Con luz y taquígrafos se centra en el Congreso de los Diputados durante el período final de la Restauración borbónica, desde 1913 a 1923, el decenio previo a la dictadura de Miguel Primo de Rivera. Con la constitución de 1876 se inició un período de larga experiencia parlamentaria cuyo arquitecto fue Cánovas del Castillo, tomando la idea de Benjamin Constant del poder moderador: el Rey como una institución que equilibraba el juego de los partidos en la cámara legislativa. Este modelo de monarquía constitucional tuvo vigencia en Brasil y Portugal, y tuvo como consecuencia un acuerdo de alternancia entre el Partido Conservador, liderado por Antonio Cánovas del Castillo, y el Partido Liberal, de Sagasta. El pacto de esta alternancia suponía que ningún partido gobernaría más de dos legislaturas consecutivas, además de una buena sintonía entre ambas fuerzas políticas.
Este equilibrio comenzó a perderse con la fragmentación de los dos partidos dinásticos en varias formaciones articuladas por líderes, al punto que los conservadores se dividieron en seguidores de Antonio Maura, Eduardo Dato y Javier de la Cierva, en tanto que los liberales en seguidores del Conde de Romanones, Rafael Gasset, Santiago Alba y demócratas. Hubo partidos claramente antidinásticos con bancas en la cámara baja, como los republicanos y socialistas, así como otros con un pie dentro y otro fuera, como los regionalistas catalanes.
El libro está compuesto por trabajos de Mercedes Cabrera, José Luis Gómez-Navarro, Miguel Martorell Linares, Javier Moreno Luzón y Fernando del Rey Reguillo. Los capítulos tienen una excelente sincronía y brindan un panorama de conjunto que ayuda a comprender la experiencia constitucional española previa a la primera dictadura del siglo XX. Es un trabajo encomiable, puesto que no es frecuente hallar investigaciones sobre historia parlamentaria, centrándose la mayoría en los poderes ejecutivos. Y lo cierto es que el Congreso de los Diputados -la cámara baja en España- era un centro de debate y pieza elemental para la formación de los gobiernos. Si bien era el Rey quien pedía a uno de los partidos la formación de gabinete, este precisaba de la confianza en las Cortes. El Senado, a diferencia de la cámara baja, estaba formada por una mitad de miembros nombrados por la Corona, o bien por Grandes de España, Obispos, ex diputados. Era, pues, un trípode de la Corona, el Gobierno y las Cortes.
En el libro se analizan los orígenes sociales de los diputados -en su gran mayoría, abogados de clases ascendientes en el período restauracionista, incluyendo a nobles recientes-, cómo se negociaban las listas oficiales de los partidos dinásticos -el "encasillado"-, cómo se negociaba el "turno" de alternancia, así como detalles cotidianos de los debates y la organización de la cámara.
La fragmentación de los partidos contribuyó decisivamente al deterioro del prestigio del parlamentarismo, así como un clima de ideas cada vez más hostil hacia el liberalismo en el mundo. El ascenso de una extrema derecha con inspiración en las ideas de Charles Maurras y el modelo del fascismo italiano, sumado a las corrientes tradicionalistas como el carlismo y el sueño corporativista de medios industriales y mercantiles, llevó a que el Ejército hiciera el pronunciamiento en 1923. La idea "regeneracionista" venía ganando terreno desde la crisis de 1898, y cobró más impulso gracias a Antonio Maura y, con él, el maurismo. Todos ellos abrevaban en el catolicismo social que veía en el liberalismo, el parlamentarismo y el sistema de partidos las causas de todos los males. Bien señala Fernando del Rey Reguillo que la implantación de un régimen autoritario no hubiera tenido éxito sin el visto bueno del Rey Alfonso XIII, cada vez más próximo al Ejército y temeroso de una revolución bolchevique en la península ibérica.
Creo que los autores logran mostrar una etapa viva del constitucionalismo liberal español, lejos de las sombras que han buscado desprestigiarlo. El sistema, lentamente, iba entrando en una fase de democratización que fue interrumpida por el golpe de Estado de Primo de Rivera, cortando una evolución que hubiera evitado el derramamiento de sangre de los decenios posteriores.
Mercedes Cabrera (Dir.), Con luz y taquígrafos. Madrid, Taurus, 1998. ISBN 84-306-0293-3
Bitácora de lecturas de Ricardo López Göttig. Historia, literatura, mitología, orientalismo y filosofía política.
lunes, 30 de julio de 2012
"Con luz y taquígrafos", de Mercedes Cabrera et al.
jueves, 26 de julio de 2012
"Otredad, orientalismo e identidad", de Emmanuel Taub.
La tercera lectura de Otredad, orientalismo e identidad, de Emmanuel Taub, ha sido la más provechosa de este excelente texto que, años atrás, incorporé a la bibliografía que recomendé en mis clases de Historia Política y Social Argentina en la Universidad de Belgrano.
Emmanuel Taub analiza minuciosamente la revista Caras y Caretas en el período 1898-1918, desde los inicios de la misma hasta el fin de la primera guerra mundial. Explora los artículos referidos al mundo árabe y musulmán en esa revista de tirada masiva y, por consiguiente, de tanta influencia para formación de la opinión pública en Argentina.
Señala que, en la construcción de una identidad nacional se creó un estereotipo del otro, remarcando en tres categorías de análisis: el otro lejano, el otro incivilizado y el otro exótico.
Bien señala el autor que hacia fines del siglo XIX hubo una revalorización de lo hispánico en Argentina, tal como lo hemos comentado al referirnos al libro de Lilia Ana Bertoni, hecho que se reflejó en la eliminación de los párrafos que resultaran injuriosos para la comunidad española del himno argentino. Desde Caras y Caretas, esa revalorización de lo hispano se reflejó en lo que yo llamaría la des-arabización del pretérito de la península, que fue invadida en el año 711. Esos ocho siglos de presencia árabe y musulmana -y, sobre todo, de pueblos del Magreb- fueron un período de esplendor cultural, económico, social y arquitectónico. Sin embargo, en la España decimonónica se hizo lo posible para borrar ese pasado que se veía como un "estigma" que la alejaba de Europa, como sinónimo de la civilización.
Los artículos sobre el Imperio Otomano reflejaban los estereotipos que el occidental quería ver en esa sociedad, tales como la presencia del harén, el uso del velo, así como hábitos con los que se identificaba al mundo islámico, tal como la pereza, el fatalismo y la sensualidad.
Finalmente, el libro cierra con los estereotipos con los que se veía a los inmigrantes que llegaron a Argentina procedentes del Imperio Otomano, caracterizados erróneamente como turcos. Había judíos, armenios, sirios, árabes y turcos que llegaban desde el imperio, y muchos de estos inmigrantes se esforzaban por demostrar que eran cristianos y educados en la cultura y lenguas del Occidente, a fin de ser aceptados y no vistos como un otro exótico.
