la totalidad de la vida de sus miembros. A la religión tradicional, metafísica, se la reemplazó por una de tipo secular, igualmente cargada de ritos, símbolos, dogmas y mártires. El marxismo también tiene sus libros sagrados. Para muchos afiliados comunistas, la idea de abandonar al partido significaba un mundo vacío, ya que perdían a sus camaradas, grupos de contención y el sentido de la vida, por lo que preferían sufrir humillaciones antes que ser expulsados.
Buena parte del libro está dedicado al tiempo de stalinismo. Acertadamente, señala que Trotski, Bujarin, Zinóviev o Kámenev no fueron críticos al sistema totalitario ni a los crímenes masivos, sino a aspectos que no eran medulares al régimen. Stalin logró sobrevivir a la invasión alemana y esto le dio una fuerza renovada en el mundo, ya que pasó a ser víctima de la agresión nazi. Así, pudo incorporar a varios países al bloque soviético tras la segunda guerra mundial e implantar en ellos el modelo soviético de socialismo.
El único que se atrevió a cuestionar la supremacía de Stalin dentro del campo socialista fue Tito quien, por otro lado, avanzó rápidamente en la implantación del modelo soviético. La disputa no fue ideológica, sino una rivalidad personal. Tito había creado desde el llano, durante la guerra civil, al partido comunista durante sus enfrentamientos armados contra los alemanes, los ustasha croatas y los četnik serbios, por lo que la presencia del Ejército Rojo soviético fue mínima en Yugoslavia.
Un caso diferente fue el del partido comunista chino que, ya desde los años veinte, estaba empeñado en una larguísima guerra civil contra el Kuomintang, los señores de la guerra y luego los japoneses. En 1949, finalmente, se impuso el Ejército Rojo de Mao Zedong. Él también aplicó el modelo soviético -hasta 1960 fue aliado a la URSS-, aunque con variantes propias. Igualmente, la aplicación del marxismo-leninismo en China causó millones de muertes, no sólo por los juicios y persecuciones a los sospechados de "enemigos de clase", sino sobre todo por el intento de industrialización conocido como el "Gran Salto Adelante", del cual se estima dejó más de 30 millones de muertos. A este fracaso -del que no se responsabilizó a Mao-, le siguió la Revolución Cultural entre 1966 y 1968, en la que fomentó la rebelión de los Guardias Rojos, lo que significó un retroceso cultural, educativo y económico del cual tardó muchísimos años en recuperarse la sociedad china, y del cual se ignoran las cifras de víctimas.
La división del campo socialista tuvo lugar a partir del XX Congreso del Partido Comunista soviético de 1956, en donde Jruschov ensayó una tibia crítica a los crímenes cometidos por Stalin contra miembros del partido. Se habló de "varios miles", sin hacer la más mínima mención a los millones de muertos en las hambrunas en Ucrania, los desplazamientos de pueblos, las purgas, el GULAG y la deskulakización. Y es que los comunistas se caracterizaron por considerar a las personas como meros instrumentos al servicio de un sistema, por lo que desdeñaron la calidad de vida para privilegiar la carrera armamentista contra el Occidente.
El PC, pues, se convirtió en cada uno de los países en donde se impuso, en la única vía de ascenso social. Se llenaron de arribistas, oportunistas y utilizó las prácticas clientelistas con total arbitrariedad, estableciendo un régimen de apartheid en el que sus principales figuras, la nomenklatura, tenía acceso a comida, ropa, viviendas y autos de calidad comparable a la occidental, en tanto que el resto de la población sobrevivía penosamente. Esto fomentó sociedades corruptas en las que todos acababan robando al Estado -dueño de todos los medios de producción- para poder tener un poco de comida.
A pesar de las proclamas de Jruschov y Brezhnev, el socialismo soviético jamás alcanzó los niveles de vida del Occidente democrático. Los partidos comunistas en Occidente se empeñaban en alabar los logros soviéticos, a la vez que debían justificar las invasiones de Hungría en 1956, de Checoslovaquia en 1968 y de Afganistán en 1979. Esto los fue alienando de la opinión pública, a la par que supuso pérdida de afiliados que no estaban dispuestos a defender estos atropellos.
