Una vida tan intensa, prolífica y apasionante como la de Domingo Faustino Sarmiento, no puede ser contenida en cuatrocientas páginas. Encuadrarlo en ese límite físico es el esfuerzo que hizo Miguel Ángel De Marco -ex presidente de la Academia Nacional de la Historia- en esta biografía, que resume trabajos anteriores de gran envergadura sobre el político argentino, cuya obra periodística y literaria abarca 52 tomos.
La figura de Sarmiento arranca pasiones en pro y en contra, porque él mismo fue un hombre que ponía una energía colosal en todo lo que acometía, muchas veces sin prudencia en la expresión ni mesura en la polémica. No obstante, sus críticos más acérrimos no vacilan en quitar de contexto muchas de sus aseveraciones, como si las palabras no fueran dinámicas con el curso de los años, cambiando los significados.
De Marco evita enrolarse en debates, simplemente exponiendo las facetas discutibles de Sarmiento. La obra atraviesa toda su existencia, desde la niñez hasta la muerte, recurriendo a las imágenes tan coloridas que el propio protagonista nos legó a lo largo de sus páginas.
El propósito del libro es evidente: presentar al lector el recorrido existencial de Sarmiento, con su obra en pinceladas generales, su tiempo como estadista, su acción como periodista infatigable y propulsor de las ideas que consideraba beneficiosas; sus idas y venidas como hombre en una Argentina que recién empezaba a trazarse en los contornos de la modernidad. Resulta inevitable asimilar a Sarmiento con el impulso a la alfabetización e instrucción, condiciones necesarias para la formación de ciudadanos respetuosos de la ley, productivos y pacíficos.
Como no tuvo formación sistemática, se nutrió de cuanto autor llegó a sus manos, pero más fuerte en él fue la experiencia de sus viajes -a los Estados Unidos, en particular- que volcaba en la acción de gobierno, ya sea en el Ejecutivo, ya en las bancas legislativas. Nada de lo que ocurrió en la polis le fue ajeno: promovió el asociacionismo -desde la protección de los animales, las bibliotecas populares y las comunidades de inmigrantes-, la fundación de periódicos y el fomento de las ciencias naturales y astronómicas. Escasos políticos -muy pocos son los estadistas- son los que fomentan y perseveran en su impulso a la ciencia y la educación, y Argentina tuvo en Sarmiento a una de esas figuras extrañas en los ajetreos de la lucha electoral.
No tuvo partido, gobernó con un Congreso con el que debió negociar cada ley, se enfrentó a quienes tomaron las armas para derrocar a los gobiernos constitucionales con todo el vigor que fuera posible. Se enroló con vehemencia en la causa de la educación laica, habiendo sido un destacado miembro del liberalismo decimonónico y de la Masonería, de la que llegó a ser Gran Maestre tras dejar la primera magistratura de la República. Lejos de encerrarse en el Olimpo lejos de los mortales, se consagró con energía a la dirección general de escuelas de la Provincia de Buenos Aires al terminar la presidencia, como si fuera una magistratura superior.
Esa consagración total a la vida pública lo distanció de su amigo Bartolomé Mitre, un alejamiento que comenzó al ser enviado como ministro plenipotenciario a Chile, Perú y los Estados Unidos, y que se acentuaría en la pugna electoral. Fue, durante su presidencia entre 1868 y 1874 que fue cobrando notoriedad el entonces coronel Julio A. Roca, que luego llegaría a la primera magistratura en 1880 y que tanto lo respetaría.
Miguel Ángel De Marco escribió sobre Sarmiento para un público que lo observa con hostilidad, de reojo, tras decenios de ser cuestionado por las variadas corrientes del revisionismo vernáculo -católico, nacionalista, populista-, intentando mostrar una figura que se escapa travieso de las taxonomías, un hombre político que no dudaba en ir contra la corriente mayoritaria en pos de defender una causa que consideraba justa. Atendiendo, pues, a que el autor se dirige a un público no especializado, ávido de incorporar conocimientos generales de la historia argentina, el libro es una introducción valiosa.
Miguel Ángel De Marco, Sarmiento. Buenos Aires, Emecé, 2016.