El libro es, sencillamente, excelente, ameno, bien documentado, que merece ser leído y revisitado en forma frecuente para reflexionar sobre el pretérito rioplatense.
Emmanuel Taub, Otredad, orientalismo e identidad. Buenos Aires, Teseo, 2008.
Emmanuel Taub analiza minuciosamente la revista Caras y Caretas en el período 1898-1918, desde los inicios de la misma hasta el fin de la primera guerra mundial. Explora los artículos referidos al mundo árabe y musulmán en esa revista de tirada masiva y, por consiguiente, de tanta influencia para formación de la opinión pública en Argentina.
Señala que, en la construcción de una identidad nacional se creó un estereotipo del otro, remarcando en tres categorías de análisis: el otro lejano, el otro incivilizado y el otro exótico.
Bien señala el autor que hacia fines del siglo XIX hubo una revalorización de lo hispánico en Argentina, tal como lo hemos comentado al referirnos al libro de Lilia Ana Bertoni, hecho que se reflejó en la eliminación de los párrafos que resultaran injuriosos para la comunidad española del himno argentino. Desde Caras y Caretas, esa revalorización de lo hispano se reflejó en lo que yo llamaría la des-arabización del pretérito de la península, que fue invadida en el año 711. Esos ocho siglos de presencia árabe y musulmana -y, sobre todo, de pueblos del Magreb- fueron un período de esplendor cultural, económico, social y arquitectónico. Sin embargo, en la España decimonónica se hizo lo posible para borrar ese pasado que se veía como un "estigma" que la alejaba de Europa, como sinónimo de la civilización.
Los artículos sobre el Imperio Otomano reflejaban los estereotipos que el occidental quería ver en esa sociedad, tales como la presencia del harén, el uso del velo, así como hábitos con los que se identificaba al mundo islámico, tal como la pereza, el fatalismo y la sensualidad.
Finalmente, el libro cierra con los estereotipos con los que se veía a los inmigrantes que llegaron a Argentina procedentes del Imperio Otomano, caracterizados erróneamente como turcos. Había judíos, armenios, sirios, árabes y turcos que llegaban desde el imperio, y muchos de estos inmigrantes se esforzaban por demostrar que eran cristianos y educados en la cultura y lenguas del Occidente, a fin de ser aceptados y no vistos como un otro exótico.
El libro es, sencillamente, excelente, ameno, bien documentado, que merece ser leído y revisitado en forma frecuente para reflexionar sobre el pretérito rioplatense.
Emmanuel Taub, Otredad, orientalismo e identidad. Buenos Aires, Teseo, 2008.
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domingo, 22 de julio de 2012
"Comunidades imaginadas", de Benedict Anderson.
Benedict Anderson nos hace una propuesta sumamente interesante en su libro Comunidades imaginadas, texto rico en ejemplos sobre todo del Sudeste asiático, región de su especialidad.
Parte de lo que denomina el capitalismo de imprenta: la explosión de libros que se sucede a partir de la invención y generalización de la imprenta en Europa, que va reemplazando al latín por lenguas vernáculas a lo largo de los siglos. De este modo, las lenguas nacionales comienzan a tejer lo que llama las comunidades imaginadas por los lectores en alemán, francés, checo, castellano, etcétera. Nace, así, la idea de una comunidad lingüística que trasciende la comarca y que une, en torno a ese idioma común, a esos lectores. Nace, también, la filología en el siglo XIX: las variaciones de una lengua escrita, ya plasmada en el texto, no tiene tantas transformaciones en los últimos siglos, y es por ello que podemos leer sin dificultad a un autor del siglo XVIII. Lo llama capitalismo porque nos recuerda que el editor fue un empresario de riesgo que se atrevió a invertir en la audacia de la imprenta, tanto para libros como periódicos, y buscó un mercado de lectores. La difusión de las lenguas vernáculas fue el embrión de los estados-nacionales que se articularon a partir del siglo XIX y XX.
Ahora bien, las aristocracias difícilmente hablaban las lenguas vernáculas. La aristocracia rusa hablaba en alemán y francés; la húngara, en latín y alemán; la checa, en alemán. El lenguaje de la burocracia en el imperio austríaco fue el latín, que luego convivió con el alemán. El latín había sido la lingua franca de la cristiandad occidental, pero ya en el siglo XVIII estaba siendo desplazada por influencia de la Reforma.
Será en el siglo XIX que comience a hablarse y escribirse en forma masiva en las lenguas vernáculas, a redescubrirse las raíces de las mismas con el desarrollo de la gramática.
Ahora bien, Anderson señala como lugar de nacimiento de los nacionalismos al continente americano, con las revoluciones de independencia en América del Norte y del Sur. Su argumento de que los criollos de Hispanoamérica eran considerados inferiores por los españoles peninsulares fue el causante de la creación de las nuevas naciones en el Nuevo Continente es acertado; pero no nos dice porqué considera que el nacionalismo también nació en las trece colonias del Norte, que ni siquiera utilizaron la palabra "nación" en su declaración, ni tampoco lograron ponerse de acuerdo en un nombre para su país -"Estados Unidos" es una solución de compromiso-.
Distingue un "nacionalismo oficial" de un nacionalismo espontáneo: el oficial brota desde el poder, es el proceso de homogeneidad en torno a una lengua, tal como fue el proceso de rusificación del zar Alejandro III en detrimento de las otras culturas bajo su dominio. También el nacionalismo oficial fue el que puso en práctica Macaulay en la India, con el objetivo de convertir a los aristócratas indios en perfectos ingleses, a fin de convertirlos en buenos administradores del Raj británico.
Este nacionalismo oficial en las colonias no hizo más que provocar el nacimiento del nacionalismo en esas latitudes. Adquirieron conocimientos de la metrópoli, pero sabían que nunca serían pares de sus amos coloniales. Estos, a su vez, descubrieron el pasado milenario de las culturas antiguas en India y el Sudeste asiático, trazaron la cartografía y realizaron censos con propósitos administrativos, pero que dejaron una profunda huella en los pueblos sometidos. Los europeos, entonces, fueron sembrando las semillas intelectuales de su propia expulsión en el siglo XX de Asia.
Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. México, FCE, 2006. ISBN 968-16-3867-0
Parte de lo que denomina el capitalismo de imprenta: la explosión de libros que se sucede a partir de la invención y generalización de la imprenta en Europa, que va reemplazando al latín por lenguas vernáculas a lo largo de los siglos. De este modo, las lenguas nacionales comienzan a tejer lo que llama las comunidades imaginadas por los lectores en alemán, francés, checo, castellano, etcétera. Nace, así, la idea de una comunidad lingüística que trasciende la comarca y que une, en torno a ese idioma común, a esos lectores. Nace, también, la filología en el siglo XIX: las variaciones de una lengua escrita, ya plasmada en el texto, no tiene tantas transformaciones en los últimos siglos, y es por ello que podemos leer sin dificultad a un autor del siglo XVIII. Lo llama capitalismo porque nos recuerda que el editor fue un empresario de riesgo que se atrevió a invertir en la audacia de la imprenta, tanto para libros como periódicos, y buscó un mercado de lectores. La difusión de las lenguas vernáculas fue el embrión de los estados-nacionales que se articularon a partir del siglo XIX y XX.
