Durante ocho mil años, en el mundo mediterráneo se practicaron los sacrificios de animales hasta que, en los primeros siglos del cristianismo comenzó a abandonarse. Daniel Ullucci explora en este libro las diferentes posturas de cristianos, filósofos paganos y judíos en torno al sacrificio animal, buscando las claves de ese cambio.
Con rigor y precisión, primero señala que el sacrificio de animales era el modo de honrar y ganarse el favor de los dioses en la antigüedad, así como dejaba claras las jerarquías sociales. El sacrificio se realizaba frente al templo y posteriormente se realizaba un banquete en el que participaba toda la comunidad.
De allí que, cuando los cristianos no fueron parte de estas celebraciones, no sólo se identificaban frente a la comunidad, sino que eran percibidos como elementos peligrosos que desequilibraban el orden cósmico.
Ullucci señala que hubo autores críticos hacia las formas del sacrificio antes del cristianismo, y repasa a Platón, los estoicos y epicúreos. No obstante, acierta en señalar que sus observaciones eran sobre cómo se realizaban o su utilidad, pero no cuestionaban la práctica en sí misma, a diferencia de los pitagóricos y órficos, que eran vegetarianos. Lo mismo precisa en el judaísmo, con ejemplos como Filón de Alejandría o la comunidad de Qumran: criticaban cómo o quién lo hacía, pero no el sacrificio de animales en el templo de Jerusalem.
En los primeros siglos del cristianismo, la postura no fue clara. San Pablo se opuso a que los cristianos participaran en los sacrificios celebrados a dioses inexistentes, una postura que fue acompañada por padres de la Iglesia como Justino e Ireneo de Lyon. Es probable que los primeros cristianos sí participaran de los sacrificios celebrados en el templo de Jerusalem, destruido en el año 70.
El desarrollo teológico cristiano de los siglos posteriores asimiló la muerte de Jesús -y la de los mártires- con el sacrificio, pero esto distaba de ser la concepción que imperaba en la antigüedad.
A mi juicio, el autor plantea el problema pero no ha logrado responder a la pregunta de porqué los cristianos no hicieron sacrificios de animales, ya que esto no respetaba la tradición del Antiguo Testamento. Ullucci propone una causa histórica: la destrucción del templo de Jerusalem, por lo que no habría una razón religiosa sino un evento humano el que llevó a abandonar esa práctica cruel.
El último capítulo lo dedica al emperador Juliano II, "el Apóstata", que intentó en vano revivir la religión pagana con criterios muy estrictos. A pesar de sus esfuerzos, no lo logró: el cristianismo había logrado cambiar sustancialmente las costumbres y nadie concurrió a la celebración de sacrificios que intentó en Antioquía.
Creo que la obra de Ullucci es valiosa, meritoria, pero que hay eslabones que no ha logrado encontrar, o que ya no están disponibles. Deja interrogantes al lector, que son semillas para provocar nuevas lecturas e investigaciones.
Daniel Ullucci, The Christian Rejection of Animal Sacrifice. New York, Oxford University Press, 2012.
Bitácora de lecturas de Ricardo López Göttig. Historia, literatura, mitología, orientalismo y filosofía política.
jueves, 26 de diciembre de 2013
domingo, 22 de diciembre de 2013
"Magic in the Roman World: Pagans, Jews, and Christians", de Naomi Janowitz.
El afán por controlar fuerzas sobrenaturales a través de conjuros y ritos es rastreado en las tres religiones del mundo romano durante los tres primeros siglos de nuestra era. La palabra "magia" deriva de los magi, los sacerdotes persas, y de allí se introdujo en nuestro vocabulario. Si bien la connotación era negativa, por tratarse de un enemigo de griegos y romanos, se presumía que los magos persas tenían el conocimiento esotérico para controlar esas fuerzas.
Cristianos, judíos y sacerdotes de la religión clásica grecorromana se acusaban mutuamente de practicar la magia, no porque esta fuera un fraude, sino porque consideraban que era una manipulación de fuerzas demoníacas.
Daimon era el término para referirse a criaturas sobrenaturales que podían actuar a favor o en contra, y a quienes se les aplacaba o se ganaba su apoyo a través de rituales muy precisos. Será el cristianismo el que identifique a los daimones como demonios al servicio de Satán.
Naomi Janowitz nos señala distintos tipos de magia: los conjuros de sanación, las fórmulas para lograr el amor, e incluso los rituales para alcanzar la deificación. Remarca que judíos y cristianos de estos primeros siglos buscaban -aunque hoy nos parezca extraño en la cosmovisión monoteísta- su conversión en dioses a través de elaborados rituales.
El desarrollo de la alquimia, entonces llamada "arte sagrado", era un conocimiento esotérico que despertaba los recelos de sacerdotes y rabinos, pero que escapaba a sus posibilidades de comprensión. Pone de relieve a la figura de María la Judía, también conocida como María de Alejandría, una notable mujer alquimista de la que se ignora cuándo vivió, aunque se presume que fue en Alejandría y se le atribuye la creación de un procedimiento llamado balneum Mariae: el baño María. La autora señala que muchas prácticas que entonces eran rechazadas por estas religiones, en realidad eran la preservación de conocimientos y rituales anteriores, y nos presenta varios fragmentos bíblicos en apoyo de su conjetura.
El libro es interesante porque nos presenta al mundo antiguo desde una perspectiva que enriquece nuestra visión de aquellos tiempos; el intento de aproximación a lo oculto, lo vedado, a la búsqueda de códigos y prácticas que permitan sobrellevar el sufrimiento y, aún más, alcanzar la inmortalidad.
Naomi Janowitz, Magic in the Roman World: Pagans, Jews and Christians. London, Routledge, 2001.
Cristianos, judíos y sacerdotes de la religión clásica grecorromana se acusaban mutuamente de practicar la magia, no porque esta fuera un fraude, sino porque consideraban que era una manipulación de fuerzas demoníacas.
Daimon era el término para referirse a criaturas sobrenaturales que podían actuar a favor o en contra, y a quienes se les aplacaba o se ganaba su apoyo a través de rituales muy precisos. Será el cristianismo el que identifique a los daimones como demonios al servicio de Satán.
Naomi Janowitz nos señala distintos tipos de magia: los conjuros de sanación, las fórmulas para lograr el amor, e incluso los rituales para alcanzar la deificación. Remarca que judíos y cristianos de estos primeros siglos buscaban -aunque hoy nos parezca extraño en la cosmovisión monoteísta- su conversión en dioses a través de elaborados rituales.
El desarrollo de la alquimia, entonces llamada "arte sagrado", era un conocimiento esotérico que despertaba los recelos de sacerdotes y rabinos, pero que escapaba a sus posibilidades de comprensión. Pone de relieve a la figura de María la Judía, también conocida como María de Alejandría, una notable mujer alquimista de la que se ignora cuándo vivió, aunque se presume que fue en Alejandría y se le atribuye la creación de un procedimiento llamado balneum Mariae: el baño María. La autora señala que muchas prácticas que entonces eran rechazadas por estas religiones, en realidad eran la preservación de conocimientos y rituales anteriores, y nos presenta varios fragmentos bíblicos en apoyo de su conjetura.
El libro es interesante porque nos presenta al mundo antiguo desde una perspectiva que enriquece nuestra visión de aquellos tiempos; el intento de aproximación a lo oculto, lo vedado, a la búsqueda de códigos y prácticas que permitan sobrellevar el sufrimiento y, aún más, alcanzar la inmortalidad.
Naomi Janowitz, Magic in the Roman World: Pagans, Jews and Christians. London, Routledge, 2001.
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viernes, 13 de diciembre de 2013
"El lobo estepario", de Hermann Hesse.
Cada línea, párrafo y página de esta obra de Hermann Hesse debe ser leída con detenimiento, sin premura. El autor hilvana en un espeso entramado un fragmento de la vida de Harry Haller, el "lobo estepario", cuando el protagonista descubre una nueva dimensión de su personalidad.
En la atmósfera tensa y a la vez festiva del período de entreguerras en Alemania, entre la sensación de inevitabilidad de una nueva conflagración y el ritmo del fox trot, el humanista Harry Haller se debate entre las cumbres del arte de Mozart y Goethe y la necesidad del lobo que ansía sangre. Hombre y lobo, ambas criaturas gregarias, no pueden vivir aisladas del entorno. Y Harry Haller conoce a algunos personajes que suponía -o quería suponer- superficiales y disolutos, pero que luego lo sorprenderán en la profundidad de la búsqueda de la esencia humana.
Como el resto de la obra de Hesse, este libro es de exploración en las honduras de la existencia, un sabor iniciático sin rituales, en donde lo onírico atraviesa lo cotidiano.
Hermann Hesse, El lobo estepario. Madrid, Alianza.
En la atmósfera tensa y a la vez festiva del período de entreguerras en Alemania, entre la sensación de inevitabilidad de una nueva conflagración y el ritmo del fox trot, el humanista Harry Haller se debate entre las cumbres del arte de Mozart y Goethe y la necesidad del lobo que ansía sangre. Hombre y lobo, ambas criaturas gregarias, no pueden vivir aisladas del entorno. Y Harry Haller conoce a algunos personajes que suponía -o quería suponer- superficiales y disolutos, pero que luego lo sorprenderán en la profundidad de la búsqueda de la esencia humana.
Como el resto de la obra de Hesse, este libro es de exploración en las honduras de la existencia, un sabor iniciático sin rituales, en donde lo onírico atraviesa lo cotidiano.
Hermann Hesse, El lobo estepario. Madrid, Alianza.
lunes, 11 de noviembre de 2013
"La corrupción de un ángel", de Yukio Mishima.
La corrupción de un ángel es el último libro de la tetralogía El mar de la fertilidad, cuyo hilo unificador es el personaje del juez Shigekuni Honda como testigo. Última obra de Mishima y publicada en forma póstuma -ya que se suicidó en su fallido intento de asonada por la restauración plena del poder imperial-, se advierte que tiene contradicciones en un mismo párrafo o bien un ritmo alborotado, quizás pistas del estado de tensión interior de Mishima en aquellas jornadas previas a su muerte.
Mishima tiene admiración por el mal y la crueldad, no escatima en cincelar a sus personajes con el perfil más perverso y maquinador, que gozan en la desgracia propia y la autodestrucción más degradante. En esta novela, el ya anciano juez Honda decide adoptar como hijo al adolescente Tōru para dejarle su fortuna, además de brindarle educación, inserción en la sociedad y una nueva forma de vida. En el instante de conocerlo, percibió un destello de maldad en este joven.
Comienza un juego de dos personalidades que avanzan uno sobre el otro, aguardando sus respectivas muertes, mientras Honda resistía acechado por una vejez que le pesaba a diario, y Tōru con un destino de muerte prematura que ignoraba de sus sucesivas transmigraciones.
Yukio Mishima, La corrupción de un ángel.
Mishima tiene admiración por el mal y la crueldad, no escatima en cincelar a sus personajes con el perfil más perverso y maquinador, que gozan en la desgracia propia y la autodestrucción más degradante. En esta novela, el ya anciano juez Honda decide adoptar como hijo al adolescente Tōru para dejarle su fortuna, además de brindarle educación, inserción en la sociedad y una nueva forma de vida. En el instante de conocerlo, percibió un destello de maldad en este joven.
Comienza un juego de dos personalidades que avanzan uno sobre el otro, aguardando sus respectivas muertes, mientras Honda resistía acechado por una vejez que le pesaba a diario, y Tōru con un destino de muerte prematura que ignoraba de sus sucesivas transmigraciones.
Yukio Mishima, La corrupción de un ángel.
martes, 5 de noviembre de 2013
"Amor bajo la lluvia", de Naguib Mahfuz.
Esta novela de Naguib Mahfuz está ambientada en el Egipto de Nasser después de la derrota en la Guerra de los Seis Días, de 1967. La atmósfera de la obra es de desconcierto, rabia y frustración, de deseos de revancha en el campo de batalla, que se soñaba inminente. En estas páginas no hay un protagonista descollante, sino varios personajes cuyas vidas están enhebradas por el deseo de alcanzar una posición material que los saque de la desazón y la pobreza, así como se entregan a una vida sexual sin amor ni esperanza. La aspiración de muchos de los personajes es emigrar a Occidente para buscar la satisfacción de una existencia más plena, sin saber muy bien a qué querían dirigirse o, en el caso de las mujeres, la estabilidad matrimonial que les asegurara un futuro sin incertidumbre.
Abundan personajes sin moralidad ni escrúpulos como Hosni Higasi y Ahmad Raduán, ambos de la industria cinematográfica, que juegan con los destinos humanos como si fueran dados, usando los sueños de los más jóvenes, anhelando sólo la satisfacción de su ego sexual.
Mahfuz nos muestra un Egipto laberíntico, de jóvenes profesionales que no hallan la salida a sus tribulaciones, decepcionados ante las promesas incumplidas de la revolución nasserista.
Naguib Mahfuz, Amor bajo la lluvia.
Abundan personajes sin moralidad ni escrúpulos como Hosni Higasi y Ahmad Raduán, ambos de la industria cinematográfica, que juegan con los destinos humanos como si fueran dados, usando los sueños de los más jóvenes, anhelando sólo la satisfacción de su ego sexual.
Mahfuz nos muestra un Egipto laberíntico, de jóvenes profesionales que no hallan la salida a sus tribulaciones, decepcionados ante las promesas incumplidas de la revolución nasserista.
Naguib Mahfuz, Amor bajo la lluvia.
lunes, 4 de noviembre de 2013
"Gargantúa y Pantagruel", de François Rabelais.
Historia de dos gigantes, Gargantúa y su hijo Pantagruel, dos reyes que disfrutaban de la buena vida, los banquetes, la amistad y la conversación. François Rabelais nos ha legado estos dos libros -el primero fue Pantagruel- en los que el lector se adentra en un mundo de personajes variopintos, una fresca sátira de la Francia de su tiempo.
Rabelais no dudará en reírse de los académicos de la Sorbona, de los clérigos y funcionarios, de los aristócratas. Gargantúa y su padre Grandgousier habrán de derrotar al ambicioso rey Picrócolo en una guerra que comenzó por una disputa entre campesinos y pasteleros. Luego, Gargantúa envió a su hijo Pantagruel a educarse por varios centros académicos de Francia, llegando a ser un gran jurista que logra resolver intrincadas disputas que ya nadie comprendía. Ambos son gigantes pacíficos, pero no por ello cobardes: también Pantagruel derrota al rey Anarco en su propio país, obligándolo a vivir después de la venta de pasta verde. Aparecen personajes pícaros y crueles como Panurgo, ávido de riquezas y proezas sexuales, tan inteligente como inescrupuloso, que sirve lealmente a su nuevo protector.
La obra abunda en situaciones escatológicas: flatulencias, malestares estomacales, el limpiaculos inventado por Gargantúa. Y también viajes insólitos, como el de Epistemón al mundo de los muertos para volver y contar cómo es que se vive en el más allá, o el de Alcofribas en la boca de Pantagruel, en donde pudo visitar varias ciudades y comarcas durante algunos meses.
François Rabelais, Gargantúa y Pantagruel.
Rabelais no dudará en reírse de los académicos de la Sorbona, de los clérigos y funcionarios, de los aristócratas. Gargantúa y su padre Grandgousier habrán de derrotar al ambicioso rey Picrócolo en una guerra que comenzó por una disputa entre campesinos y pasteleros. Luego, Gargantúa envió a su hijo Pantagruel a educarse por varios centros académicos de Francia, llegando a ser un gran jurista que logra resolver intrincadas disputas que ya nadie comprendía. Ambos son gigantes pacíficos, pero no por ello cobardes: también Pantagruel derrota al rey Anarco en su propio país, obligándolo a vivir después de la venta de pasta verde. Aparecen personajes pícaros y crueles como Panurgo, ávido de riquezas y proezas sexuales, tan inteligente como inescrupuloso, que sirve lealmente a su nuevo protector.