Robert Service también señala dos cuestiones que, en general, son olvidadas: el daño ecológico del socialismo real y el deterioro cultural. Los gobiernos del socialismo real jamás tuvieron el menor cuidado por el medio ambiente, envenenando ríos, llenando de humo las grandes ciudades, talando bosques y llevando a la extinción a varias especies. La magnitud de este desastre fue advertida tras la caída de estos regímenes. El otro fue la censura a grandes clásicos de la literatura, la música y el arte. Una expresión musical como el jazz fue prohibida por su origen estadounidense -lo mismo hicieron los nazis, arguyendo que era música de negros-, así como el rock. También censuraron cuentos o libros enteros que no satisfacían sus relatos de la lucha de clases. En general, aún hoy se pondera que los gobiernos comunistas han impulsado la alfabetización, y esto es cierto. No obstante, el objetivo era el del adoctrinamiento y la preparación de técnicos y profesionales para utilizarlos como instrumentos del régimen, nunca como una herramienta de mejora personal y de acceso a más y mejores oportunidades. Las librerías no tenían libros provenientes de Occidente, así como estaban vedados conocimientos científicos provenientes del enemigo ideológico. Lo único que se estudiaba y leía era el marxismo-leninismo en su variante soviética, tal como sigue ocurriendo hoy en Cuba.
Creo que Robert Service acierta al mencionar al presidente Ronald Reagan como uno de los actores políticos que llevaron al colapso a la Unión Soviética. Desdeñado por su antiguo trabajo de actor cinematográfico y su habilidad como gran comunicador, tuvo la clara intuición y el tesón de llevar a su rival a la quiebra económica. La situación económica en la URSS ya era endeble, los signos de alerta se multiplicaban. La expansión continuaba en África y sostenía aventuras en Nicaragua y El Salvador. La guerra de Afganistán estaba desangrando al ejército soviético y la brecha tecnológica era cada vez mayor con el Occidente. Los compañeros de ruta en Europa -los eurocomunistas- ya habían abandonado a los soviéticos y la China de Mao se había abierto al comercio internacional con Deng Xiaoping, aunque manteniendo la censura y la represión más feroz. Las protestas crecían en Polonia gracias al sindicato Solidaridad y el apoyo de Juan Pablo II y el conjunto de la Iglesia Católica. Mijail Gorbachov intentó -en vano- renovar el espíritu socialista con el soplo leninista, pero terminó fracasando.
Y es que los comunistas se negaron obstinadamente a aceptar la fe religiosa -en todas sus variantes- y los sentimientos patrióticos. Los soviéticos eran vistos como los invasores rusos en Europa central y oriental, así como también en los restantes países de la URSS. Estas persistencias culturales sobrevivieron a todas las campañas en su contra, y volvieron con fuerza a fines de los años ochenta. El "hombre nuevo" soviético no sólo no nació jamás, sino que dejó tras de sí un sistema basado en la hipocresía, la delación, el auto-totalitarismo y la corrupción generalizada en sociedades cada vez más pobres e ingorantes de cuanto acontecía fuera de sus fronteras. La versión soviética implotó, finalmente, en 1991. Aún quedan algunos restos, cada vez más agónicos, algunos ya devenidos en meras dictaduras militares nacionalistas.
Robert Service termina su libro señalando que es muy probable que no vuelva a surgir un totalitarismo de carácter marxista-leninista, pero sí advierte que esta semilla no dejará de dar otros frutos que intenten sojuzgar a las personas en el futuro. Pueden nacer, pues, otras variantes de los sistemas totalitarios, y ante ello hay que permanecer despiertos.
Un libro claro, directo, bien documentado y cuya lectura recomiendo antes de abordar las biografías que escribió sobre Lenin y Stalin, y la de Trotski, de próxima aparición.
Robert Service, Camaradas. Barcelona, Ediciones B, 2009. ISBN 978-84-666-4045-9.
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domingo, 7 de noviembre de 2010
"The origin and principles of the American Revolution..." de Friedrich von Gentz
The origin and principles of the American Revolution compared with the origin and principles of the French Revolution es el extenso título de un breve ensayo escrito por Friedrich von Gentz en el siglo XIX. Vayamos a lo primero: ¿quién es el autor? Gentz fue secretario de Clemens von Metternich en el Congreso de Viena, celebrado por las principales potencias europeas tras la derrota de Napoleón. Fue diplomático del imperio austríaco y conocía el inglés y francés, por lo que tuvo acceso a la literatura sobre ambas revoluciones en las lenguas originales.
