El reconocido especialista en historia rusa y soviética Orlando Figes nos aproxima con pinceladas de vivos colores y bien razonadas, a la gran cultura que se gestó en esa latitud. Es una danza de genios que descollaron en todas las artes: Gogol, Tolstoi, Dostoievski, Rimski-Korsakov, Turgueniev, Chaikovski, Stravinsky, Chagall, Kandinski, Prokofiev, Shostakovich, Ajmátova, Nabokov, entre tantos otros...
A lo largo de esas páginas, densas y vibrantes, el hilo invisible del volumen se desarrolla en torno a la búsqueda infatigable de la intelectualidad rusa en torno a su ubicación: ¿parte de Europa, parte de Asia, o algo completamente distinto? Como el águila bicéfala que heredó de los bizantinos, Rusia mira hacia Oriente y Occidente, y en términos religiosos se sentía la tercera Roma, la custodia auténtica de la fe cristiana de un modo místico y fuertemente apegada a la liturgia.
En ese anhelo de encontrarse y de presentarse ante el mundo, el zar Pedro el Grande encarnó el proyecto de occidentalización no sólo en el cambio deliberado de las costumbres, sino en particular con la creación y construcción de la capital San Petersburgo -luego Petrogrado, después Leningrado- como modelo desde el cual irradiar una Rusia europea, conectada con las raíces de la cual fue cortada por la invasión mongola. Tal como nos lo presenta Figes, San Petersburgo era un proyecto de dimensiones políticas que alteraba sustancialmente la vida de la aristocracia rusa, que debía concentrarse en esa metrópolis y aceptar las nuevas formas de existencia cotidiana. El autor, magistralmente, nos exhibe la doble vida de esos aristócratas, occidentalizados en sus maneras exteriores y de puertas afuera, pero apegados a las viejas costumbres en su vida privada. Europeos refinados en los salones, tátaros campesinos en los dormitorios. Las narraciones sobre la vida de los aristócratas rusos es fascinante, con sus derroches y desmesuras.
Primera señal de que esa Europa tan admirada era, a la vez, un peligro, fue la invasión francesa de 1812, que despertó un espíritu patriótico que hasta entonces era desconocido. Y los principales protagonistas fueron los campesinos, no la aristocracia afrancesada, que defendían su tierra y forma de vida. De allí en adelante, esa admiración por el occidente europeo vino acompañado de recelos en la propia aristocracia y círculos intelectuales emergentes. El atraso asiático frente a la civilización europea, la singularidad rusa se transforma en una interrogante que
atraviesa dos siglos, sin poder resolverse.
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Tolstoi |
Así nace el conflicto entre los occidentalizadores y los eslavófilos que se vivió en todos los campos de la ciencia y la cultura, también reflejados en la política. Compositores, artistas plásticos y escritores se lanzaron a bucear en las profundidades históricas de la antigua Rus, algunos creando una imagen ahistórica y mítica de la misma, o incluso más atrás, a tiempos prehistóricos. Otros se lanzaron a la búsqueda de lo ruso en la campiña, en los grupos étnicos, anhelando hallar un estado ideal de pureza de las manifestaciones culturales. Un artista como Kandinski, mientras estudiaba etnología, encontró así una fuente de inspiración que lo acompañó después; Mussorgski y Rimski-Korsakov, por su lado, se apartaron de los cánones clásicos para enhebrar su arte con lo folklórico. Igor Stravinski se inspiró en los rituales paganos para obras como La consagración de la primavera o El pájaro de fuego. Tolstoi, por su lado, identificó a la tecnología moderna con lo maligno, dejando rastros de esa asimilación en su literatura, y llegó a ser la contraparte al zarismo en el terreno político.
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Kandinski, 1915 |
La ruptura de la revolución bolchevique con sus ansias iconoclastas llevó a la emigración de numerosos artistas a Occidente, creando una cultura rusa de la emigración. Allí florecieron Stravinski, Prokofiev, Nabokov, Chagall, Kandinski y Bunin; otros, penaron en las sombras, como Anna Ajmátova; unos pocos lograron sobrevivir con altibajos, como Shostakovich y Pasternak. La dinámica totalitaria del stalinismo, con sus feroces críticas al "formalismo" en nombre del "realismo socialista" y la necesidad de crear una "cultura proletaria", se convirtió en una densa neblina gris que apagó muchos talentos, enviando a muchos de ellos a la muerte.
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Stravinski |
El libro llega a los años post-stalinistas del tímido deshielo de Nikita Jruschov y el retorno a la mediocridad más aplastante con Brezhnev.
Es una obra de calidad excepcional, meditada en cada uno de sus párrafos, felizmente concatenada y que provoca la reflexión constante del lector. Es, también, un disparador a nuevas y fecundas lecturas de los clásicos, para adentrarse en sus mundos de imaginación, riqueza conceptual y profunda dimensión espiritual.
Orlando Figes, El baile de Natacha. Barcelona, Edhasa, 2012.
Murakami juega con fronteras difusas, no discernibles, que le permiten pasar de lo trivial y cotidiano al absurdo. Una conversación con el chofer de un mafioso puede tener resonancias metafísicas, un viaje pasa a tener significados iniciáticos, o un animal de apariencia anodina e inocua puede albergar deseos de dominación planetaria. Este paso de una dimensión a otra, no lo hace en modo forzado, sino con una naturalidad asombrosa que cautiva al lector, atrapándolo en el vértigo de las páginas.
El estilo de Murakami es fluido, con situaciones que están concatenadas y cada una articulada en un sentido general, sin elementos que sobren, más allá de su colorido. Los guiños al lector son frecuentes, estableciendo un diálogo inteligente y hasta pícaro, condimentado con un exquisito sentido del humor.
El eje que atraviesa la novela es la identidad: ninguno de los personajes tiene un nombre propio, o bien se lo conoce a través de un apodo. Pero no tienen un nombre y apellido. Ni tan siquiera el gato del protagonista tenía un nombre que lo identificara -aquí un guiño al lector japonés, familiarizado con el clásico Yo, el gato de Natsume Sōseki, con un felino protagonista simplemente apodado "gato" por pereza de su dueño-. Pero no sólo no tienen nombre -y esto transcurre sin sobresaltos a lo largo de las páginas-, sino que la individualidad puede ser absorbida por una fuerza externa, siendo las personas utilizadas como meras cáscaras por un tiempo.
Paralelas a la identidad, las preocupaciones de Haruki Murakami son, una y otra vez, las mismas: la búsqueda del amor y la felicidad, el tedio de la vida moderna, la necesidad de hallar un sentido a la existencia, la fragilidad y la incertidumbre de lo que aparenta ser sólido.
Haruki Murakami, La caza del carnero salvaje. Buenos Aires, Tusquets, 2016.
Una vida tan intensa, prolífica y apasionante como la de Domingo Faustino Sarmiento, no puede ser contenida en cuatrocientas páginas. Encuadrarlo en ese límite físico es el esfuerzo que hizo Miguel Ángel De Marco -ex presidente de la Academia Nacional de la Historia- en esta biografía, que resume trabajos anteriores de gran envergadura sobre el político argentino, cuya obra periodística y literaria abarca 52 tomos.