La obra abunda en situaciones escatológicas: flatulencias, malestares estomacales, el limpiaculos inventado por Gargantúa. Y también viajes insólitos, como el de Epistemón al mundo de los muertos para volver y contar cómo es que se vive en el más allá, o el de Alcofribas en la boca de Pantagruel, en donde pudo visitar varias ciudades y comarcas durante algunos meses.
François Rabelais, Gargantúa y Pantagruel.
martes, 15 de octubre de 2013
"Ludwig Erhard: A Biography", de Alfred Mierzejewski.
Ludwig Erhard es una de las figuras más relevantes en la reconstrucción alemana tras la segunda guerra mundial. Su nombre, sin embargo, no suele aparecer en los textos de historia y quedó opacado por el canciller federal Konrad Adenauer.
En esta biografía se analizan sus ideas, trayectoria, paso por la función pública y personalidad, así como sus encontronazos con Adenauer, en cuyos gobiernos fue ministro de Economía y luego sucesor como canciller.
Erhard se enroló en el ejército durante la primera guerra mundial, combatió en el frente occidental en Francia, donde fue gravemente herido, quedando su brazo izquierdo más corto y con severos problemas en una pierna. Tras la guerra, comenzó estudios en una escuela de negocios y allí encontró su vocación por la economía, abrazando las ideas liberales desde joven. Trabajó en institutos de investigación y asesoramiento y se negó a afiliarse al nazismo desde 1933 en adelante. Al terminar la guerra, presentó sus ideas a las fuerzas aliadas que ocupaban la Alemania derrotada y fue incorporado a los gobiernos regionales de reconstrucción, llegando a destacarse en la administración de la economía en la región estadounidense. Opositor a la planificación de la economía y partidario de la liberación de precios y salarios, su momento clave fue la liberalización de la venta de varios productos en la bizona estadounidense-británica para que circularan libremente, con lo que el mercado negro retrocedió rápidamente.
Erhard fue cortejado por el partido FDP, el Partido Libre Democrático, para incorporarlo a sus filas. Sin embargo, prefirió acercarse a la CDU, democracia cristiana, aunque se afilió a ese partido formalmente en los años sesenta. Una rareza intelectual en el mundo de la posguerra, Erhard era lector de autores como Wilhelm Röpke, Walter Eucken y Alexander Rüstow, que ponían el acento de la competencia en una economía de mercado sin monopolios, carteles ni planificación. De estos académicos ordoliberales de la Universidad de Freiburg tomó el concepto de "economía social de mercado" que, a diferencia del liberalismo clásico, sostiene la necesidad de que el Estado cree los mecanismos para evitar la formación de monopolios y carteles que habían caracterizado la economía germana.
Ludwig Erhard fue candidato por la CDU junto a Adenauer, que formó el primer gobierno de coalición de la posguerra. En este libro, el biógrafo Alfred Mierzejewski traza un contorno poco favorable a Konrad Adenauer, presentándolo como un político pragmático, principalmente interesado en sostenerse en el poder, y que tuvo permanentes encontronazos con Erhard a quien, no obstante, mantuvo como ministro de Economía durante todos sus años como canciller. Y es que el ministro Erhard logró, a pesar de las presiones intervencionistas dentro de la CDU, de las críticas socialdemócratas y los intereses del lobby industrial, crear un ambiente propicio para la competencia y la iniciativa privada que impulsó el progreso económico alemán. Pero Erhard no fue nunca un hombre de partido, ni tampoco se interesó en las menudencias administrativas de su ministerio, por lo que Adenauer lo reprendía continuamente por sus viajes al exterior y aparente falta de interés en su función. Sin embargo, Erhard era una figura de gran popularidad, disfrutaba haciendo campaña por todo el país y la CDU lo necesitaba para ganar elecciones.
Los fracasos de Erhard se debieron, según el biógrafo, a que Adenauer no lo sostuvo políticamente en su ley contra los carteles, y a que el canciller permanentemente lo vio como un rival al que debía contener. Erhard no pudo evitar la expansión del gasto en la seguridad social, el déficit y los gastos electorales. Fue un férreo opositor a la burocratización de la Comunidad Económica Europea, ya que su visión del libre comercio era más amplia y cruzaba a Gran Bretaña y a América del Norte.
En 1963 Adenauer debió renunciar y el cargo de canciller fue ocupado por Erhard, quien logró un importante triunfo electoral, pero debió abandonar la función en 1966. Y es que Erhard no tenía apoyo en su partido, al que le resultaba extraño, así como no supo moverse con soltura y realismo en la política internacional con figuras como Charles de Gaulle y Lyndon Johnson. Esto no significó su retiro por completo de la escena pública, ya que permaneció como diputado en el Bundestag hasta su fallecimiento en 1977.
A juicio de Mierzejewski, Erhard fue víctima de su propia ingenuidad, en una sociedad que no comprendía los principios de la economía de mercado y que seguía creyendo en la necesidad de grandes líderes políticos.
Alfred Mierzejewski, Ludwig Erhard: A Biography. Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2004.
En esta biografía se analizan sus ideas, trayectoria, paso por la función pública y personalidad, así como sus encontronazos con Adenauer, en cuyos gobiernos fue ministro de Economía y luego sucesor como canciller.
Erhard se enroló en el ejército durante la primera guerra mundial, combatió en el frente occidental en Francia, donde fue gravemente herido, quedando su brazo izquierdo más corto y con severos problemas en una pierna. Tras la guerra, comenzó estudios en una escuela de negocios y allí encontró su vocación por la economía, abrazando las ideas liberales desde joven. Trabajó en institutos de investigación y asesoramiento y se negó a afiliarse al nazismo desde 1933 en adelante. Al terminar la guerra, presentó sus ideas a las fuerzas aliadas que ocupaban la Alemania derrotada y fue incorporado a los gobiernos regionales de reconstrucción, llegando a destacarse en la administración de la economía en la región estadounidense. Opositor a la planificación de la economía y partidario de la liberación de precios y salarios, su momento clave fue la liberalización de la venta de varios productos en la bizona estadounidense-británica para que circularan libremente, con lo que el mercado negro retrocedió rápidamente.
Erhard fue cortejado por el partido FDP, el Partido Libre Democrático, para incorporarlo a sus filas. Sin embargo, prefirió acercarse a la CDU, democracia cristiana, aunque se afilió a ese partido formalmente en los años sesenta. Una rareza intelectual en el mundo de la posguerra, Erhard era lector de autores como Wilhelm Röpke, Walter Eucken y Alexander Rüstow, que ponían el acento de la competencia en una economía de mercado sin monopolios, carteles ni planificación. De estos académicos ordoliberales de la Universidad de Freiburg tomó el concepto de "economía social de mercado" que, a diferencia del liberalismo clásico, sostiene la necesidad de que el Estado cree los mecanismos para evitar la formación de monopolios y carteles que habían caracterizado la economía germana.
Ludwig Erhard fue candidato por la CDU junto a Adenauer, que formó el primer gobierno de coalición de la posguerra. En este libro, el biógrafo Alfred Mierzejewski traza un contorno poco favorable a Konrad Adenauer, presentándolo como un político pragmático, principalmente interesado en sostenerse en el poder, y que tuvo permanentes encontronazos con Erhard a quien, no obstante, mantuvo como ministro de Economía durante todos sus años como canciller. Y es que el ministro Erhard logró, a pesar de las presiones intervencionistas dentro de la CDU, de las críticas socialdemócratas y los intereses del lobby industrial, crear un ambiente propicio para la competencia y la iniciativa privada que impulsó el progreso económico alemán. Pero Erhard no fue nunca un hombre de partido, ni tampoco se interesó en las menudencias administrativas de su ministerio, por lo que Adenauer lo reprendía continuamente por sus viajes al exterior y aparente falta de interés en su función. Sin embargo, Erhard era una figura de gran popularidad, disfrutaba haciendo campaña por todo el país y la CDU lo necesitaba para ganar elecciones.
Los fracasos de Erhard se debieron, según el biógrafo, a que Adenauer no lo sostuvo políticamente en su ley contra los carteles, y a que el canciller permanentemente lo vio como un rival al que debía contener. Erhard no pudo evitar la expansión del gasto en la seguridad social, el déficit y los gastos electorales. Fue un férreo opositor a la burocratización de la Comunidad Económica Europea, ya que su visión del libre comercio era más amplia y cruzaba a Gran Bretaña y a América del Norte.
En 1963 Adenauer debió renunciar y el cargo de canciller fue ocupado por Erhard, quien logró un importante triunfo electoral, pero debió abandonar la función en 1966. Y es que Erhard no tenía apoyo en su partido, al que le resultaba extraño, así como no supo moverse con soltura y realismo en la política internacional con figuras como Charles de Gaulle y Lyndon Johnson. Esto no significó su retiro por completo de la escena pública, ya que permaneció como diputado en el Bundestag hasta su fallecimiento en 1977.
A juicio de Mierzejewski, Erhard fue víctima de su propia ingenuidad, en una sociedad que no comprendía los principios de la economía de mercado y que seguía creyendo en la necesidad de grandes líderes políticos.
Alfred Mierzejewski, Ludwig Erhard: A Biography. Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2004.
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jueves, 10 de octubre de 2013
"The German Economy during the Nineteenth Century", de Toni Pierenkemper y Richard Tilly.
Tras la revolución industrial en Gran Bretaña y de las guerras provocadas por la revolución francesa y las invasiones napoleónicas, se inició el despegue de Europa continental. Lo que hoy conocemos como Alemania fue, entre 1815 hasta 1866, la Confederación Germánica, formada por 38 estados, entre los cuales se hallaban los territorios de la corona austríaca y de Bohemia, así como parte del reino de Prusia. Tuvo breve existencia la Confederación Alemana del Norte, hegemonizada por Prusia, que dio paso al Imperio Alemán desde 1871 hasta 1918.
En el reino de Prusia se abolió la servidumbre a comienzos del siglo XIX en forma gradual, por regiones, lo que no sólo significó una redefinición de los derechos de propiedad de los Junker en el Este prusiano, sino también una importante mejora en el cultivo de la tierra, ante la aparición de nuevos propietarios. Asimismo, desde Prusia se motorizó la unión aduanera llamada Zollverein, que lentamente fue sumando nuevos actores, lo que generó un gran intercambio de bienes con varios estados que formaban parte de la Confederación Germánica, estimulando a partir de los años 1840 la expansión ferroviaria.
El progreso de las comunicaciones contó con el visto bueno estatal pero, sobre todo, con la inversión de capitales de los bancos privados. Estos pusieron dinero en el emprendimiento y llegaron a formar parte de los directorios de las empresas ferroviarias, una costumbre que se extendió a la industria minera, siderúrgica y electromecánica. Este proceso de industrialización se vio estimulado por la construcción de vías férreas que, en los comienzos, importaba los rieles y máquinas de Gran Bretaña, y alentó a la extracción de minerales en Alemania.
El Zollverein también fue creando una unión monetaria en torno al Taller prusiano, que se fue fortaleciendo por su convertibilidad a la plata, y se celebraron tratados monetarios con Baviera y Austria, lo que facilitó el intercambio económico entre los estados de la Confederación.
Con la unificación en torno a Prusia y la creación del Imperio Alemán, en 1871, el Estado comenzó a tener un rol creciente a través del intervencionismo y el proteccionismo. Por presión de los terratenientes prusianos, en 1879 se estableció un fuerte régimen de protección aduanera a los productos agrícolas ante la creciente competencia de los cereales provenientes de Estados Unidos, América del Sur y las colonias británicas de ultramar, ya que los costos de transporte habían bajado significativamente con las nuevas tecnologías. El Imperio Alemán creó su banco central, el Reichsbank, y con él una nueva moneda convertible al oro, el Reichsmark, en 1876.
Este progreso estuvo acompañado por la educación técnica y científica en las escuelas y universidades, que fueron ganando calidad y prestigio con el correr de los años.
La política imperial estableció los cimientos del denominado Estado benefactor con el objetivo político de impedir el avance del socialismo, regulando las relaciones laborales y creando seguros de accidentes y jubilaciones. No obstante, la socialdemocracia alemana fue el principal partido político en la Dieta.
El Imperio Alemán llegó a ser, en 1913, la segunda economía mundial; en el comercio internacional, el Reino Unido representaba el 15%, en tanto que los germanos el 13%, seguidos por el 11% de los Estados Unidos y el 8% de Francia. Fueron las ambiciones políticas del kaiser Guillermo II las que llevaron a Alemania a la fatal primera guerra mundial, con su vano sueño de la Weltpolitik.
Toni Pierenkemper y Richard Tilly, The German Economy during the Nineteenth Century. New York, Berghahn Books, 2004.
En el reino de Prusia se abolió la servidumbre a comienzos del siglo XIX en forma gradual, por regiones, lo que no sólo significó una redefinición de los derechos de propiedad de los Junker en el Este prusiano, sino también una importante mejora en el cultivo de la tierra, ante la aparición de nuevos propietarios. Asimismo, desde Prusia se motorizó la unión aduanera llamada Zollverein, que lentamente fue sumando nuevos actores, lo que generó un gran intercambio de bienes con varios estados que formaban parte de la Confederación Germánica, estimulando a partir de los años 1840 la expansión ferroviaria.
El progreso de las comunicaciones contó con el visto bueno estatal pero, sobre todo, con la inversión de capitales de los bancos privados. Estos pusieron dinero en el emprendimiento y llegaron a formar parte de los directorios de las empresas ferroviarias, una costumbre que se extendió a la industria minera, siderúrgica y electromecánica. Este proceso de industrialización se vio estimulado por la construcción de vías férreas que, en los comienzos, importaba los rieles y máquinas de Gran Bretaña, y alentó a la extracción de minerales en Alemania.
El Zollverein también fue creando una unión monetaria en torno al Taller prusiano, que se fue fortaleciendo por su convertibilidad a la plata, y se celebraron tratados monetarios con Baviera y Austria, lo que facilitó el intercambio económico entre los estados de la Confederación.
Con la unificación en torno a Prusia y la creación del Imperio Alemán, en 1871, el Estado comenzó a tener un rol creciente a través del intervencionismo y el proteccionismo. Por presión de los terratenientes prusianos, en 1879 se estableció un fuerte régimen de protección aduanera a los productos agrícolas ante la creciente competencia de los cereales provenientes de Estados Unidos, América del Sur y las colonias británicas de ultramar, ya que los costos de transporte habían bajado significativamente con las nuevas tecnologías. El Imperio Alemán creó su banco central, el Reichsbank, y con él una nueva moneda convertible al oro, el Reichsmark, en 1876.
Este progreso estuvo acompañado por la educación técnica y científica en las escuelas y universidades, que fueron ganando calidad y prestigio con el correr de los años.
La política imperial estableció los cimientos del denominado Estado benefactor con el objetivo político de impedir el avance del socialismo, regulando las relaciones laborales y creando seguros de accidentes y jubilaciones. No obstante, la socialdemocracia alemana fue el principal partido político en la Dieta.
El Imperio Alemán llegó a ser, en 1913, la segunda economía mundial; en el comercio internacional, el Reino Unido representaba el 15%, en tanto que los germanos el 13%, seguidos por el 11% de los Estados Unidos y el 8% de Francia. Fueron las ambiciones políticas del kaiser Guillermo II las que llevaron a Alemania a la fatal primera guerra mundial, con su vano sueño de la Weltpolitik.