Reconocido anglófilo, en este ensayo procuró mostrar que la revolución americana era perfectamente legal de acuerdo con la tradición constitucional británica y que, de no haber sido por la tosudez y estrechez de miras de los políticos de la metrópoli, las trece colonias no se hubieran independizado. Gentz hace un relato ameno y detallado de las causas de la emancipación de los Estados Unidos, así como de las respuestas de los diferentes primeros ministros ante los reclamos de los colonos en América del Norte. El autor hace particular hincapié en el desarrollo constitucional en las colonias y cómo estas tenían la atribución de establecer sus propios impuestos. La rebelión fiscal ante la tentativa del parlamento británico de crear nuevos impuestos sobre los colonos era, pues, justificada para Gentz.
Pero el objetivo del autor no era -únicamente- hacer un relato de lo ocurrido en las lejanas costas de América del Norte, por entonces una región desconocida para la enorme mayoría de los europeos. Su propósito era comparar esta revolución con la ocurrida en Francia a partir de 1789 y que despertó fantasmas y guerras por varios años en el viejo continente. Cualquiera que sea la opinión que se tenga de la revolución francesa, lo cierto es que no deja de ser uno de los eventos que han marcado la historia de la humanidad. Gentz toma su posición en contra y, a diferencia de la revolución americana, le niega toda legalidad.
Gentz no repara en que la sociedad surgida en las trece colonias no es estamental, como sí lo era la francesa. Es por ello que en las asambleas legislativas de cada colonia estaban representados los propietarios, con independencia de su origen social; en tanto que en los Estados Generales que convocó el rey Luis XVI en 1789, la representación era estamental. Y debemos agregar: no sólo la representación en los Estados Generales, sino también para el pago de tributos. Porque sólo el Tercer Estado pagaba tributos e impuestos a la Corona y a los aristócratas, sino también el diezmo a la Iglesia Católica. Nada de esto existía en las colonias norteamericanas.
El autor negaba la existencia de los derechos del hombre, a los que criticaba por su carácter abstracto. No obstante -y quizás por prudencia política-, no señaló cuál era la fuente de legitimidad del poder. Resulta claro que en las colonias era el pueblo. De hecho, el mismo Gentz remarcó que incluso colonias como Rhode Island y Connecticut eran "democracias perfectas", ya que allí los colonos elegían por sufragio no sólo a la legislatura, sino también al gobernador. El hecho de que los colonos participaran activamente en el gobierno a través de sus representantes en las legislaturas, en los gobiernos locales, en el juicio por jurados, y que no hubiera óbices para adquirir la propiedad, fueron elementos que le dieron un tono claramente burgués a la revolución americana. A mi juicio, esta fue una revolución que buscó limitar el poder: primero el del parlamento británico, y luego el de la Corona. Pero que la soberanía residía en el pueblo, no estaba en discusión.
La revolución francesa, por su lado, sí buscó colocar en el centro del debate la fuente del poder. Es por ello que el Tercer Estado se proclamó así mismo como Asamblea Nacional, y los representantes de los otros dos Estados se sumaron a esta Asamblea posteriormente. Si todo hubiese concluido con la Constitución parlamentaria de 1791, quizás la monarquía francesa habría continuado a lo largo del siglo XIX. Sin embargo, -y esto no lo señala Gentz- el rey Luis XVI no sólo no estuvo a la altura del desafío político, sino que intentó huir con su familia a Austria, por lo que su prestigio se precipitó al fango. Los sectores más extremos terminaron tomando el poder y dieron rienda suelta al baño de sangre con el terror jacobino, en su afán de crear una civilización por completo nueva, desde cero, haciendo tabula rasa con el pasado. Esta masacre ha despertado el temor en algunos y el entusiasmo en otros. No fue casual que los revolucionarios bolcheviques, a comienzos del siglo XX, tomaran como referencia cada uno de los episodios de la revolución francesa.
Es una lectura provechosa para comprender la visión que tenían los aristócratas y gobernantes europeos sobre lo acontecido en la Francia revolucionaria, y cómo es que buscaron evitar de todos los modos posibles la propagación del jacobinismo en el viejo continente. No es un libro de historia, es un libro político, y es así como debe interpretarse.
Cabe agregar dos datos más: la versión en inglés fue traducida por John Quincy Adams, quien fue el sexto presidente de los Estados Unidos, y tiene un interesante prólogo y notas de Peter Koslowski, que amplía con erudición el ensayo escrito por Gentz.
Gentz, Friedrich von, The origin and principles of the American Revolution compared with the origin and principles of the French Revolution. Indianapolis, Liberty Fund, 2010.
