Este libro de Gilbert Durand reúne una serie de ponencias presentadas por el autor en Brasil. La lectura suele tornarse árida y con un exceso de citas -a mi criterio- innecesarias y que tornan denso el texto, en sí mismo rico en ideas y aportes para el estudio de los mitos.
El mito, como tal, viene siendo desdeñado sistemáticamente como sinónimo de "mentira", cuando en realidad se trata de un relato que se estima "verdadero" para quien lo transmite. Durand arremete con fiereza contra el edificio cartesiano y positivista de los últimos siglos, que ha probado ser bastante endeble a pesar de todas sus apelaciones a la "razón". Parte del encuentro realizado en la ciudad de Córdoba, España, entre especialistas de distintas disciplinas, abarcando desde la astronomía y la física, hasta la antropología y la poesía, convergiendo en puntos comunes.
A mi juicio, el aporte más interesante del libro es el de la "cuenca semántica", un instrumento conceptual de gran riqueza para analizar los mitos, tomando como ejemplo un río con sus orillas, deltas, cursos y demás; allí expone, por ejemplo, el mito de la tercera era final protagonizada por el Espíritu Santo en Gioacchino di Fiore, y cómo este terminó desembocando en el mito del progreso con su espíritu prometeico que tan fuertemente marcó a la centuria decimonónica, o las utopías marxista y nacionalsocialista con todas sus promesas de superación de todos los problemas, que terminaron en pesadillas diabólicas.
Gilbert Durand rescata una y otra vez la necesidad de estudios interdisciplinarios, reuniendo expertos de la literatura, la antropología, la psicología y la historia de las religiones para comprender la permanencia y persistencia de los mitos en nuestra sociedad. No obstante lo señalado más arriba, estimo que es una obra valiosa para quien quiera desentrañar el universo de los mitos y los símbolos.
Gilbert Durand, Mitos y sociedades. Buenos Aires, Biblos, 2003. ISBN 950-786-398-2
Bitácora de lecturas de Ricardo López Göttig. Historia, literatura, mitología, orientalismo y filosofía política.
miércoles, 30 de mayo de 2012
viernes, 4 de mayo de 2012
"El toro de Minos", de Leonard Cottrell.
Hay libros que no pierden su vigencia por la frescura con la que han sido redactados. Este es el caso de El toro de Minos, de Leonard Cottrell, que relata la pasión de dos grandes aficionados a la arqueología que abrieron las puertas al mundo desconocido de la antigüedad griega. Parte, como es lógico suponer, con Heinrich Schliemann, el hombre que se labró a sí mismo, desde muy pequeño, adquirió una fortuna a base de esfuerzo y talento y luego, con ese dinero, partió hacia el entonces Imperio Otomano y después Grecia para excavar. ¿Su búsqueda? Demostrar que cuanto había escrito Homero en la Ilíada y la Odisea era cierto, literalmente cierto.
Más allá de los debates sobre si Homero existió y que los hallazgos de Schliemann en Troya y Micenas, en rigor, fueron de épocas anteriores al relato homérico, esto abrió nuevas fuentes para la investigación histórica y arqueológica.
En este camino lo siguió, años más tarde, Arthur Evans que en su juventud se interesó por la vida y la política en los Balcanes, primero oponiéndose a los otomanos y después a los austriacos en Bosnia-Herzegovina (valiéndole, incluso, la cárcel). En una visita a Grecia conoció a Heinrich Schliemann y a partir de allí nació su interés por objetos que no eran estrictamente micénicos.