Toni Pierenkemper y Richard Tilly, The German Economy during the Nineteenth Century. New York, Berghahn Books, 2004.
martes, 8 de octubre de 2013
"The Tibetan Book of the Dead: A Biography", de Donald S. Lopez.
En Occidente es muy conocido y leído el llamado Libro Tibetano de los Muertos, un texto sobre el que Donald S. Lopez escribe una biografía, centrándose en la singular vida de quien fue su compilador y difusor, el antropólogo estadounidense Walter Evans-Wentz.
Walter Yeeling Wentz -luego se agregó el apellido Evans- era un seguidor de la Teosofía de Madame Helena P. Blavatsky y el capitán Olcott y, como tal, desde esa óptica realizó estudios de la literatura celta y luego incursionó en estudios sobre Egipto, la India y el Tíbet. Estudió literatura en Stanford y antropología en Oxford. Durante la primera guerra mundial vivió en la tierra de los antiguos faraones, migrando luego a la India, en donde adquirió los textos que luego compiló y denominó Libro Tibetano de los Muertos, asemejándolo al Libro Egipcio de los muertos. Desde el punto de partida de la teosofía, Evans-Wentz sostenía que se trataba de un conocimiento antiquísimo con origen en la desaparecida Atlántida. Lo cierto es que estos textos tibetanos se remontan, legendariamente, a la presencia de Padmasambhava en el siglo VIII en el Tíbet, en donde predicó el budismo. Si bien sabemos que Padmasambhava estuvo pocos meses en esa región, la leyenda sostiene que dejó numerosos textos enterrados o escondidos, que van siendo revelados paulatinamente. Uno de los monjes que halló esos textos sagrados, el Bardo Tödöl, fue Karma Lingpa. Este texto trata sobre la estación intermedia entre la muerte y el renacimiento, a fin de guiar a las personas en su tránsito en esos días en el más allá.
Walter Evans-Wentz tradujo al inglés una compilación, con sus propias anotaciones, pero él ignoraba la lengua tibetana. La traducción estuvo a cargo de Kazi Dawa Samdup, tal como siempre lo hizo constar Evans-Wentz, y así se publicó a partir de 1927 en adelante en Occidente.
Donald S. Lopez Jr. señala que el libro es conocido y leído en Occidente, en tanto que en el Tíbet es apenas utilizado. Y es que algunas de sus partes son para los iniciados al budismo tántrico, a la par los monjes budistas tibetanos emplean otros textos para acompañar al muerto en ese tránsito.
Donald S. Lopez Jr., The Tibetan Book of the Dead: A Biography. Princeton, Princeton University Press, 2011.
Walter Yeeling Wentz -luego se agregó el apellido Evans- era un seguidor de la Teosofía de Madame Helena P. Blavatsky y el capitán Olcott y, como tal, desde esa óptica realizó estudios de la literatura celta y luego incursionó en estudios sobre Egipto, la India y el Tíbet. Estudió literatura en Stanford y antropología en Oxford. Durante la primera guerra mundial vivió en la tierra de los antiguos faraones, migrando luego a la India, en donde adquirió los textos que luego compiló y denominó Libro Tibetano de los Muertos, asemejándolo al Libro Egipcio de los muertos. Desde el punto de partida de la teosofía, Evans-Wentz sostenía que se trataba de un conocimiento antiquísimo con origen en la desaparecida Atlántida. Lo cierto es que estos textos tibetanos se remontan, legendariamente, a la presencia de Padmasambhava en el siglo VIII en el Tíbet, en donde predicó el budismo. Si bien sabemos que Padmasambhava estuvo pocos meses en esa región, la leyenda sostiene que dejó numerosos textos enterrados o escondidos, que van siendo revelados paulatinamente. Uno de los monjes que halló esos textos sagrados, el Bardo Tödöl, fue Karma Lingpa. Este texto trata sobre la estación intermedia entre la muerte y el renacimiento, a fin de guiar a las personas en su tránsito en esos días en el más allá.
Walter Evans-Wentz tradujo al inglés una compilación, con sus propias anotaciones, pero él ignoraba la lengua tibetana. La traducción estuvo a cargo de Kazi Dawa Samdup, tal como siempre lo hizo constar Evans-Wentz, y así se publicó a partir de 1927 en adelante en Occidente.
Donald S. Lopez Jr. señala que el libro es conocido y leído en Occidente, en tanto que en el Tíbet es apenas utilizado. Y es que algunas de sus partes son para los iniciados al budismo tántrico, a la par los monjes budistas tibetanos emplean otros textos para acompañar al muerto en ese tránsito.
Donald S. Lopez Jr., The Tibetan Book of the Dead: A Biography. Princeton, Princeton University Press, 2011.
domingo, 6 de octubre de 2013
"The Political Economy of Stalinism", de Paul Gregory
Paul R. Gregory es el autor de este libro dedicado a analizar la política económica del stalinismo en la que, ya estabilizada la Unión Soviética tras los años de la guerra civil y la aplicación de la llamada Nueva Política Económica (NEP), se embarcó en la planificación centralizada. Tras los debates internos del Politburó, en los que Stalin fue mutando sus posiciones para deshacerse de sus rivales del Partido (Trotski, Kamenev, Zinoviev y Bujarin), la economía centralizada primero requirió la colectivización de la agricultura para la "acumulación primitiva de capital", y luego pasó a la "super industrialización".
Gregory nos recuerda que fueron los economistas Ludwig von Mises y Friedrich A. Hayek los primeros en señalar la imposibilidad de la planificación centralizada de la economía. Años más tarde, Hayek subrayó en Camino de servidumbre la pérdida de las libertades individuales como consecuencia de la desaparición de la propiedad privada y la implantación del comando centralizado de la economía. A pesar del derrumbe soviético, de las advertencias de los economistas austríacos y de toda la experiencia histórica en distintos países en los que se aplicó el socialismo real, hay autores y políticos que persisten en esta idea: culpan al jinete y no al caballo.
Paul Gregory, entonces, se zambulle en los archivos de la Unión Soviética para mostrarnos con abundancia de documentación que cuanto señalaron Mises y Hayek tuvo un gran acierto, pero asimismo se interroga cómo es que este sistema duró mucho más de lo que sus críticos hubieran sospechado. El libro es rico en historia fáctica, mostrándonos cómo es que se tomaban las decisiones de la economía socialista. Por un lado, el Politburó establecía los lineamientos generales de la economía en sus planes quinquenales, que eran reformulados una y otra vez durante la travesía. El mismísimo Stalin a veces se inmiscuía en detalles como las partes de los automóviles, la distribución de vehículos en las regiones, o bien cuántos carriles debía tener una ruta. Esto lo hacía para ser siempre quien tuviera la decisión final, a fin de conservar el poder y no relegarlo en los ministerios que, a su vez, se fueron multiplicando con el paso de los años.
Ante la falta de incentivos, por un lado se aplicaron castigos drásticos al ausentismo, la pereza o la falta de productividad, poblando el sistema del Gulag. Por el otro, se toleraron con disimulo las metas que no se alcanzaban, cambiando sobre la marcha las metas de la planificación quinquenal. La "acumulación primitiva de capital" para la industrialización se realizó con la colectivización de la agricultura y la ganadería, que significó la muerte de una porción escalofriante de los pequeños campesinos conocidos como kulaky. El homo sovieticus tan proclamado y esperado no nacía, y los ministerios y empresas se manejaron con criterios de supervivencia política hasta los años ochenta.
El autor remata aseverando que el problema fue el intento de planificación y no quién haya sido el jinete: la enorme cantidad de información no puede ser procesada ni siquiera con la aplicación de las nuevas tecnologías y, además, termina cimentando un sistema totalitario. O sea que el problema fue el caballo y no el jinete, ya que después de Stalin hubo otros como Jruschov, Brezhnev, Andropov, Chernenko y Gorbachov que no pudieron dominar a la fiera.
Paul R. Gregory, The Political Economy of Stalinism: Evidence from the Soviet Secret Archives. Cambridge, Cambridge University Press, 2004.
Gregory nos recuerda que fueron los economistas Ludwig von Mises y Friedrich A. Hayek los primeros en señalar la imposibilidad de la planificación centralizada de la economía. Años más tarde, Hayek subrayó en Camino de servidumbre la pérdida de las libertades individuales como consecuencia de la desaparición de la propiedad privada y la implantación del comando centralizado de la economía. A pesar del derrumbe soviético, de las advertencias de los economistas austríacos y de toda la experiencia histórica en distintos países en los que se aplicó el socialismo real, hay autores y políticos que persisten en esta idea: culpan al jinete y no al caballo.
Paul Gregory, entonces, se zambulle en los archivos de la Unión Soviética para mostrarnos con abundancia de documentación que cuanto señalaron Mises y Hayek tuvo un gran acierto, pero asimismo se interroga cómo es que este sistema duró mucho más de lo que sus críticos hubieran sospechado. El libro es rico en historia fáctica, mostrándonos cómo es que se tomaban las decisiones de la economía socialista. Por un lado, el Politburó establecía los lineamientos generales de la economía en sus planes quinquenales, que eran reformulados una y otra vez durante la travesía. El mismísimo Stalin a veces se inmiscuía en detalles como las partes de los automóviles, la distribución de vehículos en las regiones, o bien cuántos carriles debía tener una ruta. Esto lo hacía para ser siempre quien tuviera la decisión final, a fin de conservar el poder y no relegarlo en los ministerios que, a su vez, se fueron multiplicando con el paso de los años.
Ante la falta de incentivos, por un lado se aplicaron castigos drásticos al ausentismo, la pereza o la falta de productividad, poblando el sistema del Gulag. Por el otro, se toleraron con disimulo las metas que no se alcanzaban, cambiando sobre la marcha las metas de la planificación quinquenal. La "acumulación primitiva de capital" para la industrialización se realizó con la colectivización de la agricultura y la ganadería, que significó la muerte de una porción escalofriante de los pequeños campesinos conocidos como kulaky. El homo sovieticus tan proclamado y esperado no nacía, y los ministerios y empresas se manejaron con criterios de supervivencia política hasta los años ochenta.
El autor remata aseverando que el problema fue el intento de planificación y no quién haya sido el jinete: la enorme cantidad de información no puede ser procesada ni siquiera con la aplicación de las nuevas tecnologías y, además, termina cimentando un sistema totalitario. O sea que el problema fue el caballo y no el jinete, ya que después de Stalin hubo otros como Jruschov, Brezhnev, Andropov, Chernenko y Gorbachov que no pudieron dominar a la fiera.
Paul R. Gregory, The Political Economy of Stalinism: Evidence from the Soviet Secret Archives. Cambridge, Cambridge University Press, 2004.
domingo, 22 de septiembre de 2013
"Hesiod's Cosmos", de Jenny Strauss Clay.
Jenny Strauss Clay ha dedicado este libro al cosmos de Hesíodo, conformado por su Teogonía y Los trabajos y los días. En su visión, que sostiene con acierto a lo largo del libro, ambas obras son complementarias y muestran, por un lado, el cosmos de los dioses olímpicos y, por el otro, la vida humana.
La Teogonía se nos presenta como una espiga, abigarrada, y la autora saca una por una cada semilla para mostrarnos toda la fecundidad del libro. Es así como nos explica la lucha generacional de Urano, Cronos y Zeus, así como las alianzas que este último sabe articular para quedar como jefe del panteón, tras haber derrotado a los Titanes y a Tifón. La diosa Gea, insiste Jenny Strauss Clay, colaboró sistemáticamente en ayudar siempre al pretendiente más joven, tierra fértil que da nacimiento a la vida, vientre feraz de deidades. Zeus, no obstante, supo tejer un orden cósmico que se mantiene en equilibrio, a la par que logró no ser enfrentado por ninguno de sus descendientes.
Asimismo, dedica un capítulo muy interesante a Prometeo a partir de su tratamiento en los dos libros, y rescata a la diosa Hécate, colocándola en un plano más elevado, completamente diferente del habitual, ya que su actuación es la que determina el éxito de cualquier empresa.
De gran relevancia es el tratamiento que tiene la antropogonía y las cinco edades de la humanidad. Las dos primeras, de oro y plata, fracasaron por su imposibilidad de reproducirse. La tercera, de bronce, se dedicó enteramente a la guerra, por lo que la intervención divina participó en la génesis de la de los héroes, comparable a la edad dorada, pero luego la humanidad cae en la edad de hierro por el alejamiento de los dioses.
Este libro fue escrito con inteligencia, conocimiento y perspicacia, mostrándonos cómo es posible seguir nutriéndonos con la cultura clásica con el transcurso de los siglos.
Jenny Strauss Clay, Hesiod's Cosmos. Cambridge, Cambridge University Press, 2003.
La Teogonía se nos presenta como una espiga, abigarrada, y la autora saca una por una cada semilla para mostrarnos toda la fecundidad del libro. Es así como nos explica la lucha generacional de Urano, Cronos y Zeus, así como las alianzas que este último sabe articular para quedar como jefe del panteón, tras haber derrotado a los Titanes y a Tifón. La diosa Gea, insiste Jenny Strauss Clay, colaboró sistemáticamente en ayudar siempre al pretendiente más joven, tierra fértil que da nacimiento a la vida, vientre feraz de deidades. Zeus, no obstante, supo tejer un orden cósmico que se mantiene en equilibrio, a la par que logró no ser enfrentado por ninguno de sus descendientes.
Asimismo, dedica un capítulo muy interesante a Prometeo a partir de su tratamiento en los dos libros, y rescata a la diosa Hécate, colocándola en un plano más elevado, completamente diferente del habitual, ya que su actuación es la que determina el éxito de cualquier empresa.
De gran relevancia es el tratamiento que tiene la antropogonía y las cinco edades de la humanidad. Las dos primeras, de oro y plata, fracasaron por su imposibilidad de reproducirse. La tercera, de bronce, se dedicó enteramente a la guerra, por lo que la intervención divina participó en la génesis de la de los héroes, comparable a la edad dorada, pero luego la humanidad cae en la edad de hierro por el alejamiento de los dioses.
Este libro fue escrito con inteligencia, conocimiento y perspicacia, mostrándonos cómo es posible seguir nutriéndonos con la cultura clásica con el transcurso de los siglos.
Jenny Strauss Clay, Hesiod's Cosmos. Cambridge, Cambridge University Press, 2003.
domingo, 15 de septiembre de 2013
"Pathways: A Study of Six Post-Communist Countries", de Lars Johannsen (comp.).
En este libro se analizan seis países post-comunistas, muy diferentes entre sí: Kazajistán, Georgia, Estonia, Eslovenia, República Checa y Polonia. Los tres primeros fueron parte de la Unión Soviética; Eslovenia fue la primera república que se independizó de la ex Yugoslavia, en tanto que la República Checa y Polonia fueron satélites de la URSS.
Sally Cummings aborda el caso de Kazajistán, cuyo gobierno de mano de hierro de Nursultan Nazarbaiev continúa desde la descomposición soviética. Los kazajos lograron ser la mayoría de la población varios años después de la independencia por la emigración de los rusos que allí habitaban. La fuerte presencia de la minoría rusa, que habita en la zona boreal, fronteriza con la Federación de Rusia, llevó a que el régimen autoritario sea más unitario, a la vez que reconoció la lengua rusa como segundo idioma oficial. Kazajistán juega entre Rusia y la República Popular China, y en menor grado con los Estados Unidos, la Unión Europea y otros países asiáticos para mantener un grado de autonomía con respecto a sus grandes vecinos. Los cuantiosos ingresos por la explotación de sus recursos naturales le permiten mantener el régimen autoritario y corrupto de Nazarbaiev frente a sus opositores dispersos y sin posibilidad de acceder a los medios de comunicación, manipulados por el poder.
