Guerra olvidada, guerra que se libró en los márgenes del enfrentamiento planetario entre dos grandes bloques, Yemen fue escenario del choque entre dos aspirantes a liderar al mundo árabe: el Egipto de Nasser y la monarquía de Arabia Saudí.
El nasserismo, mezcla de nacionalismo árabe, socialismo y no alineamiento, fue más una retórica cargada de simbolismos que de realizaciones. Tuvo pretensiones de unir al universo árabe tras su liderazgo, pero su economía tenía débiles fundamentos, a los que su propio régimen socialista se encargó de hacer más frágiles aún con su política de nacionalizaciones y expropiaciones, expulsando a los sectores dinámicos y emprendedores del país.
Tras un breve período de haber establecido la República Árabe Unida con Siria, este país se retiró unilateralmente de esa fusión en 1961, contrariando a Nasser. Asimismo, esa República Árabe Unida había formado con Yemen del Norte (Reino Mutawakkilita de Yemen) los Estados Árabes Unidos, ménage à trois que se descompuso el mismo año.
Ante esta separación de las tres unidades, Nasser recibió con entusiasmo el golpe de estado republicano en Yemen del Norte, cuando en septiembre de 1962 los militares depusieron al nuevo imám y rey Muhammad al Badr una semana después de su entronización. El régimen egipcio apoyó con tropas a la "República Árabe del Yemen", en tanto que las fuerzas fieles a la monarquía yemení iniciaron una larga guerra de guerrillas contra el nuevo presidente Sallal. El imam Muhammad al-Badr recibió el apoyo militar de Arabia Saudí, ya que el reino de las dunas miraba con recelo la presencia de tropas egipcias en la península.
Así fue como Nasser se involucró en su propio Vietnam, al que entró para sostener un régimen militar "republicano" calcado del egipcio, pero que significó un enorme costo en vidas humanas, recursos y tiempo. Nasser tuvo la ayuda de la Unión Soviética, que contribuyó con el traslado aéreo de las tropas y financiación, pero perdió la ayuda económica que hasta entonces le había brindado Estados Unidos. Los egipcios debieron desplegar hasta setenta mil soldados en el territorio, librando una guerra desigual contra guerrillas y en las que debieron lidiar con dudosa fidelidad de las tribus locales.
La guerra fría árabe se libró entre el Egipto "republicano" y "progresista", respaldado por la URSS, y la monarquía saudí "reaccionaria", sostenida por Gran Bretaña y Estados Unidos. Entrampado en Yemen tras años sin victorias, Nasser apostó por el enfrentamiento militar contra el Estado de Israel en 1967, que lo llevó a la derrota vergonzosa en la que perdió la posesión de la península del Sinaí por un decenio. Señala Ferris que el gran ganador de la guerra de los seis días fue Arabia Saudí, que logró entonces que los egipcios se replegaran de Yemen tras el fracaso militar de 1967.
¿Por qué Gamal Abdel Nasser se involucró en esta guerra en Yemen? Buscando un triunfo que le devolviera prestigio como líder del panarabismo, se plegó al golpe de Estado suponiendo que era una pieza fácil, además de poner un pie en la península arábiga. Asimismo, esta aventura bélica reforzaba el carácter militarista de su régimen, expandiendo las Fuerzas Armadas que, no obstante, eran incapaces en el terreno. Se imaginó como árbitro fundamental en el mundo, pero endeudó y empobreció a su país, prefiriendo gastar en cañones y no en manteca. Los límites del nasserismo quedaron en evidencia en la guerra de los seis días, que sí acaparó la atención mundial en junio de 1967.
Jesse Ferris, Nasser's Gamble: How Intervention in Yemen Caused the Six-Day War and the Decline of Egyptian Power. Princeton, Princeton University Press, 2013.
Bitácora de lecturas de Ricardo López Göttig. Historia, literatura, mitología, orientalismo y filosofía política.
domingo, 31 de mayo de 2015
"Nasser's Gamble", de Jesse Ferris.
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sábado, 2 de mayo de 2015
"New Babylonians", de Orit Bashkin.
Irak, escenario en donde nació una de las grandes civilizaciones, fue hogar de una gran comunidad judía durante centurias, hasta que debieron emigrar hacia el Estado de Israel por el giro antisionista del nacionalismo árabe.