Fue en Creta en donde Arthur Evans -que gastó gran parte de su fortuna personal en las excavaciones- encontró una civilización olvidada: la minoica. Leonard Cottrell nos recordará, página tras página, que Sir Arthur Evans fue un caballero con todas las letras, en su actitud, ejemplo e integridad. Durante la primera guerra mundial expresó sus quejas por la actitud anti-alemana de las academias científicas, ya que estimaba que, pasada la atroz conflagración, volverían a encontrarse trabajando juntos en la búsqueda del pretérito remoto. Cuando el Museo Ashmole, a su cargo, intentó ser utilizado por autoridades militares para instalar oficinas, se opuso vehementemente. Cottrell escribe con simpleza una gran verdad: "En épocas de emergencia nacional siempre hay funcionarios improvisados que se aprovechan de su breve autoridad para hacer un uso estúpido y arbitrario de su poder". Esto, tan claro, suele ocurrir no sólo en tiempos de emergencia... Pero Sir Arthur Evans era un hombre que no se dejaba arredrar por los uniformados y los burócratas, y logró que el edificio no fuera utilizado con fines militares. Gracias a Evans, Creta comenzó a ser un cantero rico en arqueología, descubriéndose nuevas ciudades olvidadas, o la cueva donde nació Zeus, investigada por D. G. Hogarth.
Quedan, pues, estos dos ejemplos extraordinarios de avances -con errores, con improvisación, con aciertos- que corrieron un poco el velo de la ignorancia que no nos permite comprender las luces y las sombras del pasado humano.
Leonard Cottrell, El toro de Minos. México, FCE, 2006. ISBN 968-16-0750-3
Más allá de los debates sobre si Homero existió y que los hallazgos de Schliemann en Troya y Micenas, en rigor, fueron de épocas anteriores al relato homérico, esto abrió nuevas fuentes para la investigación histórica y arqueológica.
En este camino lo siguió, años más tarde, Arthur Evans que en su juventud se interesó por la vida y la política en los Balcanes, primero oponiéndose a los otomanos y después a los austriacos en Bosnia-Herzegovina (valiéndole, incluso, la cárcel). En una visita a Grecia conoció a Heinrich Schliemann y a partir de allí nació su interés por objetos que no eran estrictamente micénicos.
Fue en Creta en donde Arthur Evans -que gastó gran parte de su fortuna personal en las excavaciones- encontró una civilización olvidada: la minoica. Leonard Cottrell nos recordará, página tras página, que Sir Arthur Evans fue un caballero con todas las letras, en su actitud, ejemplo e integridad. Durante la primera guerra mundial expresó sus quejas por la actitud anti-alemana de las academias científicas, ya que estimaba que, pasada la atroz conflagración, volverían a encontrarse trabajando juntos en la búsqueda del pretérito remoto. Cuando el Museo Ashmole, a su cargo, intentó ser utilizado por autoridades militares para instalar oficinas, se opuso vehementemente. Cottrell escribe con simpleza una gran verdad: "En épocas de emergencia nacional siempre hay funcionarios improvisados que se aprovechan de su breve autoridad para hacer un uso estúpido y arbitrario de su poder". Esto, tan claro, suele ocurrir no sólo en tiempos de emergencia... Pero Sir Arthur Evans era un hombre que no se dejaba arredrar por los uniformados y los burócratas, y logró que el edificio no fuera utilizado con fines militares. Gracias a Evans, Creta comenzó a ser un cantero rico en arqueología, descubriéndose nuevas ciudades olvidadas, o la cueva donde nació Zeus, investigada por D. G. Hogarth.
Quedan, pues, estos dos ejemplos extraordinarios de avances -con errores, con improvisación, con aciertos- que corrieron un poco el velo de la ignorancia que no nos permite comprender las luces y las sombras del pasado humano.
Leonard Cottrell, El toro de Minos. México, FCE, 2006. ISBN 968-16-0750-3
jueves, 3 de mayo de 2012
"Mitteleuropa", de Jacques Le Rider.
Mitteleuropa, del historiador francés Jacques Le Rider, es un libro bien pensado sobre la posición de Alemania en el centro de Europa y su relación con los vecinos que tiene al Este.