Georgia, país inestable del Cáucaso, ha tenido una difícil transición post-comunista por las tendencias separatistas de abjazios y osetios -apoyados por Rusia- así como por el régimen clientelista montado -o preservado- por Eduard Shevardnadze, el otrora ministro de Asuntos Exteriores de Mijail Gorbachov. Si bien la Revolución de las Rosas de Saakashvili logró la renuncia de Shevardnadze y una política de reformas democráticas y de economía de mercado, el país sigue en jaque por las presiones exteriores.
Estonia, en cambio, exhibe un contrapunto interesante: no sólo es una democracia liberal y una próspera economía de mercado, sino que también logró ingresar en la OTAN y la Unión Europea. Tutelada por una élite política muy joven, logró la formación de un estado nacional que privó de la ciudadanía a la numerosa minoría rusa -en su mayor parte, asentada tras la ocupación soviética resultante del pacto Ribbentropp-Molotov de 1939-. Su meta era clara: asegurar la supervivencia de Estonia con la adhesión a las grandes alianzas occidentales, para separarse de toda influencia rusa. Esto llevó a la formación de varias coaliciones de centro-derecha que bloquearon toda posibilidad de que la centroizquierda -percibida como filorrusa- tuviese posibilidades de acceder al gobierno.
Eslovenia es un caso atípico: la ex Yugoslavia socialista del Mariscal Tito hizo su propio camino al separarse del modelo soviético y dejó una fuerte impronta. Asimismo, hay una fuerte tradición corporativista que se expresa en el Consejo Nacional, la cámara alta, en la que están representados los intereses económicos y regionales del país. Se advierte una gran desconfianza hacia los partidos políticos. Sin embargo, su alto nivel de vida, la vecindad con Austria e Italia y la estabilidad política y económica le permitieron ingresar a la Unión Europea y la OTAN.
La República Checa tuvo una rápida transición a la economía de mercado y un desarrollo pacífico hacia la democracia liberal. El acento del capítulo escrito por Rick Fawn está puesto en que desde la revolución de terciopelo hasta hoy, todos los gobiernos han sido de coalición, ya que ninguno de los partidos logró tener una mayoría propia en el Parlamento. El liderazgo de Václav Havel como presidente le permitió a la República Checa tener una gran presencia internacional, ya que se desmarcó de las opiniones de Václav Klaus -a la sazón primer ministro-. El autor no ha señalado los gobiernos "técnicos" que hubo en algunos períodos. Si bien los partidos más votados han sido el ODS (Partido Cívico Democrático) durante muchos años liderado por Klaus, y el ČSSD, ninguno de ellos ha tenido la mayoría parlamentaria, y tuvieron que formar coaliciones con otras expresiones de centro derecha y la democracia cristiana. Hasta ahora, ha habido un consenso general de que el Partido Comunista de Bohemia y Moravia, que mantiene una representación parlamentaria más o menos estable, no forme parte de ningún gobierno. Este mapa habría de cambiar significativamente en los próximos comicios parlamentarios, adelantados, del 25 y 26 de octubre, ya que el ODS se está derrumbando en la intención de voto, desplazado por TOP 09.
Polonia, el último de los países bajo análisis, es el que más lentamente hizo sus reformas económicas y administrativas para ingresar a la UE, a las que les dio celeridad e intensidad bajo presión tras advertencias desde Bruselas.
Lars Johannsen y Karin Hilmer Pedersen (comp.), Pathways: A Study of Six Post-Communist Countries. Aarhus, Aarhus University Press, 2009.
Sally Cummings aborda el caso de Kazajistán, cuyo gobierno de mano de hierro de Nursultan Nazarbaiev continúa desde la descomposición soviética. Los kazajos lograron ser la mayoría de la población varios años después de la independencia por la emigración de los rusos que allí habitaban. La fuerte presencia de la minoría rusa, que habita en la zona boreal, fronteriza con la Federación de Rusia, llevó a que el régimen autoritario sea más unitario, a la vez que reconoció la lengua rusa como segundo idioma oficial. Kazajistán juega entre Rusia y la República Popular China, y en menor grado con los Estados Unidos, la Unión Europea y otros países asiáticos para mantener un grado de autonomía con respecto a sus grandes vecinos. Los cuantiosos ingresos por la explotación de sus recursos naturales le permiten mantener el régimen autoritario y corrupto de Nazarbaiev frente a sus opositores dispersos y sin posibilidad de acceder a los medios de comunicación, manipulados por el poder.
Georgia, país inestable del Cáucaso, ha tenido una difícil transición post-comunista por las tendencias separatistas de abjazios y osetios -apoyados por Rusia- así como por el régimen clientelista montado -o preservado- por Eduard Shevardnadze, el otrora ministro de Asuntos Exteriores de Mijail Gorbachov. Si bien la Revolución de las Rosas de Saakashvili logró la renuncia de Shevardnadze y una política de reformas democráticas y de economía de mercado, el país sigue en jaque por las presiones exteriores.
Estonia, en cambio, exhibe un contrapunto interesante: no sólo es una democracia liberal y una próspera economía de mercado, sino que también logró ingresar en la OTAN y la Unión Europea. Tutelada por una élite política muy joven, logró la formación de un estado nacional que privó de la ciudadanía a la numerosa minoría rusa -en su mayor parte, asentada tras la ocupación soviética resultante del pacto Ribbentropp-Molotov de 1939-. Su meta era clara: asegurar la supervivencia de Estonia con la adhesión a las grandes alianzas occidentales, para separarse de toda influencia rusa. Esto llevó a la formación de varias coaliciones de centro-derecha que bloquearon toda posibilidad de que la centroizquierda -percibida como filorrusa- tuviese posibilidades de acceder al gobierno.
Eslovenia es un caso atípico: la ex Yugoslavia socialista del Mariscal Tito hizo su propio camino al separarse del modelo soviético y dejó una fuerte impronta. Asimismo, hay una fuerte tradición corporativista que se expresa en el Consejo Nacional, la cámara alta, en la que están representados los intereses económicos y regionales del país. Se advierte una gran desconfianza hacia los partidos políticos. Sin embargo, su alto nivel de vida, la vecindad con Austria e Italia y la estabilidad política y económica le permitieron ingresar a la Unión Europea y la OTAN.
La República Checa tuvo una rápida transición a la economía de mercado y un desarrollo pacífico hacia la democracia liberal. El acento del capítulo escrito por Rick Fawn está puesto en que desde la revolución de terciopelo hasta hoy, todos los gobiernos han sido de coalición, ya que ninguno de los partidos logró tener una mayoría propia en el Parlamento. El liderazgo de Václav Havel como presidente le permitió a la República Checa tener una gran presencia internacional, ya que se desmarcó de las opiniones de Václav Klaus -a la sazón primer ministro-. El autor no ha señalado los gobiernos "técnicos" que hubo en algunos períodos. Si bien los partidos más votados han sido el ODS (Partido Cívico Democrático) durante muchos años liderado por Klaus, y el ČSSD, ninguno de ellos ha tenido la mayoría parlamentaria, y tuvieron que formar coaliciones con otras expresiones de centro derecha y la democracia cristiana. Hasta ahora, ha habido un consenso general de que el Partido Comunista de Bohemia y Moravia, que mantiene una representación parlamentaria más o menos estable, no forme parte de ningún gobierno. Este mapa habría de cambiar significativamente en los próximos comicios parlamentarios, adelantados, del 25 y 26 de octubre, ya que el ODS se está derrumbando en la intención de voto, desplazado por TOP 09.
Polonia, el último de los países bajo análisis, es el que más lentamente hizo sus reformas económicas y administrativas para ingresar a la UE, a las que les dio celeridad e intensidad bajo presión tras advertencias desde Bruselas.
Lars Johannsen y Karin Hilmer Pedersen (comp.), Pathways: A Study of Six Post-Communist Countries. Aarhus, Aarhus University Press, 2009.
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lunes, 9 de septiembre de 2013
"Faith and Power", de Bernard Lewis.
Este libro de Bernard Lewis, reconocido especialista en el mundo árabe, es una selección de artículos, conferencias y discursos que busca establecer un puente de conocimiento sobre la civilización islámica. Como toda cultura, tiene sus luces y sombras, sus procesos y dinámicas, concepciones y vocabulario que lo hacen diferente y a veces despierta la perplejidad, otras la admiración y también la indignación del observador occidental.
Bernard Lewis se esmera con paciencia en desbrozar el camino, señalando qué es lo específicamente islámico y qué no, a lo largo de las catorce centurias de su existencia. Y lo hace desde el estudio y la reflexión, no desde el sentimiento de culpa, la apología o el panfleto incendiario.
El autor nos recuerda que Muhammad (Mahoma) no sólo fue el profeta que dio origen a una nueva religión, sino también un gobernante. Esta diferencia en el nacimiento del Islam es clave para comprender su distancia con respecto, por ejemplo, al judaísmo (Moisés no pudo entrar a la tierra prometida) y al cristianismo, que fue religión estatal tres siglos después de la muerte de Jesús. De allí que en el Islam no exista la diferencia entre la religión y el Estado, o de lo sagrado y lo profano, tal como en Occidente. No hay una autoridad "eclesiástica" de los musulmanes, y la ley y el gobierno están inspirados por la religión, tomando como modelo el tiempo en que el profeta Muhammad fue el líder político de Medina. Por otro lado, tanto el cristianismo como el Islam se consideran a sí mismos como la revelación definitiva de Dios, y ambos se asientan en civilizaciones de gran arraigo histórico.
Cuando surgió el Islam, la cristiandad estaba difundida no sólo en Europa, sino también en el norte de África y el Medio Oriente: el imperio bizantino se extendía por Siria, Irak y Palestina. Allí están, como recuerdo de ese pasado, los cristianos sirios e irakíes, así como los coptos de Egipto. Bernard Lewis señala que el Islam no es la religión de la paz -ya que se expandió por medio de la guerra hacia Occidente y Oriente-, pero que tampoco hace de la guerra su finalidad, y que tanto en el Corán como en los Hadith y el desarrollo jurisprudencial, tiene reglas claras y precisas sobre los enfrentamientos bélicos. Lewis lo subraya: el terrorismo no es islámico, ni tampoco el suicidio. De hecho, propone a los jóvenes que actualmente se entrenan para colocar bombas que matan a inocentes, que lean las fuentes del conocimiento musulmán, para que puedan descubrir que son manipulados en contra de la enseñanza islámica.
El vocabulario construido por ambas civilizaciones no ha contribuido para hallar caminos de convivencia: musulmanes y cristianos se han acusado de infieles y no creyentes, y tampoco han reconocido al otro como religión. Los musulmanes se han referido a los cristianos por sus nacionalidades: francos, romanos, eslavos, o bien con el término derogatorio de "nazarenos". Los cristianos, por su lado, hablaron de sarracenos, árabes, turcos o tátaros, o bien con la denominación -aún extendida- de "mahometanos".
En los catorce siglos, hubo avances y repliegues de ambas partes, quedando los judíos en medio del enfrentamiento, debiendo adaptarse lo mejor posible en ambas culturas. Lewis señala diferencias notorias entre los judíos del mundo cristiano, de los judíos que vivieron en el universo islámico, cuestión sobre la que escribió un libro anteriormente.
Lo cierto es que cristianos y judíos pudieron desarrollar sus comunidades en los países musulmanes, con sus autoridades religiosas y costumbres, siendo el Imperio Otomano un ejemplo de ello, a pesar de las imposiciones gubernamentales. El otro gran ejemplo, no citado por Lewis, fue la España musulmana, Al Andalus, con su espléndida cultura, aunque fue la periferia del mundo árabe. No ocurrió lo mismo, bien lo sabemos, con los judíos y musulmanes en la Europa de la Edad Media, en donde hubo expulsiones, bautismos forzados y persecuciones.
Si bien Bernard Lewis recuerda que es historiador y que, como tal, su material de estudio es el pasado y no el futuro, se adentra en territorios como la posibilidad de la democracia liberal en el mundo islámico, rescatando algunos elementos que podrían ayudarla a crecer. Advierte al lector, sí, que los regímenes autoritarios de Medio Oriente no han sido lo habitual, en el sentido de que los gobiernos tradicionales no han tenido un poder casi ilimitado como el que han dispuesto Hussein, Assad o Gaddafi. Nos recuerda que el partido Baath fue fundado bajo el modelo fascista en los años cuarenta, bajo la influencia del régimen de Vichy, y luego reconvertido al modelo leninista soviético. Pero, además, pone de relieve que la centralización del poder se fue acrecentando con la incorporación de nuevas tecnologías. Si bien en el mundo islámico no hay una tradición parlamentaria, sí hubo una costumbre de buscar consejos de los diversos sectores de la sociedad.
También pone énfasis en un aspecto significativo: para los musulmanes, lo que distingue un buen gobierno de uno malo, es que sea justo, no que sea libre. Y esa justicia, inevitablemente en el contexto islámico, es que esté de acuerdo al Corán. No obstante, y por la creciente influencia de los medios occidentales, la concepción de la libertad individual se abre camino en esa cultura.
Lewis dedica gran espacio a la situación de la mujer en el Islam, que tanto nos choca a los occidentales. Si bien hay mucho por recorrer, también en esto la modernización abrirá nuevas puertas, y ahí está el modelo turco para demostrarlo. Y aquí agrego: la mujer musulmana tenía una gran libertad cuando los árabes eran nómadas, en aquellas caravanas que atravesaban los desiertos, pero pierde y se la encierra cuando se transforman en sociedades urbanas. Los rastros de esa libertad perdida se hallan en la literatura árabe clásica, exquisita y refinada expresión de una cultura que estuvo abierta a la fantasía y el despliegue de la imaginación.
El autor deplora que el islamismo radical tenga simpatizantes en Occidente, ya sea de la izquierda -por su antiamericanismo-, o por la derecha -por su antijudaísmo-. La influencia y difusión del wahhabismo en Europa se debe a los cuantiosos recursos que dispone.
El libro es una invitación a reflexionar. Si bien muchos de sus argumentos se reiteran en varios capítulos, su buena e inteligente prosa ayuda a navegar en un océano que, infortunadamente, se nos presenta turbulento en estas jornadas en las que se debate la posible intervención en Siria.
Bernard Lewis, Faith and Power: Religion and Politics in the Middle East. New York, Oxford University Press, 2010.
Bernard Lewis se esmera con paciencia en desbrozar el camino, señalando qué es lo específicamente islámico y qué no, a lo largo de las catorce centurias de su existencia. Y lo hace desde el estudio y la reflexión, no desde el sentimiento de culpa, la apología o el panfleto incendiario.
El autor nos recuerda que Muhammad (Mahoma) no sólo fue el profeta que dio origen a una nueva religión, sino también un gobernante. Esta diferencia en el nacimiento del Islam es clave para comprender su distancia con respecto, por ejemplo, al judaísmo (Moisés no pudo entrar a la tierra prometida) y al cristianismo, que fue religión estatal tres siglos después de la muerte de Jesús. De allí que en el Islam no exista la diferencia entre la religión y el Estado, o de lo sagrado y lo profano, tal como en Occidente. No hay una autoridad "eclesiástica" de los musulmanes, y la ley y el gobierno están inspirados por la religión, tomando como modelo el tiempo en que el profeta Muhammad fue el líder político de Medina. Por otro lado, tanto el cristianismo como el Islam se consideran a sí mismos como la revelación definitiva de Dios, y ambos se asientan en civilizaciones de gran arraigo histórico.