El libro de Orit Bashkin se concentra en la etapa final del Imperio Otomano y en los primeros decenios de la monarquía hachemita en Irak. Pone de relieve que la élite intelectual judía iraquí se observaba a sí misma como parte de la cultura árabe, y así era vista también por sus pares árabes musulmanes y cristianos. Los judíos eran una más de las tantas minorías del policromo Irak, en donde convivían musulmanes shiítas y sunníes, árabes y kurdos, y varias denominaciones cristianas. La emergente clase media judía, sobre todo la más educada que residía en Bagdad y Basra, se hallaba integrada y participó en la vida política del breve período constitucional del Imperio Otomano desde 1908 en adelante, y luego recibió con beneplácito la monarquía constitucional del rey Faisal I, conformada bajo el mandato británico, ya que era respetuosa de las minorías religiosas. En ese período fecundo, tuvo representación parlamentaria y hubo un gran despliegue de la vida intelectual, con figuras de relieve que se expresaron en lengua árabe, como Yaqub Balbul, Shalom Darwish y Anwar Shaul. El primer monarca hachemita tuvo éxito en su empeño en forjar un sentimiento irakí que estuviera por encima de las diferencias religiosas, en el marco del constitucionalismo que reconocía la libertad religiosa y la igualdad ante la ley, y así lo recuerdan los testimonios de la comunidad judía de la época. Y es que lo iraquí hundía sus raíces en milenios de la historia, lejos del nacimiento de esas tres grandes religiones bíblicas, otorgándole una dinámica identitaria que la contraponía con el disuelto Imperio Otomano y con el colonialismo británico. Los judíos iraquíes no se sentían parte de Occidente, sino del universo del Cercano Oriente y parte integral de la cultura árabe.
Bashkin señala el corrimiento ideológico de la comunidad judía, sobre todo sus intelectuales y jóvenes, hacia las expresiones de la izquierda, ya sea la socialdemocracia o el comunismo, por el temor que ejercía sobre ella el crecimiento del panarabismo. Este era identificado con el fascismo y trascendía las fronteras específicas de los países de la región, por lo que el acento en la singularidad de lo irakí buscaba aventar el peligro. El sionismo, en cambio, no despertaba mayor adhesión en una comunidad que se sentía integrada, a diferencia de lo que acontecía con los judíos europeos. La comparación con los infortunios, rechazo y persecuciones en Occidente, llevaba a reforzar esa identidad como judíos de cultura árabe conjugada con el patriotismo irakí.
En el Irak hachemita de entreguerras, y con la construcción de un Estado, muchos jóvenes judíos de las clases medias urbanas, educados en varias lenguas, tuvieron acceso a la función pública por sus calificaciones. Esta movilidad social ascendente tiñó de carácter cosmopolita a este segmento de la comunidad, relacionándola en espacios públicos con otros sectores similares que profesaban el Islam o el cristianismo, en un ambiente marcado por la secularidad y la modernidad. Irak se beneficiaba notablemente con estos sectores educados, ya que se estaba insertando en los mercados globales. A esta apertura al mundo contribuyó notablemente la Alliance Israélite Universelle, que estableció escuelas en las que la lengua principal era el francés, pero también se impartían clases de inglés, hebreo, turco y árabe, y que incorporó niñas a sus aulas. Durante la monarquía hachemita, ese universo se expandió en la instrucción pública que no se regía por fronteras religiosas. En las escuelas de la colectividad judía también enseñaban maestros musulmanes, lo que tendía puentes de comunicación y comprensión entre las comunidades y abría las puertas mentales hacia la integración cívica de Irak. Este espíritu de modernidad entraba en colisión con el liderazgo tradicional de los rabinos, que intentaban frenar la irrupción de la secularización.
Pero Irak no podía sustraerse a la tempestad de los totalitarismos del siglo XX ni a la segunda guerra mundial. En 1941 se produjo el golpe de Estado de Rashid Ali al-Gailani, que buscó alinearse con el Eje y salir de la órbita británica. Este pronunciamiento fue leído en clave independentista y tuvo gran popularidad. Rashid Ali fue depuesto por las fuerzas británicas tras semanas de combate, a pesar de los vanos intentos que el Eje trató de brindarle desde Siria, entonces en la órbita del régimen de Vichy. Tras su caída, y hasta que el regente de Irak volvió a Bagdad, el 1 y 2 de junio tuvo lugar un pogrom contra la colectividad judía, conocido Farhud, en el que habrían muerto 180 judíos. Hubo violaciones, heridos, propiedades saqueadas, ante la mirada pasiva o la participación de la policía, aunque también hay testimonios de cómo protegieron el hospital. Asimismo, hubo muchos musulmanes y cristianos que salvaron a sus vecinos judíos. Las interpretaciones en torno al Farhud varían de acuerdo a la óptica, sea esta sionista o irakí, pero el hecho escapa a las simplificaciones. Como siempre, las lecturas binarias no encajan al revisar los hechos.