Bitácora de lecturas de Ricardo López Göttig. Historia, literatura, mitología, orientalismo y filosofía política.
lunes, 28 de noviembre de 2016
domingo, 20 de noviembre de 2016
"Descenso a los infiernos", de Ian Kershaw.
El prestigioso historiador británico Ian Kershaw, ya conocido por su monumental biografía sobre Adolf Hitler y otros libros referentes a la Alemania nazi, se extiende en este grueso volumen en la historia de Europa entre el inicio de la primera guerra mundial y los comienzos de la Guerra Fría. Es el retrato de cómo un continente que presumió de ser la cumbre de la civilización se arrojó al más intenso salvajismo en dos conflagraciones de dimensiones planetarias, y cuyas consecuencias se prolongan hasta nuestros días.
Es un período en el que los gobiernos de Alemania buscaron un rol protagónico en el esquema mundial, ya sea con la Weltpolitik del Kaiser Guillermo II, ya con los planes de genocidio y conquista del Este europeo del nazismo. El primero intentó que el entonces Imperio Alemán tuviera el mismo peso político y militar que ya tenía en su desarrollo económico, siendo una de las cuatro grandes economías industriales del planeta. La segunda guerra, en cambio, corrió por los carriles ideológicos del nacionalsocialismo, una corriente político del nacionalismo alemán que sostenía la superioridad racial aria y que, en consecuencia, debía eliminar físicamente a los judíos y pueblos eslavos de Europa central y oriental, así como ocupar las regiones más feraces para ocupar su "espacio vital", el Lebensraum.
El objetivo del Kaiser hubiera supuesto la consolidación del orden imperial aristocrático, de jerarquía social tradicional; el de Adolf Hitler, en cambio, anheló la reestructuración "racial" de Europa y la reconfiguración de las fronteras, una utopía de superioridad étnica que aspiraba a la creación de un "hombre nuevo" ario.
Kershaw pone el acento en el período de entreguerras, cuando tres grandes corrientes ideológicas compitieron en el Viejo Continente: la democracia liberal, el marxismo y el fascismo. Los demócratas liberales se vieron severamente cuestionados por las otras dos corrientes que buscaban demoler los cimientos de las sociedades pluralistas, que crecían electoralmente alimentándose mutuamente en sus mutuos temores. A ello se añadía el vacío dejado por Estados Unidos que, con su repliegue tras la primera guerra mundial, dejó abierto el camino para que las dos fuerzas antiliberales aumentaran su influencia en Europa. La Gran Guerra, con su secuela de militarización de las sociedades y el desplome de los viejos imperios, no pudo ver tras su final el orden democrático y de libre comercio que había auspiciado el presidente Wilson.
La dinámica de los revolucionarios bolcheviques y de los grupos fascistas configuró una etapa marcada por la violencia más cruda, en la que se ensalzó la intolerancia. El autor se recuesta, en los primeros capítulos del libro, en el recurso fácil de las "clases" como si fueran compactos homogéneos, con contornos definidos y sin fisuras. Bien sabemos que ni siquiera Karl Marx se atrevió a dar una definición de la clase social, a pesar de basar su teoría de la historia en las clases. De modo que no resulta preciso ni útil recurrir a estas herramientas conceptuales tan endebles, más propias del discurso político que del rigor académico. No obstante, esto no le quita méritos al libro en su conjunto.
Lo cierto es que el período de entreguerras estuvo marcado por la frustración de los ex combatientes en el continente, por los ascensos de los totalitarismos, la aparición de las legiones fascistas y las brigadas comunistas, la hiperinflación y luego la crisis financiera y económica de 1929. En esta atmósfera se produjo una explosión de vitalidad artística, vía de escape de las tribulaciones diarias, acompañada y aumentada por las nuevas formas de comunicación. En este sentido, Kershaw articula magistralmente las tribulaciones políticas y sociales con la vibrante atmósfera cultural del período, lo que amplía las perspectivas de estudio y de reflexión del lector y del especialista. Las ideas del constitucionalismo, el poder limitado y la expansión de una economía de mercado a nivel planetario se descartaban al rincón de las cosas viejas, y el mundo se cerraba y aclamaba a líderes que quería ver sobrehumanos.