Ahora bien, las aristocracias difícilmente hablaban las lenguas vernáculas. La aristocracia rusa hablaba en alemán y francés; la húngara, en latín y alemán; la checa, en alemán. El lenguaje de la burocracia en el imperio austríaco fue el latín, que luego convivió con el alemán. El latín había sido la lingua franca de la cristiandad occidental, pero ya en el siglo XVIII estaba siendo desplazada por influencia de la Reforma.
Será en el siglo XIX que comience a hablarse y escribirse en forma masiva en las lenguas vernáculas, a redescubrirse las raíces de las mismas con el desarrollo de la gramática.
Ahora bien, Anderson señala como lugar de nacimiento de los nacionalismos al continente americano, con las revoluciones de independencia en América del Norte y del Sur. Su argumento de que los criollos de Hispanoamérica eran considerados inferiores por los españoles peninsulares fue el causante de la creación de las nuevas naciones en el Nuevo Continente es acertado; pero no nos dice porqué considera que el nacionalismo también nació en las trece colonias del Norte, que ni siquiera utilizaron la palabra "nación" en su declaración, ni tampoco lograron ponerse de acuerdo en un nombre para su país -"Estados Unidos" es una solución de compromiso-.
Distingue un "nacionalismo oficial" de un nacionalismo espontáneo: el oficial brota desde el poder, es el proceso de homogeneidad en torno a una lengua, tal como fue el proceso de rusificación del zar Alejandro III en detrimento de las otras culturas bajo su dominio. También el nacionalismo oficial fue el que puso en práctica Macaulay en la India, con el objetivo de convertir a los aristócratas indios en perfectos ingleses, a fin de convertirlos en buenos administradores del Raj británico.
Este nacionalismo oficial en las colonias no hizo más que provocar el nacimiento del nacionalismo en esas latitudes. Adquirieron conocimientos de la metrópoli, pero sabían que nunca serían pares de sus amos coloniales. Estos, a su vez, descubrieron el pasado milenario de las culturas antiguas en India y el Sudeste asiático, trazaron la cartografía y realizaron censos con propósitos administrativos, pero que dejaron una profunda huella en los pueblos sometidos. Los europeos, entonces, fueron sembrando las semillas intelectuales de su propia expulsión en el siglo XX de Asia.
Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. México, FCE, 2006. ISBN 968-16-3867-0
sábado, 21 de julio de 2012
"Naciones y nacionalismo", de Ernest Gellner.
Un libro que se ha vuelto un clásico sobre la cuestión nacionalista es el de Ernest Gellner, con su Naciones y nacionalismo, una referencia inevitable. El autor pone su acento en el surgimiento del nacionalismo en las sociedades industriales. Con acierto, señala que las sociedades tribales pre-agrarias y nómadas no tenían ni necesitaban un Estado; las sociedades agrarias podían o no tener un Estado; en las sociedades industriales, en cambio, el Estado es inevitable por su complejidad y división del trabajo. A partir de estas premisas, que estimo correctas, Gellner remarca que será en las sociedades industriales donde se desarrollarán los conceptos de nacionalidad y nacionalismo.
Es de Perogrullo que todos los grupos humanos tienen una cultura, pero los grupos nómadas pueden ser bastante flexibles al respecto. Las sociedades agrarias, en cambio, viven en su cultura con naturalidad, ancladas en su paisaje bucólico. Es en éstas en donde se produce una estratificación social marcada, con una mayoría abrumadora de campesinos con su propia cultura popular y espontánea, en tanto que hay sectores guerreros, administrativos y religiosos que se desenvuelven en sus propios universos culturales, e incluso lingüísticos. El mejor ejemplo para esto -que no lo señala Gellner- en Occidente fue el uso del francés en las cortes de Inglaterra y Francia. Y traigo a colación el ejemplo francés, porque en tiempos de la revolución francesa sólo una minoría, en torno al 5%, hablaba esa lengua que era básicamente la de la Corte y la burocracia. El resto hablaba en lenguas que luego, durante el siglo XIX, fueron barridas por la educación oficial: el occitano, provenzal, catalán, bretón, etcétera...
Pues bien, en la sociedad industrial hay movilidad social y geográfica, los hombres del campo llegan a las ciudades para trabajar en las fábricas. Es preciso, entonces, contar con una lengua común y con alfabetización. De allí que Gellner señale que lo que busca un Estado nacional es crear una cultura común para establecer un orden social. Y lanza un pensamiento provocador: al Estado moderno, nacional e industrial le preocupa más el monopolio de la cultura legítima que el de la violencia legítima. El maestro de escuela es la vanguardia de este batallón en marcha: "En la base del orden social moderno no está ya el verdugo, sino el profesor". Así se crea una homogeneidad cultural que no sólo tendrá un idioma común, sino también costumbres, mitos nacionales e historia en la cual identificarse. Ya se ha hecho hincapié en el aspecto de la lengua en el libro antes reseñado de Lilia Ana Bertoni, tomando el caso argentino en el siglo XIX.
¿Qué pasa con las minorías lingüísticas? Estas pueden ser de carácter entropífugo, como las llama Ernest Gellner. Pueden optar por la estrategia de la asimilación, o bien por el camino de la autonomía y, quizás, la independencia.
Sólo me cabe señalar que al análisis de Gellner le falta la referencia al servicio militar. Históricamente, ha sido uno de los mecanismos empleados para la unificación en torno al patriotismo y el heroísmo, y basta con ver los modelos de conscripción en Europa, Asia y América.
La gran interrogante es: ¿hay espacio para la diversidad cultural, la innovación, la creatividad, para la preservación y recuperación de viejas lenguas? Creo que sí, porque la homogeneidad ya no es un fin deseable, sino un ancla pesada, además de ser un disciplinamiento que vulnera la libertad individual.
Ernest Gellner, Naciones y nacionalismo. Buenos Aires, Alianza, 1994.
Es de Perogrullo que todos los grupos humanos tienen una cultura, pero los grupos nómadas pueden ser bastante flexibles al respecto. Las sociedades agrarias, en cambio, viven en su cultura con naturalidad, ancladas en su paisaje bucólico. Es en éstas en donde se produce una estratificación social marcada, con una mayoría abrumadora de campesinos con su propia cultura popular y espontánea, en tanto que hay sectores guerreros, administrativos y religiosos que se desenvuelven en sus propios universos culturales, e incluso lingüísticos. El mejor ejemplo para esto -que no lo señala Gellner- en Occidente fue el uso del francés en las cortes de Inglaterra y Francia. Y traigo a colación el ejemplo francés, porque en tiempos de la revolución francesa sólo una minoría, en torno al 5%, hablaba esa lengua que era básicamente la de la Corte y la burocracia. El resto hablaba en lenguas que luego, durante el siglo XIX, fueron barridas por la educación oficial: el occitano, provenzal, catalán, bretón, etcétera...