Le Rider distingue con acierto, tras una atenta lectura de varios autores alemanes y austríacos, dos concepciones diferentes sobre el centro de Europa. Para los autores alemanes, sobre todo a partir del siglo XIX y aún más con la recreación del Imperio Alemán en 1871, Mitteleuropa es el espacio que hay entre Alemania y el Imperio Ruso. Una geografía que hay que "colonizar" y "civilizar". Citando a Gustav Freytag, por ejemplo, el Drang nach Osten (el impulso hacia el Este) es comparable al "destino manifiesto" de los Estados Unidos hacia el Poniente, y los eslavos del Este europeo serían análogos a los pieles rojas de las llanuras de América del Norte... Le Rider nos recuerda que el impulso hacia el Este, tan aclamado por los autores nacionalistas alemanes en la centuria decimonónica, no fue ni continuado ni significativo: en un siglo podían llegar a trasladarse poco más de doscientos mil alemanes. Por otro lado, hubo una fuerte asimilación cultural de esos alemanes instalados en medios eslavos, como ocurrió en las grandes ciudades polacas, pero no en los medios rurales, aislados.
Es claro que los pueblos eslavos vieron siempre con temor a la idea de la Mitteleuropa. La otra concepción de una Europa central partía desde Viena, capital del Imperio de los Habsburgo. La monarquía danubiana no pretendía germanizar, sino unificar en torno a su legitimidad dinástica un conjunto de pueblos heterogéneos, que llegaron a ser una docena hacia fines del siglo XIX.
Así, pues, en el auge de los sentimientos nacionalistas del XIX muchos europeos -incluyendo a los franceses- vieron a la monarquía austríaca como un óbice para la construcción de los Estados nacionales. Los alemanes que querían unificarse en torno a las ideas de Volk (pueblo) y Sprache (lengua) y que, en la revolución de 1848, intentaron hacerlo en el célebre y fracasado Parlamento de Frankfurt. Pero bien lo subraya Le Rider en un pasaje luminoso: los checos -que fueron parte del Sacro Imperio Romano Germánico con el Reino de Bohemia- no querían enviar diputados a Frankfurt, sino a Viena. Rescata entonces a la figura de František Palacký (Le Rider lo llama "Franz Palacky") que buscaba la solución "trialista" al imperio: la confederación de austríacos, húngaros y eslavos en una Dieta imperial. ¡Cuántos problemas hubiera ahorrado al mundo, cuánta sangre no se hubiera derramado con esta solución! Y Palacký se hizo célebre -en una fórmula que muchos parafrasean hasta el hartazgo, ignorando su origen- al afirmar que "Verdaderamente, si el imperio austríaco no existiera desde hace mucho tiempo, habría que darse prisa en crearlo, en interés de Europa, en interés de la misma humanidad".
Pero esta solución "trialista" era demasiado para un imperio que dirigió con mano de hierro el canciller Metternich hasta 1848, el gran arquitecto de la restauración después del post-napoleónico Congreso de Viena de 1814.
Las alternativas entre la "pequeña Alemania" -un imperio unificado en torno al reino de Prusia- y la "gran Alemania" -alrededor de Viena, incorporando entonces a los eslavos y magiares-, se decantó por la primera con la férrea decisión de Otto von Bismarck, el canciller prusiano que, a fuerza de tres guerras, creó el II Reich y lo proclamó en el mismísimo salón de los espejos del palacio de Versalles en enero de 1871. Fue la batalla de Sadowa en 1866, en la brevísima guerra austro-prusiana, la que obligó a la monarquía danubiana a hacer una amplia reforma constitucional en 1867. Y en aquella ocasión, que podría haber sido histórica y magnánima, se optó por la solución "dualista": austríacos y húngaros como sostenes del Imperio, dejando de lado a los eslavos. No obstante, el emperador Francisco José intentó presentarse como el pacificador y unificador de esa Europa central que se sentía amenazada por dos gigantes: Alemania y Rusia, ambas con deseos de engullir esa rica porción del Viejo Continente -y así lo demostraron en las dos guerras mundiales y en la guerra fría-.