Cuando surgió el Islam, la cristiandad estaba difundida no sólo en Europa, sino también en el norte de África y el Medio Oriente: el imperio bizantino se extendía por Siria, Irak y Palestina. Allí están, como recuerdo de ese pasado, los cristianos sirios e irakíes, así como los coptos de Egipto. Bernard Lewis señala que el Islam no es la religión de la paz -ya que se expandió por medio de la guerra hacia Occidente y Oriente-, pero que tampoco hace de la guerra su finalidad, y que tanto en el Corán como en los Hadith y el desarrollo jurisprudencial, tiene reglas claras y precisas sobre los enfrentamientos bélicos. Lewis lo subraya: el terrorismo no es islámico, ni tampoco el suicidio. De hecho, propone a los jóvenes que actualmente se entrenan para colocar bombas que matan a inocentes, que lean las fuentes del conocimiento musulmán, para que puedan descubrir que son manipulados en contra de la enseñanza islámica.
El vocabulario construido por ambas civilizaciones no ha contribuido para hallar caminos de convivencia: musulmanes y cristianos se han acusado de infieles y no creyentes, y tampoco han reconocido al otro como religión. Los musulmanes se han referido a los cristianos por sus nacionalidades: francos, romanos, eslavos, o bien con el término derogatorio de "nazarenos". Los cristianos, por su lado, hablaron de sarracenos, árabes, turcos o tátaros, o bien con la denominación -aún extendida- de "mahometanos".
En los catorce siglos, hubo avances y repliegues de ambas partes, quedando los judíos en medio del enfrentamiento, debiendo adaptarse lo mejor posible en ambas culturas. Lewis señala diferencias notorias entre los judíos del mundo cristiano, de los judíos que vivieron en el universo islámico, cuestión sobre la que escribió un libro anteriormente.
Lo cierto es que cristianos y judíos pudieron desarrollar sus comunidades en los países musulmanes, con sus autoridades religiosas y costumbres, siendo el Imperio Otomano un ejemplo de ello, a pesar de las imposiciones gubernamentales. El otro gran ejemplo, no citado por Lewis, fue la España musulmana, Al Andalus, con su espléndida cultura, aunque fue la periferia del mundo árabe. No ocurrió lo mismo, bien lo sabemos, con los judíos y musulmanes en la Europa de la Edad Media, en donde hubo expulsiones, bautismos forzados y persecuciones.
Si bien Bernard Lewis recuerda que es historiador y que, como tal, su material de estudio es el pasado y no el futuro, se adentra en territorios como la posibilidad de la democracia liberal en el mundo islámico, rescatando algunos elementos que podrían ayudarla a crecer. Advierte al lector, sí, que los regímenes autoritarios de Medio Oriente no han sido lo habitual, en el sentido de que los gobiernos tradicionales no han tenido un poder casi ilimitado como el que han dispuesto Hussein, Assad o Gaddafi. Nos recuerda que el partido Baath fue fundado bajo el modelo fascista en los años cuarenta, bajo la influencia del régimen de Vichy, y luego reconvertido al modelo leninista soviético. Pero, además, pone de relieve que la centralización del poder se fue acrecentando con la incorporación de nuevas tecnologías. Si bien en el mundo islámico no hay una tradición parlamentaria, sí hubo una costumbre de buscar consejos de los diversos sectores de la sociedad.
También pone énfasis en un aspecto significativo: para los musulmanes, lo que distingue un buen gobierno de uno malo, es que sea justo, no que sea libre. Y esa justicia, inevitablemente en el contexto islámico, es que esté de acuerdo al Corán. No obstante, y por la creciente influencia de los medios occidentales, la concepción de la libertad individual se abre camino en esa cultura.
Lewis dedica gran espacio a la situación de la mujer en el Islam, que tanto nos choca a los occidentales. Si bien hay mucho por recorrer, también en esto la modernización abrirá nuevas puertas, y ahí está el modelo turco para demostrarlo. Y aquí agrego: la mujer musulmana tenía una gran libertad cuando los árabes eran nómadas, en aquellas caravanas que atravesaban los desiertos, pero pierde y se la encierra cuando se transforman en sociedades urbanas. Los rastros de esa libertad perdida se hallan en la literatura árabe clásica, exquisita y refinada expresión de una cultura que estuvo abierta a la fantasía y el despliegue de la imaginación.
El autor deplora que el islamismo radical tenga simpatizantes en Occidente, ya sea de la izquierda -por su antiamericanismo-, o por la derecha -por su antijudaísmo-. La influencia y difusión del wahhabismo en Europa se debe a los cuantiosos recursos que dispone.
El libro es una invitación a reflexionar. Si bien muchos de sus argumentos se reiteran en varios capítulos, su buena e inteligente prosa ayuda a navegar en un océano que, infortunadamente, se nos presenta turbulento en estas jornadas en las que se debate la posible intervención en Siria.
Bernard Lewis, Faith and Power: Religion and Politics in the Middle East. New York, Oxford University Press, 2010.
martes, 6 de agosto de 2013
"Stalin's Genocides", de Norman Naimark.
El historiador Norman Naimark, profesor en Stanford, escribió un libro breve, bien documentado y reflexivo sobre la naturaleza genocida del régimen de Stalin, enfocado en el período de entreguerras.
Naimark nos recuerda el nacimiento del concepto de genocidio por iniciativa del jurista Lemkin, antes de la segunda guerra mundial, y cuyo impulso sirvió para que fuera adoptado por las Naciones Unidas en 1948. No obstante, las delegaciones soviética y estadounidense hicieron varios reparos a una definición amplia, por lo que se limitó a la eliminación física con criterios de nacionalidad, etnia y religión, dejando a un lado los grupos sociales y políticos.
Y es que la Unión Soviética fue uno de los países victoriosos de la segunda guerra mundial y, como bien lo recuerda el autor, ya durante los juicios de Nuremberg hizo todo lo necesario para que matanzas como la de Katyn fuesen atribuidas a los nazis, un hecho que recién durante la presidencia de Boris Ieltsin se reconoció la responsabilidad soviética.
Naimark toma la deskulakización -que era la lucha contra el kulak como "enemigo de clase"- para alcanzar la colectivización de la agricultura, el holodomor -la hambruna provocada particularmente en Ucrania, pero también en Kazajistán- como eliminación del pueblo ucraniano, las deportaciones masivas de pueblos dentro de la URSS (alemanes, polacos, coreanos, tátaros de Crimea, chechenos e ingushes) y el Gran Terror de 1937-1938 como hechos históricos para determinar si fue o no genocida la política de Stalin.
No sólo por el enorme número de muertos por ejecución, hambre o frío, deportados, encarcelados en el GULAG, sino por las características de guerra de clase de la deskulakización y la política de eliminación de nacionalidades, como en el caso de los pueblos deportados, se arriba a la conclusión de que Stalin fue un genocida consciente, con pleno conocimiento y aprobación de cuanto ocurría. Fue él quien impartió las órdenes, y así consta en la documentación que hoy está siendo puesta a disposición de los historiadores. Diferente fue la cuestión del Gran Terror que, si bien fue de crímenes masivos, su misma arbitrariedad no permite clasificarla como genocidio.
La singularidad de la Shoá, con su política de exterminio sistemático del pueblo judío en nombre de la falsa superioridad biológica de los arios, no está en discusión. Quien era llevado a Treblinka o Birkenau, por mencionar sólo dos de los campos de exterminio, no tenía posibilidad de sobrevivir. El GULAG, en cambio, tenía como finalidad la "reeducación" y el disciplinamiento para el socialismo real, si es que se lograba sobrevivir al trabajo forzado, el frío extremo y la pésima alimentación. Sin embargo, también compartía con el nazismo la idea de la "culpabilidad", en este caso de clase, ya sea como kulak, antiguo burgués o terrateniente, o bien por haber pertenecido a alguno de los antiguos partidos no bolcheviques.
Stalin no vaciló en eliminar a los viejos bolcheviques con las acusaciones más disparatadas, como las conspiraciones conjuntas de trotskistas, británicos, japoneses y nazis. Así cayeron Kamenev, Zinoviev, Bujarin, Tujachevski y Rykov, entre tantos otros. La paranoia criminal de Stalin no hizo más que debilitar a la Unión Soviética, diezmando al ejército ante el inminente peligro alemán. Los mismos ejecutores fueron víctimas, como Iagoda y Ieshov, antiguos dirigentes de los servicios de seguridad, OGPU y NKVD. Nadie, excepto el mismísimo Stalin, estaba plenamente a salvo.
La reflexión final es en torno a la naturaleza criminal de los sistemas totalitarios. Todos ellos, persiguiendo una utopía -de clase, de superioridad biológica o nacional- no vacilan en exterminar a quienes no se acomodan a sus estándares. Hay quienes suponen que el problema ha sido la personalidad de Hitler, Stalin o Mao, pero lo cierto es que los regímenes totalitarios eliminan todos los límites al poder, dejando vía libre a la aniquilación de opositores -reales o ficticios- para lograr el triunfo de una sociedad perfecta como etapa última y definitiva de la historia humana.
Norman Naimark, Stalin's Genocides. Princeton, Princeton University Press, 2010.
Naimark nos recuerda el nacimiento del concepto de genocidio por iniciativa del jurista Lemkin, antes de la segunda guerra mundial, y cuyo impulso sirvió para que fuera adoptado por las Naciones Unidas en 1948. No obstante, las delegaciones soviética y estadounidense hicieron varios reparos a una definición amplia, por lo que se limitó a la eliminación física con criterios de nacionalidad, etnia y religión, dejando a un lado los grupos sociales y políticos.
Y es que la Unión Soviética fue uno de los países victoriosos de la segunda guerra mundial y, como bien lo recuerda el autor, ya durante los juicios de Nuremberg hizo todo lo necesario para que matanzas como la de Katyn fuesen atribuidas a los nazis, un hecho que recién durante la presidencia de Boris Ieltsin se reconoció la responsabilidad soviética.
Naimark toma la deskulakización -que era la lucha contra el kulak como "enemigo de clase"- para alcanzar la colectivización de la agricultura, el holodomor -la hambruna provocada particularmente en Ucrania, pero también en Kazajistán- como eliminación del pueblo ucraniano, las deportaciones masivas de pueblos dentro de la URSS (alemanes, polacos, coreanos, tátaros de Crimea, chechenos e ingushes) y el Gran Terror de 1937-1938 como hechos históricos para determinar si fue o no genocida la política de Stalin.
No sólo por el enorme número de muertos por ejecución, hambre o frío, deportados, encarcelados en el GULAG, sino por las características de guerra de clase de la deskulakización y la política de eliminación de nacionalidades, como en el caso de los pueblos deportados, se arriba a la conclusión de que Stalin fue un genocida consciente, con pleno conocimiento y aprobación de cuanto ocurría. Fue él quien impartió las órdenes, y así consta en la documentación que hoy está siendo puesta a disposición de los historiadores. Diferente fue la cuestión del Gran Terror que, si bien fue de crímenes masivos, su misma arbitrariedad no permite clasificarla como genocidio.
La singularidad de la Shoá, con su política de exterminio sistemático del pueblo judío en nombre de la falsa superioridad biológica de los arios, no está en discusión. Quien era llevado a Treblinka o Birkenau, por mencionar sólo dos de los campos de exterminio, no tenía posibilidad de sobrevivir. El GULAG, en cambio, tenía como finalidad la "reeducación" y el disciplinamiento para el socialismo real, si es que se lograba sobrevivir al trabajo forzado, el frío extremo y la pésima alimentación. Sin embargo, también compartía con el nazismo la idea de la "culpabilidad", en este caso de clase, ya sea como kulak, antiguo burgués o terrateniente, o bien por haber pertenecido a alguno de los antiguos partidos no bolcheviques.
Stalin no vaciló en eliminar a los viejos bolcheviques con las acusaciones más disparatadas, como las conspiraciones conjuntas de trotskistas, británicos, japoneses y nazis. Así cayeron Kamenev, Zinoviev, Bujarin, Tujachevski y Rykov, entre tantos otros. La paranoia criminal de Stalin no hizo más que debilitar a la Unión Soviética, diezmando al ejército ante el inminente peligro alemán. Los mismos ejecutores fueron víctimas, como Iagoda y Ieshov, antiguos dirigentes de los servicios de seguridad, OGPU y NKVD. Nadie, excepto el mismísimo Stalin, estaba plenamente a salvo.
La reflexión final es en torno a la naturaleza criminal de los sistemas totalitarios. Todos ellos, persiguiendo una utopía -de clase, de superioridad biológica o nacional- no vacilan en exterminar a quienes no se acomodan a sus estándares. Hay quienes suponen que el problema ha sido la personalidad de Hitler, Stalin o Mao, pero lo cierto es que los regímenes totalitarios eliminan todos los límites al poder, dejando vía libre a la aniquilación de opositores -reales o ficticios- para lograr el triunfo de una sociedad perfecta como etapa última y definitiva de la historia humana.
Norman Naimark, Stalin's Genocides. Princeton, Princeton University Press, 2010.
sábado, 3 de agosto de 2013
"Central Asia in World History", de Peter Golden.
El centro de Asia es una enorme región que vivió invasiones, ocupaciones y guerras durante milenios desde los más tempranos registros de la historia humana. Es, también, un escenario de grandes intercambios comerciales -la Ruta de la Seda- y de desarrollo y vida de concepciones religiosas muy variadas, desde el chamanismo, budismo, zoroastrismo, maniqueísmo, cristianismo nestoriano y el Islam.
Su diversidad étnica es testimonio de las oleadas humanas que arribaron con cada conquistador: indoiranios, turcomanos, árabes, mongoles y rusos, entre otros.
El libro de Peter Golden es un resumen de siglos de historia de la humanidad en Asia Central, comprendiendo no sólo a las ex repúblicas soviéticas de la región, sino también extendiendo el concepto hacia el actual Xinjiang, en la República Popular China, y Mongolia. Y es que es inevitable tener una visión amplia y abarcativa, ya que han sido varios los pueblos que tuvieron presencia y erigieron imperios en esa latitud. El autor parte de los primeros asentamientos y nos recuerda la presencia persa; luego los reinos de Bactria y Sogdiana, en los cuales hubo una maravillosa y exquisita fusión greco-budista; la llegada de los turcomanos, los xiongnu, los hunos, el inicio de la islamización en el siglo VIII con los árabes, el extenso imperio de los mongoles al mando de Chingiss Jan.
Asia Central se fue quedando en los márgenes cuando comenzó el desarrollo de la navegación ultramarina, con los viajes de los navegantes de Occidente al Oriente, de menor costo y duración que las antiguas caravanas. El uso de la pólvora, asimismo, dejó obsoletos a los viejos ejércitos nómadas de las estepas, que se negaron a modernizarse, o que no tuvieron recursos para hacerlo.
Ya en el siglo XIX, Bujara y Jiva fueron declarados protectorados por el Imperio Ruso, así como Kokand fue anexada. El otrora Turkestán ruso fue un laboratorio de ingeniería social durante el período soviético, que no sólo instrumentó mutaciones en las lenguas e historias locales, sino también dejó una tierra contaminada con lamentables consecuencias para la población. El Xinjiang, en la que los uigures fueron la mayoría durante siglos, es hoy una región en la que la presión demográfica de los inmigrantes chinos provoca tensiones explosivas.
Es un buen libro para quien quiera adentrarse en este territorio poco conocido para los occidentales, al margen de las habituales narrativas históricas.
Peter Golden, Central Asia in World History. New York, Oxford University Press, 2011.
Su diversidad étnica es testimonio de las oleadas humanas que arribaron con cada conquistador: indoiranios, turcomanos, árabes, mongoles y rusos, entre otros.
