Como resultado de la partición de Polonia en 1772, el imperio Austríaco anexó lo que llamó Galitzia, una región poblada por polacos, rutenos y judíos, ubicando a Lemberg/Lwów/Lviv como la capital. Bajo el dominio de los Habsburgo ya no se encontraba España y, por consiguiente, la región noroccidental de la península hispánica de Galicia, por lo que instauraron ese nombre a la región anexada. Formalmente, era una "reivindicación" del principado medieval de Halych, rebautizado como Reino de Galicia y Lodomeria.
Galitzia, en el imaginario y visión política de los emperadores austríacos, era la frontera con Oriente. Desde esta perspectiva, la empresa austríaca consistía en civilizar esa región que limitaba con la barbarie asiática, de modo que se convertía en una tarea de ilustración y pacificación. Sin identidad geográfica propia, heterogénea en su composición nacional y religiosa (los polacos eran católicos, los rutenos de la Iglesia Uniata de rito oriental y sujeción a Roma, los alemanes que arribaban católicos y luteranos, además de la diversidad de judíos, ya sea partidarios de la Haskalá o del jasidismo), Galitzia se trataba de una construcción social y política en torno a la lealtad al Imperio, fuente de ilustración, garante del orden y propagador de la ciencia y la cultura de Occidente.
De allí, pues, el interés de transformar a Lemberg en una ciudad que se fuera asemejando a Viena, en donde se creaba una biblioteca (la Ossolineum), se imprimían periódicos, se instalaba una universidad y, a partir de 1867, la sede del parlamento regional, el Sejm. La anexión de Cracovia de 1849 significará la división administrativa en una Galicia Oriental y otra Occidental, integradas por la red ferroviaria y telegráfica a Viena y el resto del Imperio. Con autonomía desde el Ausgleich de 1867 que significó la reconfiguración del Imperio en Austro-Húngaro -colocando a los magiares como socios de los alemanes en el seno de la monarquía dual de los Habsburgo-, los kaisers austríacos viajaron a Galitzia en varias ocasiones, marcando la presencia imperial.
Con el inicio del largo reinado de Francisco José, desde 1848 hasta su muerte en 1916, también tuvo lugar un lento camino hacia la constitucionalización del imperio, y Galitzia tuvo virreyes (namiestnik) de origen alemán o polaco, leales al monarca. Cuando en 1846 hubo aristócratas polacos que intentaron rebelarse, se produjo una importante e indeleble masacre de estos a manos de campesinos rutenos, que habrían preferido mantenerse bajo la órbita austríaca que en un eventual reconstituido Reino de Polonia.
En su casi siglo y medio de existencia, Galitzia fue el escenario de nacimiento, desarrollo y paisaje de varios escritores, como Aleksander Fredro, Leopold von Sacher-Masoch, Bruno Schultz y Martin Buber, o fue el sitio de los antepasados de Sigmund Freud. Si bien hubo una tensión creciente entre rutenos y polacos, las autoridades lograron mantener la paz entre estas dos etnias eslavas. El pogrom de 1898 fue un hecho aislado y severamente castigado, por lo que la figura paternal del kaiser Francisco José fue objeto de respeto y buen recuerdo por parte de varias generaciones de judíos locales y en la diáspora.
Pero Galitzia era la región más pobre del Imperio y buena parte de su población debió emigrar al continente americano, tal como lo atestiguan tantos descendientes de estas comunidades que se siguieron identificando con esta región, aun cuando desapareció después de la primera guerra mundial.
Invadida por los rusos en 1914, recuperada por los austríacos y alemanes poco después, unos 150 mil judíos huyeron ante el furor de los pogroms que acompañaron a las tropas zaristas y se refugiaron en torno a Viena, reforzando su lealtad monárquica. Pero Galitzia quedó atada a la promesa de restaurar el Reino de Polonia, tal como lo hicieron públicamente los kaisers de Alemania y Austria-Hungría en noviembre de 1916. Pero los austríacos también contemplaron la posibilidad de crear un reino ucraniano, una idea a la que los rutenos se iban acercando. Y es que la identidad rutena se iba desdibujando y se sentía cada vez más próxima a lo ucraniano, a tal punto que hoy se ignora esa diferenciación original. Cuando en 1918 se produce el armisticio, Galitzia se convierte en el campo de batalla de polacos y ucranianos primero, luego de polacos y bolcheviques. Tierra devastada y anexada a la Polonia independiente tras la guerra con los soviéticos, fue partida por el Pacto Ribbentropp-Molotov de 1939, invadida en su parte oriental por la URSS, en tanto que la occidental estuvo bajo dominio nazi en la Gobernación General. Los nazis exterminaron prácticamente a la totalidad de los judíos que quedaban en Galitzia, pero tras la segunda guerra la parte oriental quedó integrada a la República Socialista Soviética de Ucrania, dentro de la URSS. El traspaso de polacos hacia Silesia y de ucranianos a Bukovina, dejó a la desaparecida Galitzia segmentada en dos partes étnicamente homogéneas.
Tras el colapso soviético y la consiguiente independencia ucraniana, así como consecuencia del fin del régimen socialista en Polonia, la idea de Galitzia recobró fuerza en el imaginario de polacos, ucranianos y judíos, buscando su vinculación histórica y simbólica con la Viena imperial, un lazo comunicante con la Europa central y occidental de la cual fue brutalmente apartada por decenios de aislamiento. La figura del kaiser Francisco José vuelve del olvido.
Larry Wolff, The Idea of Galicia: History and Fantasy in Habsburg Political Culture. Stanford University Press, 2010.
Bitácora de lecturas de Ricardo López Göttig. Historia, literatura, mitología, orientalismo y filosofía política.
domingo, 30 de diciembre de 2018
lunes, 12 de noviembre de 2018
"The Mystical Life of Franz Kafka", de June Leavitt.
Aproximarse al mundo de Franz Kafka desde una perspectiva infrecuente es el objetivo de este libro: la autora se aparta de la clasificación del conocido escritor dentro de los cánones del judaísmo, para ubicarlo como un explorador de las corrientes místicas de la Praga de comienzos del siglo XX.
Así es como vemos que Kafka se acercó a la Teosofía y que tuvo una entrevista con Rudolf Steiner -luego iniciador de la antroposofía, al romper con el círculo de Annie Besant-, a cuyas conferencias asistió en Praga. Ese mundo ocultista le brindaba claves sobre sus propias experiencias con lo sobrenatural: su clarividencia, sus visiones y prácticas de meditación. Asimismo, Kafka también se había convertido en vegetariano durante su estadía en Jungborn, el lugar de naturopatía de Adolf Just, quien sostenía ideas que vinculaban el cristianismo, el vegetarianismo, el rechazo a la caza y el retorno a la naturaleza como caminos hacia la divinidad. De allí que se sintiera próximo a lo que sostenían Rudolf Steiner -también vegetariano y cristiano, además de teósofo-, Moritz Schnitzer y Adolf Just. Kafka creía en la metempsicosis y esto probablemente venía de sus lecturas de Platón, fuentes budistas y de la teosofía.
Bien señala June Leavitt que nada de esto estaba vinculado al judaísmo, aun cuando leyera en forma diaria los textos bíblicos como parte de su exploración metafísica. Pero Kafka no se sentía contenido en el judaísmo tradicional, aunque valorara y estudiara la Torah.
También la autora subraya que Franz Kafka tenía conocimientos bastante certeros, aunque no se puede afirmar que fuera un iniciado, de la masonería. Tanto en El Proceso como en otras narraciones, habría elementos que permitirían deducir que Kafka estaba familiarizado con esta orden iniciática, tan difundida y presente en la Praga de inicios de la centuria pasada.
Kafka estaba muy interesado en sus experiencias oníricas y llevaba detalle escrito de las mismas, algo que Steiner recomendaba. Pero no desde la óptica de Sigmund Freud, con cuyas tesis Kafka discrepaba, sino que interpretaba a los sueños como manifestaciones de planos astrales, al igual que la Teosofía.
Un libro que abre nuevas perspectivas para el estudio del universo simbólico de Praga, de la literatura alemana de su tiempo y de la narrativa de uno de los autores más relevantes del siglo XX.
June O. Leavitt, The Mystical Life of Franz Kafka: Theosophy, Cabala, and the Modern Spiritual Revival. New York, Oxford University Press, 2012
Así es como vemos que Kafka se acercó a la Teosofía y que tuvo una entrevista con Rudolf Steiner -luego iniciador de la antroposofía, al romper con el círculo de Annie Besant-, a cuyas conferencias asistió en Praga. Ese mundo ocultista le brindaba claves sobre sus propias experiencias con lo sobrenatural: su clarividencia, sus visiones y prácticas de meditación. Asimismo, Kafka también se había convertido en vegetariano durante su estadía en Jungborn, el lugar de naturopatía de Adolf Just, quien sostenía ideas que vinculaban el cristianismo, el vegetarianismo, el rechazo a la caza y el retorno a la naturaleza como caminos hacia la divinidad. De allí que se sintiera próximo a lo que sostenían Rudolf Steiner -también vegetariano y cristiano, además de teósofo-, Moritz Schnitzer y Adolf Just. Kafka creía en la metempsicosis y esto probablemente venía de sus lecturas de Platón, fuentes budistas y de la teosofía.
Bien señala June Leavitt que nada de esto estaba vinculado al judaísmo, aun cuando leyera en forma diaria los textos bíblicos como parte de su exploración metafísica. Pero Kafka no se sentía contenido en el judaísmo tradicional, aunque valorara y estudiara la Torah.
También la autora subraya que Franz Kafka tenía conocimientos bastante certeros, aunque no se puede afirmar que fuera un iniciado, de la masonería. Tanto en El Proceso como en otras narraciones, habría elementos que permitirían deducir que Kafka estaba familiarizado con esta orden iniciática, tan difundida y presente en la Praga de inicios de la centuria pasada.
Kafka estaba muy interesado en sus experiencias oníricas y llevaba detalle escrito de las mismas, algo que Steiner recomendaba. Pero no desde la óptica de Sigmund Freud, con cuyas tesis Kafka discrepaba, sino que interpretaba a los sueños como manifestaciones de planos astrales, al igual que la Teosofía.
Un libro que abre nuevas perspectivas para el estudio del universo simbólico de Praga, de la literatura alemana de su tiempo y de la narrativa de uno de los autores más relevantes del siglo XX.
June O. Leavitt, The Mystical Life of Franz Kafka: Theosophy, Cabala, and the Modern Spiritual Revival. New York, Oxford University Press, 2012
jueves, 27 de septiembre de 2018
"Go-Betweens for Hitler", de Karina Urbach.
El libro se enfoca en actores casi invisibles, aquellos que sirvieron como intermediarios en tiempos de paz y de guerra, por caminos diferentes a la diplomacia tradicional. Karina Urbach se centra en los aristócratas europeos, sobre todos alemanes, que estuvieron al servicio de los emperadores de Austria-Hungría, de Alemania y luego, en los años treinta, de Adolf Hitler. La autora remarca las características singulares de la aristocracia europea: con familiares a todo lo largo y ancho del continente, tiene un lenguaje, hábitos y códigos comunes, que le permite entretejer una serie de lazos que trascienden las generaciones. Señala que, siendo la mayoría de los profesionales de la historia y de las ciencias sociales de orígenes de clases medias, no prestan atención a lo que consideran una casta perimida y decadente. Estas familias, a su vez, recelan de abrir sus archivos, por lo que los investigadores del pretérito humano no acceden a documentación valiosa y que puede arrojar una luz nueva sobre los acontecimientos políticos y diplomáticos del siglo XX.
La mitad del libro está dedicada a los aristócratas que prestaron sus servicios como mensajeros e intermediarios de los emperadores de Alemania (Guillermo II) y de Austria-Hungría (Carlos) para finalizar la Gran Guerra. Fürstenberg era muy cercano al kaiser alemán, pero a su vez tenía una destacada actuación política en el Imperio Austro-Húngaro, cercano a la corte en Viena. Durante años trabajó como un puente entre las dos casas reales, manteniendo viva la alianza de las dos grandes potencias centrales. El caso más célebre de un aristócrata que sirvió como mediador entre Austria-Hungría y Francia fue el del príncipe Sixto de Borbón-Parma que, al salir a luz, perjudicó letalmente las posibilidades de que el emperador Carlos pudiera negociar una paz por separado en 1917.
El fin de la Gran Guerra y el colapso de las monarquías en Austria-Hungría y Alemania no significó, empero, el fin de las aristocracias. Si bien el ex Kaiser Guillermo II intentó su restauración, varios aristócratas se enrolaron en las distintas vertientes del nacionalismo völkisch, temerosos de una revolución al estilo bolchevique. Por su formación y temperamento, los aristócratas que analiza tampoco adherían al constitucionalismo liberal ni a la democracia, por lo que algunos como el Duque de Coburgo Carl Eduard y Max Egon Hohenlohe adhirieron al nazismo. Una arribista como la princesa Stephanie Hohenlohe también hizo carrera gracias al título que obtuvo por su matrimonio, el que le abrió las puertas en Alemania y Gran Bretaña.
El Duque de Coburgo Carl Eduard, nacido como Charles Edward en Inglaterra y nieto de la reina Victoria, arribó a los quince a Coburgo como heredero y fue tutelado por el kaiser. Tras la primera guerra mundial, puso su fortuna y propiedades al servicio de la extrema derecha alemana, siendo muy cercano a Hitler. Sus castillos fueron puestos al servicio de actividades criminales, encubriendo a nazis perseguidos por la policía durante la República de Weimar, así como para guardar armas. Intervino abiertamente a favor del NSDAP y gracias a su actividad proselitista, fue la primera alcaldía en donde ganó el nazismo. El duque de Coburgo intervino activamente para acercarse a los sectores más proclives a la política del apaciguamiento que había en Gran Bretaña. En esas gestiones también intervino la princesa Stephanie Hohenlohe, acompañada por Fritz Wiedemann, actuando sin informar apenas al entonces embajador Ribbentrop. Tuvieron, así, acceso a sectores del conservadorismo, de la aristocracia y de la prensa, siendo ayudados por Lord Rothermere, magnate de varios medios de comunicación. Sus gestiones ayudaron a sostener la postura nazi en la crisis de los Sudetes de Checoslovaquia, pero después de 1938 la princesa Hohenlohe y su amante Wiedemann cayeron en desgracia en el entorno de Hitler. Recaló en los Estados Unidos, en donde trabó relaciones con varios personajes locales, enredándose en aventuras con el alcaide en donde estuvo detenida brevemente. Luego supo reciclarse, tras la guerra, y se transformó en una suerte de nexo de prensa con periodistas alemanes ubicados en Estados Unidos.
El duque de Coburgo se mantuvo fiel al nazismo hasta después de la guerra, en tanto el príncipe Max Egon Hohenlohe se convirtió en una figura del jet set de Marbella... Tras la segunda conflagración planetaria, si bien sigue habiendo figuras que actúan como intermediarios por fuera de las estructuras de la diplomacia tradicional, ya no necesariamente son parte de la aristocracia europea. Karina Urbach hace una contribución descollante, por la singularidad del tema y el rastreo de documentos hasta ahora ignorados.
Karina Urbach, Go-Betweens for Hitler. Oxford, Oxford University Press, 2015.