Stalin pudo cometer sus genocidios en la URSS y Adolf Hitler alcanzar el poder, sin que el mundo democrático -bastante pequeño, bastante debilitado- quisiera hacer nada. Británicos y franceses optaron por la vía del apaciguamiento, un camino que no hizo más que postergar lo inevitable y envalentonar al nazismo.
El título del libro es, sin dudas, adecuado. Ese descenso a los infiernos fue un hundimiento hacia los abismos del salvajismo totalitario, llevado adelante por hombres que decidieron y planificaron crímenes masivos, con la industrialización de la muerte. Kershaw pone el acento, a lo largo de toda la obra, en el antisemitismo antes, durante y después del nazismo, a lo largo de toda Europa. No era un fenómeno nuevo, pero sí tenía algo novedoso al ser un antisemitismo de carácter genético, no religioso. No obstante, el silencio de muchas iglesias cristianas ante los atropellos y, luego, las deportaciones y asesinatos, fue de complicidad. Pero el autor también señala las acciones silenciosas del Papa para salvar judíos en plena hecatombe, aun cuando su principal obsesión era la vida de sus feligreses cristianos.
Ian Kershaw conoce en profundidad la historia alemana en general, y la del nazismo en particular. Pero tiene una visión de menos hondura sobre países vecinos como Checoslovaquia y Polonia; de allí, entonces, que no pusiera suficientemente énfasis en el atropello letal de la anexión de los Sudetes, la invasión a Checoslovaquia y su desmembramiento, porque a mi juicio no pone en relieve la significación democrática de ese país centroeuropeo cuando era una isla de libertad en un mar de autoritarismos. La magnitud del desastroso Pacto de Munich, entonces, se apaga si se persiste en observar a Checoslovaquia como una nación periférica del Viejo Continente.
El libro cierra con los comienzos de la Guerra Fría, subrayando la devastación general en que quedó el continente europeo, con millones de personas sin hogar, deportaciones masivas, escasos alimentos y corrimiento del centro del mundo. De los escombros nació otra situación, completamente nueva, en la que los Estados Unidos encarnaba el liderazgo del mundo democrático liberal, y la URSS el campo socialista.
El libro es un esfuerzo encomiable, escrito con una buena prosa, de lectura ágil, sumamente recomendable para quien busque adentrarse en el siglo XX.
Ian Kershaw, Descenso a los infiernos. Europa, 1914-1949. Barcelona, Crítica, 2016.
Es un período en el que los gobiernos de Alemania buscaron un rol protagónico en el esquema mundial, ya sea con la Weltpolitik del Kaiser Guillermo II, ya con los planes de genocidio y conquista del Este europeo del nazismo. El primero intentó que el entonces Imperio Alemán tuviera el mismo peso político y militar que ya tenía en su desarrollo económico, siendo una de las cuatro grandes economías industriales del planeta. La segunda guerra, en cambio, corrió por los carriles ideológicos del nacionalsocialismo, una corriente político del nacionalismo alemán que sostenía la superioridad racial aria y que, en consecuencia, debía eliminar físicamente a los judíos y pueblos eslavos de Europa central y oriental, así como ocupar las regiones más feraces para ocupar su "espacio vital", el Lebensraum.
El objetivo del Kaiser hubiera supuesto la consolidación del orden imperial aristocrático, de jerarquía social tradicional; el de Adolf Hitler, en cambio, anheló la reestructuración "racial" de Europa y la reconfiguración de las fronteras, una utopía de superioridad étnica que aspiraba a la creación de un "hombre nuevo" ario.
Kershaw pone el acento en el período de entreguerras, cuando tres grandes corrientes ideológicas compitieron en el Viejo Continente: la democracia liberal, el marxismo y el fascismo. Los demócratas liberales se vieron severamente cuestionados por las otras dos corrientes que buscaban demoler los cimientos de las sociedades pluralistas, que crecían electoralmente alimentándose mutuamente en sus mutuos temores. A ello se añadía el vacío dejado por Estados Unidos que, con su repliegue tras la primera guerra mundial, dejó abierto el camino para que las dos fuerzas antiliberales aumentaran su influencia en Europa. La Gran Guerra, con su secuela de militarización de las sociedades y el desplome de los viejos imperios, no pudo ver tras su final el orden democrático y de libre comercio que había auspiciado el presidente Wilson.