El libro de Peter Golden es un resumen de siglos de historia de la humanidad en Asia Central, comprendiendo no sólo a las ex repúblicas soviéticas de la región, sino también extendiendo el concepto hacia el actual Xinjiang, en la República Popular China, y Mongolia. Y es que es inevitable tener una visión amplia y abarcativa, ya que han sido varios los pueblos que tuvieron presencia y erigieron imperios en esa latitud. El autor parte de los primeros asentamientos y nos recuerda la presencia persa; luego los reinos de Bactria y Sogdiana, en los cuales hubo una maravillosa y exquisita fusión greco-budista; la llegada de los turcomanos, los xiongnu, los hunos, el inicio de la islamización en el siglo VIII con los árabes, el extenso imperio de los mongoles al mando de Chingiss Jan.
Asia Central se fue quedando en los márgenes cuando comenzó el desarrollo de la navegación ultramarina, con los viajes de los navegantes de Occidente al Oriente, de menor costo y duración que las antiguas caravanas. El uso de la pólvora, asimismo, dejó obsoletos a los viejos ejércitos nómadas de las estepas, que se negaron a modernizarse, o que no tuvieron recursos para hacerlo.
Ya en el siglo XIX, Bujara y Jiva fueron declarados protectorados por el Imperio Ruso, así como Kokand fue anexada. El otrora Turkestán ruso fue un laboratorio de ingeniería social durante el período soviético, que no sólo instrumentó mutaciones en las lenguas e historias locales, sino también dejó una tierra contaminada con lamentables consecuencias para la población. El Xinjiang, en la que los uigures fueron la mayoría durante siglos, es hoy una región en la que la presión demográfica de los inmigrantes chinos provoca tensiones explosivas.
Es un buen libro para quien quiera adentrarse en este territorio poco conocido para los occidentales, al margen de las habituales narrativas históricas.
Peter Golden, Central Asia in World History. New York, Oxford University Press, 2011.
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lunes, 29 de julio de 2013
"A Turn to Empire: The Rise of Imperial Liberalism in Britain and France", de Jennifer Pitts.
El libro de Jennifer Pitts es uno de esos textos que lo colocan a uno ante aspectos poco luminosos de los autores por los que uno siente cercanía, y por eso le doy la bienvenida entre mis lecturas. Remueve, provoca, presenta y sugiere. Aunque no esté del todo de acuerdo con muchos de sus planteos -o quizás por eso mismo-, me parece un libro de gran valor.
Los autores que podemos ubicar en la corriente liberal del siglo XVIII -el término es extemporáneo- advertían de los riesgos y costos de las aventuras coloniales de Gran Bretaña y Francia. Adam Smith y Edmund Burke, por ejemplo, veían con escepticismo al colonialismo británico. Como bien señala Pitts, si bien los autores de la Ilustración escocesa como Smith y Adam Ferguson sostenían que había varias etapas en el progreso humano, no atribuían los primeros estadios a la falta de inteligencia, sino a la adaptación de sus instituciones y costumbres a las circunstancias que vivían las diferentes culturas. Tampoco tenían un juicio valorativo en estas categorías, sino que simplemente las utilizaban como una herramienta conceptual. Adam Smith en Gran Bretaña y Jean Baptiste Say en Francia, señalaban que las aventuras coloniales sólo generaban pérdidas para las metrópolis, proponiendo en cambio el libre comercio pacífico entre los pueblos como la forma de promover la prosperidad general.
Edmund Burke fue un gran crítico, desde su banca en el Parlamento y como abogado, de la Compañía de las Indias Orientales. Burke y Smith tenían una concepción universal del ser humano, creyendo en su inteligencia y sentido común más allá de las fronteras culturales, lingüísticas y religiosas. Benjamin Constant, también parlamentario durante la Restauración borbónica, fue un gran crítico del imperialismo francés. Pero tras estas dos generaciones de liberales críticos de las posturas de expansiones imperiales, hubo otra que defendió las conquistas ultramarinas, como la de John Stuart Mill y Alexis de Tocqueville.
John Stuart Mill se nutrió de dos poderosas fuentes intelectuales: Jeremy Bentham y de su padre, James Mill, ambos utilitaristas. Bentham fue un crítico sagaz del imperialismo, a diferencia de James Mill, un entusiasta funcionario de la Compañía de Indias Orientales. Si bien John Stuart Mill se apartó de las ideas de su progenitor en varios aspectos, no fue así con respecto a la India, ya que también fue funcionario del organismo mencionado hasta su disolución. Y es que John Stuart Mill estaba imbuido de la idea de que los británicos tenían el deber de civilizar a los pueblos "atrasados", ya claramente enrolado en la teoría del progreso que tanto daño hizo al mundo en la centuria decimonónica, y que estuvo -y sigue estando- presente en varias corrientes ideológicas. Si bien J. S. Mill nunca adhirió a las teorías racistas que ya empezaban a esbozarse, sí consideraba que había estadios evolutivos de salvajismo y barbarie que mantenían en situación inmóvil a los pueblos del Oriente, América y África, en una "infancia" que los hacía sujetos del despotismo benevolente de Occidente. Mill creía en una tecnocracia benefactora para la India como modelo a ser replicado en Irlanda, por ejemplo. Nunca viajó a la India para conocer la gran civilización que los británicos estaban dominando, por lo que se mantuvo incólume en sus ideas.
El caso de Alexis de Tocqueville es, particularmente, el que me resultó más interesante. A mi parecer -este juicio es enteramente subjetivo-, Jennifer Pitts es muy dura en sus apreciaciones sobre la postura de Tocqueville con respecto a la colonización de Argelia. Su honestidad intelectual es implacable y le dedica dos capítulos del libro. Alexis de Tocqueville fue un activo parlamentario durante la Monarquía de Julio, constituyente y durante pocos meses ministro de Asuntos Exteriores en la Segunda República. Desde su escaño, se convirtió en una de las voces autorizadas sobre Argelia, a donde viajó en dos oportunidades y dejó plasmadas sus ideas en artículos y ensayos, así como en intervenciones parlamentarias.
Los itinerarios recorridos por Tocqueville en la cuestión argelina reflejan las tensiones que le provocaba: por un lado, partidario de mantener la colonia, siendo plenamente consciente de que para ello se debía recurrir al uso de la fuerza. Por el otro, crítico de los colonos y su sentimiento de falsa superioridad, así como escéptico de las posibilidades de fusionar las culturas en Argelia. Su visión estaba teñida por la necesidad de mantener bajo control la costa meridional del Mediterráneo ante la posible expansión británica, y también para fomentar el espíritu patriótico en Francia. La autora sostiene que Tocqueville tenía la mira puesta en la política interna de su país cuando propició la colonización de Argelia, anhelando mantener a Francia como gran potencia frente a los británicos, a los que admiraba y de los que recelaba. Pitts rescata del injusto olvido a la contracara de Tocqueville que se oponía al imperialismo en tiempos de la monarquía orleanista, Amédée Desjobert, un liberal ubicado en la "izquierda" parlamentaria de aquel entonces, figura política poco estudiada y que requiere ser leído para comprender mejor el debate de la época con más amplitud.
Es sabido que Tocqueville tampoco adhirió a las teorías racistas de superioridad biológica y se opuso a la postura de su antiguo discípulo, el conde Gobineau.
Si bien hace afirmaciones con las que discrepo, el libro es inteligente, bien fundamentado y documentado, de valor y de lectura provechosa.
Jennifer Pitts, A Turn to Empire: The Rise of Imperial Liberalism in Britain and France. Princeton, Princeton University Press, 2006.
Los autores que podemos ubicar en la corriente liberal del siglo XVIII -el término es extemporáneo- advertían de los riesgos y costos de las aventuras coloniales de Gran Bretaña y Francia. Adam Smith y Edmund Burke, por ejemplo, veían con escepticismo al colonialismo británico. Como bien señala Pitts, si bien los autores de la Ilustración escocesa como Smith y Adam Ferguson sostenían que había varias etapas en el progreso humano, no atribuían los primeros estadios a la falta de inteligencia, sino a la adaptación de sus instituciones y costumbres a las circunstancias que vivían las diferentes culturas. Tampoco tenían un juicio valorativo en estas categorías, sino que simplemente las utilizaban como una herramienta conceptual. Adam Smith en Gran Bretaña y Jean Baptiste Say en Francia, señalaban que las aventuras coloniales sólo generaban pérdidas para las metrópolis, proponiendo en cambio el libre comercio pacífico entre los pueblos como la forma de promover la prosperidad general.
Edmund Burke fue un gran crítico, desde su banca en el Parlamento y como abogado, de la Compañía de las Indias Orientales. Burke y Smith tenían una concepción universal del ser humano, creyendo en su inteligencia y sentido común más allá de las fronteras culturales, lingüísticas y religiosas. Benjamin Constant, también parlamentario durante la Restauración borbónica, fue un gran crítico del imperialismo francés. Pero tras estas dos generaciones de liberales críticos de las posturas de expansiones imperiales, hubo otra que defendió las conquistas ultramarinas, como la de John Stuart Mill y Alexis de Tocqueville.
John Stuart Mill se nutrió de dos poderosas fuentes intelectuales: Jeremy Bentham y de su padre, James Mill, ambos utilitaristas. Bentham fue un crítico sagaz del imperialismo, a diferencia de James Mill, un entusiasta funcionario de la Compañía de Indias Orientales. Si bien John Stuart Mill se apartó de las ideas de su progenitor en varios aspectos, no fue así con respecto a la India, ya que también fue funcionario del organismo mencionado hasta su disolución. Y es que John Stuart Mill estaba imbuido de la idea de que los británicos tenían el deber de civilizar a los pueblos "atrasados", ya claramente enrolado en la teoría del progreso que tanto daño hizo al mundo en la centuria decimonónica, y que estuvo -y sigue estando- presente en varias corrientes ideológicas. Si bien J. S. Mill nunca adhirió a las teorías racistas que ya empezaban a esbozarse, sí consideraba que había estadios evolutivos de salvajismo y barbarie que mantenían en situación inmóvil a los pueblos del Oriente, América y África, en una "infancia" que los hacía sujetos del despotismo benevolente de Occidente. Mill creía en una tecnocracia benefactora para la India como modelo a ser replicado en Irlanda, por ejemplo. Nunca viajó a la India para conocer la gran civilización que los británicos estaban dominando, por lo que se mantuvo incólume en sus ideas.
El caso de Alexis de Tocqueville es, particularmente, el que me resultó más interesante. A mi parecer -este juicio es enteramente subjetivo-, Jennifer Pitts es muy dura en sus apreciaciones sobre la postura de Tocqueville con respecto a la colonización de Argelia. Su honestidad intelectual es implacable y le dedica dos capítulos del libro. Alexis de Tocqueville fue un activo parlamentario durante la Monarquía de Julio, constituyente y durante pocos meses ministro de Asuntos Exteriores en la Segunda República. Desde su escaño, se convirtió en una de las voces autorizadas sobre Argelia, a donde viajó en dos oportunidades y dejó plasmadas sus ideas en artículos y ensayos, así como en intervenciones parlamentarias.
Los itinerarios recorridos por Tocqueville en la cuestión argelina reflejan las tensiones que le provocaba: por un lado, partidario de mantener la colonia, siendo plenamente consciente de que para ello se debía recurrir al uso de la fuerza. Por el otro, crítico de los colonos y su sentimiento de falsa superioridad, así como escéptico de las posibilidades de fusionar las culturas en Argelia. Su visión estaba teñida por la necesidad de mantener bajo control la costa meridional del Mediterráneo ante la posible expansión británica, y también para fomentar el espíritu patriótico en Francia. La autora sostiene que Tocqueville tenía la mira puesta en la política interna de su país cuando propició la colonización de Argelia, anhelando mantener a Francia como gran potencia frente a los británicos, a los que admiraba y de los que recelaba. Pitts rescata del injusto olvido a la contracara de Tocqueville que se oponía al imperialismo en tiempos de la monarquía orleanista, Amédée Desjobert, un liberal ubicado en la "izquierda" parlamentaria de aquel entonces, figura política poco estudiada y que requiere ser leído para comprender mejor el debate de la época con más amplitud.
Es sabido que Tocqueville tampoco adhirió a las teorías racistas de superioridad biológica y se opuso a la postura de su antiguo discípulo, el conde Gobineau.
Si bien hace afirmaciones con las que discrepo, el libro es inteligente, bien fundamentado y documentado, de valor y de lectura provechosa.
Jennifer Pitts, A Turn to Empire: The Rise of Imperial Liberalism in Britain and France. Princeton, Princeton University Press, 2006.
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miércoles, 17 de julio de 2013
"The Kokugo Revolution", de Paul H. Clark.
Este interesante libro se enfoca en un aspecto pocas veces atendido, como es el de las reformas a la lengua japonesa durante la restauración Meiji, el período en que termina el shogunato y se reestablece al Emperador como figura central de la política del archipiélago. Con el inicio de las etapas de modernización económica, social y política, la educación iba varios pasos atrás por la diversidad lingüística, ya sea regional como estamental, que había entre los japoneses.
El sistema de escritura oficial kanbun, de origen chino, requería varios años de estudio para llegar a manejar con suficiencia los diez mil caracteres (kanji), por lo que no resultaba práctico para la alfabetización masiva de los niños. Este largo tiempo de aprendizaje impedía dedicar horas al estudio de otros conocimientos considerados necesarios, y tampoco garantizaban la posibilidad de comunicación efectiva entre las distintas regiones, estamentos y oficios. Además del kanbun -del que había variantes-, estaban también los sistemas yomikudashi, sōrōbun y wabun, entre otros. A esto, debemos sumarle las variantes orales de cada región. El kanbun había contado con el prestigio de la civilización china pero, asediada por los países occidentales durante el siglo XIX, el antiguo imperio perdía su aire venerable como la gran cultura. Los japoneses comenzaron a mirar despectivamente a la cultura china a partir de la guerra sino-japonesa de 1894-1895, cuando las tropas del imperio insular se impusieron.
A la par de naciones europeas como Francia y el entonces Imperio Alemán, los gobernantes japoneses y la élite académica tuvieron un vivo debate sobre la lengua y la escritura, suponiendo que un idioma codificado y homogéneo contribuiría al desarrollo del país como la gran potencia de Asia Oriental.
Maejima Hisoka (1835-1919), traductor del shogunato y buen conocedor del inglés y el holandés, propuso el reemplazo de los kanji por el alfabeto kana, propiamente japonés. Mori Arinori -que en 1885 llegó a ser ministro de Educación- sostuvo que debía utilizarse la lengua inglesa, lo que le valió la crítica implacable durante toda su vida. En 1884, un grupo de intelectuales fundó la Sociedad Rōmaji, que sostenía el uso del alfabeto latino, al que se identificaba como una de las claves del progreso occidental.
Con el nombramiento de Mori como ministro de Educación, se puso mayor énfasis en la ideología kokugaku como guía de la enseñanza. Esta corriente propugnaba lo estrictamente japonés y procuraba deshacerse de los elementos chinos, teniendo como objetivo la formación de una ciudadanía nipona que fuera absolutamente leal al orden imperial y la religión oficial. También cobró fuerza el movimiento genbun'itchi, que buscaba la unificación de la lengua oral con la escrita.
El personaje intelectual más interesante fue Ueda Kazutoshi, un lingüista que fue discípulo del gran Basil Hall Chamberlain -es tristemente famoso su hermano menor Houston Stewart Chamberlain, un teórico del racismo a comienzos del siglo XX- y que estudió en Leipzig. Basil Hall Chamberlain fue profesor en la Universidad de Tōkyō, un gran académico de la lengua japonesa y que legó su nutrida biblioteca de miles de volúmenes a Ueda.