Con los tambores de la primera guerra mundial sonando en las calles y los soldados atrincherados en ambos frentes, los alemanes volvieron a acariciar la idea de la Mitteleuropa como un espacio que les "pertenecía". Ya antes de esta conflagración nació el concepto del Lebensraum, que luego tomaron los nazis. Recordemos que, por el pacto de Brest-Litovsk -afortunadamente tardío-, los alemanes ocuparon grandes territorios de Europa central y oriental para abastecerse de alimentos y recursos para una guerra que se estimaba que duraría hasta 1920...
Hubo, entonces, dos ideas de la Europa central: una, la Mitteleuropa con visión expansionista; otra, de la Corte en Viena, que buscaba una unión supranacional de legitimidad monárquica. Esta segunda visión se derrumbó con la caída del Imperio, a pesar de los vanos intentos del kaiser Carlos II.
Le Rider suma dos capítulos de enorme interés: la vida cultural judía en Praga, Galitzia y Bukovina. La riqueza artística de intelectuales judíos de habla alemana o yiddisch fue invaluable en estos tres centros, que trágicamente se perdió por el genocidio y las posteriores campañas de rumanización en Bukovina. Estos centros de vida intelectual ponen de manifiesto el espíritu supranacional que estaba germinando en el Imperio Austro-Húngaro, en sus regiones casi periféricas.
Un libro rico, de buena lectura, bien documentado, necesario en estos tiempos en que los opinólogos caricaturescos y panfletarios hablan de una Europa "alemana" con tanta liviandad... Los tiempos han cambiado, la República Federal Alemana ya no cobija ideas de Mitteleuropa y ni siquiera menciona la geopolítica -dato que subraya Jacques Le Rider-.
Jacques Le Rider, Mitteleuropa. Barcelona, Idea Books, 2000. ISBN 84-8236-161-9
Le Rider distingue con acierto, tras una atenta lectura de varios autores alemanes y austríacos, dos concepciones diferentes sobre el centro de Europa. Para los autores alemanes, sobre todo a partir del siglo XIX y aún más con la recreación del Imperio Alemán en 1871, Mitteleuropa es el espacio que hay entre Alemania y el Imperio Ruso. Una geografía que hay que "colonizar" y "civilizar". Citando a Gustav Freytag, por ejemplo, el Drang nach Osten (el impulso hacia el Este) es comparable al "destino manifiesto" de los Estados Unidos hacia el Poniente, y los eslavos del Este europeo serían análogos a los pieles rojas de las llanuras de América del Norte... Le Rider nos recuerda que el impulso hacia el Este, tan aclamado por los autores nacionalistas alemanes en la centuria decimonónica, no fue ni continuado ni significativo: en un siglo podían llegar a trasladarse poco más de doscientos mil alemanes. Por otro lado, hubo una fuerte asimilación cultural de esos alemanes instalados en medios eslavos, como ocurrió en las grandes ciudades polacas, pero no en los medios rurales, aislados.
Es claro que los pueblos eslavos vieron siempre con temor a la idea de la Mitteleuropa. La otra concepción de una Europa central partía desde Viena, capital del Imperio de los Habsburgo. La monarquía danubiana no pretendía germanizar, sino unificar en torno a su legitimidad dinástica un conjunto de pueblos heterogéneos, que llegaron a ser una docena hacia fines del siglo XIX.