Pues bien, en la sociedad industrial hay movilidad social y geográfica, los hombres del campo llegan a las ciudades para trabajar en las fábricas. Es preciso, entonces, contar con una lengua común y con alfabetización. De allí que Gellner señale que lo que busca un Estado nacional es crear una cultura común para establecer un orden social. Y lanza un pensamiento provocador: al Estado moderno, nacional e industrial le preocupa más el monopolio de la cultura legítima que el de la violencia legítima. El maestro de escuela es la vanguardia de este batallón en marcha: "En la base del orden social moderno no está ya el verdugo, sino el profesor". Así se crea una homogeneidad cultural que no sólo tendrá un idioma común, sino también costumbres, mitos nacionales e historia en la cual identificarse. Ya se ha hecho hincapié en el aspecto de la lengua en el libro antes reseñado de Lilia Ana Bertoni, tomando el caso argentino en el siglo XIX.
¿Qué pasa con las minorías lingüísticas? Estas pueden ser de carácter entropífugo, como las llama Ernest Gellner. Pueden optar por la estrategia de la asimilación, o bien por el camino de la autonomía y, quizás, la independencia.
Sólo me cabe señalar que al análisis de Gellner le falta la referencia al servicio militar. Históricamente, ha sido uno de los mecanismos empleados para la unificación en torno al patriotismo y el heroísmo, y basta con ver los modelos de conscripción en Europa, Asia y América.
La gran interrogante es: ¿hay espacio para la diversidad cultural, la innovación, la creatividad, para la preservación y recuperación de viejas lenguas? Creo que sí, porque la homogeneidad ya no es un fin deseable, sino un ancla pesada, además de ser un disciplinamiento que vulnera la libertad individual.
Ernest Gellner, Naciones y nacionalismo. Buenos Aires, Alianza, 1994.
miércoles, 18 de julio de 2012
"Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas", de Lilia Ana Bertoni.
Otra segunda lectura que me volvió a asombrar fue la de Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas, de Lilia Ana Bertoni, un libro del 2007. Un texto valioso que debería ser leído y comentado no sólo por los colegas de la Historia, sino por todos los interesados en las ciencias sociales y en la comprensión del pasado argentino.
El libro se centra en los debates en torno a la construcción de la nacionalidad en la Argentina a partir de 1887 hasta principios del siglo XX. Como país que recibía a cientos de miles de inmigrantes por año, de los cuales aproximadamente la mitad se quedaba en forma permanente, la República Argentina vio incrementada su población en poco tiempo por este aluvión que modificaba sustancialmente sus costumbres, lengua y fisonomía.
En tiempos en que varios países europeos se habían enrolado en una frenética expansión colonial y veleidades imperiales, la existencia de una nutrida colonia italiana en Buenos Aires despertó las sospechas de los políticos argentinos, que veían que las escuelas de estos inmigrantes formaban nuevos ciudadanos italianos, sin apego a la nueva tierra. Entre ellos, se destacaron Domingo F. Sarmiento y Estanislao Zeballos. La educación privada había tenido una gran labor supliendo la ausencia de escuelas estatales, por lo que había sido bienvenida en la difusión de la alfabetización. Empero, esta se brindaba en las lenguas de cada comunidad inmigrante, a la par que se enseñaba la historia, geografía y costumbres de la patria lejana. Esta circunstancia, sumada a la prédica de algunos publicistas italianos que llamaban a la creación de colonias en América del Sur, provocaron la alarma de muchos argentinos, que temían ver los embriones de un estado dentro de otro estado.
La Constitución de 1853/60, tan generosa y liberal en su concepción de la inmigración y la nacionalidad, comenzó a estar en discusión sobre todo a partir de la revolución del Parque, de 1890, evento en el cual muchos extranjeros tomaron partido por la Unión Cívica. Una señal del cambio profundo que se estaba operando fue la eliminación en la provincia de Santa Fe del derecho al voto municipal que tenían los extranjeros en la reforma de la constitución local de 1890.
Señala Lilia Ana Bertoni que los festejos de las fiestas patrias adquirieron otra tonalidad a partir del decenio de los ochenta en adelante, organizadas por el Estado sin la alegría espontánea que antes las hacía brillar, para darles un aire marcial y solemne. Comenzaron a formarse los "batallones infantiles" que procuraban infundir en los niños el apego por la patria.
Un hecho que provocó la alarma y disparó los sentimientos encontrados fue la rebelión de los extranjeros en la provincia de Santa Fe en 1893, que llegaron a tomar la capital, reclamando mejor administración y el reconocimiento a su derecho al sufragio. Por un lado, sentían que tenían derecho a participar en el gobierno por ser promotores de la riqueza, aun cuando no estaban dispuestos a abandonar la ciudadanía de origen. Este enfrentamiento encendió los ánimos y llevó a vivas discusiones en el Congreso nacional, motivando la iniciativa legislativa de Indalecio Gómez -diputado salteño, que luego como ministro del Interior fue el promotor de la Ley Sáenz Peña de voto secreto y obligatorio- de establecer al castellano como idioma nacional, impidiendo la educación en otras lenguas.
Acertadamente señala Bertoni que dos concepciones de la nacionalidad fueron debatidas en 1896 en la cámara legislativa: la de inspiración liberal, sostenida por Francisco Barroetaveña, que sostenía que la ciudadanía era un acto voluntario y contractual -la tesis francesa-; y la esencialista, de inspiración germana, que sostenía el vínculo sagrado y sanguíneo. Si bien la propuesta de Indalecio Gómez no contó con la mayoría de los sufragios, fue un antecedente del clima de ideas que fue creciendo en torno a un nuevo concepto de nacionalidad que tomó auge en los primeros decenios del siglo XX.
Estas discusiones tuvieron lugar en un momento de agitación patriótica ante el posible enfrentamiento bélico con la República de Chile por la cuestión limítrofe. Desde distintos ámbitos como el Club de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires y el Tiro Federal Argentino, se promovió la gimnástica y la práctica del tiro para la formación de ciudadanos aptos para el combate. La comunidad italiana se reconcilió con la opinión pública argentina al ofrecer la creación de la Legión Italiana, dispuesta a combatir. También hubo una reconsideración de la visión sobre el pasado hispánico, que llevó a suprimir del himno argentino las estrofas injuriosas hacia España, en 1900. En 1901, durante la segunda presidencia de Julio Roca, se estableció el servicio militar obligatorio no sólo con fines de defensa, sino también con la ambición de provocar una reforma moral, inspirada en el modelo prusiano.
