El libro de Patrick March sobre la expansión asiática del antiguo principado de Moscovia, luego Imperio de Rusia y, ya en el siglo XX, la Unión Soviética, nos abre las puertas a un ángulo poco visitado en los estudios universitarios.
Bien señala el autor que el punto de partida fue con el príncipe de Moscovia Iván III que, al hacer suya la cosmovisión césaropapista del caído Imperio Bizantino, desplegó sus fuerzas hacia los cuatro puntos cardinales. No sólo comenzó a liberar a los rusos de la dominación mongola de la Horda de Oro, sino que además los unificó en torno a su concepción autocrática.
El primer Zar Iván IV, nieto de Iván III, otorgó las primeras concesiones más allá de los Urales, así como conquistó Kazán y llegó a las orillas del Mar Caspio. El único puerto de acceso al comercio con ingleses y holandeses que tenía Rusia era Arjangelsk, en el norte, y el principal producto de exportación eran las pieles, por lo que para mantener ese tráfico se lanzaron hacia el Oriente. Los buscadores de pieles no eran cazadores, sino que obligaban a los pueblos locales -no eslavos, sino tunguses- a dárselas como tributo bajo amenazas y secuestros.
En la expansión asiática, los rusos tuvieron cuidado de mantenerse al norte de la estepa, poblada por mongoles y turcomanos, pueblos bien organizados y guerreros con los que no hubieran podido enfrentarse victoriosamente. En el siglo XVII alcanzaron las costas del Mar de Ojotsk y llegaron a la península de Kamchatka, tomando el primer contacto con los japoneses.
La expansión chocó con las fronteras del imperio chino, entonces gobernado por la dinastía Qing, de origen manchú. Las relaciones con el imperio celestial eran complejas, puesto que el Hijo del Cielo y su corte suponían que las otras naciones les rendían tributo, por lo que no podían negociar como pares. Aun así, se arribaron a algunos tratados de índole comercial y de fronteras, como el de Nerchinsk en 1689, Kiajta en 1728 y Kuldja en 1851. Cuando el imperio de los Qing comenzó a demostrar su debilidad frente a las naciones occidentales a partir de la guerra del Opio, los rusos presionaron para establecer la frontera Amur-Ussuri, otorgando al imperio de los zares vastas regiones que teóricamente habían estado bajo dominio manchú.
Muy diferente fue el trato con el imperio japonés. Ya antes de salir de su aislamiento, los japoneses fueron advertidos del avance ruso en las costas del Pacífico norte, por lo que iniciaron sus exploraciones de las islas del norte, como Sajalin y las Kuril, entonces únicamente habitadas por los Ainu. Por el Tratado de Shimoda, de 1855, las islas sur de las Kuril se reconocieron a Japón de Iturup (al sur), y las del norte a Rusia (de Urup al norte). Sobre la isla Sajalin no se llegó a ningún acuerdo, estableciéndose un condominio con acceso para las dos partes. El ministro japonés Soejima Taneomi impulsó la compra de Sajalin en 1872, a propuesta del secretario de Estado William Seward, por dos millones de yenes de oro. También propusieron la partición de la isla, en vano.
Por el Tratado de San Petersburgo de 7 de mayo de 1875, la totalidad de Sajalin fue reconocida a Rusia y las Kuril a Japón.
La expansión llegó al estrecho de Bering y cruzó hacia Alaska. El zar Pablo I otorgó la cédula a la Compañía Ruso-Americana que, a pesar de tantos esfuerzos, siempre fue deficitaria. El zar Alejandro II comprendió que las costas del Pacífico norte eran sumamente vulnerables ante un posible ataque naval franco-británico, tal como lo aprendió durante la guerra de Crimea, y por ello decidió vender la región de Alaska al gobierno de los Estados Unidos en 1867. Otro problema vital que enfrentaban los exploradores y pobladores rusos era el déficit alimentario, puesto que no podían sobrevivir sólo de la caza y la pesca como los pobladores nativos.
El siglo XIX fue también el escenario de la expansión hacia el Asia Central, conquistando o declarando "protectorados" a los antiguos janatos como Kokand, Jiva y Bujara. Aquí chocaron con la presencia británica con asiento en la India -lo que se conoció como el "Gran Juego" o "Torneo de Sombras"- y con la dinastía Qing, que estaba presente en el Xinjiang. Presionados por el juego de estos tres imperios, los pueblos turcomanos lucharon por mantener sus estados independientes, como la breve Kashgaria de Yakub Beg, a fines de la centuria decimonónica. Eran escaques que iban siendo ocupados en una partida implacable y silenciosa, que se prolongó hasta inicios del siglo XX.
Fue clave en ese avance hacia el Oriente la construcción del ferrocarril Transiberiano, empresa arriesgada que conectó a la Rusia europea hasta el puerto de Vladivostok, atravesando estepas, bosques y lagos.