Así, pues, en el auge de los sentimientos nacionalistas del XIX muchos europeos -incluyendo a los franceses- vieron a la monarquía austríaca como un óbice para la construcción de los Estados nacionales. Los alemanes que querían unificarse en torno a las ideas de Volk (pueblo) y Sprache (lengua) y que, en la revolución de 1848, intentaron hacerlo en el célebre y fracasado Parlamento de Frankfurt. Pero bien lo subraya Le Rider en un pasaje luminoso: los checos -que fueron parte del Sacro Imperio Romano Germánico con el Reino de Bohemia- no querían enviar diputados a Frankfurt, sino a Viena. Rescata entonces a la figura de František Palacký (Le Rider lo llama "Franz Palacky") que buscaba la solución "trialista" al imperio: la confederación de austríacos, húngaros y eslavos en una Dieta imperial. ¡Cuántos problemas hubiera ahorrado al mundo, cuánta sangre no se hubiera derramado con esta solución! Y Palacký se hizo célebre -en una fórmula que muchos parafrasean hasta el hartazgo, ignorando su origen- al afirmar que "Verdaderamente, si el imperio austríaco no existiera desde hace mucho tiempo, habría que darse prisa en crearlo, en interés de Europa, en interés de la misma humanidad".
Pero esta solución "trialista" era demasiado para un imperio que dirigió con mano de hierro el canciller Metternich hasta 1848, el gran arquitecto de la restauración después del post-napoleónico Congreso de Viena de 1814.
Las alternativas entre la "pequeña Alemania" -un imperio unificado en torno al reino de Prusia- y la "gran Alemania" -alrededor de Viena, incorporando entonces a los eslavos y magiares-, se decantó por la primera con la férrea decisión de Otto von Bismarck, el canciller prusiano que, a fuerza de tres guerras, creó el II Reich y lo proclamó en el mismísimo salón de los espejos del palacio de Versalles en enero de 1871. Fue la batalla de Sadowa en 1866, en la brevísima guerra austro-prusiana, la que obligó a la monarquía danubiana a hacer una amplia reforma constitucional en 1867. Y en aquella ocasión, que podría haber sido histórica y magnánima, se optó por la solución "dualista": austríacos y húngaros como sostenes del Imperio, dejando de lado a los eslavos. No obstante, el emperador Francisco José intentó presentarse como el pacificador y unificador de esa Europa central que se sentía amenazada por dos gigantes: Alemania y Rusia, ambas con deseos de engullir esa rica porción del Viejo Continente -y así lo demostraron en las dos guerras mundiales y en la guerra fría-.
Con los tambores de la primera guerra mundial sonando en las calles y los soldados atrincherados en ambos frentes, los alemanes volvieron a acariciar la idea de la Mitteleuropa como un espacio que les "pertenecía". Ya antes de esta conflagración nació el concepto del Lebensraum, que luego tomaron los nazis. Recordemos que, por el pacto de Brest-Litovsk -afortunadamente tardío-, los alemanes ocuparon grandes territorios de Europa central y oriental para abastecerse de alimentos y recursos para una guerra que se estimaba que duraría hasta 1920...
Hubo, entonces, dos ideas de la Europa central: una, la Mitteleuropa con visión expansionista; otra, de la Corte en Viena, que buscaba una unión supranacional de legitimidad monárquica. Esta segunda visión se derrumbó con la caída del Imperio, a pesar de los vanos intentos del kaiser Carlos II.
Le Rider suma dos capítulos de enorme interés: la vida cultural judía en Praga, Galitzia y Bukovina. La riqueza artística de intelectuales judíos de habla alemana o yiddisch fue invaluable en estos tres centros, que trágicamente se perdió por el genocidio y las posteriores campañas de rumanización en Bukovina. Estos centros de vida intelectual ponen de manifiesto el espíritu supranacional que estaba germinando en el Imperio Austro-Húngaro, en sus regiones casi periféricas.
Un libro rico, de buena lectura, bien documentado, necesario en estos tiempos en que los opinólogos caricaturescos y panfletarios hablan de una Europa "alemana" con tanta liviandad... Los tiempos han cambiado, la República Federal Alemana ya no cobija ideas de Mitteleuropa y ni siquiera menciona la geopolítica -dato que subraya Jacques Le Rider-.
Jacques Le Rider, Mitteleuropa. Barcelona, Idea Books, 2000. ISBN 84-8236-161-9
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