Capítulo aparte merece en el libro la conquista de lo simbólico a través de la estatuaria y el proyecto de creación del Panteón Nacional, buscando influir con esta pedagogía cívica en la construcción de la nacionalidad. ¿Quiénes eran los héroes a venerar? Desde las historias que escribió Bartolomé Mitre, no había discusión en torno a San Martín y Belgrano. Pero luego sí estaban en debate figuras como Liniers y Álzaga -que se opusieron a las invasiones británicas pero que fueron leales a la monarquía española en tiempos de la Revolución de Mayo-, así como héroes militares como Guillermo Brown, José María Paz, Lavalle...
Es, pues, un libro excelente, bien redactado y documentado, para comprender esta etapa de la historia argentina, que luego tuvo nuevos protagonistas de carácter fuertemente nacionalista en el Centenario.
Lilia Ana Bertoni, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. Buenos Aires, FCE, 2007. ISBN 950-557-404-5
El libro se centra en los debates en torno a la construcción de la nacionalidad en la Argentina a partir de 1887 hasta principios del siglo XX. Como país que recibía a cientos de miles de inmigrantes por año, de los cuales aproximadamente la mitad se quedaba en forma permanente, la República Argentina vio incrementada su población en poco tiempo por este aluvión que modificaba sustancialmente sus costumbres, lengua y fisonomía.
En tiempos en que varios países europeos se habían enrolado en una frenética expansión colonial y veleidades imperiales, la existencia de una nutrida colonia italiana en Buenos Aires despertó las sospechas de los políticos argentinos, que veían que las escuelas de estos inmigrantes formaban nuevos ciudadanos italianos, sin apego a la nueva tierra. Entre ellos, se destacaron Domingo F. Sarmiento y Estanislao Zeballos. La educación privada había tenido una gran labor supliendo la ausencia de escuelas estatales, por lo que había sido bienvenida en la difusión de la alfabetización. Empero, esta se brindaba en las lenguas de cada comunidad inmigrante, a la par que se enseñaba la historia, geografía y costumbres de la patria lejana. Esta circunstancia, sumada a la prédica de algunos publicistas italianos que llamaban a la creación de colonias en América del Sur, provocaron la alarma de muchos argentinos, que temían ver los embriones de un estado dentro de otro estado.
La Constitución de 1853/60, tan generosa y liberal en su concepción de la inmigración y la nacionalidad, comenzó a estar en discusión sobre todo a partir de la revolución del Parque, de 1890, evento en el cual muchos extranjeros tomaron partido por la Unión Cívica. Una señal del cambio profundo que se estaba operando fue la eliminación en la provincia de Santa Fe del derecho al voto municipal que tenían los extranjeros en la reforma de la constitución local de 1890.
Señala Lilia Ana Bertoni que los festejos de las fiestas patrias adquirieron otra tonalidad a partir del decenio de los ochenta en adelante, organizadas por el Estado sin la alegría espontánea que antes las hacía brillar, para darles un aire marcial y solemne. Comenzaron a formarse los "batallones infantiles" que procuraban infundir en los niños el apego por la patria.
Un hecho que provocó la alarma y disparó los sentimientos encontrados fue la rebelión de los extranjeros en la provincia de Santa Fe en 1893, que llegaron a tomar la capital, reclamando mejor administración y el reconocimiento a su derecho al sufragio. Por un lado, sentían que tenían derecho a participar en el gobierno por ser promotores de la riqueza, aun cuando no estaban dispuestos a abandonar la ciudadanía de origen. Este enfrentamiento encendió los ánimos y llevó a vivas discusiones en el Congreso nacional, motivando la iniciativa legislativa de Indalecio Gómez -diputado salteño, que luego como ministro del Interior fue el promotor de la Ley Sáenz Peña de voto secreto y obligatorio- de establecer al castellano como idioma nacional, impidiendo la educación en otras lenguas.
Acertadamente señala Bertoni que dos concepciones de la nacionalidad fueron debatidas en 1896 en la cámara legislativa: la de inspiración liberal, sostenida por Francisco Barroetaveña, que sostenía que la ciudadanía era un acto voluntario y contractual -la tesis francesa-; y la esencialista, de inspiración germana, que sostenía el vínculo sagrado y sanguíneo. Si bien la propuesta de Indalecio Gómez no contó con la mayoría de los sufragios, fue un antecedente del clima de ideas que fue creciendo en torno a un nuevo concepto de nacionalidad que tomó auge en los primeros decenios del siglo XX.
Estas discusiones tuvieron lugar en un momento de agitación patriótica ante el posible enfrentamiento bélico con la República de Chile por la cuestión limítrofe. Desde distintos ámbitos como el Club de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires y el Tiro Federal Argentino, se promovió la gimnástica y la práctica del tiro para la formación de ciudadanos aptos para el combate. La comunidad italiana se reconcilió con la opinión pública argentina al ofrecer la creación de la Legión Italiana, dispuesta a combatir. También hubo una reconsideración de la visión sobre el pasado hispánico, que llevó a suprimir del himno argentino las estrofas injuriosas hacia España, en 1900. En 1901, durante la segunda presidencia de Julio Roca, se estableció el servicio militar obligatorio no sólo con fines de defensa, sino también con la ambición de provocar una reforma moral, inspirada en el modelo prusiano.
Capítulo aparte merece en el libro la conquista de lo simbólico a través de la estatuaria y el proyecto de creación del Panteón Nacional, buscando influir con esta pedagogía cívica en la construcción de la nacionalidad. ¿Quiénes eran los héroes a venerar? Desde las historias que escribió Bartolomé Mitre, no había discusión en torno a San Martín y Belgrano. Pero luego sí estaban en debate figuras como Liniers y Álzaga -que se opusieron a las invasiones británicas pero que fueron leales a la monarquía española en tiempos de la Revolución de Mayo-, así como héroes militares como Guillermo Brown, José María Paz, Lavalle...
Es, pues, un libro excelente, bien redactado y documentado, para comprender esta etapa de la historia argentina, que luego tuvo nuevos protagonistas de carácter fuertemente nacionalista en el Centenario.
Lilia Ana Bertoni, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. Buenos Aires, FCE, 2007. ISBN 950-557-404-5
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Vicente Quesada
sábado, 7 de julio de 2012
"Nicolas II", de Hélène Carrère D’Encausse.
Siempre es bueno retornar a viejas lecturas tras diez, quince o veinte años. Este es el caso con Nicolas II, de Hélène Carrère D’Encausse, libro que no fue traducido al castellano como sí lo fueron otros de la conocida autora francesa, especialista en historia rusa.
Al recorrer las quinientas páginas de la biografía, uno halla que el último zar fue una persona desafortunada en lo personal y lo político. Ya conocemos su trágico final, el sello que termina de marcar una existencia de pocos momentos felices.