La prédica del muftí de Jerusalem Hajj Amin al-Husayni, que llegó a Irak en 1939, contribuyó poderosamente a fomentar un clima antijudío, siendo él mismo un partidario de la Alemania nazi durante la conflagración planetaria. No obstante, la gran mayoría de la intelectualidad judía irakí sentía simpatía por los árabes palestinos y rechazaban al sionismo. A pesar de estos esfuerzos, la prédica panarabista y la propaganda de nazis y fascistas tuvo un gran impacto en la población, promoviendo su ideología y estética a través de organizaciones juveniles como Al-Futuwwa. Los británicos eran vistos como favorables a los judíos y, en particular, al sionismo, movimiento al que -ironía de la falibilidad y estulticia humana- se identificaba como asociado a la potencia colonial.
Atraídos por el discurso igualitario y por el prestigio de la guerra de la Unión Soviética contra la Alemania nazi, hubo judíos irakíes que se enrolaron en el Partido Comunista, situación que creció tras la guerra. Consideraban al sionismo como un instrumento del "imperialismo angloamericano", por lo que rechazaban al Estado de Israel y se solidarizaban con los árabes palestinos. Incluso fundaron una Liga de Lucha contra el Sionismo, que ganó adhesión en varios sectores de la opinión pública irakí. Es claro que ignoraban, o pretendían ignorar, el antijudaísmo de Stalin antes y después de la guerra mundial. Tanto el PC como la Liga eran ilegales en Irak, por lo que actuaban en la clandestinidad. El problema fue mayúsculo cuando la URSS apoyó el plan de partición del mandato de Palestina y reconoció al Estado de Israel, lo que el Partido Comunista de Irak apoyó con disciplina incondicional, quedando en ridículo ante sus críticos.
El momento más dramático para la comunidad judía iraquí fue a partir de 1948 con la guerra de independencia de Israel. Irak apoyó a los árabes palestinos, en conjunto con Egipto, Siria, Transjordania y Líbano. Se impuso, en pleno fragor del combate y con los tambores batiendo, la fácil pero no siempre exacta identificación de los judíos con el sionismo; de hecho, eran pocos los judíos iraquíes los que sentían simpatía por el sionismo. Pero se aprobó una serie de leyes restrictivas, prohibiendo al sionismo, comunismo y anarquismo con severas penas de prisión o muerte. La vida cotidiana de los judíos iraquíes comenzó a ser cada vez más estrecha, con impedimentos al comercio, ejercicio de profesiones liberales, viajes al exterior, correspondencia y empleo en el sector público. La voz solitaria del senador Ezra Menahem Daniel, político judío que sentía vivamente el patriotismo iraquí, no pudo contener la prédica de los sectores nacionalistas radicales. El gobierno iraquí estaba deseoso de que emigraran los judíos más pobres y políticamente comprometidos hacia Israel, y por ello abrió un registro para que pudieran marcharse, perdiendo la ciudadanía: inesperadamente, la cifra estuvo en torno a los 130 mil, por lo que casi toda la comunidad judía iraquí decidió partir hacia el Estado de Israel entre marzo de 1950 y marzo de 1951. Sólo permanecieron unos veinte mil. La intolerancia del gobierno iraquí lo llevó a cometer la torpeza de fortalecer a su enemigo, el Estado de Israel, con más población judía, debilitando las posibilidades de retorno o indemnización a los refugiados árabes palestinos. Y esa emigración judía iraquí, que no había simpatizado con el sionismo, fue un nuevo argumento para sostener la ideología fundacional de Theodor Herzl.