Ueda Kazutoshi fue un estudioso sistemático y prolífico de la lengua japonesa, luego funcionario, y que influyó en la adopción posterior del dialecto coloquial de las clases alta y media de la capital imperial, el llamado Tōkyōgo. Este se fue transformando, rápidamente a través del sistema educativo y la prensa, en la lengua nacional, el kokugo.
Otra figura relevante fue Yamada Yoshio, un intelectual conservador que sostuvo que el kokugo tenía un carácter espiritual que lo hacía único, el alma de la nacionalidad japonesa que ligaba a todos al Emperador. Este proceso iniciado en la era Meiji, se continuó en las eras Taishō y Shōwa.
El libro es relevante para comprender el proceso de construcción desde el poder del nacionalismo, una arquitectura de símbolos que despiertan sentimientos artificialmente creados desde un laboratorio de ingeniería social, puesto que no brotaron espontáneamente por la libre interacción entre los individuos.
Paul H. Clark, The Kokugo Revolution: Education, Identity, and Language Policy in Imperial Japan. Berkeley, Institute of Asian Studies, 2009.
El sistema de escritura oficial kanbun, de origen chino, requería varios años de estudio para llegar a manejar con suficiencia los diez mil caracteres (kanji), por lo que no resultaba práctico para la alfabetización masiva de los niños. Este largo tiempo de aprendizaje impedía dedicar horas al estudio de otros conocimientos considerados necesarios, y tampoco garantizaban la posibilidad de comunicación efectiva entre las distintas regiones, estamentos y oficios. Además del kanbun -del que había variantes-, estaban también los sistemas yomikudashi, sōrōbun y wabun, entre otros. A esto, debemos sumarle las variantes orales de cada región. El kanbun había contado con el prestigio de la civilización china pero, asediada por los países occidentales durante el siglo XIX, el antiguo imperio perdía su aire venerable como la gran cultura. Los japoneses comenzaron a mirar despectivamente a la cultura china a partir de la guerra sino-japonesa de 1894-1895, cuando las tropas del imperio insular se impusieron.
A la par de naciones europeas como Francia y el entonces Imperio Alemán, los gobernantes japoneses y la élite académica tuvieron un vivo debate sobre la lengua y la escritura, suponiendo que un idioma codificado y homogéneo contribuiría al desarrollo del país como la gran potencia de Asia Oriental.
Maejima Hisoka (1835-1919), traductor del shogunato y buen conocedor del inglés y el holandés, propuso el reemplazo de los kanji por el alfabeto kana, propiamente japonés. Mori Arinori -que en 1885 llegó a ser ministro de Educación- sostuvo que debía utilizarse la lengua inglesa, lo que le valió la crítica implacable durante toda su vida. En 1884, un grupo de intelectuales fundó la Sociedad Rōmaji, que sostenía el uso del alfabeto latino, al que se identificaba como una de las claves del progreso occidental.
Con el nombramiento de Mori como ministro de Educación, se puso mayor énfasis en la ideología kokugaku como guía de la enseñanza. Esta corriente propugnaba lo estrictamente japonés y procuraba deshacerse de los elementos chinos, teniendo como objetivo la formación de una ciudadanía nipona que fuera absolutamente leal al orden imperial y la religión oficial. También cobró fuerza el movimiento genbun'itchi, que buscaba la unificación de la lengua oral con la escrita.
El personaje intelectual más interesante fue Ueda Kazutoshi, un lingüista que fue discípulo del gran Basil Hall Chamberlain -es tristemente famoso su hermano menor Houston Stewart Chamberlain, un teórico del racismo a comienzos del siglo XX- y que estudió en Leipzig. Basil Hall Chamberlain fue profesor en la Universidad de Tōkyō, un gran académico de la lengua japonesa y que legó su nutrida biblioteca de miles de volúmenes a Ueda.
Ueda Kazutoshi fue un estudioso sistemático y prolífico de la lengua japonesa, luego funcionario, y que influyó en la adopción posterior del dialecto coloquial de las clases alta y media de la capital imperial, el llamado Tōkyōgo. Este se fue transformando, rápidamente a través del sistema educativo y la prensa, en la lengua nacional, el kokugo.
Otra figura relevante fue Yamada Yoshio, un intelectual conservador que sostuvo que el kokugo tenía un carácter espiritual que lo hacía único, el alma de la nacionalidad japonesa que ligaba a todos al Emperador. Este proceso iniciado en la era Meiji, se continuó en las eras Taishō y Shōwa.
El libro es relevante para comprender el proceso de construcción desde el poder del nacionalismo, una arquitectura de símbolos que despiertan sentimientos artificialmente creados desde un laboratorio de ingeniería social, puesto que no brotaron espontáneamente por la libre interacción entre los individuos.
Paul H. Clark, The Kokugo Revolution: Education, Identity, and Language Policy in Imperial Japan. Berkeley, Institute of Asian Studies, 2009.
lunes, 1 de julio de 2013
"The Rise and Fall of Al-Qaeda", de Fawaz Gerges.
Desde hace casi doce años, Al Qaeda se convirtió en una pesadilla espectral para Occidente. Los atentados de septiembre del 2001 contra varios objetivos civiles y políticos, así como la secuela que le siguió en Asia y Europa, quedaron grabados y persisten, una y otra vez, en los recuerdos de millones de personas que se sintieron vulnerables a un ataque inesperado en las circunstancias más cotidianas.
Fawaz Gerges, profesor en la prestigiosa London School of Economics and Political Science y especialista en Medio Oriente, nos presenta una visión diferente sobre esta formación terrorista, desde sus inicios hasta el 2011, año que se publicó el libro.
Gerges explica que Al Qaeda fue una entidad formada en torno a su líder fundador, Osama bin Laden, hijo de un constructor millonario de origen yemení que labró su fortuna en Arabia Saudí. Él siguió los pasos de su progenitor, como empresario, a la par que se involucró en la ayuda a los mujahidin que, con base en Pakistán, lucharon contra la invasión soviética a Afganistán entre 1979 y 1989, con sostén económico, entrenamiento y obrando como nexo con Arabia Saudí. Tras la retirada soviética, Osama bin Laden volvió a su hogar como un héroe de la jihad contra el ateísmo. Su voz se alzará, crítica, contra la presencia de las tropas estadounidenses en Arabia Saudí durante la guerra del Golfo en 1990 y 1991, por lo que luego emigró a Sudán, desde donde continuó su arenga contra la familia real de los Saud. Allí tomó contacto con Ayman al Zawahiri, egipcio y seguidor de Sayyid Qutb, que defendía la necesidad de deponer al régimen instaurado por Nasser, Sadat y Mubarak en su país para restaurar lo que él consideraba un gobierno de acuerdo al Corán. Gerges señala con claridad que la propuesta de Qutb, a la que adhirió Zawahiri, se restringía al renacimiento islámico en el mundo árabe a partir del cambio de gobernantes que adherían a las ideas y costumbres provenientes de Europa y Estados Unidos, pero no significaba el ataque al Occidente. No obstante, Zawahiri se sumará en grado creciente a la visión de Osama bin Laden por una cuestión simple: financiación. Lo que Osama bin Laden fue articulando era una postura de guerra abierta contra el Occidente, para que los Estados Unidos se retiraran definitivamente del mundo musulmán en general, y de Arabia Saudí y Yemen, en particular. Esta jihad transnacional implicaba para quien fue el fundador de Al Qaeda la práctica terrorista en los países occidentales, a saber: los ataques a civiles en Estados Unidos y Europa. Suponía que esto provocaría un clamor de retirada -la suposición, tan compartida por autoritarios de distintos signos ideológicos de que los ciudadanos de las democracias son débiles y cobardes-, debilitando a los gobernantes árabes que bloqueaban la restauración del califato islámico. En Sudán fue un huésped que hizo inversiones, pero también declaraciones altisonantes que generaban entusiasmo en algunos sectores de Arabia Saudí. Finalmente, debió viajar a Afganistán junto a su familia y seguidores en 1996, poco tiempo antes de que los Taliban lograran apoderarse de Kabul. Lo acompañaron numerosos ex mujahidin árabes que habían combatido en ese escenario, y también nuevos seguidores yemeníes, del Magreb y otras latitudes. En 1998, formalmente, estableció Al Qaeda, entidad terrorista que atentó contra embajadas y embarcaciones estadounidenses.
El régimen de los Taliban le dio refugio a bin Laden suponiendo que habría de invertir en Afganistán. Por un lado, los miembros de Al Qaeda se sumaron como combatientes en la guerra contra los afganos que resistieron a los Talibán, sobre todo a la Alianza del Norte. Por el otro, el Mullah Omar entendía que tenía un deber de hospitalidad con estos antiguos mujahidin de acuerdo al código del pashtunwali. El Mullah Omar y los Taliban tenían un desconocimiento y desinterés completo por la política internacional, pero comprendían que los llamamientos de Osama bin Laden a la jihad mundial a través de los medios de comunicación, no hacían más que perjudicar al peculiar emirato que estaban erigiendo en Afganistán. Gerges señala que hay testimonios de que el Mullah Omar hizo reiterados pedidos a Osama bin Laden para que cesara su prédica incendiaria -Thomas Barfield, en su libro ya reseñado, también indica que a los Taliban no les interesaba la jihad internacional porque tenían una visión etnocéntrica-, sugerencias que fueron desdeñadas por el líder de Al Qaeda. Y es que, en secreto -incluso con Zawahiri- fue planificando los atentados en Estados Unidos desde 1999, reclutando, entrenando y financiando a quienes ejecutarían los ataques a objetivos civiles y políticos.
Tras los atentados a las Torres Gemelas y el Pentágono, tanto Al Qaeda como Afganistán se convirtieron en el centro de atención mundial, y los Estados Unidos pudieron articular un frente internacional para la lucha contra el terrorismo. Gerges remarca que en el mundo islámico hubo una voz de rechazo hacia los atentados, porque muchos teólogos pusieron de manifiesto que el Islam se opone a la matanza de niños, mujeres, ancianos y civiles en general. Claro que el simplismo se apoderó de muchos, que aún consideran a los musulmanes como terroristas potenciales, una idea alentada por políticos y comentaristas xenófobos en Occidente.
Los Taliban fueron fácilmente derrotados en Afganistán por las tropas de la OTAN en conjunto con la Alianza del Norte, y se estableció el gobierno provisional de Hamid Karzai. Pero los Taliban y Al Qaeda se refugiaron en la llamada Federally Administered Tribal Areas (FATA) en Pakistán, donde predominan los pashtunes. Gerges sostiene que la invasión de Estados Unidos a Irak en el 2003 le dio nueva vida a Al Qaeda, militarmente derrotada, porque parecía darle la razón al argumento de que Occidente se hallaba en guerra contra el Islam. En Irak se formó Al Qaeda bajo el liderazgo de Abu Musab al Zarqawi pero que, en los hechos, no respondió a los mandatos de Osama bin Laden, recluido en Pakistán. Zarqawi comenzó a atentar contra civiles árabes, alienándose el apoyo potencial de la población contra la presencia extranjera, que incluso colaboró con la erradicación del movimiento terrorista. La otra rama que sirvió para mantener la ficción de la extensión de Al Qaeda fue AQAP, en Yemen, liderada por Anwar al Awlaki, ultimado por un ataque aéreo de Estados Unidos en el 2011.
A juicio del autor, Barack Obama no logró cambiar la narrativa del terrorismo creada por los neoconservadores durante la administración de George W. Bush, y quedó prisionero de la lógica de las agencias de seguridad, manteniendo su financiamiento colosal contra un enemigo pequeño, derrotado y escondido.
Fawaz Gerges sostiene que varios terroristas individuales se atribuyeron la pertenencia a Al Qaeda, identificándose con este movimiento, aun cuando no fueron entrenados ni financiados. A Bin Laden le servía para mantener la fantasía de su jihad mundial, en tanto que los organismos de seguridad, que se multiplicaron desde el 2001 en adelante, mantuvieron el discurso del peligro de esta organización para obtener financiamiento.
Los planteos del autor deben ser tenidos en cuenta para cambiar la visión y la relación que Occidente tiene con el mundo islámico: por un lado, comprender que Al Qaeda fue derrotada, que apenas tiene un puñado de seguidores en Pakistán liderado ahora por Zawahiri, y que no representa un peligro planetario. Asimismo, que es imprescindible que Occidente contribuya a crear las condiciones de paz, prosperidad y gobierno de la ley en Medio Oriente, particularmente en las negociaciones para la creación de un Estado palestino, junto al Estado de Israel. A mi juicio, lo que sostiene en su libro sobre la "primavera árabe" es ingenuo, pero es comprensible porque fue publicado en los inicios de esos movimientos que depusieron regímenes autoritarios para, ¿establecer otras dictaduras?
El libro es útil, provocador, bien informado y documentado; necesario para refrescarnos de la óptica simplista islamófoba que abunda y hace tanto daño.
Fawaz Gerges, The Rise and Fall of Al-Qaeda. New York, Oxford University Press, 2011.
Fawaz Gerges, profesor en la prestigiosa London School of Economics and Political Science y especialista en Medio Oriente, nos presenta una visión diferente sobre esta formación terrorista, desde sus inicios hasta el 2011, año que se publicó el libro.
Gerges explica que Al Qaeda fue una entidad formada en torno a su líder fundador, Osama bin Laden, hijo de un constructor millonario de origen yemení que labró su fortuna en Arabia Saudí. Él siguió los pasos de su progenitor, como empresario, a la par que se involucró en la ayuda a los mujahidin que, con base en Pakistán, lucharon contra la invasión soviética a Afganistán entre 1979 y 1989, con sostén económico, entrenamiento y obrando como nexo con Arabia Saudí. Tras la retirada soviética, Osama bin Laden volvió a su hogar como un héroe de la jihad contra el ateísmo. Su voz se alzará, crítica, contra la presencia de las tropas estadounidenses en Arabia Saudí durante la guerra del Golfo en 1990 y 1991, por lo que luego emigró a Sudán, desde donde continuó su arenga contra la familia real de los Saud. Allí tomó contacto con Ayman al Zawahiri, egipcio y seguidor de Sayyid Qutb, que defendía la necesidad de deponer al régimen instaurado por Nasser, Sadat y Mubarak en su país para restaurar lo que él consideraba un gobierno de acuerdo al Corán. Gerges señala con claridad que la propuesta de Qutb, a la que adhirió Zawahiri, se restringía al renacimiento islámico en el mundo árabe a partir del cambio de gobernantes que adherían a las ideas y costumbres provenientes de Europa y Estados Unidos, pero no significaba el ataque al Occidente. No obstante, Zawahiri se sumará en grado creciente a la visión de Osama bin Laden por una cuestión simple: financiación. Lo que Osama bin Laden fue articulando era una postura de guerra abierta contra el Occidente, para que los Estados Unidos se retiraran definitivamente del mundo musulmán en general, y de Arabia Saudí y Yemen, en particular. Esta jihad transnacional implicaba para quien fue el fundador de Al Qaeda la práctica terrorista en los países occidentales, a saber: los ataques a civiles en Estados Unidos y Europa. Suponía que esto provocaría un clamor de retirada -la suposición, tan compartida por autoritarios de distintos signos ideológicos de que los ciudadanos de las democracias son débiles y cobardes-, debilitando a los gobernantes árabes que bloqueaban la restauración del califato islámico. En Sudán fue un huésped que hizo inversiones, pero también declaraciones altisonantes que generaban entusiasmo en algunos sectores de Arabia Saudí. Finalmente, debió viajar a Afganistán junto a su familia y seguidores en 1996, poco tiempo antes de que los Taliban lograran apoderarse de Kabul. Lo acompañaron numerosos ex mujahidin árabes que habían combatido en ese escenario, y también nuevos seguidores yemeníes, del Magreb y otras latitudes. En 1998, formalmente, estableció Al Qaeda, entidad terrorista que atentó contra embajadas y embarcaciones estadounidenses.