La figura de Sarmiento arranca pasiones en pro y en contra, porque él mismo fue un hombre que ponía una energía colosal en todo lo que acometía, muchas veces sin prudencia en la expresión ni mesura en la polémica. No obstante, sus críticos más acérrimos no vacilan en quitar de contexto muchas de sus aseveraciones, como si las palabras no fueran dinámicas con el curso de los años, cambiando los significados.
De Marco evita enrolarse en debates, simplemente exponiendo las facetas discutibles de Sarmiento. La obra atraviesa toda su existencia, desde la niñez hasta la muerte, recurriendo a las imágenes tan coloridas que el propio protagonista nos legó a lo largo de sus páginas.
El propósito del libro es evidente: presentar al lector el recorrido existencial de Sarmiento, con su obra en pinceladas generales, su tiempo como estadista, su acción como periodista infatigable y propulsor de las ideas que consideraba beneficiosas; sus idas y venidas como hombre en una Argentina que recién empezaba a trazarse en los contornos de la modernidad. Resulta inevitable asimilar a Sarmiento con el impulso a la alfabetización e instrucción, condiciones necesarias para la formación de ciudadanos respetuosos de la ley, productivos y pacíficos.
Como no tuvo formación sistemática, se nutrió de cuanto autor llegó a sus manos, pero más fuerte en él fue la experiencia de sus viajes -a los Estados Unidos, en particular- que volcaba en la acción de gobierno, ya sea en el Ejecutivo, ya en las bancas legislativas. Nada de lo que ocurrió en la polis le fue ajeno: promovió el asociacionismo -desde la protección de los animales, las bibliotecas populares y las comunidades de inmigrantes-, la fundación de periódicos y el fomento de las ciencias naturales y astronómicas. Escasos políticos -muy pocos son los estadistas- son los que fomentan y perseveran en su impulso a la ciencia y la educación, y Argentina tuvo en Sarmiento a una de esas figuras extrañas en los ajetreos de la lucha electoral.
No tuvo partido, gobernó con un Congreso con el que debió negociar cada ley, se enfrentó a quienes tomaron las armas para derrocar a los gobiernos constitucionales con todo el vigor que fuera posible. Se enroló con vehemencia en la causa de la educación laica, habiendo sido un destacado miembro del liberalismo decimonónico y de la Masonería, de la que llegó a ser Gran Maestre tras dejar la primera magistratura de la República. Lejos de encerrarse en el Olimpo lejos de los mortales, se consagró con energía a la dirección general de escuelas de la Provincia de Buenos Aires al terminar la presidencia, como si fuera una magistratura superior.
Esa consagración total a la vida pública lo distanció de su amigo Bartolomé Mitre, un alejamiento que comenzó al ser enviado como ministro plenipotenciario a Chile, Perú y los Estados Unidos, y que se acentuaría en la pugna electoral. Fue, durante su presidencia entre 1868 y 1874 que fue cobrando notoriedad el entonces coronel Julio A. Roca, que luego llegaría a la primera magistratura en 1880 y que tanto lo respetaría.
Miguel Ángel De Marco escribió sobre Sarmiento para un público que lo observa con hostilidad, de reojo, tras decenios de ser cuestionado por las variadas corrientes del revisionismo vernáculo -católico, nacionalista, populista-, intentando mostrar una figura que se escapa travieso de las taxonomías, un hombre político que no dudaba en ir contra la corriente mayoritaria en pos de defender una causa que consideraba justa. Atendiendo, pues, a que el autor se dirige a un público no especializado, ávido de incorporar conocimientos generales de la historia argentina, el libro es una introducción valiosa.
Miguel Ángel De Marco, Sarmiento. Buenos Aires, Emecé, 2016.
El prestigioso historiador británico Ian Kershaw, ya conocido por su monumental biografía sobre Adolf Hitler y otros libros referentes a la Alemania nazi, se extiende en este grueso volumen en la historia de Europa entre el inicio de la primera guerra mundial y los comienzos de la Guerra Fría. Es el retrato de cómo un continente que presumió de ser la cumbre de la civilización se arrojó al más intenso salvajismo en dos conflagraciones de dimensiones planetarias, y cuyas consecuencias se prolongan hasta nuestros días.
Es un período en el que los gobiernos de Alemania buscaron un rol protagónico en el esquema mundial, ya sea con la Weltpolitik del Kaiser Guillermo II, ya con los planes de genocidio y conquista del Este europeo del nazismo. El primero intentó que el entonces Imperio Alemán tuviera el mismo peso político y militar que ya tenía en su desarrollo económico, siendo una de las cuatro grandes economías industriales del planeta. La segunda guerra, en cambio, corrió por los carriles ideológicos del nacionalsocialismo, una corriente político del nacionalismo alemán que sostenía la superioridad racial aria y que, en consecuencia, debía eliminar físicamente a los judíos y pueblos eslavos de Europa central y oriental, así como ocupar las regiones más feraces para ocupar su "espacio vital", el Lebensraum.
El objetivo del Kaiser hubiera supuesto la consolidación del orden imperial aristocrático, de jerarquía social tradicional; el de Adolf Hitler, en cambio, anheló la reestructuración "racial" de Europa y la reconfiguración de las fronteras, una utopía de superioridad étnica que aspiraba a la creación de un "hombre nuevo" ario.
Kershaw pone el acento en el período de entreguerras, cuando tres grandes corrientes ideológicas compitieron en el Viejo Continente: la democracia liberal, el marxismo y el fascismo. Los demócratas liberales se vieron severamente cuestionados por las otras dos corrientes que buscaban demoler los cimientos de las sociedades pluralistas, que crecían electoralmente alimentándose mutuamente en sus mutuos temores. A ello se añadía el vacío dejado por Estados Unidos que, con su repliegue tras la primera guerra mundial, dejó abierto el camino para que las dos fuerzas antiliberales aumentaran su influencia en Europa. La Gran Guerra, con su secuela de militarización de las sociedades y el desplome de los viejos imperios, no pudo ver tras su final el orden democrático y de libre comercio que había auspiciado el presidente Wilson.
La dinámica de los revolucionarios bolcheviques y de los grupos fascistas configuró una etapa marcada por la violencia más cruda, en la que se ensalzó la intolerancia. El autor se recuesta, en los primeros capítulos del libro, en el recurso fácil de las "clases" como si fueran compactos homogéneos, con contornos definidos y sin fisuras. Bien sabemos que ni siquiera Karl Marx se atrevió a dar una definición de la clase social, a pesar de basar su teoría de la historia en las clases. De modo que no resulta preciso ni útil recurrir a estas herramientas conceptuales tan endebles, más propias del discurso político que del rigor académico. No obstante, esto no le quita méritos al libro en su conjunto.