La mitad del libro está dedicada a los aristócratas que prestaron sus servicios como mensajeros e intermediarios de los emperadores de Alemania (Guillermo II) y de Austria-Hungría (Carlos) para finalizar la Gran Guerra. Fürstenberg era muy cercano al kaiser alemán, pero a su vez tenía una destacada actuación política en el Imperio Austro-Húngaro, cercano a la corte en Viena. Durante años trabajó como un puente entre las dos casas reales, manteniendo viva la alianza de las dos grandes potencias centrales. El caso más célebre de un aristócrata que sirvió como mediador entre Austria-Hungría y Francia fue el del príncipe Sixto de Borbón-Parma que, al salir a luz, perjudicó letalmente las posibilidades de que el emperador Carlos pudiera negociar una paz por separado en 1917.
El fin de la Gran Guerra y el colapso de las monarquías en Austria-Hungría y Alemania no significó, empero, el fin de las aristocracias. Si bien el ex Kaiser Guillermo II intentó su restauración, varios aristócratas se enrolaron en las distintas vertientes del nacionalismo völkisch, temerosos de una revolución al estilo bolchevique. Por su formación y temperamento, los aristócratas que analiza tampoco adherían al constitucionalismo liberal ni a la democracia, por lo que algunos como el Duque de Coburgo Carl Eduard y Max Egon Hohenlohe adhirieron al nazismo. Una arribista como la princesa Stephanie Hohenlohe también hizo carrera gracias al título que obtuvo por su matrimonio, el que le abrió las puertas en Alemania y Gran Bretaña.
El Duque de Coburgo Carl Eduard, nacido como Charles Edward en Inglaterra y nieto de la reina Victoria, arribó a los quince a Coburgo como heredero y fue tutelado por el kaiser. Tras la primera guerra mundial, puso su fortuna y propiedades al servicio de la extrema derecha alemana, siendo muy cercano a Hitler. Sus castillos fueron puestos al servicio de actividades criminales, encubriendo a nazis perseguidos por la policía durante la República de Weimar, así como para guardar armas. Intervino abiertamente a favor del NSDAP y gracias a su actividad proselitista, fue la primera alcaldía en donde ganó el nazismo. El duque de Coburgo intervino activamente para acercarse a los sectores más proclives a la política del apaciguamiento que había en Gran Bretaña. En esas gestiones también intervino la princesa Stephanie Hohenlohe, acompañada por Fritz Wiedemann, actuando sin informar apenas al entonces embajador Ribbentrop. Tuvieron, así, acceso a sectores del conservadorismo, de la aristocracia y de la prensa, siendo ayudados por Lord Rothermere, magnate de varios medios de comunicación. Sus gestiones ayudaron a sostener la postura nazi en la crisis de los Sudetes de Checoslovaquia, pero después de 1938 la princesa Hohenlohe y su amante Wiedemann cayeron en desgracia en el entorno de Hitler. Recaló en los Estados Unidos, en donde trabó relaciones con varios personajes locales, enredándose en aventuras con el alcaide en donde estuvo detenida brevemente. Luego supo reciclarse, tras la guerra, y se transformó en una suerte de nexo de prensa con periodistas alemanes ubicados en Estados Unidos.
El duque de Coburgo se mantuvo fiel al nazismo hasta después de la guerra, en tanto el príncipe Max Egon Hohenlohe se convirtió en una figura del jet set de Marbella... Tras la segunda conflagración planetaria, si bien sigue habiendo figuras que actúan como intermediarios por fuera de las estructuras de la diplomacia tradicional, ya no necesariamente son parte de la aristocracia europea. Karina Urbach hace una contribución descollante, por la singularidad del tema y el rastreo de documentos hasta ahora ignorados.
Karina Urbach, Go-Betweens for Hitler. Oxford, Oxford University Press, 2015.
miércoles, 27 de junio de 2018
"The Paranoid Apocalypse", de Richard Landes y Steven Katz (comp.)
Varios autores se han reunido en este volumen para analizar los itinerarios del libelo conocido como Protocolos de los Sabios de Sión, un texto escrito en francés y elaborado por la Ojrana, la policía secreta del zarismo, para inculpar a los judíos de tener un plan de dominación planetaria. Hecho a partir de párrafos plagiados a una novela satírica de Maurice Joly, Dialogue aux enfers entre Machiavel et Montesquieu, sobre el emperador Napoleón III, así como de la novela Biarritz, de Hermann Goedsche, el panfleto hizo una carrera inesperada y recorrió distintas latitudes, conquistando mentes afiebradas en Europa, Estados Unidos, América latina, Japón y Medio Oriente.
Los autores se lanzaron a la difícil e intrincada tarea de desbrozar cómo se elabora una teoría conspirativa, ya que esta se sostiene por una fe inquebrantable e incuestionable, y toda crítica apunta a fortalecer la convicción de que conspiración está en marcha.
Por un lado, los autores sostienen que la matriz apocalíptica y escatológica del libelo tiene orígenes religiosos, por lo que tiene sus raíces en la Europa cristiana medieval, aportando una serie de antecedentes. Allí están, por ejemplo, las acusaciones de "asesinato ritual" y la identificación de los judíos con el demonio y, por consiguiente, nada menos que secuaces del Anticristo. El panfleto recoge acusaciones típicas de supersticiones medievales y las mezcla con elementos de la modernidad, por lo que sirvió para antisemitas de las más variopintas extracciones. ¿Por qué ha tenido tanto éxito en su difusión? Los fenómenos sociales son de una gran complejidad y suponen la comprensión de múltiples variables, por lo que las teorías conspirativas tienen la ventaja de ser simples y reducirlo todo a una relación binaria de buenos y malos. Desde esta perspectiva, Sergei Nilus, uno de los propagadores de los Protocolos en Rusia, se trataba del enfrentamiento entre Dios y Satanás, siendo el segundo ayudado por judíos y masones -y luego bolcheviques-, pero que no hacían más que cumplir como instrumentos al servicio de la salvación final y la segunda llegada de Jesús. Para la Sociedad Thule y el nazismo, en cambio, se trataba de un enfrentamiento racial entre arios y judíos, del que debía sobrevivir uno de los dos, un Armageddon del que Hitler aspiraba a salir triunfante y establecer un imperio milenario.
Lejos de haber quedado arrumbado como un panfleto falso tras la segunda guerra mundial, los Protocolos siguieron su propio camino: el capítulo dedicado a su difusión en Japón, en donde fue tomado con gran credulidad, pone en evidencia la atracción que puede ejercer sobre personas que buscan desesperadamente un sentido a su existencia y se aferran a cuanto relato esté disponible, o bien a quienes lo toman de buena fe como un hecho sin mayor discusión. En Estados Unidos, su gran propagador fue el empresario Henry Ford, ya desde su periódico Dearborn Independent como con su libro The International Jew, en el que se hizo eco de los Protocolos, adaptándolos a su país y dándole la autoridad que significa la de un empresario exitoso en una economía que ensalza el éxito del capitalista, como si una visión de los negocios pudiera ser trasladada a la comprensión de los fenómenos complejos de la sociedad. Esta ideología conspirativa ha sido tomada tanto por fundamentalistas cristianos, por los supremacistas blancos como David Duke y por Louis Farrakhan y su grupo islamista.
El absurdo, que pareciera no tener límites, llega a los niveles del delirio cuando los Protocolos sirven para inspirar a una escatología cósmica de supuestos visitantes intergalácticos como Hatton, que ha viajado con su nave espacial desde las Pléyades, para alertarnos sobre el plan de dominación mundial de los judíos...
Los Protocolos también hacen carrera en Medio Oriente, en particular como texto en las escuelas primarias por parte de la Autoridad Nacional Palestina, cuyo objetivo es deslegitimar al Estado de Israel con un relato ahistórico que perpetúa la situación bélica.
Infortunadamente, este tipo de teorías conspirativas se han reproducido y metamorfoseado gracias a su difusión en las redes sociales, multiplicándose y llegando a oídos incautos. Es por ello tan necesaria la comprensión de este fenómeno cultural, que comienza en los márgenes pero que, de no ser debidamente refutadas y expuestas en su falsedad, puede ganar la aceptación masiva y pasiva de numerosos adeptos y voceros.
Richard Landes y Steven Katz, The Paranoid Apocalypse: A Hundred-Year Retrospective on The Protocols of the Elders of Zion. New York, New York University Press, 2012.
Los autores se lanzaron a la difícil e intrincada tarea de desbrozar cómo se elabora una teoría conspirativa, ya que esta se sostiene por una fe inquebrantable e incuestionable, y toda crítica apunta a fortalecer la convicción de que conspiración está en marcha.
Por un lado, los autores sostienen que la matriz apocalíptica y escatológica del libelo tiene orígenes religiosos, por lo que tiene sus raíces en la Europa cristiana medieval, aportando una serie de antecedentes. Allí están, por ejemplo, las acusaciones de "asesinato ritual" y la identificación de los judíos con el demonio y, por consiguiente, nada menos que secuaces del Anticristo. El panfleto recoge acusaciones típicas de supersticiones medievales y las mezcla con elementos de la modernidad, por lo que sirvió para antisemitas de las más variopintas extracciones. ¿Por qué ha tenido tanto éxito en su difusión? Los fenómenos sociales son de una gran complejidad y suponen la comprensión de múltiples variables, por lo que las teorías conspirativas tienen la ventaja de ser simples y reducirlo todo a una relación binaria de buenos y malos. Desde esta perspectiva, Sergei Nilus, uno de los propagadores de los Protocolos en Rusia, se trataba del enfrentamiento entre Dios y Satanás, siendo el segundo ayudado por judíos y masones -y luego bolcheviques-, pero que no hacían más que cumplir como instrumentos al servicio de la salvación final y la segunda llegada de Jesús. Para la Sociedad Thule y el nazismo, en cambio, se trataba de un enfrentamiento racial entre arios y judíos, del que debía sobrevivir uno de los dos, un Armageddon del que Hitler aspiraba a salir triunfante y establecer un imperio milenario.
Lejos de haber quedado arrumbado como un panfleto falso tras la segunda guerra mundial, los Protocolos siguieron su propio camino: el capítulo dedicado a su difusión en Japón, en donde fue tomado con gran credulidad, pone en evidencia la atracción que puede ejercer sobre personas que buscan desesperadamente un sentido a su existencia y se aferran a cuanto relato esté disponible, o bien a quienes lo toman de buena fe como un hecho sin mayor discusión. En Estados Unidos, su gran propagador fue el empresario Henry Ford, ya desde su periódico Dearborn Independent como con su libro The International Jew, en el que se hizo eco de los Protocolos, adaptándolos a su país y dándole la autoridad que significa la de un empresario exitoso en una economía que ensalza el éxito del capitalista, como si una visión de los negocios pudiera ser trasladada a la comprensión de los fenómenos complejos de la sociedad. Esta ideología conspirativa ha sido tomada tanto por fundamentalistas cristianos, por los supremacistas blancos como David Duke y por Louis Farrakhan y su grupo islamista.
El absurdo, que pareciera no tener límites, llega a los niveles del delirio cuando los Protocolos sirven para inspirar a una escatología cósmica de supuestos visitantes intergalácticos como Hatton, que ha viajado con su nave espacial desde las Pléyades, para alertarnos sobre el plan de dominación mundial de los judíos...
Los Protocolos también hacen carrera en Medio Oriente, en particular como texto en las escuelas primarias por parte de la Autoridad Nacional Palestina, cuyo objetivo es deslegitimar al Estado de Israel con un relato ahistórico que perpetúa la situación bélica.
Infortunadamente, este tipo de teorías conspirativas se han reproducido y metamorfoseado gracias a su difusión en las redes sociales, multiplicándose y llegando a oídos incautos. Es por ello tan necesaria la comprensión de este fenómeno cultural, que comienza en los márgenes pero que, de no ser debidamente refutadas y expuestas en su falsedad, puede ganar la aceptación masiva y pasiva de numerosos adeptos y voceros.
Richard Landes y Steven Katz, The Paranoid Apocalypse: A Hundred-Year Retrospective on The Protocols of the Elders of Zion. New York, New York University Press, 2012.
viernes, 22 de junio de 2018
"Blood Libel in Late Imperial Russia", de Robert Weinberg.
En las proximidades de Kiev, el 20 de marzo de 1911 fue hallado el cuerpo de un niño de trece años, Andrei Iushchinskii, y a pesar de que dos autopsias señalaban que había muerto por varias puñaladas en un ataque salvaje y descontrolado, los sectores antisemitas de la ciudad iniciaron una campaña apuntando a la población judía. Aun cuando las pericias médicas indicaban que no se había drenado su sangre, se lanzaba la acusación de que se le había realizado un "sacrificio ritual". Se trataba de una leyenda perversa que se había lanzado a los judíos en la Edad Media, difundida popularmente a pesar de que las autoridades episcopales y varios pontífices católicos romanos afirmaron en reiteradas oportunidades que esa acusación era una calumnia infundada, esta ganó terreno en el centro y oriente del continente europeo, hasta llegar a Rusia.
Siendo el Imperio Ruso en donde más judíos vivían, como resultado de su anexión de la antigua comunidad polaco-lituana, este caso de "sacrificio ritual" tuvo enorme repercusión porque, además, señalaba la tensión del antisemitismo promovida desde la esfera gubernamental. El zar Alejandro II, el gran modernizador del Imperio, permitió que los judíos pudieran residir en Kiev; a principios del siglo XX constituían el 12% de la población de la ciudad. Pero a diferencia del monarca modernizador, sus dos sucesores Alejandro III y Nicolás II prefirieron atrincherarse en la concepción autocrática del zarismo, que ponía énfasis en la Ortodoxia como un elemento que conformaba la nacionalidad rusa. El hecho de que hubiera judíos en las agrupaciones políticas más radicalizadas -a pesar de que, en su mayoría, votaran al liberal Partido Demócrata Constitucional, KD-, alimentaba el discurso de los reaccionarios antisemitas, que construía al otro judío como un ser demoníaco y al servicio del Anticristo...
Fue en esta atmósfera en el que la prensa reaccionaria rusa, partidaria de la más estricta autocracia, comenzó a publicar que Andrei Iushchinskii había sido sacrificado por judíos para usar su sangre en la elaboración de matzá.
La investigación conducía a que el asesinato lo había cometido Vera Cheberiak y su banda criminal, pero la presión política de los activistas antisemitas y el hecho de que esta mujer fuera miembro de las Centurias Negras, llevaron a la fabricación del caso para culpabilizar a un hombre judío, Mendel Beilis. Tres meses después de que halló al niño asesinado, Mendel Beilis, un administrador de una fábrica de ladrillos, fue detenido junto a su hijo de tan solo nueve años. Desde el 25 de septiembre hasta el 28 de octubre de 1913 tuvo lugar el juicio a Mendel Beilis, atrayendo la atención y presencia de un centenar de periodistas de Rusia, además de corresponsales de diarios de Europa y los Estados Unidos. El jurado estaba compuesto por una abrumadora mayoría de campesinos con una educación rudimentaria, seguramente para que se inclinara por la condena a Beilis. Grandes medios como The New York Times y el londinense Times volcaron su simpatía por Beilis. El autor subraya las contradicciones de los testigos que aportó la fiscalía, así como la falta de evidencias que implicaran al acusado en el homicidio. Ante lo endeble del caso, la fiscalía recurrió a supuestos expertos en religión y psicología para sostener la existencia del "asesinato ritual", de modo de culpabilizar colectivamente a la comunidad judía por la muerte de Andrei. Uno de los testigos, el sacerdote católico Pranaitis, aseveró que el Talmud indicaba el asesinato ritual, argumento que la defensa pudo desarmar al poner en evidencia que el religioso apenas conocía el hebreo. Asimismo, la fiscalía puso todo su empeño en presentar a Mendel Beilis como un fanático religioso, pero lo cierto es que apenas observaba las festividades judías y seguía trabajando en Shabbat, contra los preceptos. Esta concatenación de acusaciones arbitrarias y sin sentido, no hizo más que poner en evidencia una narrativa antisemita para sostener a un zarismo cada vez más debilitado y cuestionado.