El régimen de los Taliban le dio refugio a bin Laden suponiendo que habría de invertir en Afganistán. Por un lado, los miembros de Al Qaeda se sumaron como combatientes en la guerra contra los afganos que resistieron a los Talibán, sobre todo a la Alianza del Norte. Por el otro, el Mullah Omar entendía que tenía un deber de hospitalidad con estos antiguos mujahidin de acuerdo al código del pashtunwali. El Mullah Omar y los Taliban tenían un desconocimiento y desinterés completo por la política internacional, pero comprendían que los llamamientos de Osama bin Laden a la jihad mundial a través de los medios de comunicación, no hacían más que perjudicar al peculiar emirato que estaban erigiendo en Afganistán. Gerges señala que hay testimonios de que el Mullah Omar hizo reiterados pedidos a Osama bin Laden para que cesara su prédica incendiaria -Thomas Barfield, en su libro ya reseñado, también indica que a los Taliban no les interesaba la jihad internacional porque tenían una visión etnocéntrica-, sugerencias que fueron desdeñadas por el líder de Al Qaeda. Y es que, en secreto -incluso con Zawahiri- fue planificando los atentados en Estados Unidos desde 1999, reclutando, entrenando y financiando a quienes ejecutarían los ataques a objetivos civiles y políticos.
Tras los atentados a las Torres Gemelas y el Pentágono, tanto Al Qaeda como Afganistán se convirtieron en el centro de atención mundial, y los Estados Unidos pudieron articular un frente internacional para la lucha contra el terrorismo. Gerges remarca que en el mundo islámico hubo una voz de rechazo hacia los atentados, porque muchos teólogos pusieron de manifiesto que el Islam se opone a la matanza de niños, mujeres, ancianos y civiles en general. Claro que el simplismo se apoderó de muchos, que aún consideran a los musulmanes como terroristas potenciales, una idea alentada por políticos y comentaristas xenófobos en Occidente.
Los Taliban fueron fácilmente derrotados en Afganistán por las tropas de la OTAN en conjunto con la Alianza del Norte, y se estableció el gobierno provisional de Hamid Karzai. Pero los Taliban y Al Qaeda se refugiaron en la llamada Federally Administered Tribal Areas (FATA) en Pakistán, donde predominan los pashtunes. Gerges sostiene que la invasión de Estados Unidos a Irak en el 2003 le dio nueva vida a Al Qaeda, militarmente derrotada, porque parecía darle la razón al argumento de que Occidente se hallaba en guerra contra el Islam. En Irak se formó Al Qaeda bajo el liderazgo de Abu Musab al Zarqawi pero que, en los hechos, no respondió a los mandatos de Osama bin Laden, recluido en Pakistán. Zarqawi comenzó a atentar contra civiles árabes, alienándose el apoyo potencial de la población contra la presencia extranjera, que incluso colaboró con la erradicación del movimiento terrorista. La otra rama que sirvió para mantener la ficción de la extensión de Al Qaeda fue AQAP, en Yemen, liderada por Anwar al Awlaki, ultimado por un ataque aéreo de Estados Unidos en el 2011.
A juicio del autor, Barack Obama no logró cambiar la narrativa del terrorismo creada por los neoconservadores durante la administración de George W. Bush, y quedó prisionero de la lógica de las agencias de seguridad, manteniendo su financiamiento colosal contra un enemigo pequeño, derrotado y escondido.
Fawaz Gerges sostiene que varios terroristas individuales se atribuyeron la pertenencia a Al Qaeda, identificándose con este movimiento, aun cuando no fueron entrenados ni financiados. A Bin Laden le servía para mantener la fantasía de su jihad mundial, en tanto que los organismos de seguridad, que se multiplicaron desde el 2001 en adelante, mantuvieron el discurso del peligro de esta organización para obtener financiamiento.
Los planteos del autor deben ser tenidos en cuenta para cambiar la visión y la relación que Occidente tiene con el mundo islámico: por un lado, comprender que Al Qaeda fue derrotada, que apenas tiene un puñado de seguidores en Pakistán liderado ahora por Zawahiri, y que no representa un peligro planetario. Asimismo, que es imprescindible que Occidente contribuya a crear las condiciones de paz, prosperidad y gobierno de la ley en Medio Oriente, particularmente en las negociaciones para la creación de un Estado palestino, junto al Estado de Israel. A mi juicio, lo que sostiene en su libro sobre la "primavera árabe" es ingenuo, pero es comprensible porque fue publicado en los inicios de esos movimientos que depusieron regímenes autoritarios para, ¿establecer otras dictaduras?
El libro es útil, provocador, bien informado y documentado; necesario para refrescarnos de la óptica simplista islamófoba que abunda y hace tanto daño.
Fawaz Gerges, The Rise and Fall of Al-Qaeda. New York, Oxford University Press, 2011.
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domingo, 23 de junio de 2013
"Russian America: An Overseas Colony of a Continental Empire, 1804-1867", de Ilya Vinkovetsky.
La expansión de los rusos hacia el Oriente del continente asiático llegó hasta las orillas del Océano Pacífico y las penínsulas de Kamchatka y Chukotka. El mar no fue un obstáculo y comenzaron a tomar posesión, una tras otra, de las islas Aleutianas y luego lo que hoy es Alaska. Este avance hacia el Este y luego el continente americano se debió a un afán depredador: lo impulsaban los buscadores de pieles de animales, producto de exportación hacia Europa occidental y el Imperio Chino.
Ilya Vinkovetsky se dedica a la etapa rusa de Alaska, desde los primeros buscadores de pieles y cazadores procedentes de la Rusia asiática, pasando por la administración de la Compañía Ruso-Americana hasta, rápidamente, el proceso de venta de la colonia a los Estados Unidos en 1867.
Es interesante que el autor se preocupa por retratar con la mayor fidelidad posible al sistema social establecido en la única colonia del ultramar del imperio de los Zares. Señala que, a diferencia de lo ocurrido en Siberia y el lejano Oriente ruso, Alaska fue concebida como una colonia y que por ello fue otorgada su administración a la Compañía Ruso-Americana por el zar Pablo I, siendo ratificado en varias oportunidades por monarcas posteriores. Esta compañía tenía accionistas privados, comerciantes de pieles, y fue incrementando la participación de aristócratas. Es por ello que la Compañía, en rigor, fue privada y pública, dadas las vinculaciones de la aristocracia con el régimen imperial, así como por las reglas que le fueron impuestas desde la metrópoli. Originalmente con sede en Irkutsk, se trasladó a San Petersburgo. De allí partían los viajes de la Armada hacia Alaska,
La composición original de la población de Alaska eran los aleutas, del archipiélago de las Aleutianas, los kodiag y los tlingit, siendo estos últimos los más belicosos y problemáticos para la colonia rusa.
Siendo el objetivo de la Compañía el de generar ganancias para sus accionistas, la práctica depredatoria se impuso a las tribus locales, obligadas a cazar de modo intensivo a las nutrias y lobos marinos de la región, que inexorablemente disminuían en cantidad. La Compañía impuso un régimen estamental en la colonia y los cazadores más hábiles eran los aleutas, en tanto que los tlingit solían resistirse a la presencia europea. En ningún momento se propició la emigración de rusos a la colonia, ya que por un lado aún estaba vigente el régimen de servidumbre -adscripta a la tierra- y, por el otro, no tenían la habilidad para la caza que exhibían los nativos.
La composición de los rusos, escasa en número, tenía un claro componente de la parte europea, por el número de oficiales navales destacados en esa latitud. La visión benevolente y paternalista de los gobernadores rusos -oficiales de la Armada- hacia los nativos, contrastaba con el maltrato que les impusieron los agentes de la Compañía y los rusos asiáticos, sibiriaki. No obstante, se produjo el inevitable mestizaje del que nacieron los kreoli, que no eran reconocidos como rusos ni tampoco como nativos.
La política rusa hacia los nativos fue la de rusianización, oбрусение, que no pretendía transformarlos en nuevos rusos, sino una aculturación lenta que apuntaba a buscar la lealtad de los nativos hacia el Zar. La rusificación, pусификация, hubiera supuesto un enfrentamiento con las tribus, lo que hubiera conllevado un costo económico, político y militar que chocaba con las pretensiones pecuniarias de la Compañía.
Las dificultades de preservar esta colonia se pusieron en evidencia con el ataque de los tlingit contra el fuerte de San Miguel en 1802, recuperado en 1804 y convertido en la capital como Novo Arjangelsk. Los rusos utilizaron el tabaco y el ron como elementos de cooptación a los líderes tribales, así como el reparto de elementos simbólicos que los realzaban frente a su comunidad y los clanes internos. Pero los tlingit también tenían contacto con británicos y estadounidenses que tenían ambiciones en Alaska, por lo que nunca fueron aliados de fiarse en la región.
El contacto con los españoles y después mexicanos fue escaso, en el fuerte Ross (así llamado por los estadounidenses), situado en el norte de la actual California, pero suficiente para la provisión de algunos alimentos.
De particular interés resulta el capítulo que el autor dedica a la expansión de la Iglesia Ortodoxa en Alaska, por impulso del obispo Veniaminov, una figura singular y digna de elogio y admiración, que aprendió la lengua aleuta, le dio un alfabeto y tradujo el texto bíblico para acercarse a los nuevos feligreses. Logró varias conversiones entre los aleutas y después emprendió la misma tarea con los tlingit, aunque con menor éxito. Por su iniciativa, algunos kreoly y nativos siguieron el camino del sacerdocio. Vinkovetsky remarca que, tras la venta de la colonia a los Estados Unidos, la Iglesia Ortodoxa se mantuvo en Alaska con dinero proveniente de Rusia hasta 1917. A pesar de la ruptura de la revolución bolchevique, una porción significativa de los nativos son ortodoxos como un elemento cultural y religioso que los separa del protestantismo de los blancos.
Será la guerra de Crimea, que expuso la fragilidad del Imperio Ruso, la que lleve al zar Alejandro II y a su hermano, el Gran Duque Konstantin, a establecer negociaciones secretas con el gobierno de Estados Unidos para la venta de la colonia. Conscientes de que resulta imposible defender a Alaska frente a un ataque británico, se optó por la venta a los Estados Unidos, un aliado común frente a la rivalidad del Reino Unido. La incorporación de la región de Amuria transformó el eje de la expansión rusa en Oriente, cambiando la prioridad de la metrópoli.
Ilya Vinkovetsky, Russian America: An Overseas Colony of a Continental Empire, 1804-1867. New York, Oxford University Press, 2011.
Ilya Vinkovetsky se dedica a la etapa rusa de Alaska, desde los primeros buscadores de pieles y cazadores procedentes de la Rusia asiática, pasando por la administración de la Compañía Ruso-Americana hasta, rápidamente, el proceso de venta de la colonia a los Estados Unidos en 1867.
Es interesante que el autor se preocupa por retratar con la mayor fidelidad posible al sistema social establecido en la única colonia del ultramar del imperio de los Zares. Señala que, a diferencia de lo ocurrido en Siberia y el lejano Oriente ruso, Alaska fue concebida como una colonia y que por ello fue otorgada su administración a la Compañía Ruso-Americana por el zar Pablo I, siendo ratificado en varias oportunidades por monarcas posteriores. Esta compañía tenía accionistas privados, comerciantes de pieles, y fue incrementando la participación de aristócratas. Es por ello que la Compañía, en rigor, fue privada y pública, dadas las vinculaciones de la aristocracia con el régimen imperial, así como por las reglas que le fueron impuestas desde la metrópoli. Originalmente con sede en Irkutsk, se trasladó a San Petersburgo. De allí partían los viajes de la Armada hacia Alaska,
La composición original de la población de Alaska eran los aleutas, del archipiélago de las Aleutianas, los kodiag y los tlingit, siendo estos últimos los más belicosos y problemáticos para la colonia rusa.
Siendo el objetivo de la Compañía el de generar ganancias para sus accionistas, la práctica depredatoria se impuso a las tribus locales, obligadas a cazar de modo intensivo a las nutrias y lobos marinos de la región, que inexorablemente disminuían en cantidad. La Compañía impuso un régimen estamental en la colonia y los cazadores más hábiles eran los aleutas, en tanto que los tlingit solían resistirse a la presencia europea. En ningún momento se propició la emigración de rusos a la colonia, ya que por un lado aún estaba vigente el régimen de servidumbre -adscripta a la tierra- y, por el otro, no tenían la habilidad para la caza que exhibían los nativos.
La composición de los rusos, escasa en número, tenía un claro componente de la parte europea, por el número de oficiales navales destacados en esa latitud. La visión benevolente y paternalista de los gobernadores rusos -oficiales de la Armada- hacia los nativos, contrastaba con el maltrato que les impusieron los agentes de la Compañía y los rusos asiáticos, sibiriaki. No obstante, se produjo el inevitable mestizaje del que nacieron los kreoli, que no eran reconocidos como rusos ni tampoco como nativos.
La política rusa hacia los nativos fue la de rusianización, oбрусение, que no pretendía transformarlos en nuevos rusos, sino una aculturación lenta que apuntaba a buscar la lealtad de los nativos hacia el Zar. La rusificación, pусификация, hubiera supuesto un enfrentamiento con las tribus, lo que hubiera conllevado un costo económico, político y militar que chocaba con las pretensiones pecuniarias de la Compañía.
Las dificultades de preservar esta colonia se pusieron en evidencia con el ataque de los tlingit contra el fuerte de San Miguel en 1802, recuperado en 1804 y convertido en la capital como Novo Arjangelsk. Los rusos utilizaron el tabaco y el ron como elementos de cooptación a los líderes tribales, así como el reparto de elementos simbólicos que los realzaban frente a su comunidad y los clanes internos. Pero los tlingit también tenían contacto con británicos y estadounidenses que tenían ambiciones en Alaska, por lo que nunca fueron aliados de fiarse en la región.
El contacto con los españoles y después mexicanos fue escaso, en el fuerte Ross (así llamado por los estadounidenses), situado en el norte de la actual California, pero suficiente para la provisión de algunos alimentos.
De particular interés resulta el capítulo que el autor dedica a la expansión de la Iglesia Ortodoxa en Alaska, por impulso del obispo Veniaminov, una figura singular y digna de elogio y admiración, que aprendió la lengua aleuta, le dio un alfabeto y tradujo el texto bíblico para acercarse a los nuevos feligreses. Logró varias conversiones entre los aleutas y después emprendió la misma tarea con los tlingit, aunque con menor éxito. Por su iniciativa, algunos kreoly y nativos siguieron el camino del sacerdocio. Vinkovetsky remarca que, tras la venta de la colonia a los Estados Unidos, la Iglesia Ortodoxa se mantuvo en Alaska con dinero proveniente de Rusia hasta 1917. A pesar de la ruptura de la revolución bolchevique, una porción significativa de los nativos son ortodoxos como un elemento cultural y religioso que los separa del protestantismo de los blancos.
Será la guerra de Crimea, que expuso la fragilidad del Imperio Ruso, la que lleve al zar Alejandro II y a su hermano, el Gran Duque Konstantin, a establecer negociaciones secretas con el gobierno de Estados Unidos para la venta de la colonia. Conscientes de que resulta imposible defender a Alaska frente a un ataque británico, se optó por la venta a los Estados Unidos, un aliado común frente a la rivalidad del Reino Unido. La incorporación de la región de Amuria transformó el eje de la expansión rusa en Oriente, cambiando la prioridad de la metrópoli.
Ilya Vinkovetsky, Russian America: An Overseas Colony of a Continental Empire, 1804-1867. New York, Oxford University Press, 2011.
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