Nicolás II fue el heredero de la autocracia rusa en la que los zares se empeñaron en mantener las riendas del imperio más extenso del mundo, a la par que intentaron modernizarlo económicamente. Su extensión era su principal fortaleza y, a la vez, su gran debilidad.
La gran oportunidad para el inicio de una monarquía constitucional fue en 1825, con el intento fallido de los decembristas; empero los zares lograron imponer el régimen autocrático. Las fallas de este sistema, sin embargo, se hicieron evidentes en la guerra de Crimea, en la que los rusos fueron derrotados por la coalición de turcos, británicos, franceses y piamonteses. Tras esta contienda bélica y con la llegada al trono del nuevo zar Alejandro II, se dio el comienzo a una serie de reformas que fueron auspiciosas. El zar libertador fue quien terminó con la servidumbre, aun cuando establecía un pesado régimen de indemnizaciones a los antiguos propietarios. Reformó sustancialmente el poder judicial, acercándolo a los parámetros de Occidente. Propició la formación de los zemstva, asambleas regionales, en las que despuntó un tímido retoño de la representación. No obstante este camino emprendido, la intelligentsia rusa se sentía cada vez más próxima a ideas radicales como la de los narodnik, que promovían la ruptura con la modernidad y tenían una visión idílica de la vida campesina, que tan bien supieron retratar las plumas magistrales de Turgeniev y Dostoyevski. El zar Alejandro II murió en un atentado en 1881, con lo que la política de reformas se vio cercenada de su principal impulsor. Su hijo Alejandro III, dio un gran giro a la autocracia. La muerte de Alejandro II despertó a las fuerzas más siniestras que llevaron adelante los pogroms de 1881 y 1882 contra la numerosa población judía, que sufrió una deliberada política de aislamiento, persecución y discriminación.
Alejandro III continuó la política de modernización económica que llevaba adelante su padre. De la guerra de Crimea, había resultada clara la debilidad económica y social del gran imperio, por lo que se precisaban capitales para invertir en ferrocarriles, comunicaciones y fábricas. El nuevo zar estableció la alianza con la III República francesa ante el surgimiento del II Imperio Alemán, motorizado por la ascendente Prusia. Este autócrata en ningún momento se preocupó seriamente por la formación de su hijo, el zarevich, el heredero Nicolás, que pasó su juventud en el ejército y entretenido en la frivolidad. A sugerencia del gran político Sergei Witte, el zarevich Nicolás viajó con un séquito por Asia, y fue en Japón donde tuvo una experiencia que lo marcó: un japonés le dio un gran golpe en la cabeza. Desde entonces, sintió una gran repulsión y desdén por el mundo nipón.
Alejandro III murió en 1894 y Nicolás II asumió el trono a los veintiséis años, inexperto pero con la idea firme de preservar la autocracia. Así había sido formado por el jurista Pobiedonóstsev, procurador del Santo Sínodo y uno de los principales ministros de su padre. Se casó con Alexandra, princesa de origen alemán, que se bautizó según el rito bizantino para ser admitida.
El gran ministro de finanzas de Nicolás II fue Sergei Witte, que llevó adelante una ambiciosa política ferroviaria, estableció el patrón oro y mejoró significativamente las cuentas del imperio, atrayendo los capitales occidentales. Fue, al decir de Carrère D’Encausse, el "Colbert de Rusia". Pero él comprendía que los cambios económicos y sociales debían ser acompañados por una transición al constitucionalismo, lo que Nicolás II rechazaba. El zar consideraba que su misión le había sido otorgada por Dios y que, por consiguiente, no estaba en sus manos cambiar la naturaleza de la autocracia. A esta idea se aferrará hasta sus últimos momentos.
Rusia, pues, se modernizaba aceleradamente, pero mantenía congelada la autocracia política. Se expandía la alfabetización, crecía la clase media, mejoraban lentamente las condiciones de vida, pero se mantuvo firme la política represiva.
La guerra ruso-japonesa de 1904-1905 alterará ese mundo. Nicolás II llamaba "simios" a los japoneses, por lo que minusvaloraba el poder del imperio del sol naciente. La autora recuerda los primeros instantes de fervor patriótico en la población, tiempos en que el zar y su familia eran aclamados en cada aparición pública. Este entusiasmo se desvaneció con las primeras derrotas en Oriente. En enero de 1905, cuando el monje Gapon llevó a un numeroso grupo de obreros al palacio del Zar a solicitar la reincorporación de algunos trabajadores que habían sido despedidos y fueron reprimidos, comenzó una revolución que se anticipó en doce años a la que abolió el imperio. En plena guerra, la situación interna demostró el profundo rechazo a la autocracia y Nicolás II debió conceder la creación de una Duma que, si bien no tendría las funciones propias de un Parlamento, era el embrión del mismo. Nuevamente debió acudir a la sapiencia de Sergei Witte, quien negoció un exitoso acuerdo de paz con Japón en Portsmouth, evitando el pago de indemnizaciones. Fue por ello que fue nombrado primer ministro en esa etapa de transición. Witte fue breve en el cargo de jefe de gobierno, porque entendía que debía transitarse al constitucionalismo, por lo que fue reemplazado por Stolypin, un personaje interesante que ocupó el cargo hasta 1911, cuando fue asesinado. Piotr Stolypin se embarcó en una importante reforma agraria que otorgaba la propiedad de tierras a campesinos, con el objetivo de crear una clase media en el campo que fuera emprendedora, conservadora y alejada de los devaneos revolucionarios. De haber continuado en el tiempo con esa política, quizás la historia de Rusia hubiese sido completamente diferente. Nicolás II hizo cuanto pudo para evitar dar más poder a la Duma y los zemstva, en donde convergían los partidos políticos que habían sido autorizados. Stolypin se las ingenió para que la tercera y cuarta Duma fueran más propicias a las políticas gubernamentales, alterando el sistema electoral e incluso negando la representación a regiones díscolas, como el Asia central. No obstante, y visto desde la perspectiva del tiempo, fue una transición lenta que pudo haber tenido un final feliz.
Pero fue la primera guerra mundial la que sepultó a los grandes imperios en Europa. Rusia estaba fuertemente comprometida por su alianza con Francia y Gran Bretaña y se embarcó en esta contienda mundial, a la que todos suponían que sería breve. Nicolás II cometió el gravísimo error de asumir el mando del ejército en el frente contra Alemania y Austria-Hungría, por lo que las derrotas se le adjudicarían directamente a él. Asimismo, dejó el gobierno en manos de la emperatriz Alexandra, cuyo origen alemán la convertía en motivo de rumores y acusaciones de traición. Acompañada y asesorada por Rasputín, el microclima de histeria mística de la emperatriz la llevó a cometer muchos errores e influyó en decisiones de Nicolás II. Y es que Rasputín, un personaje extraño, era el único que podía contener el sufrimiento del zarevich Alexis, enfermo de hemofilia. Demostración de la falta de tacto político de la zarina y su mentor, es que nombró a Boris Stürmer como jefe de gobierno en 1916: su apellido alemán no hizo más que alimentar la convicción popular de la traición. En este ambiente de rumores, derrotas y conspiraciones, Rasputín fue asesinado por miembros de la familia real en diciembre de 1916. A pesar de las crecientes exigencias por una constitución, el zar permaneció sordo a esos reclamos y persistió en la autocracia, que pretendía legar intacta a su hijo en el futuro.