Si bien siete de los doce jurados se pronunciaron a favor de que la circunstancia del homicidio había sido un "asesinato ritual", al ser seis los que estuvieron por la inocencia de Beilis, en tanto otros seis por su culpabilidad, el acusado quedó libre. En este escenario, el Ministerio de Justicia no impulsó una segunda instancia, al entender que la falta de evidencias pondría en jaque al gobierno, y los autores del homicidio nunca fueron sancionados. Años más tarde, durante el Gobierno Provisional surgido en 1917, apareció la documentación de cómo el gobierno imperial sobornó y construyó el caso para culpar a Beilis. Tras recuperar la libertad, Mendel Beilis emigró primero a Tel Aviv y luego a New York.
El libro contiene nutrida y valiosa documentación, siendo una obra fundamental para comprender el fenómeno del antisemitismo ruso en tiempos del zarismo.
Robert Weinberg, Blood Libel in Late Imperial Russia: The Ritual Murder Trial of Mendel Beilis. Bloomington, Indiana University Press, 2014.
Siendo el Imperio Ruso en donde más judíos vivían, como resultado de su anexión de la antigua comunidad polaco-lituana, este caso de "sacrificio ritual" tuvo enorme repercusión porque, además, señalaba la tensión del antisemitismo promovida desde la esfera gubernamental. El zar Alejandro II, el gran modernizador del Imperio, permitió que los judíos pudieran residir en Kiev; a principios del siglo XX constituían el 12% de la población de la ciudad. Pero a diferencia del monarca modernizador, sus dos sucesores Alejandro III y Nicolás II prefirieron atrincherarse en la concepción autocrática del zarismo, que ponía énfasis en la Ortodoxia como un elemento que conformaba la nacionalidad rusa. El hecho de que hubiera judíos en las agrupaciones políticas más radicalizadas -a pesar de que, en su mayoría, votaran al liberal Partido Demócrata Constitucional, KD-, alimentaba el discurso de los reaccionarios antisemitas, que construía al otro judío como un ser demoníaco y al servicio del Anticristo...
Fue en esta atmósfera en el que la prensa reaccionaria rusa, partidaria de la más estricta autocracia, comenzó a publicar que Andrei Iushchinskii había sido sacrificado por judíos para usar su sangre en la elaboración de matzá.
La investigación conducía a que el asesinato lo había cometido Vera Cheberiak y su banda criminal, pero la presión política de los activistas antisemitas y el hecho de que esta mujer fuera miembro de las Centurias Negras, llevaron a la fabricación del caso para culpabilizar a un hombre judío, Mendel Beilis. Tres meses después de que halló al niño asesinado, Mendel Beilis, un administrador de una fábrica de ladrillos, fue detenido junto a su hijo de tan solo nueve años. Desde el 25 de septiembre hasta el 28 de octubre de 1913 tuvo lugar el juicio a Mendel Beilis, atrayendo la atención y presencia de un centenar de periodistas de Rusia, además de corresponsales de diarios de Europa y los Estados Unidos. El jurado estaba compuesto por una abrumadora mayoría de campesinos con una educación rudimentaria, seguramente para que se inclinara por la condena a Beilis. Grandes medios como The New York Times y el londinense Times volcaron su simpatía por Beilis. El autor subraya las contradicciones de los testigos que aportó la fiscalía, así como la falta de evidencias que implicaran al acusado en el homicidio. Ante lo endeble del caso, la fiscalía recurrió a supuestos expertos en religión y psicología para sostener la existencia del "asesinato ritual", de modo de culpabilizar colectivamente a la comunidad judía por la muerte de Andrei. Uno de los testigos, el sacerdote católico Pranaitis, aseveró que el Talmud indicaba el asesinato ritual, argumento que la defensa pudo desarmar al poner en evidencia que el religioso apenas conocía el hebreo. Asimismo, la fiscalía puso todo su empeño en presentar a Mendel Beilis como un fanático religioso, pero lo cierto es que apenas observaba las festividades judías y seguía trabajando en Shabbat, contra los preceptos. Esta concatenación de acusaciones arbitrarias y sin sentido, no hizo más que poner en evidencia una narrativa antisemita para sostener a un zarismo cada vez más debilitado y cuestionado.
Si bien siete de los doce jurados se pronunciaron a favor de que la circunstancia del homicidio había sido un "asesinato ritual", al ser seis los que estuvieron por la inocencia de Beilis, en tanto otros seis por su culpabilidad, el acusado quedó libre. En este escenario, el Ministerio de Justicia no impulsó una segunda instancia, al entender que la falta de evidencias pondría en jaque al gobierno, y los autores del homicidio nunca fueron sancionados. Años más tarde, durante el Gobierno Provisional surgido en 1917, apareció la documentación de cómo el gobierno imperial sobornó y construyó el caso para culpar a Beilis. Tras recuperar la libertad, Mendel Beilis emigró primero a Tel Aviv y luego a New York.
El libro contiene nutrida y valiosa documentación, siendo una obra fundamental para comprender el fenómeno del antisemitismo ruso en tiempos del zarismo.
Robert Weinberg, Blood Libel in Late Imperial Russia: The Ritual Murder Trial of Mendel Beilis. Bloomington, Indiana University Press, 2014.
domingo, 17 de junio de 2018
"Against Their Will", de Pavel Polian
Una práctica frecuente de los regímenes totalitarios es la deportación de personas o grupos étnicos, como parte de su política de ingeniería social. El autor, Pavel Polian, incluso subraya que estas deportaciones masivas de pueblos sólo es posible en un contexto totalitario, aun cuando haya habido numerosos ejemplos de intercambio de grupos étnicos entre países en los últimos dos siglos. La disposición de la vida y el hábitat por una disposición gubernamental, corriendo personas como simples instrumentos, caracterizó a la Unión Soviética y a la Alemania nazi en la primera mitad del siglo XX.
Esta política de traslado forzoso de un pueblo a otra geografía, comenzó en la Unión Soviética durante el período leninista, cuando se deportó a los cosacos al Asia Central. Con esto, no sólo desvinculaban a un pueblo del lugar de donde se había asentado -y hundía sus raíces y tradiciones, su arquitectura y posesiones, y donde habían enterrado a sus antepasados-, sino que eran llevados a entornos hostiles, desconocidos, en donde podían ser controlados, desarraigados y vaciados de su cultura.
La URSS, bajo el puño de hierro de Stalin, vio cómo cientos de miles de personas eran llevadas de sus tierras hacia el Asia Central -en especial Kazajstán- con fines geopolíticos e ideológicos. Así ocurrió con los alemanes del Volga, los tátaros de Crimea, calmucos, ingusetios, karachais, griegos de Crimea, turcos sejmet, chechenos, finlandeses, polacos, bálticos y bashkirios. Movidos como piezas de ajedrez en un tablero inhumano, con pérdidas y muertes, transplantados y hundidos en lugares en donde debían cambiar sus viejas formas de vida para ganar el sustento. El impacto económico de estas transformaciones llevó a más pobreza dentro de la URSS, manipulada desde el poder a través de una planificación central que revelaba su arbitrariedad, ineficacia e inutilidad. Crimea, vaciada en gran parte durante 1944 de los tátaros, fue reemplazada en su composición por nuevos pobladores rusos que ignoraban cómo cultivar esa tierra, tomando posesión de lo que sus antiguos pobladores habían dejado atrás. Era, también, parte de la guerra cultural contra estos pueblos deportados, que perdían sus templos y cementerios, gran parte de sus libros y expresiones materiales de una concepción singular de la vida.
La Alemania nazi también, al ocupar la parte occidental de la URSS con su invasión en 1941, llevó adelante campañas inhumanas de deportación y exterminio. Trasladó a personas de orígenes germánicos a estas latitudes, en tanto expulsó eslavos y exterminó judíos. También llevó cientos de miles de Ostarbeiter a trabajar en las fábricas de Alemania, que luego fueron devueltos -y maltratados como sospechosos y traidores- a la URSS tras la conflagración planetaria.
Asia Central, en especial Kazajstán y Uzbekistán, se convirtieron en estos depósitos humanos, cambiando la composición demográfica con el arribo de esos pueblos removidos. Otros fueron enviados al norte ártico, en tanto que otros al Este de los montes Urales. De modo que las fronteras de la URSS en el Occidente (Bielorrusia, Ucrania, países Bálticos) estuvieran sólo pobladas por rusos, ucranianos y bielorrusos, sin minorías étnicas que despertaran la sospecha o pudieran ser cabeceras de playa de invasiones.
En 1957, tras la crítica de Jruschov a Stalin, se levantaron restricciones a los pueblos castigados, pudiendo muchos de ellos retornar a sus tierras ancestrales, e incluso se restauraron las "repúblicas autónomas" a la mayoría de estos grupos étnicos -no fue así con los tátaros de Crimea, los alemanes y los turcos sejmet-. Los alemanes del Volga intentaron, durante los años de Gorbachov, restaurar la república autónoma, siendo rechazados por un amplio movimiento que se oponía tajantemente a esa posibilidad. Muchos, pues, optaron en el decenio de los noventa por emigrar a la República Federal Alemana. Pero las barreras impuestas para recibir en Alemania a estos inmigrantes, pusieron un límite que muchos no pudieron franquear, como el examen de idioma.
Muy poco conocido e investigado es el caso de los civiles alemanes deportados hacia la URSS después de 1945. Ya durante el transcurso de la guerra, en la URSS se pensó en la utilización de civiles alemanes para reparar los daños de la invasión, bajo el concepto de "reparación a través del trabajo". Tanto en la conferencia de Teherán como en la de Yalta, los soviéticos intentaron introducir este concepto, al que estadounidenses y británicos no adhirieron. Entre diciembre de 1944 y febrero de 1945, aún en guerra, los soviéticos transportaron poco más de cien mil personas de origen alemán desde los Balcanes hacia la URSS. Eran hombres entre 17 y 48 años, y mujeres entre 17 y 32 años. Las fechas, señalan algunos investigadores, no fueron casuales: se habrían aprovechado las fiestas de fin de año para tomar contingentes familiares. Un número similar de deportados fueron enviados por el NKVD desde Polonia y los países bálticos, estimándose que más de un cuarto de millón de personas fueron enviadas a trabajar a territorio soviético. A estos se sumaban los prisioneros de guerra, y todas estas categorías comenzaron a ser repatriadas en 1948, tras años de deterioro físico por las labores realizadas y las condiciones infrahumanas en las que sobrevivieron. Se estima que unos 66 mil alemanes fallecieron como "internados" en la URSS, en esos años.
El autor sistematizó el esquema en 53 operaciones de deportación de grupos étnicos, sociales y religiosos entre 1919 y 1953, aproximadamente doce millones de personas. Pavel Polian remarca que el único beneficiario económico de estas operaciones fue la NKVD, pero que supuso una enorme pérdida de recursos para la población soviética en general.
Los criterios de las deportaciones siempre fueron de culpabilización colectiva, ya que el concepto de la responsabilidad individual no forma parte de la mentalidad totalitaria del marxismo-leninismo. El individuo y su voluntad carece de sentido en esta teoría de ingeniería social, por lo que se aplicaban castigos colectivos que recaían sobre todos los miembros de un grupo, real o imaginado, con el fin de establecer su utopía.
Pavel Polian, Against Their Will: The History and Geography of Forced Migrations in the USSR. Budapest, Central European University Press, 2004.
Esta política de traslado forzoso de un pueblo a otra geografía, comenzó en la Unión Soviética durante el período leninista, cuando se deportó a los cosacos al Asia Central. Con esto, no sólo desvinculaban a un pueblo del lugar de donde se había asentado -y hundía sus raíces y tradiciones, su arquitectura y posesiones, y donde habían enterrado a sus antepasados-, sino que eran llevados a entornos hostiles, desconocidos, en donde podían ser controlados, desarraigados y vaciados de su cultura.
La URSS, bajo el puño de hierro de Stalin, vio cómo cientos de miles de personas eran llevadas de sus tierras hacia el Asia Central -en especial Kazajstán- con fines geopolíticos e ideológicos. Así ocurrió con los alemanes del Volga, los tátaros de Crimea, calmucos, ingusetios, karachais, griegos de Crimea, turcos sejmet, chechenos, finlandeses, polacos, bálticos y bashkirios. Movidos como piezas de ajedrez en un tablero inhumano, con pérdidas y muertes, transplantados y hundidos en lugares en donde debían cambiar sus viejas formas de vida para ganar el sustento. El impacto económico de estas transformaciones llevó a más pobreza dentro de la URSS, manipulada desde el poder a través de una planificación central que revelaba su arbitrariedad, ineficacia e inutilidad. Crimea, vaciada en gran parte durante 1944 de los tátaros, fue reemplazada en su composición por nuevos pobladores rusos que ignoraban cómo cultivar esa tierra, tomando posesión de lo que sus antiguos pobladores habían dejado atrás. Era, también, parte de la guerra cultural contra estos pueblos deportados, que perdían sus templos y cementerios, gran parte de sus libros y expresiones materiales de una concepción singular de la vida.
La Alemania nazi también, al ocupar la parte occidental de la URSS con su invasión en 1941, llevó adelante campañas inhumanas de deportación y exterminio. Trasladó a personas de orígenes germánicos a estas latitudes, en tanto expulsó eslavos y exterminó judíos. También llevó cientos de miles de Ostarbeiter a trabajar en las fábricas de Alemania, que luego fueron devueltos -y maltratados como sospechosos y traidores- a la URSS tras la conflagración planetaria.
Caravana de calmucos |
En 1957, tras la crítica de Jruschov a Stalin, se levantaron restricciones a los pueblos castigados, pudiendo muchos de ellos retornar a sus tierras ancestrales, e incluso se restauraron las "repúblicas autónomas" a la mayoría de estos grupos étnicos -no fue así con los tátaros de Crimea, los alemanes y los turcos sejmet-. Los alemanes del Volga intentaron, durante los años de Gorbachov, restaurar la república autónoma, siendo rechazados por un amplio movimiento que se oponía tajantemente a esa posibilidad. Muchos, pues, optaron en el decenio de los noventa por emigrar a la República Federal Alemana. Pero las barreras impuestas para recibir en Alemania a estos inmigrantes, pusieron un límite que muchos no pudieron franquear, como el examen de idioma.
Muy poco conocido e investigado es el caso de los civiles alemanes deportados hacia la URSS después de 1945. Ya durante el transcurso de la guerra, en la URSS se pensó en la utilización de civiles alemanes para reparar los daños de la invasión, bajo el concepto de "reparación a través del trabajo". Tanto en la conferencia de Teherán como en la de Yalta, los soviéticos intentaron introducir este concepto, al que estadounidenses y británicos no adhirieron. Entre diciembre de 1944 y febrero de 1945, aún en guerra, los soviéticos transportaron poco más de cien mil personas de origen alemán desde los Balcanes hacia la URSS. Eran hombres entre 17 y 48 años, y mujeres entre 17 y 32 años. Las fechas, señalan algunos investigadores, no fueron casuales: se habrían aprovechado las fiestas de fin de año para tomar contingentes familiares. Un número similar de deportados fueron enviados por el NKVD desde Polonia y los países bálticos, estimándose que más de un cuarto de millón de personas fueron enviadas a trabajar a territorio soviético. A estos se sumaban los prisioneros de guerra, y todas estas categorías comenzaron a ser repatriadas en 1948, tras años de deterioro físico por las labores realizadas y las condiciones infrahumanas en las que sobrevivieron. Se estima que unos 66 mil alemanes fallecieron como "internados" en la URSS, en esos años.