Lo cierto es que el período de entreguerras estuvo marcado por la frustración de los ex combatientes en el continente, por los ascensos de los totalitarismos, la aparición de las legiones fascistas y las brigadas comunistas, la hiperinflación y luego la crisis financiera y económica de 1929. En esta atmósfera se produjo una explosión de vitalidad artística, vía de escape de las tribulaciones diarias, acompañada y aumentada por las nuevas formas de comunicación. En este sentido, Kershaw articula magistralmente las tribulaciones políticas y sociales con la vibrante atmósfera cultural del período, lo que amplía las perspectivas de estudio y de reflexión del lector y del especialista. Las ideas del constitucionalismo, el poder limitado y la expansión de una economía de mercado a nivel planetario se descartaban al rincón de las cosas viejas, y el mundo se cerraba y aclamaba a líderes que quería ver sobrehumanos.
Stalin pudo cometer sus genocidios en la URSS y Adolf Hitler alcanzar el poder, sin que el mundo democrático -bastante pequeño, bastante debilitado- quisiera hacer nada. Británicos y franceses optaron por la vía del apaciguamiento, un camino que no hizo más que postergar lo inevitable y envalentonar al nazismo.
El título del libro es, sin dudas, adecuado. Ese descenso a los infiernos fue un hundimiento hacia los abismos del salvajismo totalitario, llevado adelante por hombres que decidieron y planificaron crímenes masivos, con la industrialización de la muerte. Kershaw pone el acento, a lo largo de toda la obra, en el antisemitismo antes, durante y después del nazismo, a lo largo de toda Europa. No era un fenómeno nuevo, pero sí tenía algo novedoso al ser un antisemitismo de carácter genético, no religioso. No obstante, el silencio de muchas iglesias cristianas ante los atropellos y, luego, las deportaciones y asesinatos, fue de complicidad. Pero el autor también señala las acciones silenciosas del Papa para salvar judíos en plena hecatombe, aun cuando su principal obsesión era la vida de sus feligreses cristianos.
Ian Kershaw conoce en profundidad la historia alemana en general, y la del nazismo en particular. Pero tiene una visión de menos hondura sobre países vecinos como Checoslovaquia y Polonia; de allí, entonces, que no pusiera suficientemente énfasis en el atropello letal de la anexión de los Sudetes, la invasión a Checoslovaquia y su desmembramiento, porque a mi juicio no pone en relieve la significación democrática de ese país centroeuropeo cuando era una isla de libertad en un mar de autoritarismos. La magnitud del desastroso Pacto de Munich, entonces, se apaga si se persiste en observar a Checoslovaquia como una nación periférica del Viejo Continente.
El libro cierra con los comienzos de la Guerra Fría, subrayando la devastación general en que quedó el continente europeo, con millones de personas sin hogar, deportaciones masivas, escasos alimentos y corrimiento del centro del mundo. De los escombros nació otra situación, completamente nueva, en la que los Estados Unidos encarnaba el liderazgo del mundo democrático liberal, y la URSS el campo socialista.
El libro es un esfuerzo encomiable, escrito con una buena prosa, de lectura ágil, sumamente recomendable para quien busque adentrarse en el siglo XX.
Ian Kershaw, Descenso a los infiernos. Europa, 1914-1949. Barcelona, Crítica, 2016.
Stephen Fritz se concentra en el núcleo ideológico de la guerra iniciada por el nazismo: la expansión hacia el Este de Europa, particularmente en la Unión Soviética, para incorporar ese vasto territorio al Lebensraum (espacio vital). Este programa significaba la aniquilación de millones de personas que habitaban Ucrania, Bielorrusia, Rusia y el Cáucaso, además de la esclavización de los sobrevivientes. Los dos ejes ideológicos del nacionalsocialismo, que eran el antisemitismo y la expansión territorial hacia el Oriente europeo, se enhebraban en la conquista de la fértil llanura europea de la Unión Soviética.
Y el autor nos pone frente a una cifra para ubicarnos en la dimensión de este aspecto de la segunda guerra mundial: ocho de cada diez alemanes que combatieron, murieron en la guerra del Este, la Ostkrieg. La invasión de Checoslovaquia y de Polonia eran pasos previos a esta expansión gigantesca, así como el ataque e invasión de Francia en 1940 fue para evitar una conflagración en dos frentes simultáneos, con el objetivo de repeler rápida y decisivamente a sus enemigos occidentales.
Lo cierto es que Adolf Hitler se dejó llevar por sus propias concepciones ideológicas al suponer cómo se comportarían sus enemigos: la primera, que los británicos se unirían a la Alemania nazi en la guerra contra la Unión Soviética, una guerra librada por anglosajones y germanos contra los pueblos eslavos. La segunda, la inferioridad racial de los eslavos, que serían rápidamente vencidos por los arios germanos genéticamente "superiores"... La tercera suposición errónea, era que el régimen stalinista se desmoronaría como un castillo de naipes. La Blitzkrieg fue efectiva en territorios reducidos, como Polonia y Francia, mas no tuvo el mismo efecto en la operación Barbarroja en suelo soviético. Asimismo, las tropas soviéticas eran numéricamente superiores a lo que los alemanes suponían, y se resistieron con denuedo frente al invasor.
La limpieza étnica del Generalplan Ost suponía la muerte de unos treinta a cuarenta y cinco millones de soviéticos, considerados "inútiles", y deberían perecer de hambre o por ejecución. A esto se agregaban los dos millones de judíos que mayormente vivían en la parte europea de la URSS, por lo que se enviaron los Einstazgruppen para llevar adelante fusilamientos masivos. También se sumaron los médicos que en Alemania habían empleado prácticas de eutanasia contra personas con discapacidad y enfermos, llevando consigo las técnicas del envenenamiento con gas. El plan implicaba la limpieza étnica, la repoblación con elementos germánicos, la desurbanización y la construcción de una gran muralla en los Urales, la Wehrgrenze, para contener a las hambrientas masas asiáticas, eslavas y judías... Cabe acotar que el espacio del Lebensraum ya había sido ocupado durante 1918 tras el acuerdo de Brest-Litovsk, por el cual el régimen bolchevique llegaba a un pacto de paz con el Imperio Alemán tras abandonar la región más fértil del fenecido Imperio de Rusia. Esta anexión fue incluso teorizada por el político nacionalista alemán Alfred Hugenberg, de quien se nutrió Hitler, que nunca fue un actor original. No obstante, aquella ocupación no significó limpieza étnica, sino la creación de estados satélites para alimentar a los países centrales y continuar la Gran Guerra.
Con esta invasión al suelo soviético, Stalin se alió al Reino Unido y luego a los Estados Unidos para enfrentar al enemigo común. Los occidentales contribuyeron decisivamente al sostén de la URSS a través del sistema de Lend-Lease, proveyéndole de armas para hacer frente a las hordas germánicas. La virulencia de la Ostheer, empeñada en el exterminio y esclavización, sólo podía ser respondida con igual grado de violencia, sin posibilidad de zonas grises. Ambas partes, pues, se entregaron a la guerra total.