Será en febrero de 1917 cuando una huelga de obreras de Petrogrado desate una ola de insurrección generalizada en la capital, que contagiará al resto de las grandes ciudades y al ejército. La falta de alimentos, la crudeza del invierno, las acusaciones de traición, las derrotas en el frente no hicieron más que demoler los cimientos del imperio zarista. En esto colaboraron activamente los alemanes, deseosos de expandirse hacia el Este, y por ello solventaron económicamente a los bolcheviques, que desde 1914 con Lenin a la cabeza buscaban la derrota de Rusia en la guerra.
Los liberales del partido Demócrata Constitucional, presentes en la Duma, propusieron un gobierno provisional para evitar que cayera en manos de los sectores revolucionarios. Hicieron los últimos intentos de proclamar una monarquía constitucional, e incluso sugirieron que Nicolás II abdicara a favor de su hijo Alexis, con una regencia de su tío Miguel hasta la mayoría de edad. El zar abdicó en su nombre y en el de su hijo enfermo, a favor de su hermano Miguel, que no aceptó la corona. Aquí, el autócrata fue consciente de que hijo no estaba en condiciones de asumir la responsabilidad y actuó como padre. La familia real quedó, entonces, confinada en Tsarskoie Selo esperando partir al exilio y para ello se abrieron negociaciones -infructuosas- con Gran Bretaña y Dinamarca. Los gobiernos provisionales se fueron sucediendo unos a otros, cobrando importancia la figura de Kerenski, de los socialistas revolucionarios. El gobierno se desplomaba, el ejército era sacudido por nuevas derrotas y estaba hundido en la indisciplina, los soviets tomaban cada vez más fuerza y Lenin abogaba por la toma del poder. Será en noviembre de 1917 -octubre en el calendario juliano- que los bolcheviques tomarán el poder e irán estableciendo las bases de un nuevo régimen que pretendía borrar todas las huellas del antiguo régimen y de la experiencia semiconstitucional de la Duma. En julio de 1918, el zar y su familia fueron ejecutados en la casa Ipatiev, en Iekaterinburgo, en donde estaban prisioneros, para que la oposición a los bolcheviques no tuviera una figura a la cual rendir lealtad.
Hélène Carrère D’Encausse señala que con el golpe de Estado bolchevique, Nicolás II comprendió que había cometido un gran error al abdicar para lograr la paz interna. Sin embargo, ya era tarde para una restauración. Tampoco alimentó deseos de retornar al trono.
De las páginas de esta biografía, surge una personalidad que hubiera sido un gran monarca constitucional de haber comprendido que ese era el mejor camino para Rusia. Atribulado por el peso de la herencia y angustiado por la enfermedad de su hijo, se aferró a lo que creyó que era su destino, con un fin trágico para él, los suyos y su país.
Hélène Carrère D’Encausse, Nicolas II. La transition interrompue. París, Hachette, 1996.
Al recorrer las quinientas páginas de la biografía, uno halla que el último zar fue una persona desafortunada en lo personal y lo político. Ya conocemos su trágico final, el sello que termina de marcar una existencia de pocos momentos felices.
Nicolás II fue el heredero de la autocracia rusa en la que los zares se empeñaron en mantener las riendas del imperio más extenso del mundo, a la par que intentaron modernizarlo económicamente. Su extensión era su principal fortaleza y, a la vez, su gran debilidad.
La gran oportunidad para el inicio de una monarquía constitucional fue en 1825, con el intento fallido de los decembristas; empero los zares lograron imponer el régimen autocrático. Las fallas de este sistema, sin embargo, se hicieron evidentes en la guerra de Crimea, en la que los rusos fueron derrotados por la coalición de turcos, británicos, franceses y piamonteses. Tras esta contienda bélica y con la llegada al trono del nuevo zar Alejandro II, se dio el comienzo a una serie de reformas que fueron auspiciosas. El zar libertador fue quien terminó con la servidumbre, aun cuando establecía un pesado régimen de indemnizaciones a los antiguos propietarios. Reformó sustancialmente el poder judicial, acercándolo a los parámetros de Occidente. Propició la formación de los zemstva, asambleas regionales, en las que despuntó un tímido retoño de la representación. No obstante este camino emprendido, la intelligentsia rusa se sentía cada vez más próxima a ideas radicales como la de los narodnik, que promovían la ruptura con la modernidad y tenían una visión idílica de la vida campesina, que tan bien supieron retratar las plumas magistrales de Turgeniev y Dostoyevski. El zar Alejandro II murió en un atentado en 1881, con lo que la política de reformas se vio cercenada de su principal impulsor. Su hijo Alejandro III, dio un gran giro a la autocracia. La muerte de Alejandro II despertó a las fuerzas más siniestras que llevaron adelante los pogroms de 1881 y 1882 contra la numerosa población judía, que sufrió una deliberada política de aislamiento, persecución y discriminación.
Alejandro III continuó la política de modernización económica que llevaba adelante su padre. De la guerra de Crimea, había resultada clara la debilidad económica y social del gran imperio, por lo que se precisaban capitales para invertir en ferrocarriles, comunicaciones y fábricas. El nuevo zar estableció la alianza con la III República francesa ante el surgimiento del II Imperio Alemán, motorizado por la ascendente Prusia. Este autócrata en ningún momento se preocupó seriamente por la formación de su hijo, el zarevich, el heredero Nicolás, que pasó su juventud en el ejército y entretenido en la frivolidad. A sugerencia del gran político Sergei Witte, el zarevich Nicolás viajó con un séquito por Asia, y fue en Japón donde tuvo una experiencia que lo marcó: un japonés le dio un gran golpe en la cabeza. Desde entonces, sintió una gran repulsión y desdén por el mundo nipón.
Alejandro III murió en 1894 y Nicolás II asumió el trono a los veintiséis años, inexperto pero con la idea firme de preservar la autocracia. Así había sido formado por el jurista Pobiedonóstsev, procurador del Santo Sínodo y uno de los principales ministros de su padre. Se casó con Alexandra, princesa de origen alemán, que se bautizó según el rito bizantino para ser admitida.
El gran ministro de finanzas de Nicolás II fue Sergei Witte, que llevó adelante una ambiciosa política ferroviaria, estableció el patrón oro y mejoró significativamente las cuentas del imperio, atrayendo los capitales occidentales. Fue, al decir de Carrère D’Encausse, el "Colbert de Rusia". Pero él comprendía que los cambios económicos y sociales debían ser acompañados por una transición al constitucionalismo, lo que Nicolás II rechazaba. El zar consideraba que su misión le había sido otorgada por Dios y que, por consiguiente, no estaba en sus manos cambiar la naturaleza de la autocracia. A esta idea se aferrará hasta sus últimos momentos.