El autor sistematizó el esquema en 53 operaciones de deportación de grupos étnicos, sociales y religiosos entre 1919 y 1953, aproximadamente doce millones de personas. Pavel Polian remarca que el único beneficiario económico de estas operaciones fue la NKVD, pero que supuso una enorme pérdida de recursos para la población soviética en general.
Los criterios de las deportaciones siempre fueron de culpabilización colectiva, ya que el concepto de la responsabilidad individual no forma parte de la mentalidad totalitaria del marxismo-leninismo. El individuo y su voluntad carece de sentido en esta teoría de ingeniería social, por lo que se aplicaban castigos colectivos que recaían sobre todos los miembros de un grupo, real o imaginado, con el fin de establecer su utopía.
Pavel Polian, Against Their Will: The History and Geography of Forced Migrations in the USSR. Budapest, Central European University Press, 2004.
martes, 12 de junio de 2018
"The Science of the Swastika", de Bernard Mees.
La llegada del nazismo al poder en Alemania y la implantación de su régimen racista y antisemita fueron el resultado de un extenso período en el que se fueron desarrollando las teorías que sustentaban ambas posturas, adentrándose en el mundo académico antes de irrumpir en la política. Desde la cartografía hasta la medicina y la biología, hasta la lingüística y la arqueología fueron campos en los que los partidarios del movimiento völkisch tuvieron acción, que luego fueron sostenidos desde las esferas gubernamentales a partir de 1933. El movimiento völkisch es anterior a la Gran Guerra, pero el armisticio de 1918 y, sobre todo, el Tratado de Versalles de 1919, fueron el terreno fértil que permitieron que este conjunto de ideas pseudocientíficas y delirantes se expandieran como una alternativa frente a la República de Weimar, tan frágil y cuestionada desde los extremos ideológicos.
La aplicación de este corpus ideológico a la arqueología y la lingüística, en especial al estudio de los símbolos rúnicos (Sinnbildforschung), con la finalidad de ensalzar a la "raza aria" y demostrar su supuesta superioridad y rol fundamental en la historia de la humanidad, llevaron a una serie de disparates, en principio impulsados por personajes marginales, pero que luego fueron sostenidos por miembros del universo académico para obtener favores, financiamiento y posiciones.
En el contexto del mundo völkisch, cobraron relevancia los impulsores de la "ariosofía", una gnosis esotérica desarrollada por Guido von List y Lanz von Liebenfels. El primero buscó hallar claves de la sabiduría antigua aria en las runas; el segundo, más osado, presentó una extravagante teoría conocida como "teozoología", intentando conciliar el racismo ario con las escrituras bíblicas, llegando a aseverar que las razas "inferiores" descendían de la cópula de Eva con Satanás... En la arqueología, el introductor de la visión völkisch fue Gustaf Kossinna, quien sostuvo que la civilización no provenía del Oriente -ex Oriente lux-, sino del genio ario del pasado, ubicado en el norte europeo -ex Septentrione lux-. De este modo, afirmó -sin mayor sustento empírico- que las grandes civilizaciones del Mediterráneo debían sus conocimientos a los arios.
A Adolf Hitler no le interesaban las elucubraciones sobre el pasado remoto de los germanos, pero entendía la utilidad de este discurso völkisch para sus propósitos políticos y bélicos. Sí les interesaba a dos personajes que rivalizaron dentro del nazismo, a saber, Alfred Rosenberg y Heinrich Himmler. Los dos anhelaron ser los grandes ideólogos del nacionalsocialismo y por ello crearon sus propios sistemas de instituciones culturales. Lo curioso es que fue Himmler, a través de las SS, quien logró sumar a numerosos arqueólogos a sus objetivos de impulsar una disciplina que tuviera como propósito descarado el de hacer la apología al pretérito germano y vikingo en Europa. Fue así como reclutó a varios académicos para realizar excavaciones en Alemania, Rusia y Ucrania, nucleados en la SS-Ahnenerbe. El autor señala que los arqueólogos Langsdorff, Jankuhn y Paulsen fueron activos en el saqueo de bienes culturales en los países ocupados. Esta competencia de saquear también se daba entre Rosenberg y Himmler en torno a los libros judíos.
Heinrich Himmler protegió y financió a Herman Wirth, un filólogo de orígen flamenco que se radicó en Alemania, y que manifestó inequívocas simpatías por la corriente völkisch. Su teoría disparatada y sin el menor sustento empírico fue que los arios provenían del continente perdido de la Atlántida, al que ubicaba entre Europa y Groenlandia. Estos hiperbóreos, puros y blondos, migraron hacia la península escandinava y eran los grandes creadores de la civilización humana. Se adhería, entonces, a la postura de ex Septentrione lux, y a través de las SS se financió la Ahnenerbe, una usina de ideas y teorías al servicio del nacionalsocialismo alemán. Las pretensiones académicas de Wirth chocaban no sólo con la evidencia empírica, sino también con sus propias falencias personales, ya que su inconstancia y mal manejo de los fondos lo llevaron a ser desplazado por el propio Himmler como figura central de la Ahnenerbe. No obstante, los críticos de Wirth, como Helmut Arntz, no prosperaban en su carrera académica y se los declaraba racialmente "sospechosos" -Arntz tuvo una bisabuela judía-, aun cuando fueran considerados arios de acuerdo a la legislación racista del nazismo. Herman Wirth no estaba solo en el planteo y publicación de ideas fantásticas; en esos años, también hizo carrera Otto Rahn, quien sostenía que el Santo Grial había estado en posesión de los cátaros, en el sur de Francia, en donde hizo varias investigaciones con el visto bueno de Himmler.
A pesar del apoyo directo que recibieron estos autores más propios de la literatura fantástica, el universo académico fue estableciendo algunos parámetros en las universidades al estudiar la escritura rúnica y la filología germánica. El estudio de las runas y de la antigüedad germánica quedó desacreditado tras la guerra mundial, ya que gran parte de sus académicos habían sido militantes de la causa nazi. Si bien administraron los campos de exterminio, sí contribuyeron a forjar una fantasía racista que llevó a la muerte de millones de personas en el continente europeo. Un triste y tenebroso resultado de colocar a la ciencia y la academia al servicio de la ideología.
Bernard Mees, The Science of the Swastika. Budapest, Central European University Press, 2008.
La aplicación de este corpus ideológico a la arqueología y la lingüística, en especial al estudio de los símbolos rúnicos (Sinnbildforschung), con la finalidad de ensalzar a la "raza aria" y demostrar su supuesta superioridad y rol fundamental en la historia de la humanidad, llevaron a una serie de disparates, en principio impulsados por personajes marginales, pero que luego fueron sostenidos por miembros del universo académico para obtener favores, financiamiento y posiciones.
Guido von List |
A Adolf Hitler no le interesaban las elucubraciones sobre el pasado remoto de los germanos, pero entendía la utilidad de este discurso völkisch para sus propósitos políticos y bélicos. Sí les interesaba a dos personajes que rivalizaron dentro del nazismo, a saber, Alfred Rosenberg y Heinrich Himmler. Los dos anhelaron ser los grandes ideólogos del nacionalsocialismo y por ello crearon sus propios sistemas de instituciones culturales. Lo curioso es que fue Himmler, a través de las SS, quien logró sumar a numerosos arqueólogos a sus objetivos de impulsar una disciplina que tuviera como propósito descarado el de hacer la apología al pretérito germano y vikingo en Europa. Fue así como reclutó a varios académicos para realizar excavaciones en Alemania, Rusia y Ucrania, nucleados en la SS-Ahnenerbe. El autor señala que los arqueólogos Langsdorff, Jankuhn y Paulsen fueron activos en el saqueo de bienes culturales en los países ocupados. Esta competencia de saquear también se daba entre Rosenberg y Himmler en torno a los libros judíos.
Heinrich Himmler protegió y financió a Herman Wirth, un filólogo de orígen flamenco que se radicó en Alemania, y que manifestó inequívocas simpatías por la corriente völkisch. Su teoría disparatada y sin el menor sustento empírico fue que los arios provenían del continente perdido de la Atlántida, al que ubicaba entre Europa y Groenlandia. Estos hiperbóreos, puros y blondos, migraron hacia la península escandinava y eran los grandes creadores de la civilización humana. Se adhería, entonces, a la postura de ex Septentrione lux, y a través de las SS se financió la Ahnenerbe, una usina de ideas y teorías al servicio del nacionalsocialismo alemán. Las pretensiones académicas de Wirth chocaban no sólo con la evidencia empírica, sino también con sus propias falencias personales, ya que su inconstancia y mal manejo de los fondos lo llevaron a ser desplazado por el propio Himmler como figura central de la Ahnenerbe. No obstante, los críticos de Wirth, como Helmut Arntz, no prosperaban en su carrera académica y se los declaraba racialmente "sospechosos" -Arntz tuvo una bisabuela judía-, aun cuando fueran considerados arios de acuerdo a la legislación racista del nazismo. Herman Wirth no estaba solo en el planteo y publicación de ideas fantásticas; en esos años, también hizo carrera Otto Rahn, quien sostenía que el Santo Grial había estado en posesión de los cátaros, en el sur de Francia, en donde hizo varias investigaciones con el visto bueno de Himmler.
A pesar del apoyo directo que recibieron estos autores más propios de la literatura fantástica, el universo académico fue estableciendo algunos parámetros en las universidades al estudiar la escritura rúnica y la filología germánica. El estudio de las runas y de la antigüedad germánica quedó desacreditado tras la guerra mundial, ya que gran parte de sus académicos habían sido militantes de la causa nazi. Si bien administraron los campos de exterminio, sí contribuyeron a forjar una fantasía racista que llevó a la muerte de millones de personas en el continente europeo. Un triste y tenebroso resultado de colocar a la ciencia y la academia al servicio de la ideología.
Bernard Mees, The Science of the Swastika. Budapest, Central European University Press, 2008.
jueves, 10 de mayo de 2018
"Under the Map of Germany", de Guntram Herb.
Este libro se dedica a una perspectiva sumamente rica y poco explorada: la de la cartografía. Los mapas nos guían, nos ubican, marcan los límites y retratan el mundo simbólico de quienes los trazan. Si bien ya no están poblados por monstruos en sus regiones inexploradas, sí pueden figurar los miedos, las amenazas y las ambiciones. El punto de partida fue el fin de la Gran Guerra, la que reconfiguró el mapa europeo y provocó dislocaciones que se mantuvieron en ebullición durante el período intenso de entreguerras.
Es interesante y revelador el punto de partida: cuando se discutieron las nuevas fronteras, los alemanes no sumaron geógrafos y cartógrafos a su delegación en París. Tampoco se habían esmerado en desarrollar una cartografía centrada en el Imperio Alemán, sino en las regiones a las que pretendía anexar. De modo que los mapas utilizados por los Aliados fueron los propios, además de los atlas de geógrafos polacos, que buscaron justificar en el papel bidimensional los límites de su patria renacida. El presidente estadounidense Woodrow Wilson, asimismo, formó ya en septiembre de 1917 un equipo de historiadores, geógrafos, cartógrafos y abogados para asesorarlo en las futuras negociaciones de paz, llamado The Inquiry.
La pérdida de territorios en el Este por parte de Alemania -ya no Imperio, sino República-, además de Alsacia y Lorena, el territorio del Sarre y la desmilitarización de Renania, despertó en los círculos académicos y los grupos políticos völkisch -nacionalistas- la necesidad de hacer mapas de Alemania, de lo alemán, de la cultura germánica, en las que mezclaban lo histórico, lo étnico, lo económico con una serie de conceptos que pertenecen más a la esfera metafísica. De allí sale la concepción geo-orgánica, que pretendía plasmar en el mapa la idea de Alemania como si fuera un organismo viviente. El geógrafo Albrecht Penck desarrolló dos conceptos que harían carrera en los círculos völkisch, como el de Volksboden y Kulturboden. La idea del Volksboden pretende fusionar el pueblo con la tierra, lo cultivado con la sangre, y por consiguiente cobra un fuerte valor sentimental la liga con el terruño. El Kulturboden, en cambio, apela a la esfera de influencia de la cultura germánica, que implica también lo económico. De modo que el Estado alemán no refleja lo alemán, que trasciende las fronteras políticas y se extendía hacia el Este, llegando a Ucrania, los Balcanes, los Países Bajos, los nórdicos y bálticos. Se iba preparando el terreno para el concepto del Lebensraum, uno de los ejes ideológicos del nazismo.
El autor repasa una serie de mapas elaborados por institutos geográficos -no estatales- durante el período de entreguerras, fuertemente vinculados a los sectores völkisch: lo académico respaldaba -ese era el objetivo- la revisión del Tratado de Versalles. Abría controversias en la distribución demográfica de germanoparlantes más allá de los límites de la República Alemana, sobre todo enfatizando en el corredor polaco.
Con el arribo de Hitler a la cancillería, en 1933, los mapas sirvieron como armas del nuevo régimen, y estos iban mutando en su concepción. No había un instituto estatal que produjera la cartografía, pero esta era fuertemente influida por las decisiones gubernamentales y se ponía a su servicio. Así, iba variando en su discurso y representación espacial, en la nomenclatura y en lo que se reivindicaba como alemán. Los mapas, entonces, eran armas de propaganda, artículos de representación simbólica e instrumentos de guerra y persecución, ya que cuando se invadió Polonia, el ejército llevaba una cartografía minuciosa de dónde habitaban los judíos...
Guntram Henrik Herb, Under the Map of Germany: Nationalism and Propaganda, 1918-1945. London, Routledge, 1997
Es interesante y revelador el punto de partida: cuando se discutieron las nuevas fronteras, los alemanes no sumaron geógrafos y cartógrafos a su delegación en París. Tampoco se habían esmerado en desarrollar una cartografía centrada en el Imperio Alemán, sino en las regiones a las que pretendía anexar. De modo que los mapas utilizados por los Aliados fueron los propios, además de los atlas de geógrafos polacos, que buscaron justificar en el papel bidimensional los límites de su patria renacida. El presidente estadounidense Woodrow Wilson, asimismo, formó ya en septiembre de 1917 un equipo de historiadores, geógrafos, cartógrafos y abogados para asesorarlo en las futuras negociaciones de paz, llamado The Inquiry.