Esta invasión puso en evidencia las falencias del ejército alemán, que no sólo era sobrepasado numéricamente por las tropas soviéticas, sino también su falta de equipos militares para tamaña conquista. El voluntarismo de Hitler, enceguecido dogmáticamente por su utopía racial, lo condujo a situaciones catastróficas como la batalla de Stalingrado, sacrificando cientos de miles de soldados alemanes en un enfrentamiento sin sentido estratégico, desviándose de su objetivo de ocupar el Cáucaso, región petrolera. Cuando los Aliados desembarcaron en África, luego en Italia y finalmente en Normandía, la multiplicación de frentes debilitó aún más a la Alemania nazi.
Paradojalmente, la guerra total significó la importación de mano de obra esclava de los países eslavos hacia Alemania, llegando a contabilizarse casi ocho millones en las fábricas, así como la utilización de los prisioneros judíos en los campos de exterminio, agotándolos hasta la muerte. Los nazis, obtusos en la creencia de una conspiración planetaria judeo-bolchevique-capitalista, estaban convencidos de librar una guerra por la supervivencia de su raza frente a los soviéticos y estadounidenses, ambos manejados tras las sombras por el judaísmo. De allí que, a partir de 1943, la guerra se transformó en una contención frente al avance de las tropas enemigas, esfuerzo inútil en el que se entregaron con mayor furia al exterminio sistemático de los judíos en los centros de aniquilación.
Consecuencia no buscada, sí hubo en Europa oriental y central una recomposición étnica: los alemanes se vieron expulsados de varios países al finalizar la segunda conflagración planetaria, reduciendo su territorio a favor de Polonia y la URSS. Por la Shoá y la deportación de los prusianos, Polonia pasó a ser un país étnicamente homogéneo, Checoslovaquia expulsó a los alemanes de los Sudetes y desapareció la otrora floreciente comunidad judía de Praga. Y Stalin logró sovietizar a varios países de Europa central y oriental durante cuarenta años, imponiendo un sistema de satélites que le permitió dominar grandes porciones del Viejo Continente durante la guerra fría.
El despliegue hacia el Oriente de Europa es sólo comprensible a través de la utopía racial que se sostenía en la pseudociencia de la eugenesia, una guerra con fines ideológicos para crear un vasto imperio colonial que tuviera la fuerza para enfrentar a enemigos externos del futuro. Esta guerra de la Volksgemeinschaft alemana, entendida como un desafío del darwinismo social más desquiciado y delirante, sepultó millones de personas en el mundo, introdujo técnicas de aniquilación masivas y redujo a cenizas las concepciones de la jerarquía racial.
Stephen Fritz, Ostkrieg: Hitler's War of Extermination in the East. Lexington, University Press of Kentucky, 2011.
La comunidad judía de Bohemia probablemente ya estaba instalada en el siglo XI, y desde entonces formó parte constitutiva de la región centroeuropea, con fuerte acento en la ciudad de Praga. Como en el resto del Viejo Continente, su existencia estaba estrechamente ligada a la voluntad del monarca, que permitía su desarrollo o la cercenaba hasta llegar a la expulsión. El tiempo de mayor expansión de esta comunidad se vivió con los emperadores Maximiliano II y Rodolfo II, en particular con el segundo, que abrió las puertas a la investigación científica, alquímica y esotérica.
El gran momento para los judíos de Praga llegó con el aire renovado de la Haskalá, el iluminismo judío de Moses Mendelssohn que venía desde la septentrional Prusia. Asimismo, el emperador José II procuró que los judíos pudieran acceder a la instrucción para "ser útiles" a su reino, por lo que comenzaron a entrar en las aulas primarias y secundarias. Los resultados, no obstante, no fueron inmediatos; pero la contracción tradicional de los judíos al estudio sistemático, al pensamiento abstracto y al conocimiento de idiomas, letras y cálculo, fueron las herramientas que llevaron a esta comunidad a desplegarse con una energía que superó a la de los cristianos del entorno. Este desenvolvimiento prodigioso se produjo cuando comenzaron a nacer las conciencias nacionales de alemanes y checos, sentimiento que cobró vigor con el romanticismo y la búsqueda de raíces identitarias en el pasado -preferentemente remoto-, en las costumbres y el folklore. Tanto lo alemán como lo checo, se definían a partir de una familia lingüística que enhebraba historia, cultura, tradiciones, parentesco. Los judíos en Bohemia y Moravia, ergo, se hallaban entre dos fuerzas en pugna: por un lado, la cultura alemana era también el vehículo de acceso al conocimiento científico y filosófico, el mundo de los negocios y trascendía las fronteras estrictas del imperio austríaco. Por el otro, la lengua cotidiana, para la mayoría de los judíos, era el checo que, a su vez, era cultivado en grado creciente en Bohemia y Moravia. No obstante, sectores de la intelectualidad checa se negaban a asimilar a los judíos a su nacionalidad, negando la posibilidad de una alianza entre ambos para lograr mayores grados de autonomía dentro del imperio danubiano. La violenta manifestación antijudía de 1841 en Praga puso en evidencia la dificultad de la asimilación, ya que se veía a la comunidad judía fuertemente asimilada a lo germánico.
Capítulo ilustrativo de esta situación es el que dedica a la figura legendaria del Golem. El homúnculo era un personaje habitual en los relatos jasídicos en Polonia, no en Bohemia. De algún modo desconocido se incorporó en Praga, y la narrativa fue variando con los años. La paradoja es que el rabino Löw vivió en los tiempos del emperador Rodolfo II, una época en la que la comunidad judía no tuvo nada que temer y se desarrolló con plenitud. Los relatos del Golem como protector de los judíos praguenses, señala el autor, son de fines del siglo XIX, cuando el antisemitismo moderno estaba cobrando fuerza en toda Europa.
La acusación y el juicio a Leopold Hilsner por un supuesto ritual de sangre, despertaron la ira antijudía en Bohemia. La voz valiente y prácticamente solitaria de Tomaš G. Masaryk, del grupo realista, se alzó contra el antisemitismo y la barbarie. Cuando Masaryk alcanzó la primera magistratura de la naciente República Checoslovaca, no fue partidario de las políticas de asimilación, sino que tuvo un diálogo frecuente y simpatía por el sionismo. En la constitución de entreguerras se reconoció su derecho como minoría nacional y se permitió que los judíos se presentaran como tales en el censo general. El presidente Masaryk, en tanto representante del humanismo europeo y la Ilustración, fue respetuoso con la comunidad judía checoslovaca.
Los objetivos de la política nazi llevaron a la invasión a Checoslovaquia en 1939 y a la deportación masiva de los judíos a los campos de exterminio, borrando así a esta comunidad del centro europeo. Pocos sobrevivientes se sumaron al Partido Comunista, siendo también perseguidos en las purgas de los años cincuenta; otros, más afortunados, emigraron al Estado de Israel. Fue así como desapareció uno de los sectores constitutivos de la historia, las artes y las ciencias de Bohemia y Moravia.
Hillel Kieval, Languages of Community: The Jewish Experience in the Czech Lands. Berkeley, University of California Press, 2000.