¿Por qué fue tan masiva la emigración? Observemos, por un lado, que las medidas restrictivas fueron similares a las desplegadas en la Alemania nazi en la etapa de la expulsión, previa a la guerra mundial. Por otro lado, el Farhud había sido muy reciente, y muchos judíos que no pensaban en emigrar del país en donde habían vivido durante siglos, temían quedarse solos en un ambiente crecientemente hostil.
Tras un período en el que la comunidad judía iraquí recuperó su tranquilidad, el arribo del partido Bath al poder en los sesentas fue una estocada letal, y una nueva emigración dejó apenas un puñado como testimonio de dos mil quinientos de presencia en Irak.
Si bien no comparto algunas conclusiones de la autora, el texto es valioso y permite reflexionar sobre una experiencia histórica en la que fue posible conjugar la religión judía, la cultura árabe y el patriotismo iraquí, hasta que la tempestad que azotaba al mundo arremetió contra la convivencia existente en la monarquía hachemita.
Orit Bashkin, New Babylonians: A History of Jews in Modern Iraq. Stanford, Stanford University Press, 2012.
El libro de Orit Bashkin se concentra en la etapa final del Imperio Otomano y en los primeros decenios de la monarquía hachemita en Irak. Pone de relieve que la élite intelectual judía iraquí se observaba a sí misma como parte de la cultura árabe, y así era vista también por sus pares árabes musulmanes y cristianos. Los judíos eran una más de las tantas minorías del policromo Irak, en donde convivían musulmanes shiítas y sunníes, árabes y kurdos, y varias denominaciones cristianas. La emergente clase media judía, sobre todo la más educada que residía en Bagdad y Basra, se hallaba integrada y participó en la vida política del breve período constitucional del Imperio Otomano desde 1908 en adelante, y luego recibió con beneplácito la monarquía constitucional del rey Faisal I, conformada bajo el mandato británico, ya que era respetuosa de las minorías religiosas. En ese período fecundo, tuvo representación parlamentaria y hubo un gran despliegue de la vida intelectual, con figuras de relieve que se expresaron en lengua árabe, como Yaqub Balbul, Shalom Darwish y Anwar Shaul. El primer monarca hachemita tuvo éxito en su empeño en forjar un sentimiento irakí que estuviera por encima de las diferencias religiosas, en el marco del constitucionalismo que reconocía la libertad religiosa y la igualdad ante la ley, y así lo recuerdan los testimonios de la comunidad judía de la época. Y es que lo iraquí hundía sus raíces en milenios de la historia, lejos del nacimiento de esas tres grandes religiones bíblicas, otorgándole una dinámica identitaria que la contraponía con el disuelto Imperio Otomano y con el colonialismo británico. Los judíos iraquíes no se sentían parte de Occidente, sino del universo del Cercano Oriente y parte integral de la cultura árabe.
Bashkin señala el corrimiento ideológico de la comunidad judía, sobre todo sus intelectuales y jóvenes, hacia las expresiones de la izquierda, ya sea la socialdemocracia o el comunismo, por el temor que ejercía sobre ella el crecimiento del panarabismo. Este era identificado con el fascismo y trascendía las fronteras específicas de los países de la región, por lo que el acento en la singularidad de lo irakí buscaba aventar el peligro. El sionismo, en cambio, no despertaba mayor adhesión en una comunidad que se sentía integrada, a diferencia de lo que acontecía con los judíos europeos. La comparación con los infortunios, rechazo y persecuciones en Occidente, llevaba a reforzar esa identidad como judíos de cultura árabe conjugada con el patriotismo irakí.
En el Irak hachemita de entreguerras, y con la construcción de un Estado, muchos jóvenes judíos de las clases medias urbanas, educados en varias lenguas, tuvieron acceso a la función pública por sus calificaciones. Esta movilidad social ascendente tiñó de carácter cosmopolita a este segmento de la comunidad, relacionándola en espacios públicos con otros sectores similares que profesaban el Islam o el cristianismo, en un ambiente marcado por la secularidad y la modernidad. Irak se beneficiaba notablemente con estos sectores educados, ya que se estaba insertando en los mercados globales. A esta apertura al mundo contribuyó notablemente la Alliance Israélite Universelle, que estableció escuelas en las que la lengua principal era el francés, pero también se impartían clases de inglés, hebreo, turco y árabe, y que incorporó niñas a sus aulas. Durante la monarquía hachemita, ese universo se expandió en la instrucción pública que no se regía por fronteras religiosas. En las escuelas de la colectividad judía también enseñaban maestros musulmanes, lo que tendía puentes de comunicación y comprensión entre las comunidades y abría las puertas mentales hacia la integración cívica de Irak. Este espíritu de modernidad entraba en colisión con el liderazgo tradicional de los rabinos, que intentaban frenar la irrupción de la secularización.