La pérdida de territorios en el Este por parte de Alemania -ya no Imperio, sino República-, además de Alsacia y Lorena, el territorio del Sarre y la desmilitarización de Renania, despertó en los círculos académicos y los grupos políticos völkisch -nacionalistas- la necesidad de hacer mapas de Alemania, de lo alemán, de la cultura germánica, en las que mezclaban lo histórico, lo étnico, lo económico con una serie de conceptos que pertenecen más a la esfera metafísica. De allí sale la concepción geo-orgánica, que pretendía plasmar en el mapa la idea de Alemania como si fuera un organismo viviente. El geógrafo Albrecht Penck desarrolló dos conceptos que harían carrera en los círculos völkisch, como el de Volksboden y Kulturboden. La idea del Volksboden pretende fusionar el pueblo con la tierra, lo cultivado con la sangre, y por consiguiente cobra un fuerte valor sentimental la liga con el terruño. El Kulturboden, en cambio, apela a la esfera de influencia de la cultura germánica, que implica también lo económico. De modo que el Estado alemán no refleja lo alemán, que trasciende las fronteras políticas y se extendía hacia el Este, llegando a Ucrania, los Balcanes, los Países Bajos, los nórdicos y bálticos. Se iba preparando el terreno para el concepto del Lebensraum, uno de los ejes ideológicos del nazismo.
El autor repasa una serie de mapas elaborados por institutos geográficos -no estatales- durante el período de entreguerras, fuertemente vinculados a los sectores völkisch: lo académico respaldaba -ese era el objetivo- la revisión del Tratado de Versalles. Abría controversias en la distribución demográfica de germanoparlantes más allá de los límites de la República Alemana, sobre todo enfatizando en el corredor polaco.
Con el arribo de Hitler a la cancillería, en 1933, los mapas sirvieron como armas del nuevo régimen, y estos iban mutando en su concepción. No había un instituto estatal que produjera la cartografía, pero esta era fuertemente influida por las decisiones gubernamentales y se ponía a su servicio. Así, iba variando en su discurso y representación espacial, en la nomenclatura y en lo que se reivindicaba como alemán. Los mapas, entonces, eran armas de propaganda, artículos de representación simbólica e instrumentos de guerra y persecución, ya que cuando se invadió Polonia, el ejército llevaba una cartografía minuciosa de dónde habitaban los judíos...
Guntram Henrik Herb, Under the Map of Germany: Nationalism and Propaganda, 1918-1945. London, Routledge, 1997
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domingo, 6 de mayo de 2018
"Against Massacre", de Davide Rodogno.
El autor se sumerge en el complejo mundo del desaparecido Imperio Otomano, diverso en su composición étnica, religiosa y cultural. Bajo la hegemonía turca se hallaban sometidos pueblos del norte de África, de la península balcánica y el Medio Oriente. El poder otomano comenzó a declinar fuertemente a fines del siglo XVIII ante el crecimiento económico y consiguiente desarrollo tecnológico de los europeos occidentales, por lo que comenzó a resquebrajarse también ante la presión de las minorías cristianas que habitaban en él. Si bien la estructura de establecer regímenes autónomos para cada minoría religiosa (millet), en las que se regían por sus propias leyes y costumbres, este esquema de coexistencia demostró sus falencias con el tiempo. Y es que el viejo principio de la "personalidad de las leyes" supone estamentos y comunidades rígidamente separadas, así mantenidas por un sistema de exclusión y dominio militar. No había, pues, leyes iguales para todos los súbditos del imperio, ni tribunales comunes, salvo que involucraran a un musulmán con un no-musulmán, y en tal caso primaba la sharia.
El autor, Davide Rodogno, se centró en las intervenciones humanitarias de Occidente, en particular Francia y el Reino Unido, en el Imperio Otomano frente a las masacres de los pobladores cristianos. Hace un recorrido por el concepto mismo de intervención humanitaria y en el de "civilización", en cuya cúspide se colocaban los europeos. Rodogno reconoce que sólo estudió las fuentes francesas e inglesas, por lo que su crítica apunta sólo hacia ese conjunto de documentación, en tanto no buceó en fuentes rusas, turcas y austríacas, por mencionar las más significativas en tantos Estados. Es por ello que, a mi criterio, cae en algunas simplificaciones y en la culpabilización a Occidente, como si el Sultán -y Califa- otomano no se hubiera considerado como el líder de los musulmanes más allá de sus fronteras y, en tal carácter, no hubiera influido en ellos, como lo hizo en Asia Central, India y el Imperio Ruso. He aquí, entonces, que hubo un doble juego: el Zar de Rusia, por ejemplo, se consideraba protector de los cristianos ortodoxos en el Imperio Otomano; a la vez, el Sultán otomano se consideraba protector de los musulmanes sunníes en el seno del Imperio Ruso (lo cual fue reconocido por el Tratado de Küçük Kaynarca de 1774). Ambos jugaron sus cartas con más o menos éxito, dependiendo de
los recursos militares y económicos que disponían.
Tanto en Gran Bretaña como en Francia, había una fuerte corriente de simpatía por los griegos, no sólo por ser cristianos, sino también por ser una de las fuentes de la cultura occidental. Toda persona culta conocía la historia griega y romana, por lo que era comprensible y natural esa ligazón con ese pueblo en su lucha por la emancipación frente al otro musulmán, turco y despótico. En esta ola de simpatía se encontraron artistas e intelectuales, religiosos y políticos: allí se inscribieron Eugène Delacroix y Lord Byron.
La primera intervención en el Imperio Otomano, en defensa de la población griega, fue la batalla de Navarino de 1827, una acción conjunta de británicos, franceses y rusos. Ya se habían producido masacres como las de Quíos y Smirna, que habían encendido la indignación de los europeos y que, además, servían como un fuerte argumento para los filohelenos de las diferentes naciones en la defensa de su causa.
La segunda intervención analizada es la del Monte Líbano en 1860-1861. Los cristianos maronitas eran protegidos por Francia desde tiempos de la primera cruzada, en tanto que había una alianza del Reino Unido con los drusos, ya que los consideraban susceptibles de cristianización y tener un pie en la región. Pero en 1860 comenzó un duro enfrentamiento de los drusos con los cristianos a lo largo de las ciudades de la costa, lo que motivó la intervención franco-británica en defensa de los cristianos católicos, maronitas y ortodoxos griegos, que estaban siendo masacrados, sus hogares incendiados y sus templos profanados. Esto se extendió a Damasco, en donde cristianos y judíos fueron víctimas. Las autoridades otomanas intentaron prevenir el desembarco de los europeos, logrando un frágil armisticio entre drusos y maronitas logrado por Mehmed Fuad Pashá. El Emperador Napoleón III veía una oportunidad para expandir su influencia política en Medio Oriente, fortaleciendo su posición como defensor de los católicos, lo que motivaba a los británicos a participar para poner un dique a las aspiraciones galas. Tras la conferencia de París, una fuerza expedicionaria francesa llevó adelante una intervención humanitaria estrictamente monitoreada por otras naciones europeas, coordinando el retorno de los cristianos a sus hogares, el entierro de los muertos y la distribución de alimentos. Fue por la presión británica que los franceses tuvieron un estricto límite de tiempo para su presencia, ya que no era del interés del gobierno del Reino Unido que Líbano pasara a ser administrado por el Imperio de Napoleón III.
Bajo el férreo mandato de Mehmed Fuad Pashá, fueron juzgados severamente los perpetradores de la masacre de Damasco, con el objetivo de imponer no sólo una sanción, sino también la de demostrar que el Imperio Otomano podía restablecer el orden y que era un Estado moderno que podía proteger a los civiles.
Una intervención muy diferente a la del Líbano fue en la isla de Creta, en 1866-1869. Los cretenses, en su mayoría cristianos, plantearon una serie de demandas y resucitaron en las mentes de muchos europeos la lucha por la emancipación helénica. En este caso, el Reino Unido optó por colocarse del lado del Imperio Otomano frente a la intromisión de otras potencias, como la Francia del Segundo Imperio, proclive a apoyar los movimientos nacionalistas y con aspiraciones a proyectarse hacia el Mediterráneo, o bien de Rusia, siempre interesada en el mundo del Egeo y de los ortodoxos. La asamblea de Creta votó favorablemente por la enosis, es decir, la fusión con Grecia. Ante esto, tropas otomanas ingresaron en la isla, provocando la emigración de cristianos hacia Grecia y musulmanes hacia Turquía. Tal como había ocurrido en los años veinte, hacia Creta afluyeron voluntarios de diferentes orígenes europeos, contra los que combatieron los soldados del Imperio. El gobierno del Reino Unido se mantuvo firme junto al Sultán; los franceses, en cambio, propusieron que el destino de Creta se decidiera por voto popular. Sin embargo, la postura firme de los británicos se fue imponiendo frente a las idas y venidas de la diplomacia de Napoleón III, quien se terminó plegando a la política del Foreign Office frente a las aspiraciones rusas hacia el Imperio Otomano. En el caso de Creta, entonces, no hubo desembarcos de tropas europeas, sino la asistencia de algunas naciones para movilizar refugiados hacia Grecia y Turquía, que luego retornaron a la isla.
En 1876, el Imperio Otomano volvió a las páginas de los diarios europeos con la rebelión en Bosnia-Herzegovina, con serios problemas económicos tras una serie de malas cosechas. Esta región era apetecida por los austríacos y los serbios y montenegrinos vieron la ocasión de declarar la guerra al Imperio, pero la política británica se mantuvo en su apoyo. No obstante, en la región de Rumelia, con mayoría de población cristiana búlgara, simultáneamente entró en eclosión y fue allí donde se produjeron masacres llevadas adelante por los bazhi bazouks, cuerpos irregulares al servicio del Sultán. Murieron unos doce mil búlgaros y 58 aldeas fueron arrasadas, despertando la indignación de buena parte de la opinión pública británica. William Gladstone, ex primer ministro y político liberal, publicó su panfleto Bulgarian Horrors and the Eastern Question, del cual vendió doscientos mil ejemplares en el primer mes. Allí denunciaba no sólo a la política otomana, sino también al primer ministro Benjamin Disraeli y a los tories. Su agitación fue clave para provocar la aparición de dos grupos: el que reclamaba una actitud intervencionista del Reino Unido, y la de los sectores conservadores, proclives a mantener el
statu quo con el régimen otomano.
A fines de 1876, se convocó a una conferencia en Londres sobre la cuestión de Oriente, en la que participaron destacados juristas, escritores como Thomas Carlyle y científicos como Charles Darwin, además de Gladstone, formando una asociación. La visión predominante era la de calificar al Imperio Otomano como fuera de la civilización, clamando por la salvación de los cristianos búlgaros frente a la barbarie. Sin embargo, Gladstone era precavido en el alcance de sus demandas, ya que no deseaba malquistarse con los miembros más moderados del partido Whig. Anhelando retornar a Downing Street 10, no podía transformarse en el vocero de los elementos más radicales de la política británica, aunque sí descollar por su crítica severa a Disraeli.
En noviembre de 1876, se celebró la Conferencia de Constantinopla, en la que participaron las potencias europeas. El gobierno del Reino Unido se mantuvo en su postura de que se respetara la independencia e integridad territorial del Imperio Otomano, y de que las potencias europeas debían abstenerse de expandirse a su costa. A la par, los otomanos debían garantizar las libertades individuales y el derecho de propiedad de todos los habitantes, así como otorgar autonomía a Bulgaria y Bosnia-Herzegovina. La posición rusa, por otro lado, era la de una intervención militar. Las potencias europeas acordaron, entonces, que Bulgaria y Bosnia-Herzegovina obtendrían autonomía con gobernadores cristianos, nombrados por el gobierno otomano, que se sancionaría a los perpetradores de las masacres y que se indemnizaría a las víctimas. Más compleja era la demanda de reubicar a los pobladores circasianos de Rumelia -a quienes se adjudicaban las masacres- y retornarlos a Asia. El gobierno otomano no aceptó estas exigencias, habiendo establecido en diciembre de 1876 una Constitución. En abril de 1877 comenzó la guerra ruso-turca, firmando en en marzo de 1878 el Tratado de San Stefano. El equilibrio se rompió a favor del Imperio Ruso, circunstancia que motivó la actuación de las potencias occidentales y el resultado fue un nuevo Tratado, el de Berlín, en junio de 1878, que mejoró las condiciones para los otomanos.
Cuando en 1894 se difundieron las noticias de una masacre cometida contra miles de armenios en Sason, el gobierno otomano negó la gravedad de lo acontecido y detuvo brevemente al líder kurdo Hussein Bey, al que poco tiempo después el Sultán Abdül Hamid II liberó, condecoró y elevó al rango de general.
El gobierno británico, de signo liberal, se encontró atrapado en un laberinto tal como le ocurrió al de Disraeli durante la crisis búlgara: no podía ni quería actuar de modo unilateral, sin concertar acciones con otras naciones europeas. La noticia llegó a los medios ingleses y, con ella, se renovaron las críticas hacia el Imperio Otomano. Pero en esta ocasión, el Sultán tenía el apoyo de los gobiernos de Alemania, Rusia y Francia. Los ataques contra armenios se extendieron por varias regiones del Imperio en 1895 y 1896, ante la inacción gubernamental. Las potencias europeas, ergo, no pudieron permanecer indiferentes. Pero la política del Imperio Ruso era la de desalentar cualquier intervención, ya que no deseaban una Armenia independiente que pudiera contagiar a los armenios bajo su soberanía en el Cáucaso. Su aliada, Francia, no quería disgustar a la monarquía zarista. El nuevo primer ministro británico, Lord Salisbury (tory), intentó generar una respuesta unánime de las potencias europeas para detener las masacres, ya que consideraba que el Sultán quería el exterminio de los armenios. En este contexto, los británicos no se arriesgaron a intervenir. Una situación similar se repitió en 1909, con ataques a armenios por parte de la población musulmana. Si bien varias naciones enviaron navíos a las costas turcas, no intervinieron, poniendo en evidencia la fragilidad de estas operaciones que intentaban disuadir, sin resultados. Mientras se producía esta crisis, también en la isla de Creta resurgía la tensión entre las comunidades cristiana y musulmana, motivando la intervención de cuatro naciones europeas para impedir una nueva masacre. El Sultán accedió a esta intervención. En 1897, el Reino de Grecia inició una guerra contra el Imperio Otomano, de la cual los helenos salieron derrotados. No obstante, y en acuerdo con las naciones europeas, el Sultán accedió a otorgar autonomía a Creta, siendo nombrado Alto Comisionado el Príncipe Jorge de Grecia, y la isla tuvo una Constitución en 1899 redactada por el político liberal Eleftherios Venizelos, que luego tuvo una larga carrera en Grecia. Si bien, en forma nominal, la ínsula permanecía dentro del Imperio, el camino ya estaba trazado hacia su fusión con Grecia.
Un caso muy diferente a los anteriores fue el de la crisis en Macedonia en 1903-1908, causado por grupos nacionalistas internos, apoyados por países vecinos. Para asegurar la estabilidad, aquí tomaron cartas el Imperio Austro-Húngaro y el Imperio Ruso, ambos con intereses directos sobre la península balcánica.
Las conclusiones con las que se cierra el libro son, a mi juicio, una decepción. La postura del autor es confusa, a la par que tiene una visión estrecha sobre las intervenciones europeas en el Imperio Otomano durante la centuria decimonónica. Y es que considerar que los europeos fueron "co-perpetradores" de masacres precisamente por esas intervenciones, es un juicio apresurado. El autor no analiza las causas de la descomposición acelerada del Imperio Otomano, ni su frágil estructura social e institucional. Si bien es una herramienta útil para adentrarse en el desarrollo del concepto de la intervención humanitaria, pone en evidencia que es un campo fértil para el estudio más equilibrado y mejor documentado de lo que se denominó la "cuestión de Oriente", con consecuencias que seguimos atravesando más de un siglo después.