Estudiar y reflexionar los cincuenta y dos tomos de la obra de Sarmiento requiere de un sistema y un propósito, y estos fueron los motores que impulsaron a Francisco M. Goyogana en esta obra sobre las inquietudes filosóficas del político y autor sanjuanino. Goyogana es autor, ya, de tres libros en torno al estadista argentino del siglo XIX: el primero, dedicado a Sarmiento y la Patagonia; el segundo, a su defensa del laicismo; el tercero, en buena medida es un complemento del segundo, que nos permite adentrarnos en los itinerarios recorridos por un lector tan voraz como prolífica y cautivante fue su pluma.
Sarmiento no buscó teorizar en el vacío ni para su sólo provecho personal, sino que lo hizo para volcar ideas transformadoras en la Argentina decimonónica, en tiempos de la organización constitucional. De allí su pasión desbordante por atrapar cuanto libro se atravesara, desmenuzándolo y aprendiendo de conversaciones silenciosas que entablaba con cada autor.
Goyogana nos plantea un recorrido por cada autor con el que dialogó Sarmiento como lector, desde los clásicos griegos hasta sus contemporáneos. El autor nos introduce a las ideas de los filósofos que frecuentó Sarmiento, y pone a dialogar al político sanjuanino con esos pensadores. Los agrupa en varias ramas: la filosofía y las ciencias naturales de Gran Bretaña, los franceses, alemanes, holandeses, italianos y estadounidenses. La variedad de libros que leía Sarmiento le permitió abordar el pensamiento humano desde múltiples ángulos: filosofía política, ciencias naturales, epistemología, educación, historia. Cada lectura, aprovechada hasta el máximo, ayudó a crear un humus en donde fructificaron muchas ideas sarmientinas.
Sarmiento fue afecto a los pensadores que también fueron hombres políticos. Eran tiempos en que muchas figuras del pensamiento se volcaban de lleno a la arena política, sin temor al barro de las pasiones humanas y las refriegas. Así, se volcó por autores de envergadura como Tocqueville, Constant, Guizot, Thiers, Jefferson, Franklin, Thomas Paine, Burke, Locke, John Stuart Mill, entre tantos otros. Propenso a la observación, Sarmiento fue más un empirista que un teórico de laboratorio, y por ello buscó la experiencia acumulada de otros pueblos. De allí que explorara las obras de Adam Smith, David Hume y la ilustración escocesa. Pero también frecuentó la lectura de autores como Proudhon, Fourier, Saint Simon, Comte y Rousseau, con quienes no necesariamente coincidió, pero sí le brindaron perspectivas novedosas. Sabido es que Sarmiento cambia su visión sobre Europa, a la que suponía en la cumbre de la civilización humana, cuando viaja en 1847 a Francia. Su modelo habrá de cambiar por el de los Estados Unidos, a donde va luego y se asombra por un país pujante que le servirá como modelo en la presidencia. Esto lo acerca aún más a autores como Tocqueville, a los que hacen de la observación de la conducta y los movimientos humanos el método para explorar los caminos del progreso social y material. Y, como John Stuart Mill, no vaciló en defender el valor de la educación pública para elevar las condiciones materiales de los más pobres, así como el de elevar a la mujer por medio de su instrucción en un mundo que la relegaba a una mera función reproductiva y de crianza de los niños en el hogar.
Goyogana nos expone el interés que Sarmiento tenía por las ciencias naturales, a las que se sentía atraído también por su capacidad de aplicación en las feraces tierras argentinas. De allí que se volcara decididamente por las teorías del evolucionismo, siendo un conocedor profundo de la obra de Charles Darwin, de quien brindó una extensa conferencia a las pocas semanas de su fallecimiento. Esta pasión por la ciencia lo acercó al positivismo y al darwinismo, sintiendo cercanía por el pensamiento de Spencer en sus últimos años de vida.
Rastrear las fuentes intelectuales de Sarmiento no es una tarea sencilla, no sólo por la extensión voluminosa de su obra, sino por el apasionamiento que ponía en cuanto realizaba. Polemista audaz, no dudaba en combatir por las causas en las que creía recurriendo a un vasto arsenal de ideas, exhibiendo su erudición de gran complejidad. Este apasionamiento le ganó enemigos durante su vida y tras su muerte, que aún hoy arrojan anatemas e insultos sin ubicar a Sarmiento en su contexto vital. Esto hace más meritoria la obra de Francisco M. Goyogana, que coloca a Domingo F. Sarmiento en su tiempo y latitud sudamericana.
Francisco M. Goyogana, Sarmiento filósofo. Introducción a las ideas del prócer. Buenos Aires, Claridad, 2016.
Libro breve pero no por ello superficial, en La fiesta de la insignificancia el autor presenta a los protagonistas en sus contornos, sin adentrarse demasiado en sus itinerarios vitales. Como si lo urgiera la premura, como si el tiempo fuera escaso para arrojarnos a lo medular de la novela, que es centrarse en la insignificancia. La existencia como una sucesión de insignificancias, no sólo en su sentido de menudencias sin grandeza, de rutinas olvidables, sino de carencia de significado. Los protagonistas se debaten tras algunas máscaras más o menos identificables -los galanes venidos a menos, el actor que ya no tiene público e interpreta, en tanto falso pakistaní, un rol al que nadie le presta atención en los cocktails-, ya en la segunda mitad de la vida. Alain se interroga por su madre, a quien vio por última vez brevemente cuando tenía diez años. o D'Ardelo se inventa un cáncer que no tiene, únicamente por estilo lúdico, sin ánimo de generar lástima, sino por el simple hecho de mentir. La historia de Mijail Kalinin y su incontinencia urinaria, que Stalin utilizaba para martirizarlo en prolongadas reuniones del Politburó, ilustra acabadamente el elogio de la insignificancia: por pura arbitrariedad, conjeturan los personajes, Stalin bautizó a la antigua Königsberg como Kaliningrado, para retribuir a Kalinin en su esfuerzo por contener la orina en aquellas sesiones del comité. No por grandeza ni por entrega revolucionaria, sino por su denodado esfuerzo por mantenerse en silencio, esforzando por no liberar el contenido líquido que pugnaba por salir.
Y es así, subraya Kundera, que la insignificancia triunfa y por ello Kaliningrado, a pesar de los cambios políticos, sigue llevando ese nombre. Es la victoria de aquello que es una minucia, olvidable, sin el menor rastro de gesta del espíritu humano.
Como todas las novelas de Kundera, es una invitación a la reflexión a partir de episodios cotidianos, que juega entre lo absurdo y lo aburrido, en una interpelación al sentido del humor y, ante todo, a la capacidad de reírnos de nuestras existencias profanas.
Milan Kundera, La fiesta de la insignificancia. Buenos Aires, Tusquets, 2014.
Notable historiador italiano, Emilio Gentile narra detalladamente la marcha sobre Roma de 1922, cuando el fascismo se impuso como solución violenta ante un régimen parlamentario asediado por sectores cada vez más radicalizados. En libros anteriores, como La vía italiana al totalitarismo y El culto del littorio, Gentile se centró en la dinámica de vocación totalitaria del régimen y en sus trazos religiosos; en este libro, en cambio, recrea la atmósfera previa a la toma del poder, las discusiones, las dudas y los errores de los partidos democráticos.