La presencia rusa fue contenida en Asia Oriental por la expansión japonesa en Manchuria y Corea, en donde libraron la guerra ruso-japonesa ante la impotencia de la dinastía Qing, en la que los rusos perdieron el sur de Sajalin (Karafuto para los japoneses). La situación china se enervó aún más con la proclamación de la república y el consiguiente período de la guerra civil, circunstancias que fueron utilizadas por los japoneses para la instauración del régimen de Manchukuo en 1932. También la Mongolia Exterior tuvo una curiosa autonomía tutelada primero por la Rusia zarista y luego la Unión Soviética, hasta que tras la segunda guerra mundial se reconoció su independencia.
Tras la revolución bolchevique de 1917, la Rusia asiática estuvo bajo dominio del ejército blanco durante la guerra civil, contando con el apoyo de los legionarios checos y de asistencia militar de Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos y Japón. La fragilidad y volatilidad de esa vasta región queda en evidencia por la creación de entidades ficticias como la supuesta monarquía constitucional del Jebtsundamba Khutukhtu en Mongolia bajo amparo soviético, la proclamación de la breve "República del Lejano Oriente" presidida por Aleksandr Krasnoshchiokov, la paradójica "República de Tuva": todos fantasmas que, finalmente, cayeron bajo la órbita directa de la Unión Soviética.
El Tratado de Neutralidad firmado por la Unión Soviética y Japón en 1941 fue de gran ayuda para Stalin durante la gran conflagración mundial, puesto que debió hacer frente a la invasión alemana en su flanco europeo. Tras la conferencia de Potsdam, la URSS declaró la guerra a Japón e invadió rápidamente Manchuria y el norte de la península coreana, así como ocupó la totalidad de Sajalin y las islas Kuril. La anexión de esta cadena insular sigue siendo el principal obstáculo para el tratado de paz entre ambas naciones, que no tienen importancia económica pero sí son de valor estratégico como barrera natural ante un eventual ataque naval a las costas rusas en el Mar de Ojotsk. Durante la guerra fría, esta región no sólo fue clave por su proximidad a los Estados Unidos, sino porque también fue la base de operaciones de la Armada soviética, cuyo puerto de submarinos nucleares en el Pacífico se halla en Petropavlovsk, en la costa oriental de Kamchatka.
El libro es rico en detalles, brinda un panorama amplio sobre la expansión rusa en Asia, en donde el águila bicéfala cobija bajo sus alas un tercio del continente.
Patrick March, Eastern Destiny. Russia in Asia and the North Pacific. Westport, Praeger, 1996.
Bitácora de lecturas de Ricardo López Göttig. Historia, literatura, mitología, orientalismo y filosofía política.
sábado, 23 de febrero de 2013
"Eastern Destiny", de Patrick March.
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martes, 19 de febrero de 2013
"El Otoño de la Edad Media", de Johan Huizinga.
A los tiempos más lejanos solemos pintarlos con gruesos contornos para poder distinguirlos mentalmente. Así procedemos para que los podamos ubicar fácilmente en nuestra taxonomía mental, sin prestar atención a los matices, a los elementos que atraviesan todas las épocas y latitudes, ni tampoco a aquellas costumbres que no nacen de un día para el otro, sino que se van perfilando a lo largo de siglos. A esas pinceladas fáciles e inevitables, las podemos ir abandonando por los trazos más finos a medida que vamos desmalezando ese pretérito con más y más lectura, que nos permite discernir lo importante de lo accesorio, lo permanente de lo contingente.
Johan Huizinga, en este libro ya clásico sobre las postrimerías de la Edad Media en Francia y el Ducado de Borgoña, nos llama la atención sobre lo medieval que iba muriendo, pereciendo lánguidamente, y los modos de una nueva sociedad que iba emergiendo.
Es así como Huizinga explora la literatura -en particular la poesía-, el arte pictórico, los hábitos de religiosidad, las costumbres cortesanas y de seducción. Iban quedando, como recuerdos de un pasado glorioso, la épica caballeresca y formas de devoción que hoy nos resultan extrañas, cada vez más vacías de aquello que le dio contenido.
No es un libro "fáctico": es una obra que permite adentrarnos en la cosmovisión medieval tardía de una región específica de Europa. Mucho menos, pues, una introducción a la Edad Media, que no debería faltar en la biblioteca del historiador o del curioso sistemático del pasado europeo.
Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media. Madrid, Alianza.
Johan Huizinga, en este libro ya clásico sobre las postrimerías de la Edad Media en Francia y el Ducado de Borgoña, nos llama la atención sobre lo medieval que iba muriendo, pereciendo lánguidamente, y los modos de una nueva sociedad que iba emergiendo.
Es así como Huizinga explora la literatura -en particular la poesía-, el arte pictórico, los hábitos de religiosidad, las costumbres cortesanas y de seducción. Iban quedando, como recuerdos de un pasado glorioso, la épica caballeresca y formas de devoción que hoy nos resultan extrañas, cada vez más vacías de aquello que le dio contenido.
No es un libro "fáctico": es una obra que permite adentrarnos en la cosmovisión medieval tardía de una región específica de Europa. Mucho menos, pues, una introducción a la Edad Media, que no debería faltar en la biblioteca del historiador o del curioso sistemático del pasado europeo.
Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media. Madrid, Alianza.
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