Davide Rodogno, Against Massacre: Humanitarian Interventions in the Ottoman Empire 1815-1914: The Emergence of a European Concept and International Practice. Princeton, Princeton University Press, 2012.
El autor, Davide Rodogno, se centró en las intervenciones humanitarias de Occidente, en particular Francia y el Reino Unido, en el Imperio Otomano frente a las masacres de los pobladores cristianos. Hace un recorrido por el concepto mismo de intervención humanitaria y en el de "civilización", en cuya cúspide se colocaban los europeos. Rodogno reconoce que sólo estudió las fuentes francesas e inglesas, por lo que su crítica apunta sólo hacia ese conjunto de documentación, en tanto no buceó en fuentes rusas, turcas y austríacas, por mencionar las más significativas en tantos Estados. Es por ello que, a mi criterio, cae en algunas simplificaciones y en la culpabilización a Occidente, como si el Sultán -y Califa- otomano no se hubiera considerado como el líder de los musulmanes más allá de sus fronteras y, en tal carácter, no hubiera influido en ellos, como lo hizo en Asia Central, India y el Imperio Ruso. He aquí, entonces, que hubo un doble juego: el Zar de Rusia, por ejemplo, se consideraba protector de los cristianos ortodoxos en el Imperio Otomano; a la vez, el Sultán otomano se consideraba protector de los musulmanes sunníes en el seno del Imperio Ruso (lo cual fue reconocido por el Tratado de Küçük Kaynarca de 1774). Ambos jugaron sus cartas con más o menos éxito, dependiendo de
los recursos militares y económicos que disponían.
Eugène Delacroix "La Grèce sur les ruines de Missolonghi" |
La primera intervención en el Imperio Otomano, en defensa de la población griega, fue la batalla de Navarino de 1827, una acción conjunta de británicos, franceses y rusos. Ya se habían producido masacres como las de Quíos y Smirna, que habían encendido la indignación de los europeos y que, además, servían como un fuerte argumento para los filohelenos de las diferentes naciones en la defensa de su causa.
La segunda intervención analizada es la del Monte Líbano en 1860-1861. Los cristianos maronitas eran protegidos por Francia desde tiempos de la primera cruzada, en tanto que había una alianza del Reino Unido con los drusos, ya que los consideraban susceptibles de cristianización y tener un pie en la región. Pero en 1860 comenzó un duro enfrentamiento de los drusos con los cristianos a lo largo de las ciudades de la costa, lo que motivó la intervención franco-británica en defensa de los cristianos católicos, maronitas y ortodoxos griegos, que estaban siendo masacrados, sus hogares incendiados y sus templos profanados. Esto se extendió a Damasco, en donde cristianos y judíos fueron víctimas. Las autoridades otomanas intentaron prevenir el desembarco de los europeos, logrando un frágil armisticio entre drusos y maronitas logrado por Mehmed Fuad Pashá. El Emperador Napoleón III veía una oportunidad para expandir su influencia política en Medio Oriente, fortaleciendo su posición como defensor de los católicos, lo que motivaba a los británicos a participar para poner un dique a las aspiraciones galas. Tras la conferencia de París, una fuerza expedicionaria francesa llevó adelante una intervención humanitaria estrictamente monitoreada por otras naciones europeas, coordinando el retorno de los cristianos a sus hogares, el entierro de los muertos y la distribución de alimentos. Fue por la presión británica que los franceses tuvieron un estricto límite de tiempo para su presencia, ya que no era del interés del gobierno del Reino Unido que Líbano pasara a ser administrado por el Imperio de Napoleón III.
Una intervención muy diferente a la del Líbano fue en la isla de Creta, en 1866-1869. Los cretenses, en su mayoría cristianos, plantearon una serie de demandas y resucitaron en las mentes de muchos europeos la lucha por la emancipación helénica. En este caso, el Reino Unido optó por colocarse del lado del Imperio Otomano frente a la intromisión de otras potencias, como la Francia del Segundo Imperio, proclive a apoyar los movimientos nacionalistas y con aspiraciones a proyectarse hacia el Mediterráneo, o bien de Rusia, siempre interesada en el mundo del Egeo y de los ortodoxos. La asamblea de Creta votó favorablemente por la enosis, es decir, la fusión con Grecia. Ante esto, tropas otomanas ingresaron en la isla, provocando la emigración de cristianos hacia Grecia y musulmanes hacia Turquía. Tal como había ocurrido en los años veinte, hacia Creta afluyeron voluntarios de diferentes orígenes europeos, contra los que combatieron los soldados del Imperio. El gobierno del Reino Unido se mantuvo firme junto al Sultán; los franceses, en cambio, propusieron que el destino de Creta se decidiera por voto popular. Sin embargo, la postura firme de los británicos se fue imponiendo frente a las idas y venidas de la diplomacia de Napoleón III, quien se terminó plegando a la política del Foreign Office frente a las aspiraciones rusas hacia el Imperio Otomano. En el caso de Creta, entonces, no hubo desembarcos de tropas europeas, sino la asistencia de algunas naciones para movilizar refugiados hacia Grecia y Turquía, que luego retornaron a la isla.
En 1876, el Imperio Otomano volvió a las páginas de los diarios europeos con la rebelión en Bosnia-Herzegovina, con serios problemas económicos tras una serie de malas cosechas. Esta región era apetecida por los austríacos y los serbios y montenegrinos vieron la ocasión de declarar la guerra al Imperio, pero la política británica se mantuvo en su apoyo. No obstante, en la región de Rumelia, con mayoría de población cristiana búlgara, simultáneamente entró en eclosión y fue allí donde se produjeron masacres llevadas adelante por los bazhi bazouks, cuerpos irregulares al servicio del Sultán. Murieron unos doce mil búlgaros y 58 aldeas fueron arrasadas, despertando la indignación de buena parte de la opinión pública británica. William Gladstone, ex primer ministro y político liberal, publicó su panfleto Bulgarian Horrors and the Eastern Question, del cual vendió doscientos mil ejemplares en el primer mes. Allí denunciaba no sólo a la política otomana, sino también al primer ministro Benjamin Disraeli y a los tories. Su agitación fue clave para provocar la aparición de dos grupos: el que reclamaba una actitud intervencionista del Reino Unido, y la de los sectores conservadores, proclives a mantener el
statu quo con el régimen otomano.
En noviembre de 1876, se celebró la Conferencia de Constantinopla, en la que participaron las potencias europeas. El gobierno del Reino Unido se mantuvo en su postura de que se respetara la independencia e integridad territorial del Imperio Otomano, y de que las potencias europeas debían abstenerse de expandirse a su costa. A la par, los otomanos debían garantizar las libertades individuales y el derecho de propiedad de todos los habitantes, así como otorgar autonomía a Bulgaria y Bosnia-Herzegovina. La posición rusa, por otro lado, era la de una intervención militar. Las potencias europeas acordaron, entonces, que Bulgaria y Bosnia-Herzegovina obtendrían autonomía con gobernadores cristianos, nombrados por el gobierno otomano, que se sancionaría a los perpetradores de las masacres y que se indemnizaría a las víctimas. Más compleja era la demanda de reubicar a los pobladores circasianos de Rumelia -a quienes se adjudicaban las masacres- y retornarlos a Asia. El gobierno otomano no aceptó estas exigencias, habiendo establecido en diciembre de 1876 una Constitución. En abril de 1877 comenzó la guerra ruso-turca, firmando en en marzo de 1878 el Tratado de San Stefano. El equilibrio se rompió a favor del Imperio Ruso, circunstancia que motivó la actuación de las potencias occidentales y el resultado fue un nuevo Tratado, el de Berlín, en junio de 1878, que mejoró las condiciones para los otomanos.
Cuando en 1894 se difundieron las noticias de una masacre cometida contra miles de armenios en Sason, el gobierno otomano negó la gravedad de lo acontecido y detuvo brevemente al líder kurdo Hussein Bey, al que poco tiempo después el Sultán Abdül Hamid II liberó, condecoró y elevó al rango de general.
Un caso muy diferente a los anteriores fue el de la crisis en Macedonia en 1903-1908, causado por grupos nacionalistas internos, apoyados por países vecinos. Para asegurar la estabilidad, aquí tomaron cartas el Imperio Austro-Húngaro y el Imperio Ruso, ambos con intereses directos sobre la península balcánica.
Las conclusiones con las que se cierra el libro son, a mi juicio, una decepción. La postura del autor es confusa, a la par que tiene una visión estrecha sobre las intervenciones europeas en el Imperio Otomano durante la centuria decimonónica. Y es que considerar que los europeos fueron "co-perpetradores" de masacres precisamente por esas intervenciones, es un juicio apresurado. El autor no analiza las causas de la descomposición acelerada del Imperio Otomano, ni su frágil estructura social e institucional. Si bien es una herramienta útil para adentrarse en el desarrollo del concepto de la intervención humanitaria, pone en evidencia que es un campo fértil para el estudio más equilibrado y mejor documentado de lo que se denominó la "cuestión de Oriente", con consecuencias que seguimos atravesando más de un siglo después.
Davide Rodogno, Against Massacre: Humanitarian Interventions in the Ottoman Empire 1815-1914: The Emergence of a European Concept and International Practice. Princeton, Princeton University Press, 2012.
lunes, 30 de abril de 2018
"The Young Turks' Crime Against Humanity", de Taner Akçam
Ya hace más de un siglo que se perpetró el genocidio contra los armenios en el Imperio Otomano y su heredera, la República de Turquía, sigue negando que haya habido una política deliberada de exterminio y limpieza étnica. El autor tuvo acceso a documentación otomana y, a pesar de que mucha fue destruida durante y después de la primera guerra mundial, ha logrado poner en evidencia los lineamientos fundamentales de las instrucciones para la deportación forzada, la masacre de más de un millón de armenios y la islamización y turquificación de niños sobrevivientes.
Con el ascenso al poder de los llamados "Jóvenes Turcos", miembros del Comité de Unión y Progreso (CUP), se inició un proceso de modernización que, en principio, buscó crear un régimen constitucional que abarcara a todos los componentes del Imperio, pero que luego viró hacia una política de homogeneización etno-religiosa que buscó la turquificación del Imperio. La anexión de Bosnia-Herzegovina por parte de los austríacos en 1908, la guerra ítalo-turca de 1911 por Libia, la primera guerra balcánica de 1912, en la que los turcos quedaron reducidos a la península de Tracia en Europa, marcaron el cambio de rumbo del CUP. Ya antes de la primera guerra mundial, fueron delineando lo que sería la turquificación, con la deportación y expulsión de los griegos que habitaban
las costas del Egeo.
Como consecuencia de las guerras balcánicas, aproximadamente 300.000 griegos que habitaban en Tracia y la costa del Egeo fueron expulsados. Las autoridades otomanas se cuidaron bien de aparecer involucradas aun cuando de la documentación oficial queda en evidencia que seguían de cerca la situación: se reportaban ataques de pobladores o inmigrantes musulmanes recién llegados, como si fuesen actos espontáneos. La violencia contra los griegos y los saqueos contra sus viviendas empujaban a estos pobladores hacia el exilio. A esto se sumaba el boycott musulmán hacia los comercios griegos, en 1913 y 1914, alentado por el gobierno otomano. Si bien se habían realizado tratados de intercambio de población con Bulgaria y Grecia, estos quedaron truncos por el inicio de las hostilidades en 1914. Las autoridades del CUP consideraban a estas minorías religiosas como "tumores" que ponían en peligro la integridad del Imperio, y por ello movieron por la fuerza a los griegos al interior de la península al considerarlos como potenciales enemigos, sólo para expulsarlos al finalizar la conflagración en los años veinte, tras la llamada "guerra de independencia turca".
Subraya el autor que varios de los organizadores de la expulsión de los griegos, luego formaron parte de la política de exterminio de los armenios, además de la denominada "Organización Especial".
El estallido de la Gran Guerra y la participación del Imperio Otomano junto a Alemania y Austria-Hungría, marcó la aceleración de la ingeniería social de la turquificación: limpieza étnica, genocidio y asimilación para homogeneizar la península de Anatolia, núcleo central del Imperio.
La turquificación apuntaba a la asimilación lingüística de los musulmanes no turcos (kurdos y árabes), y a la limpieza étnica, exterminio y asimilación de los no-musulmanes, como eran los armenios, griegos, cristianos siríacos y nestorianos. Los armenios, mayormente concentrados en la región oriental de la península de Anatolia, y que también habitaban en el Imperio Ruso y en menor medida en el Persa, no sólo era una minoría nacional y religiosa, sino también un óbice en la expansión otomana hacia el Cáucaso y Asia Central que se interponía en los proyectos del panturquismo, la fusión de todos los pueblos turcomanos en un área étnicamente homogénea.
Por pedido expreso del Imperio Alemán, el gobierno otomano cesó en sus acciones contra la población griega y la transportó hacia el interior de la península. Alemanes y austríacos temían que Grecia ingresara en la guerra a favor de los aliados occidentales, por lo que debían procurar que se mantuviera neutral durante el conflicto. Los armenios que vivían en el Imperio Otomano, en cambio, no tenían una Armenia independiente que pudiera negociar por su supervivencia. Los griegos que aún vivían en el Imperio Otomano fueron trasladados al interior; no obstante, y más allá de las consideraciones militares, era claro que el gobierno turco no pensaba en devolverlos a sus lugares de origen después del conflicto bélico, ya que esas propiedades fueron entregadas a los musulmanes refugiados. La decisión, pues, se había tomado mucho antes de que Grecia ingresara en la guerra, a mediados de 1917.
Los armenios habían logrado, pocos meses antes de la guerra mundial, que el Imperio Ruso lograra del gobierno otomano un acuerdo de reforma armenia, al que los turcos veían similar a los que llevaron a la pérdida de los Balcanes. De allí, pues, que el autor viera en este compromiso un sello letal para los armenios al iniciarse la conflagración.
En la noche del 23 de abril de 1915 se inició la política de deportación de los armenios hacia los desiertos en Siria e Irak, en convoyes estrictamente vigilados y coordinados por el poder central. Eran llevados a campos de concentración en donde muchos morían por inanición y enfermedades, así como muchos hombres eran masacrados en la etapa previa. Los niños menores de diez años eran llevados a orfanatos en donde eran islamizados y entregados a familias musulmanas, de modo que perdían su identidad etno-religiosa. Las mujeres adolescentes y jóvenes eran forzadas a contraer matrimonio con hombres musulmanes que vivían en aldeas, cortando con sus antiguos lazos y forzadas a asimilarse. Muchos niños fueron esclavizados con fines sexuales, así como se reportaron numerosas violaciones y mujeres entregadas a prostíbulos y harenes de los oficiales.
La regla de la ingeniería social de repoblación y turquificación establecía que las minorías no podían superar el 10% en un entorno turco, de modo que esta política incluía el exterminio deliberado y sistemático de más de un millón de armenios. Para borrar la identidad cultural se asesinó a las figuras intelectuales y religiosas que podían preservar el patrimonio armenio.
Los soldados armenios fueron obligados a la conversión al Islam y se les adjudicaron nuevos nombres. También hubo conversiones al Islam por parte de civiles, con el claro objetivo de sobrevivir, aunque igualmente fueron deportados a entornos en donde estaban aislados y monitoreados. Sin embargo, fueron pocos los que se autorizó su conversión, ya que las autoridades otomanas desconfiaban de ellos.