Tras ser el ala más radical del Partido Socialista italiano, Benito Mussolini se embarcó en la defensa de la participación italiana en la primera guerra mundial. Esta ruptura con la izquierda italiana lo llevó por un nuevo itinerario, propio y novedoso, al ser uno de los líderes de los fasci de combattimento que quedaron tras la Gran Guerra. Y recalcamos que fue uno de los líderes, ya que Benito Mussolini no era el único, y que incluso el podio fue durante un tiempo ocupado por Gabriele D'Annunzio, un aventurero de la política.
Durante el llamado "bienio rojo", cuando en 1920-21 los socialistas maximalistas y comunistas crearon un ambiente de caos dispuestos a impulsar una revolución de cuño bolchevique en la península italiana, los sectores liberales y democráticos se vieron desbordados y aparecieron con fuerza los escuadristas del fascismo, organizados en milicias, que enfrentaron violentamente a los grupos radicalizados. La democracia parlamentaria italiana, pues, estaba asediada por dos grupos que renegaban del constitucionalismo y el imperio de la Ley, ambos dispuestos a derrumbar los cimientos en que se apoyaba. Liberales y demócratas supusieron, erróneamente, que la incorporación de los fascistas al parlamento los aplacaría, integrándolos a la política de partidos.
Si bien la estrella de Mussolini pareció menguar, supo rápidamente retomar el centro del escenario, ubicándose como líder de los escuadristas y fue subiendo el tono de sus críticas al orden liberal con una prédica incendiaria, dispuesto a demoler el parlamentarismo. Con una franqueza insólita, los fascistas hablaron abiertamente en contra de las libertades individuales, el parlamento, la democracia y el sufragio, un discurso que fue ganando terreno ante las crisis ministeriales de los gabinetes liberales de Luigi Facta. Los principales políticos del liberalismo italiano, como Giovanni Giolitti, no supieron comprender la nueva dinámica política que se estaba desarrollando con el fascismo, y cuando las escuadras avanzaron hacia Roma, las dudas que los carcomían terminaron por devorarlos.
No obstante, Mussolini también era un prisionero de los escuadristas, que querían desplegar su violencia a cualquier precio, impulsados por Michele Bianchi, en tanto que otros sectores minoritarios del PNF (Partito Nazionale Fascista) querían evitar la toma del poder y llegar a un acuerdo con los partidos tradicionales. Mussolini se decidió por capturar el "instante huidizo" a fines de octubre de 1922 en un juego de disimulos y ocupación efectiva de ciudades, muchas veces con el visto bueno y la pasividad de las fuerzas policiales y militares. El rey Vittorio Emanuele III, que podría haber puesto freno a la avanzada fascista hacia Roma con la declaración de estado de sitio, se negó en el momento oportuno, una decisión de la que se desconoce la razón, aniquilando con ello la supervivencia de la dinastía después de la segunda guerra mundial.
Mussolini y los fascistas, ya en el poder, implantaron la lógica del partido único con vocación totalitaria, persiguiendo y acallando toda voz crítica, estableciendo el monopolio de la expresión de la nación italiana, como si el resto hubieran sido enemigos de la patria. Fueron pocos los contemporáneos que advirtieron el nacimiento de un nuevo régimen con características singulares, siendo los más los que suponían su derrumbe inmediato o que se trataba de un simple aventurero. Así, pues, los fascistas supieron aprovechar los errores de los sectores democráticos y liberales, su dispersión e inacción, para marchar sobre Roma e implantar la dictadura.
Emilio Gentile, El fascismo y la marcha sobre Roma. Buenos Aires, Edhasa, 2014.
Con la contribución de la arqueología y los estudios lingüísticos, se abren nuevos horizontes en el estudio de la "ruta de la seda" o, como señalan varios autores, las rutas de la seda, en plural. Así bautizada por el geógrafo alemán Ferdinand von Richthofen hacia fines del siglo XIX, se la concibió durante decenios como un camino comercial que unía a Roma con la China de la dinastía Han.
No obstante, los estudios han ido demostrando que esta vía ya existía mucho antes del comercio de la seda, hacia fines del segundo milenio y principios del primer milenio aC. Asimismo, no es una ruta sino un complejo entramado de varias rutas que se articulaban en el intercambio de bienes, personas, ideas, concepciones religiosas, símbolos.
La investigación arqueológica en la región del Xinjiang arroja nuevas luces sobre Asia Central y sus particularidades religiosas y políticas, así como las contribuciones que en esta vasta región se han hecho al desarrollo de las civilizaciones. En tiempos pretéritos, las lenguas indoeuropeas circularon de Occidente hacia Oriente; siglos más tarde, el camino fue inverso. Allí vivieron pueblos que sirvieron como nexos entre mundos, como los sogdianos, que actuaron como puentes intermediarios de culturas diferentes. No existía un viajero que fuera desde Europa hasta el Lejano Oriente, ida y vuelta, sino que se realizaban tramos cortos en los que se iban intercambiando a lo largo de los caminos.
Lejos de la idea romántica que atrajo a tantos europeos, este sistema de rutas permitía vincular a reinos e imperios, religiones y filosofías a través de intercambios de alto valor simbólico que prestigiaban a las dinastías involucradas.
Victor H. Mair, Jane Hickman et al., Reconfiguring the Silk Road: New Research on East-West Exchange in Antiquity. Philadelphia, University of Pennsylvania Museum of Archaeology and Anthropology, 2014.
Fiel a su estilo singular, Murakami despliega su talento en esta serie de relatos en los que entreteje lo cotidiano con lo fantástico, un desplazamiento que se produce sin sobresaltos, con absoluta naturalidad. Desde situaciones prosaicas se pasa al ámbito de lo inesperado, a veces en frecuencia onírica, como si no hubiera muros que separaran a ambos planos de la realidad. Una mujer que simplemente deja de dormir y se apasiona con la literatura rusa en una vida oculta, un empleado en la fábrica de elefantes que hace un trato con un enanito bailarín, un hombre que incendia establos en desuso sin razón aparente, son algunos de los relatos que abarca esta serie. El primero de ellos es el inicio de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, probablemente un esbozo de lo que después desarrolló como novela. Los personajes no tienen nada de extraordinario, no son héroes: son personas comunes, con sus desvelos, errores y tragedias, aburrimientos y secretos.
Murakami nos muestra que la separación entre lo cotidiano y lo fantástico, entre lo "normal" y lo insólito no es una muralla de difícil paso, sino una débil tela que apenas separa un escenario del otro, y de que cuanto nos rodea puede transformarse en un universo inesperado inadvertidamente.
Haruki Murakami, El elefante desaparece. Buenos Aires, Tusquets, 2016.
Cuando se produjo la revolución comunista en Checoslovaquia en 1948, el joven Ludvik Jahn era uno de sus entusiastas partidarios. Dirigente juvenil y universitario, propagandista convencido, buscaba conquistar a la ingenua Marketa. No tuvo peor ocurrencia que escribirle una postal en la que se burlaba del optimismo, concluyendo la misiva con un "¡Viva Trotski!". Esa broma, la broma, es el inicio de la pesadilla vital de Ludvik Jahn, la ficción que magistralmente narra Milan Kundera en esta novela.