Reconocido anglófilo, en este ensayo procuró mostrar que la revolución americana era perfectamente legal de acuerdo con la tradición constitucional británica y que, de no haber sido por la tosudez y estrechez de miras de los políticos de la metrópoli, las trece colonias no se hubieran independizado. Gentz hace un relato ameno y detallado de las causas de la emancipación de los Estados Unidos, así como de las respuestas de los diferentes primeros ministros ante los reclamos de los colonos en América del Norte. El autor hace particular hincapié en el desarrollo constitucional en las colonias y cómo estas tenían la atribución de establecer sus propios impuestos. La rebelión fiscal ante la tentativa del parlamento británico de crear nuevos impuestos sobre los colonos era, pues, justificada para Gentz.
Pero el objetivo del autor no era -únicamente- hacer un relato de lo ocurrido en las lejanas costas de América del Norte, por entonces una región desconocida para la enorme mayoría de los europeos. Su propósito era comparar esta revolución con la ocurrida en Francia a partir de 1789 y que despertó fantasmas y guerras por varios años en el viejo continente. Cualquiera que sea la opinión que se tenga de la revolución francesa, lo cierto es que no deja de ser uno de los eventos que han marcado la historia de la humanidad. Gentz toma su posición en contra y, a diferencia de la revolución americana, le niega toda legalidad.
Gentz no repara en que la sociedad surgida en las trece colonias no es estamental, como sí lo era la francesa. Es por ello que en las asambleas legislativas de cada colonia estaban representados los propietarios, con independencia de su origen social; en tanto que en los Estados Generales que convocó el rey Luis XVI en 1789, la representación era estamental. Y debemos agregar: no sólo la representación en los Estados Generales, sino también para el pago de tributos. Porque sólo el Tercer Estado pagaba tributos e impuestos a la Corona y a los aristócratas, sino también el diezmo a la Iglesia Católica. Nada de esto existía en las colonias norteamericanas.
El autor negaba la existencia de los derechos del hombre, a los que criticaba por su carácter abstracto. No obstante -y quizás por prudencia política-, no señaló cuál era la fuente de legitimidad del poder. Resulta claro que en las colonias era el pueblo. De hecho, el mismo Gentz remarcó que incluso colonias como Rhode Island y Connecticut eran "democracias perfectas", ya que allí los colonos elegían por sufragio no sólo a la legislatura, sino también al gobernador. El hecho de que los colonos participaran activamente en el gobierno a través de sus representantes en las legislaturas, en los gobiernos locales, en el juicio por jurados, y que no hubiera óbices para adquirir la propiedad, fueron elementos que le dieron un tono claramente burgués a la revolución americana. A mi juicio, esta fue una revolución que buscó limitar el poder: primero el del parlamento británico, y luego el de la Corona. Pero que la soberanía residía en el pueblo, no estaba en discusión.
La revolución francesa, por su lado, sí buscó colocar en el centro del debate la fuente del poder. Es por ello que el Tercer Estado se proclamó así mismo como Asamblea Nacional, y los representantes de los otros dos Estados se sumaron a esta Asamblea posteriormente. Si todo hubiese concluido con la Constitución parlamentaria de 1791, quizás la monarquía francesa habría continuado a lo largo del siglo XIX. Sin embargo, -y esto no lo señala Gentz- el rey Luis XVI no sólo no estuvo a la altura del desafío político, sino que intentó huir con su familia a Austria, por lo que su prestigio se precipitó al fango. Los sectores más extremos terminaron tomando el poder y dieron rienda suelta al baño de sangre con el terror jacobino, en su afán de crear una civilización por completo nueva, desde cero, haciendo tabula rasa con el pasado. Esta masacre ha despertado el temor en algunos y el entusiasmo en otros. No fue casual que los revolucionarios bolcheviques, a comienzos del siglo XX, tomaran como referencia cada uno de los episodios de la revolución francesa.
Es una lectura provechosa para comprender la visión que tenían los aristócratas y gobernantes europeos sobre lo acontecido en la Francia revolucionaria, y cómo es que buscaron evitar de todos los modos posibles la propagación del jacobinismo en el viejo continente. No es un libro de historia, es un libro político, y es así como debe interpretarse.
Cabe agregar dos datos más: la versión en inglés fue traducida por John Quincy Adams, quien fue el sexto presidente de los Estados Unidos, y tiene un interesante prólogo y notas de Peter Koslowski, que amplía con erudición el ensayo escrito por Gentz.
Gentz, Friedrich von, The origin and principles of the American Revolution compared with the origin and principles of the French Revolution. Indianapolis, Liberty Fund, 2010.
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