La limpieza étnica implicaba el repoblamiento de las antiguas regiones armenias por refugiados musulmanes provenientes de los Balcanes, que a su vez debían ser también turquificados. Los viejos nombres armenios eran borrados y se establecían denominaciones turcas, a fin de borrar el pasado. En este proceso, hubo pérdida de propiedades de bienes muebles e inmuebles.
El autor, como buen historiador, provee la documentación que avala el libro. Es documentación oficial del Imperio Otomano, que supo combinar con maestría con las fuentes alemanas y estadounidenses. A pesar de todos los intentos de negacionismo por parte de las entonces autoridades otomanas y las de la República de Turquía, las evidencias de que hubo un plan sistemático de exterminio son abrumadoras. Esta obra provee nuevas perspectivas al estudio de los genocidios en general, y al de los armenios en particular.
Con el ascenso al poder de los llamados "Jóvenes Turcos", miembros del Comité de Unión y Progreso (CUP), se inició un proceso de modernización que, en principio, buscó crear un régimen constitucional que abarcara a todos los componentes del Imperio, pero que luego viró hacia una política de homogeneización etno-religiosa que buscó la turquificación del Imperio. La anexión de Bosnia-Herzegovina por parte de los austríacos en 1908, la guerra ítalo-turca de 1911 por Libia, la primera guerra balcánica de 1912, en la que los turcos quedaron reducidos a la península de Tracia en Europa, marcaron el cambio de rumbo del CUP. Ya antes de la primera guerra mundial, fueron delineando lo que sería la turquificación, con la deportación y expulsión de los griegos que habitaban
las costas del Egeo.
Deportación de griegos |
Subraya el autor que varios de los organizadores de la expulsión de los griegos, luego formaron parte de la política de exterminio de los armenios, además de la denominada "Organización Especial".
El estallido de la Gran Guerra y la participación del Imperio Otomano junto a Alemania y Austria-Hungría, marcó la aceleración de la ingeniería social de la turquificación: limpieza étnica, genocidio y asimilación para homogeneizar la península de Anatolia, núcleo central del Imperio.
Deportación de armenios |
Por pedido expreso del Imperio Alemán, el gobierno otomano cesó en sus acciones contra la población griega y la transportó hacia el interior de la península. Alemanes y austríacos temían que Grecia ingresara en la guerra a favor de los aliados occidentales, por lo que debían procurar que se mantuviera neutral durante el conflicto. Los armenios que vivían en el Imperio Otomano, en cambio, no tenían una Armenia independiente que pudiera negociar por su supervivencia. Los griegos que aún vivían en el Imperio Otomano fueron trasladados al interior; no obstante, y más allá de las consideraciones militares, era claro que el gobierno turco no pensaba en devolverlos a sus lugares de origen después del conflicto bélico, ya que esas propiedades fueron entregadas a los musulmanes refugiados. La decisión, pues, se había tomado mucho antes de que Grecia ingresara en la guerra, a mediados de 1917.
Los armenios habían logrado, pocos meses antes de la guerra mundial, que el Imperio Ruso lograra del gobierno otomano un acuerdo de reforma armenia, al que los turcos veían similar a los que llevaron a la pérdida de los Balcanes. De allí, pues, que el autor viera en este compromiso un sello letal para los armenios al iniciarse la conflagración.
En la noche del 23 de abril de 1915 se inició la política de deportación de los armenios hacia los desiertos en Siria e Irak, en convoyes estrictamente vigilados y coordinados por el poder central. Eran llevados a campos de concentración en donde muchos morían por inanición y enfermedades, así como muchos hombres eran masacrados en la etapa previa. Los niños menores de diez años eran llevados a orfanatos en donde eran islamizados y entregados a familias musulmanas, de modo que perdían su identidad etno-religiosa. Las mujeres adolescentes y jóvenes eran forzadas a contraer matrimonio con hombres musulmanes que vivían en aldeas, cortando con sus antiguos lazos y forzadas a asimilarse. Muchos niños fueron esclavizados con fines sexuales, así como se reportaron numerosas violaciones y mujeres entregadas a prostíbulos y harenes de los oficiales.
La regla de la ingeniería social de repoblación y turquificación establecía que las minorías no podían superar el 10% en un entorno turco, de modo que esta política incluía el exterminio deliberado y sistemático de más de un millón de armenios. Para borrar la identidad cultural se asesinó a las figuras intelectuales y religiosas que podían preservar el patrimonio armenio.
Fosas con víctimas armenias |
La limpieza étnica implicaba el repoblamiento de las antiguas regiones armenias por refugiados musulmanes provenientes de los Balcanes, que a su vez debían ser también turquificados. Los viejos nombres armenios eran borrados y se establecían denominaciones turcas, a fin de borrar el pasado. En este proceso, hubo pérdida de propiedades de bienes muebles e inmuebles.
El autor, como buen historiador, provee la documentación que avala el libro. Es documentación oficial del Imperio Otomano, que supo combinar con maestría con las fuentes alemanas y estadounidenses. A pesar de todos los intentos de negacionismo por parte de las entonces autoridades otomanas y las de la República de Turquía, las evidencias de que hubo un plan sistemático de exterminio son abrumadoras. Esta obra provee nuevas perspectivas al estudio de los genocidios en general, y al de los armenios en particular.
Taner Akçam, The Young Turks' Crime Against Humanity: The Armenian Genocide and Ethnic Cleansing in the Ottoman Empire. Princeton, Princeton University Press, 2012.
martes, 27 de febrero de 2018
"The Holocaust: History and Memory", de Jeremy Black.
El autor ha desarrollado la tarea difícil y abrumadora de escribir una historia del Holocausto, o Shoá: han pasado decenios y aún el abismo del horror sobrepasa toda nuestra capacidad de comprensión. Porque se trata de una historia de nuestra especie humana, que nos interpela sobre nuestra capacidad de transformar al otro en una cosa que puede ser aniquilada fríamente.
La deshumanización de los judíos no comenzó con el nazismo, pero fue esta ideología racista la que sistematizó un conjunto de ideas en una política que llevó adelante desde el poder, en un continente que fue pasivo las más de las veces, o bastante activo en algunos de sus componentes más allá de las fronteras de Alemania.
El antisemitismo fue uno de los dos vectores de la ideología nacionalsocialista: fue esencial para el régimen nazi la persecución y expulsión, en su primera etapa, y luego el asesinato masivo y el exterminio sistemático de los judíos, ya a partir de la invasión a la URSS hasta sus últimos días. El objetivo de "purificar" la raza nórdica hizo que la eliminación de los judíos fuera el rasgo que determinó a toda la política nazi, la obsesión patológica de Hitler. Fue un antisemitismo de nuevo cuño: el antiguo, que era de carácter religioso, tenía la salida de la conversión. Pero el nuevo antisemitismo, con toda su apariencia de "científico", era estrictamente biológico y ante ello no había posibilidad de huir del laberinto. Esto desembocó, inevitablemente,
en los campos de exterminio.
Ahora bien, el autor se interroga en torno a la cooperación brindada por el ejército alemán (Wehrmacht), los alemanes de a pie, y también la de los países aliados al Eje o los gobiernos que colaboraron con los invasores. Si bien hubo diferencias notables, hubo regímenes como el de los Ustasha en Croacia, Vichy en Francia y el del mariscal Antonescu en Rumania que pusieron en marcha mecanismos de deportación y crimen con un celo que asombraba a la propia SS. Algunos regímenes, como el de Croacia, Eslovaquia y Francia, que lo hicieron en nombre de la cristiandad. Otros, en cambio, colaboraron desde el nacionalismo más estrecho. Pero esta aquiescencia, a veces con la acción espontánea de muchos en los países bálticos o Ucrania, puso en evidencia el arraigo profundo del prejuicio contra los judíos a lo largo y ancho del continente europeo.
Jeremy Black, autor prolífico, desarrolla las distintas etapas de la Shoá. Quizás lo más interesante del libro, lo que provoca al lector, lo que sale a interpelar nuestras conciencias, son los capítulos finales, cuando narra los juicios y, sobe todo, cómo se actuó en Europa al finalizar la guerra mundial. En términos numéricos, fueron muy pocos los responsables que fueron juzgados. El inicio de la guerra fría cambió el debate político, y los nazis y colaboracionistas de ayer se transformaron en profesionales, académicos y funcionarios, de uno y otro lado de la cortina de hierro. El antisemitismo no había desaparecido, los viejos prejuicios y odios siguieron allí, latentes.
Si bien el discurso genético se fue desvaneciendo, permanece la idea de la "conspiración" y la manipulación desde las sombras. El viejo antijudaísmo se transformó en el antisionismo, es decir, la crítica despiadada a la legitimidad del Estado de Israel. Esto despertó la adhesión de grandes segmentos de la población árabe y musulmana en general, y en 1967 se plegó gran parte de la izquierda europea que, sin sorpresas, mucha terminó recalando en los años noventa en formaciones ultranacionalistas.
¿Cómo enseñar qué fue la Shoá, cómo ubicar este genocidio con toda su singularidad en la historia europea del siglo XX? Episodio sombrío en el pretérito reciente de muchos países que, después, también padecieron decenios de regímenes totalitarios de otro signo. ¿Cómo evitar la relativización y la comparación vulgar para la tribuna política, de lo que fue un proceso sistemático de exterminio? ¿Y cómo, también, rebatir los argumentos falaces de quienes están en el campo del negacionismo, muchas veces disfrazados de historiadores (David Irving) o que ocupan puestos relevantes de gobierno (Ahmadinejad)? La Shoá no es un hecho lejano del pasado, sino un interrogante del presente, que nos sacude y estremece.
Jeremy Black, The Holocaust: History and Memory. Bloomington, Indiana University Press, 2016.
La deshumanización de los judíos no comenzó con el nazismo, pero fue esta ideología racista la que sistematizó un conjunto de ideas en una política que llevó adelante desde el poder, en un continente que fue pasivo las más de las veces, o bastante activo en algunos de sus componentes más allá de las fronteras de Alemania.
El antisemitismo fue uno de los dos vectores de la ideología nacionalsocialista: fue esencial para el régimen nazi la persecución y expulsión, en su primera etapa, y luego el asesinato masivo y el exterminio sistemático de los judíos, ya a partir de la invasión a la URSS hasta sus últimos días. El objetivo de "purificar" la raza nórdica hizo que la eliminación de los judíos fuera el rasgo que determinó a toda la política nazi, la obsesión patológica de Hitler. Fue un antisemitismo de nuevo cuño: el antiguo, que era de carácter religioso, tenía la salida de la conversión. Pero el nuevo antisemitismo, con toda su apariencia de "científico", era estrictamente biológico y ante ello no había posibilidad de huir del laberinto. Esto desembocó, inevitablemente,
en los campos de exterminio.
Ahora bien, el autor se interroga en torno a la cooperación brindada por el ejército alemán (Wehrmacht), los alemanes de a pie, y también la de los países aliados al Eje o los gobiernos que colaboraron con los invasores. Si bien hubo diferencias notables, hubo regímenes como el de los Ustasha en Croacia, Vichy en Francia y el del mariscal Antonescu en Rumania que pusieron en marcha mecanismos de deportación y crimen con un celo que asombraba a la propia SS. Algunos regímenes, como el de Croacia, Eslovaquia y Francia, que lo hicieron en nombre de la cristiandad. Otros, en cambio, colaboraron desde el nacionalismo más estrecho. Pero esta aquiescencia, a veces con la acción espontánea de muchos en los países bálticos o Ucrania, puso en evidencia el arraigo profundo del prejuicio contra los judíos a lo largo y ancho del continente europeo.
Jeremy Black, autor prolífico, desarrolla las distintas etapas de la Shoá. Quizás lo más interesante del libro, lo que provoca al lector, lo que sale a interpelar nuestras conciencias, son los capítulos finales, cuando narra los juicios y, sobe todo, cómo se actuó en Europa al finalizar la guerra mundial. En términos numéricos, fueron muy pocos los responsables que fueron juzgados. El inicio de la guerra fría cambió el debate político, y los nazis y colaboracionistas de ayer se transformaron en profesionales, académicos y funcionarios, de uno y otro lado de la cortina de hierro. El antisemitismo no había desaparecido, los viejos prejuicios y odios siguieron allí, latentes.
¿Cómo enseñar qué fue la Shoá, cómo ubicar este genocidio con toda su singularidad en la historia europea del siglo XX? Episodio sombrío en el pretérito reciente de muchos países que, después, también padecieron decenios de regímenes totalitarios de otro signo. ¿Cómo evitar la relativización y la comparación vulgar para la tribuna política, de lo que fue un proceso sistemático de exterminio? ¿Y cómo, también, rebatir los argumentos falaces de quienes están en el campo del negacionismo, muchas veces disfrazados de historiadores (David Irving) o que ocupan puestos relevantes de gobierno (Ahmadinejad)? La Shoá no es un hecho lejano del pasado, sino un interrogante del presente, que nos sacude y estremece.
Jeremy Black, The Holocaust: History and Memory. Bloomington, Indiana University Press, 2016.
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jueves, 22 de febrero de 2018
"Stolen Words: The Nazi Plunder of Jewish Books", de Mark Glickman.
Los libros son parte esencial de la milenaria cultura judía, ya sea los de carácter religioso como aquellos más vinculados a la vida de la comunidad. La dedicación al estudio ha sido, durante siglos, uno de los rasgos característicos del judaísmo, un hábito disciplinado que sirvió como herramienta de ascenso social durante la modernidad. Los libros como el Talmud fueron prohibidos en gran parte de la cristiandad, con la quema de volúmenes o bien con la censura de párrafos enteros.
Los nazis, que nacieron y se desarrollaron en un país de gran cultura como Alemania, eran plenamente concientes del valor del libro como instrumento para pensar. Ya en 1929, los periódicos nazis como Völkischer Beobachter o Der Angriff salieron a combatir en sus páginas a los autores "antialemanes", y las hordas partidarias acosaban a autores como Thomas Mann. Hicieron listas negras de autores que debían prohibirse, con abundancia de escritores judíos, acusándolos de "bolchevismo cultural".
Mark Glickman señala que en 1933 había dos agrupaciones de estudiantes que compitieron ferozmente por demostrar cuál era la más antisemita, y así ganarse el aprecio de las autoridades: la Deutsche Studentenschaft (DS) y la Nationalsozialistiche Deutsche Studentenbund (NDS). En mayo de 1933 se lanzaron a desvalijar librerías y bibliotecas, y luego organizaron las fogatas de libros en varias ciudades y pueblos, incluyendo universidades. A estos actos concurrían grandes multitudes, deseosas de observar cómo las llamas consumían el papel impreso. Esta campaña, sin embargo, levantó una gran ola de críticas fuera de Alemania, y los nazis utilizaron métodos más sutiles para la destrucción de la cultura judía.
En 1936, con los juegos olímpicos en Berlín, el gobierno se preocupó por ocultar el verdadero rostro y evitó las proclamas antisemitas, pretendiendo mostrarse como civilizado y respetuoso.