Expulsado del Partido Comunista y de la Universidad, enviado a trabajar en las minas de Ostrava durante varios años para "redimirse" de su "trotskismo", Ludvik Jahn vive mascullando el rencor por la vida extraviada por una broma en tiempos en los que no había el menor espacio para el humor. Allí sobrevive en un ambiente embrutecedor, militarizado, un paria sospechado que no logra escapar del rencor que lo alimenta. Herido, hiere a su entorno, lastima a la mujer que se le aproxima a pesar de su existencia semiesclava. Crece en edad, acumula años, pero no logra evadirse de ese pasado al que anhela corregir.
Planea, pues, una venganza contra el camarada Pavel Zemanek para humillarlo, ya que no lo defendió cuando pudo hacerlo ante el resto del Partido. Y el escenario será su antiguo pueblo natal en Moravia, en donde tropieza con figuras de su pasado a las que, de un modo u otro, también lastimó.
Jahn está absorto en su propio itinerario perdido, busca tontamente enmendar aquel episodio que lo llevó a una perdición absurda, con años de maltrato en las minas. Y es por ello que no logra leer los cambios que lo rodean, ni las consecuencias de sus propias acciones. Al buscar venganza, inspirado por un rencor que lo mantiene alerta, no advierte que se hace más y más daño a sí mismo, hasta que se da cuenta en una situación límite.
Obra de gran contenido de reflexión existencial, esta novela de Kundera -como tantas otras- se adentra en los pliegues más recónditos de la dimensión humana, exhibiendo la falibilidad y lo fragmentario del conocimiento que tenemos de cuanto nos rodea. Cada personaje se habla a sí mismo, apenas sin oír a los otros, en densos monólogos que no se articulan en conversaciones. Son vidas separadas por abismos de silencios, de dolores, que apenas se hablan con murmullos con disimulos. Con apenas 37 años, se siente abatido cuando advierte que sus planes de venganza son absurdos, comprendiendo la desesperada búsqueda de una reparación a la injusticia sufrida que nunca habría de llegar.
Una novela de profundo contenido humano más allá de las peripecias políticas que le sirven de escenario, que invita al lector a reiteradas y provechosas lecturas.
Milan Kundera, La broma. Buenos Aires, Tusquets, 2013.
Desde que los rusos comenzaron a expandirse hacia el sur y el este, la incorporación de otros pueblos que profesaban -con mayor o menor rigor- el Islam chocó con la Ortodoxia que nutría la ideología imperial de los zares. Catalina la Grande, inspirada en la Ilustración europea, desarrolló políticas de tolerancia religiosa hacia los musulmanes, a la par que seguía anexando territorios en detrimento del Imperio Otomano. Sus sucesores retomaron la política de la cristianización de esos pueblos, especialmente de los tátaros, ubicados en regiones estratégicas como Crimea.
Fue la guerra de Crimea, claramente, la que puso en evidencia la dudosa lealtad de los tátaros hacia el imperio moscovita. Conflicto que nació por rivalidades religiosas, nutrió la sospecha de los rusos ortodoxos hacia los tátaros musulmanes, en un contexto de desarrollo de concepciones nacionalistas que enhebraban lo nacional-lingüístico con las creencias. Así, el ruso era ortodoxo, el tátaro era musulmán, el polaco era católico, por sólo mencionar tres ejemplos elocuentes. En un terreno difuso y complejo se hallaban los tátaros conversos a la Ortodoxia, a los que se miraba con suspicacia. Esto se hacía mas dramático por la prohibición a la "apostasía", es decir, que el cristiano ortodoxo no podía abandonar esa fe por otra, aunque la hubiera practicado en secreto.
La vasta política de modernización económica y social del zar Alejandro II, tras la derrota en Crimea, obligó a preguntarse en voz alta por los pueblos no rusos que habitaban en el Imperio colosal, sobre todo con la rebelión polaca de 1863. La comparación de los polacos con los pueblos turcomanos del sur de Rusia y el Cáucaso parecía inevitable ante los ojos de las autoridades zaristas.
El especialista en lenguas túrquicas Nikolai Ilminskii propuso revitalizar la Ortodoxia rusa para afrontar lo que observaban como "tatarización" de los pueblos no rusos en las regiones meridionales y orientales del Imperio. Su acento estaba puesto en la preparación y mayor autonomía de las parroquias, ya que estas eran vistas como escasamente instruidas y poco activas en comparación con la labor de los musulmanes. Asimismo, Ilminskii quería que los sacerdotes ortodoxos conocieran las lenguas locales, a fin de mantener fuertes vínculos con los cristianos no rusos, así como para poder predicar y convertir al resto. Su visión de cristianización en el largo plazo, chocaba con el movimiento del jadidismo, de Gasprinski, el intelectual tátaro que buscaba incorporar la ciencia occidental y sus modos de educación entre sus compatriotas.
No hubo una concepción única en torno a la "cuestión musulmana" dentro del Imperio de Rusia. Si bien el énfasis estaba puesto en que el Zar era el protector de todos sus súbditos, independientemente de sus convicciones religiosas, no se logró articular un patriotismo cívico que trascendiera esas fronteras. La ideología imperial se asentaba en la autocracia, la idea nacional -rusa- y la Ortodoxia, por lo que la Iglesia Ortodoxa Rusa era la oficial y tenía preponderancia sobre otras creencias. Este edificio tembló en sus cimientos con la derrota sufrida en la guerra con Japón, que obligó al zar Nicolás II a otorgar libertades y la creación de la Duma. Si bien el margen de acción de la Duma era estrecho y la población musulmana del Turquestán no tenía representación, los musulmanes liberales articularon un bloque con el partido liberal Constitucional Demócrata (KD, o "kadetes"), presentando demandas de mayores libertades y autonomías locales.
El segundo temblor, y esta vez letal para el imperio zarista, fue la primera guerra mundial, en la cual enfrentó al Imperio Otomano, gobernado por el sultán y califa. Se libró entonces una vasta campaña de propaganda en la que Alemania y Austria-Hungría se presentaron como amigas del Islam, y el sultán otomano llamó a una jihad. El panturquismo, que proponía la unión de todos los pueblos turcomanos, también ejerció influencia durante la Gran Guerra en las mentes de los soldados musulmanes que estaban en las trincheras.
No sólo la Rusia imperial no logró hallar una respuesta a la "cuestión musulmana", sino tampoco la encontró la Unión Soviética, que buscó aplanar toda diferencia nacional y religiosa con la imposición de su ingeniería social clasista. La implosión de 1990-1991 demostró que estas convicciones seguían vivas, muy vivas, a pesar de todos los experimentos que se hicieron para callarlas.
Elena Campbell, The Muslim Question and Russian Imperial Governance. Bloomington, Indiana University Press, 2015.