La dinámica de los revolucionarios bolcheviques y de los grupos fascistas configuró una etapa marcada por la violencia más cruda, en la que se ensalzó la intolerancia. El autor se recuesta, en los primeros capítulos del libro, en el recurso fácil de las "clases" como si fueran compactos homogéneos, con contornos definidos y sin fisuras. Bien sabemos que ni siquiera Karl Marx se atrevió a dar una definición de la clase social, a pesar de basar su teoría de la historia en las clases. De modo que no resulta preciso ni útil recurrir a estas herramientas conceptuales tan endebles, más propias del discurso político que del rigor académico. No obstante, esto no le quita méritos al libro en su conjunto.
Lo cierto es que el período de entreguerras estuvo marcado por la frustración de los ex combatientes en el continente, por los ascensos de los totalitarismos, la aparición de las legiones fascistas y las brigadas comunistas, la hiperinflación y luego la crisis financiera y económica de 1929. En esta atmósfera se produjo una explosión de vitalidad artística, vía de escape de las tribulaciones diarias, acompañada y aumentada por las nuevas formas de comunicación. En este sentido, Kershaw articula magistralmente las tribulaciones políticas y sociales con la vibrante atmósfera cultural del período, lo que amplía las perspectivas de estudio y de reflexión del lector y del especialista. Las ideas del constitucionalismo, el poder limitado y la expansión de una economía de mercado a nivel planetario se descartaban al rincón de las cosas viejas, y el mundo se cerraba y aclamaba a líderes que quería ver sobrehumanos.
Stalin pudo cometer sus genocidios en la URSS y Adolf Hitler alcanzar el poder, sin que el mundo democrático -bastante pequeño, bastante debilitado- quisiera hacer nada. Británicos y franceses optaron por la vía del apaciguamiento, un camino que no hizo más que postergar lo inevitable y envalentonar al nazismo.
El título del libro es, sin dudas, adecuado. Ese descenso a los infiernos fue un hundimiento hacia los abismos del salvajismo totalitario, llevado adelante por hombres que decidieron y planificaron crímenes masivos, con la industrialización de la muerte. Kershaw pone el acento, a lo largo de toda la obra, en el antisemitismo antes, durante y después del nazismo, a lo largo de toda Europa. No era un fenómeno nuevo, pero sí tenía algo novedoso al ser un antisemitismo de carácter genético, no religioso. No obstante, el silencio de muchas iglesias cristianas ante los atropellos y, luego, las deportaciones y asesinatos, fue de complicidad. Pero el autor también señala las acciones silenciosas del Papa para salvar judíos en plena hecatombe, aun cuando su principal obsesión era la vida de sus feligreses cristianos.
Ian Kershaw conoce en profundidad la historia alemana en general, y la del nazismo en particular. Pero tiene una visión de menos hondura sobre países vecinos como Checoslovaquia y Polonia; de allí, entonces, que no pusiera suficientemente énfasis en el atropello letal de la anexión de los Sudetes, la invasión a Checoslovaquia y su desmembramiento, porque a mi juicio no pone en relieve la significación democrática de ese país centroeuropeo cuando era una isla de libertad en un mar de autoritarismos. La magnitud del desastroso Pacto de Munich, entonces, se apaga si se persiste en observar a Checoslovaquia como una nación periférica del Viejo Continente.
El libro cierra con los comienzos de la Guerra Fría, subrayando la devastación general en que quedó el continente europeo, con millones de personas sin hogar, deportaciones masivas, escasos alimentos y corrimiento del centro del mundo. De los escombros nació otra situación, completamente nueva, en la que los Estados Unidos encarnaba el liderazgo del mundo democrático liberal, y la URSS el campo socialista.
El libro es un esfuerzo encomiable, escrito con una buena prosa, de lectura ágil, sumamente recomendable para quien busque adentrarse en el siglo XX.
Ian Kershaw, Descenso a los infiernos. Europa, 1914-1949. Barcelona, Crítica, 2016.
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