Rusia, pues, se modernizaba aceleradamente, pero mantenía congelada la autocracia política. Se expandía la alfabetización, crecía la clase media, mejoraban lentamente las condiciones de vida, pero se mantuvo firme la política represiva.
La guerra ruso-japonesa de 1904-1905 alterará ese mundo. Nicolás II llamaba "simios" a los japoneses, por lo que minusvaloraba el poder del imperio del sol naciente. La autora recuerda los primeros instantes de fervor patriótico en la población, tiempos en que el zar y su familia eran aclamados en cada aparición pública. Este entusiasmo se desvaneció con las primeras derrotas en Oriente. En enero de 1905, cuando el monje Gapon llevó a un numeroso grupo de obreros al palacio del Zar a solicitar la reincorporación de algunos trabajadores que habían sido despedidos y fueron reprimidos, comenzó una revolución que se anticipó en doce años a la que abolió el imperio. En plena guerra, la situación interna demostró el profundo rechazo a la autocracia y Nicolás II debió conceder la creación de una Duma que, si bien no tendría las funciones propias de un Parlamento, era el embrión del mismo. Nuevamente debió acudir a la sapiencia de Sergei Witte, quien negoció un exitoso acuerdo de paz con Japón en Portsmouth, evitando el pago de indemnizaciones. Fue por ello que fue nombrado primer ministro en esa etapa de transición. Witte fue breve en el cargo de jefe de gobierno, porque entendía que debía transitarse al constitucionalismo, por lo que fue reemplazado por Stolypin, un personaje interesante que ocupó el cargo hasta 1911, cuando fue asesinado. Piotr Stolypin se embarcó en una importante reforma agraria que otorgaba la propiedad de tierras a campesinos, con el objetivo de crear una clase media en el campo que fuera emprendedora, conservadora y alejada de los devaneos revolucionarios. De haber continuado en el tiempo con esa política, quizás la historia de Rusia hubiese sido completamente diferente. Nicolás II hizo cuanto pudo para evitar dar más poder a la Duma y los zemstva, en donde convergían los partidos políticos que habían sido autorizados. Stolypin se las ingenió para que la tercera y cuarta Duma fueran más propicias a las políticas gubernamentales, alterando el sistema electoral e incluso negando la representación a regiones díscolas, como el Asia central. No obstante, y visto desde la perspectiva del tiempo, fue una transición lenta que pudo haber tenido un final feliz.
Pero fue la primera guerra mundial la que sepultó a los grandes imperios en Europa. Rusia estaba fuertemente comprometida por su alianza con Francia y Gran Bretaña y se embarcó en esta contienda mundial, a la que todos suponían que sería breve. Nicolás II cometió el gravísimo error de asumir el mando del ejército en el frente contra Alemania y Austria-Hungría, por lo que las derrotas se le adjudicarían directamente a él. Asimismo, dejó el gobierno en manos de la emperatriz Alexandra, cuyo origen alemán la convertía en motivo de rumores y acusaciones de traición. Acompañada y asesorada por Rasputín, el microclima de histeria mística de la emperatriz la llevó a cometer muchos errores e influyó en decisiones de Nicolás II. Y es que Rasputín, un personaje extraño, era el único que podía contener el sufrimiento del zarevich Alexis, enfermo de hemofilia. Demostración de la falta de tacto político de la zarina y su mentor, es que nombró a Boris Stürmer como jefe de gobierno en 1916: su apellido alemán no hizo más que alimentar la convicción popular de la traición. En este ambiente de rumores, derrotas y conspiraciones, Rasputín fue asesinado por miembros de la familia real en diciembre de 1916. A pesar de las crecientes exigencias por una constitución, el zar permaneció sordo a esos reclamos y persistió en la autocracia, que pretendía legar intacta a su hijo en el futuro.
Será en febrero de 1917 cuando una huelga de obreras de Petrogrado desate una ola de insurrección generalizada en la capital, que contagiará al resto de las grandes ciudades y al ejército. La falta de alimentos, la crudeza del invierno, las acusaciones de traición, las derrotas en el frente no hicieron más que demoler los cimientos del imperio zarista. En esto colaboraron activamente los alemanes, deseosos de expandirse hacia el Este, y por ello solventaron económicamente a los bolcheviques, que desde 1914 con Lenin a la cabeza buscaban la derrota de Rusia en la guerra.
Los liberales del partido Demócrata Constitucional, presentes en la Duma, propusieron un gobierno provisional para evitar que cayera en manos de los sectores revolucionarios. Hicieron los últimos intentos de proclamar una monarquía constitucional, e incluso sugirieron que Nicolás II abdicara a favor de su hijo Alexis, con una regencia de su tío Miguel hasta la mayoría de edad. El zar abdicó en su nombre y en el de su hijo enfermo, a favor de su hermano Miguel, que no aceptó la corona. Aquí, el autócrata fue consciente de que hijo no estaba en condiciones de asumir la responsabilidad y actuó como padre. La familia real quedó, entonces, confinada en Tsarskoie Selo esperando partir al exilio y para ello se abrieron negociaciones -infructuosas- con Gran Bretaña y Dinamarca. Los gobiernos provisionales se fueron sucediendo unos a otros, cobrando importancia la figura de Kerenski, de los socialistas revolucionarios. El gobierno se desplomaba, el ejército era sacudido por nuevas derrotas y estaba hundido en la indisciplina, los soviets tomaban cada vez más fuerza y Lenin abogaba por la toma del poder. Será en noviembre de 1917 -octubre en el calendario juliano- que los bolcheviques tomarán el poder e irán estableciendo las bases de un nuevo régimen que pretendía borrar todas las huellas del antiguo régimen y de la experiencia semiconstitucional de la Duma. En julio de 1918, el zar y su familia fueron ejecutados en la casa Ipatiev, en Iekaterinburgo, en donde estaban prisioneros, para que la oposición a los bolcheviques no tuviera una figura a la cual rendir lealtad.
Hélène Carrère D’Encausse señala que con el golpe de Estado bolchevique, Nicolás II comprendió que había cometido un gran error al abdicar para lograr la paz interna. Sin embargo, ya era tarde para una restauración. Tampoco alimentó deseos de retornar al trono.
De las páginas de esta biografía, surge una personalidad que hubiera sido un gran monarca constitucional de haber comprendido que ese era el mejor camino para Rusia. Atribulado por el peso de la herencia y angustiado por la enfermedad de su hijo, se aferró a lo que creyó que era su destino, con un fin trágico para él, los suyos y su país.
Hélène Carrère D’Encausse, Nicolas II. La transition interrompue. París, Hachette, 1996.
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