Orlando Figes, conocido investigador sobre los tiempos de Stalin, incursiona en el pasado decimonónico de la Rusia imperial para tratar, desde diversas perspectivas, la guerra de Crimea. El autor se esmeró en presentar un cuadro muy completo de esa conflagración, ubicándola en las disputas religiosas y estratégicas de las grandes potencias europeas en torno al Imperio Otomano.
Desde el reducido Ducado de Moscovia, los gobernantes rusos expandieron las fronteras hacia los cuatro puntos cardinales, inspirados por la ideología imperial bizantina de aspiraciones universales. Así, en tiempos de la zarina Catalina II arribaron a las costas del Mar Negro, arrebatando territorios que hasta entonces habían estado bajo soberanía otomana. Crimea, la atribulada península, pasó a ser parte de Rusia y a recibir colonos eslavos, a la vez que aún contenía una nutrida población tátara.
En el siglo XIX, Rusia emergió como una gran potencia militar al provocar la derrota de la tempestad napoleónica, que comenzó a desgajarse por su fallido intento de conquista de 1812. No sólo lo expulsaron de las estepas rusas, sino que el zar Alejandro I fue la figura determinante de la nueva configuración europea post-napoleónica, al instalarse él mismo en París y restaurar a la dinastía borbónica en el trono galo. 1812, entonces, se transformó en símbolo de una gesta épica del poder imperial del "gendarme de Europa".
No obstante, esta consolidación de la autocracia zarista significó enervar la solidez rusa, ya que fue un óbice para la modernización del imperio. Sus vastos dominios desde Polonia y Finlandia hasta Alaska eran difíciles de defender con un ejército formado mayormente por siervos, en donde primaba la disciplina más brutal sobre el profesionalismo. La mística de la ortodoxia rusa, envolvente y sugestiva, cargada de imágenes de designios divinos, llevó a los zares a acariciar la idea de restaurar el imperio bizantino con capital en Constantinopla, la actual Estambul, llave de acceso del Mar Negro al Egeo a través de los estrechos tan codiciados. "Zargrad", la ciudad del Zar, fue la obsesión de ambiciones geopolíticas y concepciones religiosas, entrelazadas como un nudo gordiano imposible de separar.
Los rusos aspiraban a proteger no sólo los sitios sagrados para la Cristiandad en Tierra Santa, sino también a los cristianos ortodoxos esparcidos en los dominios otomanos. El reconstituido imperio francés de Napoleón III también aspiró a proteger a los cristianos católicos en esas tierras, llegando al choque en el Santo Sepulcro. Los gobernantes del Reino Unido, por su parte, anhelaban mantener un delicado statu quo en la llamada "cuestión de Oriente", basada en la necesidad de que ninguna potencia europea lograra la hegemonía en esa región asiática. De este modo, se fueron configurando alianzas para contener el espíritu de avalancha rusa hacia las puertas del Mar Negro.
La opinión pública británica venía siendo fogoneada, advierte Figes, por periodistas de fuerte tendencia anti rusa. En el imperio galo, los diarios del interior del país, de carácter tradicional, manifestaban sus sentimientos de solidaridad no sólo con los católicos del Cercano Oriente, sino también con los polacos bajo dominio ruso, enfrentados en una disputa que entretejía lo nacional con lo religioso, inescindibles para ambos pueblos.
El zar Nicolás I se lanzó a la guerra contra el imperio de los turcos al suponer que ganaría el apoyo masivo de los cristianos ortodoxos en los Balcanes. El Reino Unido y Francia se pusieron del lado otomano, a la vez que los austríacos adoptaron una neutralidad que favorecía al sultán Abdülmecid. El ejército del zar se vio obligado a replegarse de los Balcanes, fue contenido en el Cáucaso y enfrentó el desafío naval en la costa del Pacífico, pero la centralidad de la guerra se ubicó en la península de Crimea y, en particular, en torno a la base marítima de Sebastopol.
La guerra de Crimea anticipó rasgos de las nuevas conflagraciones: se utilizó el telégrafo y los periódicos occidentales tuvieron noticias rápidas; se conocieron los pesares humanos por heridas y enfermedades, que causaban más estragos que las balas; allí se puso en evidencia la superioridad tecnológica de las naciones occidentales frente al Imperio de Rusia. Acudieron médicos y enfermeras -allí ganó notoriedad Florence Nightingale-, periodistas y hasta un turismo macabro que anhelaba conocer los campos de batalla.
Orlando Figes traza un contorno preciso de las disputas estratégicas y políticas de las partes: los británicos anhelaban cercenar partes sustanciales del Imperio de Rusia; Napoleón III, en cambio, buscaba prestigiar su política exterior con una resonante victoria militar. El pequeño Reino de Piamonte-Cerdeña, en cambio, participó con valor para instalar a esta monarquía del norte italiano en la mesa de las negociaciones. Figes presenta al segundo emperador francés bajo una luz respetuosa, a diferencia de otros historiadores del período o de autores contemporáneos de renombre, como Tocqueville, que lo retratan como un verdadero cretino.
A lo largo del extenso y bien documentado libro, observamos el trato tan distinto que daban los oficiales británicos, rusos y franceses a sus soldados, cómo se relacionaban entre sí y con los turcos y tátaros. Los galos, gracias al espíritu heredado por la Revolución, trataban con respeto a sus combatientes, que estaban bien alimentados y equipados. No así los soldados rusos, en su enorme mayoría siervos, así como los ingleses. Y eso se iba reflejando en las medidas sanitarias, que se ponían a la luz pública gracias al periodismo. La guerra de trincheras, que anticipaba las pesadillas de la Gran Guerra de 1914, era una señal del cambio de la concepción en el enfrentamiento bélico, cada vez más centrado en las nuevas tecnologías y tomando distancia de los combates cuerpo a cuerpo.
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Zar Alejandro II |
El zar Alejandro II, heredero del fallecido Nicolás I, debió llegar a la paz tras la caída de Sebastopol. El Mar Negro se neutralizó, aunque pudo contener la disgregación de las partes occidentales de su imperio. Consecuencia no buscada, pero ineludible, fue la modernización material y social, con la incorporación de los telégrafos y ferrocarriles, así como la liberación de los siervos. El espíritu de 1812 se había desvanecido.
No por ello los rusos abandonaron sus aspiraciones de influir, despedazar y conquistar al Imperio Otomano, ya que se volvieron a enfrentar a los turcos en años posteriores. Miles de tátaros abandonaron Crimea y el Sur de Rusia para instalarse en el Imperio Otomano, siendo reemplazados por cristianos ortodoxos que dejaron los Balcanes, generando un cambio en la composición demográfico y el paisaje. Así nació una nueva preocupación para el zarismo, como era el de los musulmanes que residían en el territorio imperial, que acuñaba una ideología zarista que enhebraba nacionalidad, autocracia y ortodoxia como un todo incuestionable.
Texto imprescindible para el especialista y el lector curioso de la historia rusa y de la Europa decimonónica, ricamente articulado desde perspectivas diferentes, una pieza necesaria en las bibliotecas.
Orlando Figes, Crimea. La primera gran guerra. Buenos Aires, Edhasa, 2012.