Una figura clave para el nacionalsocialismo fue Alfred Rosenberg, a quien el autor le presta especial atención. Nacido y educado en Estonia, se graduó en arquitecto y se fue a vivir a Alemania, cuando comenzaba la revolución bolchevique. Tomó contacto con Dietrich Eckart y se integró a la Sociedad Thule, embrión de lo que luego fue el partido nacionasocialista NSDAP. Adolf Hitler se integró después al minúsculo partido, entonces uno más de la corriente völkisch. Rosenberg era una persona instruida y le dio un sello intelectual al nazismo, que necesitaba presentar una argumentación articulada para llegar a otros sectores. Y si bien no formó parte del círculo más íntimo de Hitler, él tenía buena consideración de Rosenberg. Probablemente se sintiera intimidado con su vasta cultura. Ocupó cargos clave en la jerarquía, como ministro de los territorios ocupados en el Este europeo, o supervisando el mundo intelectual del nazismo. Por ejemplo, el Institut für Erforschung der Judenfrage (Instituto para la Investigación de la Cuestión Judía). Los aproximadamente 350.000 volúmenes de la colección de libros judíos de la Biblioteca municipal de Frankfurt, en gran parte donada por la familia Rothschild, fue a parar al IEJ, a los que luego se le sumaron bibliotecas y archivos saqueados en los Países Bajos y Francia, como la biblioteca de la Alliance Israelite Universelle. Para ir a estos lugares, Hitler autorizó la creación de un grupo llamado Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg, ERR (Equipo de trabajo del Reichsleiter Rosenberg). No obstante, también Heinrich Himmler, al mando de la SS, estaba interesado en robar libros judíos. La biblioteca reunida por la SS tenía ejemplares robados en la Kristallnacht en Alemania, y en la invasiones a Checoslovaquia y Polonia. Por consiguiente, desde dos
agencias diferentes hubo saqueo de libros.
Inevitable y paradojalmente, el IEJ de Rosenberg debió contar con judíos que lo ayudaran en las tareas de catalogación; de ellos, sólo dos sobrevivieron a la Shoá. Los millones de libros saqueados por la ERR fueron enviados a un castillo en Hungen, en las afueras de Frankfurt. Los libros masónicos fueron acumulados en Hinzerhain. También se depositaron libros en Ratibor, en la antigua Silesia alemana, y se distribuyeron en distintos sitios en esa región, provenientes de los territorios invadidos en el Este.
Pero también hubo resistencia a entregar los libros: hubo circulación clandestina en los ghettos. En Terezín, el campo de concentración en el llamado "Protectorado de Bohemia y Moravia", muchos judíos tomaron contacto con su propia cultura a través de los pocos textos que había allí. Como era una población calificada, asimilada y cosmopolita, no había prestado atención a la propia tradición. En esa situación límite, muchos judíos retornaron a las fuentes, lejos de renegar de su condición. Pero incluso en comunidades religiosas del Este, ya Simon Dubnow había hallado escaso interés por el propio pasado e impulsó la creación de archivos. En 1925, en Vilna/Vilnius se creó el YIVO, Yidischer Visnshaftlekher Institut (Instituto Científico Idish), con cientos de miles de ejemplares y documentos. Su consejo asesor había estado integrado por personalidades como Dubnow, Einstein y Freud. En esa ciudad también se hallaba la Biblioteca Strashun,
con cuarenta mil libros.
Cuando los alemanes invadieron Vilna/Vilnius (entonces parte de Polonia), la ERR se encontró con millones de libros y documentos concentrados en bibliotecas, museos y sinagogas. Para la clasificación, debieron recurrir a bibliotecarios y académicos judíos. El propósito era enviar el 30% más valioso a Frankfurt, en tanto que el 70% restante se reciclaría como papel. Por supuesto que los bibliotecarios y académicos lograron salvar textos muy valiosos, que escondían en los altillos, sótanos o rincones. Se creó, entonces, la "brigada del papel": muchos textos los clasificaban para la destrucción, algunos valiosos para la ERR, y los de mayor significación se escondían para ser salvados de los dos destinos fatales. Cuando los guardias los descubrían, eran golpeados y amenazados de represalias aún peores.
Mark Glickman señala que en una oportunidad, uno de los académicos pidió permiso para llevar papeles sin valor y ser usados para prender el horno de su casa, en el ghetto. Obtuvo el visto bueno y llevó manuscritos del Gaón de Vilna, cartas de Tolstoi y dibujos de Marc Chagall. Por supuesto que el destino de esos documentos no fue el de encender una fogata.
Cuando la ciudad fue liberada de los invasores, los sobrevivientes se preocuparon por salvar los libros y documentos que no habían sido destruidos por bombardeos e incendios. Y lo hicieron con prisa, ya que sospechaban que los soviéticos podrían continuar con la labor destructiva. Uno de ellos, Shmerke Kaczerginski, que había formado parte de la "brigada del papel" y luego logró escapar del ghetto y se unió a los partisanos, tras la guerra emigró a Argentina. Kaczerginski y Abraham Sutzkever lograron contrabandear una importante cantidad de libros hacia el YIVO en Estados Unidos. Los soviéticos, por su lado, ordenaron al Dr. Antanas Ulpis a que destruyera los libros encontrados. Ulpis desobedeció en silencio y logró esconder los textos en una cámara subterránea, que fue descubierta en 1988. En ese año fueron
enviados al YIVO en New York.
Para salvaguardar y restituir el patrimonio cultural que había sido robado, el presidente Roosevelt creó una comisión encabezada por el juez Owen Roberts. En Offenbach am Main, en las afueras de Frankfurt, se estableció el depósito de los libros saqueados para devolverlos a las bibliotecas. El operativo estuvo a cargo del capitán y archivista estadounidense Seymour Pomrenze, y del bibliotecario Leslie Poste. Aproximadamente tres millones de libros pasaron por este centro, formalmente llamado Offenbach Archival Depot (OAD). La Universidad Hebrea de Jerusalem envió a Gershom Scholem para investigar los libros y manuscritos en Offenbach. Él participó con otros miembros de la universidad en el contrabando de ejemplares hacia Jerusalem, e incluso llegaron a planear incorporar algunos textos en la biblioteca personal que Chaim Weizman estaba enviando en ese momento desde Amberes. Por iniciativa de académicos como Salo Baron, Cecil Roth y Judah Magnes, se conformó la comisión de Jewish Cultural Reconstruction (JCR), dedicada específicamente al destino que se le iba a dar a los libros robados. Simultáneamente, se había creado la Jewish Restitution Successor Organization (JRSO), que se encargaba de todos los bienes saqueados, de modo que formalmente la JCR quedaba bajo su órbita, pero en la práctica fue un órgano autónomo. La gran duda era a quién entregar los libros, ya que muchos de sus antiguos dueños habían sido asesinados. La solución fue que el 40% de los textos y documentos serían enviados a la Universidad Hebrea de Jerusalem, el 40% a los Estados Unidos, y el 20% restante a las comunidades en Gran Bretaña y Sudáfrica. Lo que significaba que en Europa continental quedaría escasa cantidad de libros judíos, pero la devastación no permitía otra perspectiva. En mayo de 1948 se terminó de vaciar el depósito en Offenbach, pero había otros en el resto del continente. Para el siguiente período de la JCR, la persona clave fue la intelectual Hannah Arendt, quien había sido alumna de Salo Baron y su protegida al arribar a los Estados Unidos. Por su iniciativa, y para que se tuviera plena conciencia del itinerario que habían tenido esos ejemplares para que llegara a las manos del lector, se colocó un sticker con el símbolo de la JCR.
El nazismo no sólo intentó exterminar físicamente a los judíos de Europa -y, en el largo plazo, del planeta-, sino también apropiarse de toda la cultura que desarrollaron durante milenios y que dejaron plasmada en libros en diferentes lenguas: hebreo, idish, ladino e idiomas de varias nacionalidades. Una cultura vibrante, viva, que no se conformaba y que siempre estuvo atenta a los grandes problemas existenciales.
Un libro impecable, bien escrito y documentado, que refleja un costado de una de las tragedias más salvajes de la historia humana.
Mark Glickman, Stolen Words: The Nazi Plunder of Jewish Books. Lincoln, University of Nebraska Press, 2016.
Los nazis, que nacieron y se desarrollaron en un país de gran cultura como Alemania, eran plenamente concientes del valor del libro como instrumento para pensar. Ya en 1929, los periódicos nazis como Völkischer Beobachter o Der Angriff salieron a combatir en sus páginas a los autores "antialemanes", y las hordas partidarias acosaban a autores como Thomas Mann. Hicieron listas negras de autores que debían prohibirse, con abundancia de escritores judíos, acusándolos de "bolchevismo cultural".
Mark Glickman señala que en 1933 había dos agrupaciones de estudiantes que compitieron ferozmente por demostrar cuál era la más antisemita, y así ganarse el aprecio de las autoridades: la Deutsche Studentenschaft (DS) y la Nationalsozialistiche Deutsche Studentenbund (NDS). En mayo de 1933 se lanzaron a desvalijar librerías y bibliotecas, y luego organizaron las fogatas de libros en varias ciudades y pueblos, incluyendo universidades. A estos actos concurrían grandes multitudes, deseosas de observar cómo las llamas consumían el papel impreso. Esta campaña, sin embargo, levantó una gran ola de críticas fuera de Alemania, y los nazis utilizaron métodos más sutiles para la destrucción de la cultura judía.
En 1936, con los juegos olímpicos en Berlín, el gobierno se preocupó por ocultar el verdadero rostro y evitó las proclamas antisemitas, pretendiendo mostrarse como civilizado y respetuoso.
Una figura clave para el nacionalsocialismo fue Alfred Rosenberg, a quien el autor le presta especial atención. Nacido y educado en Estonia, se graduó en arquitecto y se fue a vivir a Alemania, cuando comenzaba la revolución bolchevique. Tomó contacto con Dietrich Eckart y se integró a la Sociedad Thule, embrión de lo que luego fue el partido nacionasocialista NSDAP. Adolf Hitler se integró después al minúsculo partido, entonces uno más de la corriente völkisch. Rosenberg era una persona instruida y le dio un sello intelectual al nazismo, que necesitaba presentar una argumentación articulada para llegar a otros sectores. Y si bien no formó parte del círculo más íntimo de Hitler, él tenía buena consideración de Rosenberg. Probablemente se sintiera intimidado con su vasta cultura. Ocupó cargos clave en la jerarquía, como ministro de los territorios ocupados en el Este europeo, o supervisando el mundo intelectual del nazismo. Por ejemplo, el Institut für Erforschung der Judenfrage (Instituto para la Investigación de la Cuestión Judía). Los aproximadamente 350.000 volúmenes de la colección de libros judíos de la Biblioteca municipal de Frankfurt, en gran parte donada por la familia Rothschild, fue a parar al IEJ, a los que luego se le sumaron bibliotecas y archivos saqueados en los Países Bajos y Francia, como la biblioteca de la Alliance Israelite Universelle. Para ir a estos lugares, Hitler autorizó la creación de un grupo llamado Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg, ERR (Equipo de trabajo del Reichsleiter Rosenberg). No obstante, también Heinrich Himmler, al mando de la SS, estaba interesado en robar libros judíos. La biblioteca reunida por la SS tenía ejemplares robados en la Kristallnacht en Alemania, y en la invasiones a Checoslovaquia y Polonia. Por consiguiente, desde dos
agencias diferentes hubo saqueo de libros.
Pero también hubo resistencia a entregar los libros: hubo circulación clandestina en los ghettos. En Terezín, el campo de concentración en el llamado "Protectorado de Bohemia y Moravia", muchos judíos tomaron contacto con su propia cultura a través de los pocos textos que había allí. Como era una población calificada, asimilada y cosmopolita, no había prestado atención a la propia tradición. En esa situación límite, muchos judíos retornaron a las fuentes, lejos de renegar de su condición. Pero incluso en comunidades religiosas del Este, ya Simon Dubnow había hallado escaso interés por el propio pasado e impulsó la creación de archivos. En 1925, en Vilna/Vilnius se creó el YIVO, Yidischer Visnshaftlekher Institut (Instituto Científico Idish), con cientos de miles de ejemplares y documentos. Su consejo asesor había estado integrado por personalidades como Dubnow, Einstein y Freud. En esa ciudad también se hallaba la Biblioteca Strashun,
con cuarenta mil libros.
Mark Glickman señala que en una oportunidad, uno de los académicos pidió permiso para llevar papeles sin valor y ser usados para prender el horno de su casa, en el ghetto. Obtuvo el visto bueno y llevó manuscritos del Gaón de Vilna, cartas de Tolstoi y dibujos de Marc Chagall. Por supuesto que el destino de esos documentos no fue el de encender una fogata.
Cuando la ciudad fue liberada de los invasores, los sobrevivientes se preocuparon por salvar los libros y documentos que no habían sido destruidos por bombardeos e incendios. Y lo hicieron con prisa, ya que sospechaban que los soviéticos podrían continuar con la labor destructiva. Uno de ellos, Shmerke Kaczerginski, que había formado parte de la "brigada del papel" y luego logró escapar del ghetto y se unió a los partisanos, tras la guerra emigró a Argentina. Kaczerginski y Abraham Sutzkever lograron contrabandear una importante cantidad de libros hacia el YIVO en Estados Unidos. Los soviéticos, por su lado, ordenaron al Dr. Antanas Ulpis a que destruyera los libros encontrados. Ulpis desobedeció en silencio y logró esconder los textos en una cámara subterránea, que fue descubierta en 1988. En ese año fueron
enviados al YIVO en New York.
Para salvaguardar y restituir el patrimonio cultural que había sido robado, el presidente Roosevelt creó una comisión encabezada por el juez Owen Roberts. En Offenbach am Main, en las afueras de Frankfurt, se estableció el depósito de los libros saqueados para devolverlos a las bibliotecas. El operativo estuvo a cargo del capitán y archivista estadounidense Seymour Pomrenze, y del bibliotecario Leslie Poste. Aproximadamente tres millones de libros pasaron por este centro, formalmente llamado Offenbach Archival Depot (OAD). La Universidad Hebrea de Jerusalem envió a Gershom Scholem para investigar los libros y manuscritos en Offenbach. Él participó con otros miembros de la universidad en el contrabando de ejemplares hacia Jerusalem, e incluso llegaron a planear incorporar algunos textos en la biblioteca personal que Chaim Weizman estaba enviando en ese momento desde Amberes. Por iniciativa de académicos como Salo Baron, Cecil Roth y Judah Magnes, se conformó la comisión de Jewish Cultural Reconstruction (JCR), dedicada específicamente al destino que se le iba a dar a los libros robados. Simultáneamente, se había creado la Jewish Restitution Successor Organization (JRSO), que se encargaba de todos los bienes saqueados, de modo que formalmente la JCR quedaba bajo su órbita, pero en la práctica fue un órgano autónomo. La gran duda era a quién entregar los libros, ya que muchos de sus antiguos dueños habían sido asesinados. La solución fue que el 40% de los textos y documentos serían enviados a la Universidad Hebrea de Jerusalem, el 40% a los Estados Unidos, y el 20% restante a las comunidades en Gran Bretaña y Sudáfrica. Lo que significaba que en Europa continental quedaría escasa cantidad de libros judíos, pero la devastación no permitía otra perspectiva. En mayo de 1948 se terminó de vaciar el depósito en Offenbach, pero había otros en el resto del continente. Para el siguiente período de la JCR, la persona clave fue la intelectual Hannah Arendt, quien había sido alumna de Salo Baron y su protegida al arribar a los Estados Unidos. Por su iniciativa, y para que se tuviera plena conciencia del itinerario que habían tenido esos ejemplares para que llegara a las manos del lector, se colocó un sticker con el símbolo de la JCR.
Un libro impecable, bien escrito y documentado, que refleja un costado de una de las tragedias más salvajes de la historia humana.
Mark Glickman, Stolen Words: The Nazi Plunder of Jewish Books. Lincoln, University of Nebraska Press, 2016.
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