Pero Irak no podía sustraerse a la tempestad de los totalitarismos del siglo XX ni a la segunda guerra mundial. En 1941 se produjo el golpe de Estado de Rashid Ali al-Gailani, que buscó alinearse con el Eje y salir de la órbita británica. Este pronunciamiento fue leído en clave independentista y tuvo gran popularidad. Rashid Ali fue depuesto por las fuerzas británicas tras semanas de combate, a pesar de los vanos intentos que el Eje trató de brindarle desde Siria, entonces en la órbita del régimen de Vichy. Tras su caída, y hasta que el regente de Irak volvió a Bagdad, el 1 y 2 de junio tuvo lugar un pogrom contra la colectividad judía, conocido Farhud, en el que habrían muerto 180 judíos. Hubo violaciones, heridos, propiedades saqueadas, ante la mirada pasiva o la participación de la policía, aunque también hay testimonios de cómo protegieron el hospital. Asimismo, hubo muchos musulmanes y cristianos que salvaron a sus vecinos judíos. Las interpretaciones en torno al Farhud varían de acuerdo a la óptica, sea esta sionista o irakí, pero el hecho escapa a las simplificaciones. Como siempre, las lecturas binarias no encajan al revisar los hechos.
La prédica del muftí de Jerusalem Hajj Amin al-Husayni, que llegó a Irak en 1939, contribuyó poderosamente a fomentar un clima antijudío, siendo él mismo un partidario de la Alemania nazi durante la conflagración planetaria. No obstante, la gran mayoría de la intelectualidad judía irakí sentía simpatía por los árabes palestinos y rechazaban al sionismo. A pesar de estos esfuerzos, la prédica panarabista y la propaganda de nazis y fascistas tuvo un gran impacto en la población, promoviendo su ideología y estética a través de organizaciones juveniles como Al-Futuwwa. Los británicos eran vistos como favorables a los judíos y, en particular, al sionismo, movimiento al que -ironía de la falibilidad y estulticia humana- se identificaba como asociado a la potencia colonial.
Atraídos por el discurso igualitario y por el prestigio de la guerra de la Unión Soviética contra la Alemania nazi, hubo judíos irakíes que se enrolaron en el Partido Comunista, situación que creció tras la guerra. Consideraban al sionismo como un instrumento del "imperialismo angloamericano", por lo que rechazaban al Estado de Israel y se solidarizaban con los árabes palestinos. Incluso fundaron una Liga de Lucha contra el Sionismo, que ganó adhesión en varios sectores de la opinión pública irakí. Es claro que ignoraban, o pretendían ignorar, el antijudaísmo de Stalin antes y después de la guerra mundial. Tanto el PC como la Liga eran ilegales en Irak, por lo que actuaban en la clandestinidad. El problema fue mayúsculo cuando la URSS apoyó el plan de partición del mandato de Palestina y reconoció al Estado de Israel, lo que el Partido Comunista de Irak apoyó con disciplina incondicional, quedando en ridículo ante sus críticos.
El momento más dramático para la comunidad judía iraquí fue a partir de 1948 con la guerra de independencia de Israel. Irak apoyó a los árabes palestinos, en conjunto con Egipto, Siria, Transjordania y Líbano. Se impuso, en pleno fragor del combate y con los tambores batiendo, la fácil pero no siempre exacta identificación de los judíos con el sionismo; de hecho, eran pocos los judíos iraquíes los que sentían simpatía por el sionismo. Pero se aprobó una serie de leyes restrictivas, prohibiendo al sionismo, comunismo y anarquismo con severas penas de prisión o muerte. La vida cotidiana de los judíos iraquíes comenzó a ser cada vez más estrecha, con impedimentos al comercio, ejercicio de profesiones liberales, viajes al exterior, correspondencia y empleo en el sector público. La voz solitaria del senador Ezra Menahem Daniel, político judío que sentía vivamente el patriotismo iraquí, no pudo contener la prédica de los sectores nacionalistas radicales. El gobierno iraquí estaba deseoso de que emigraran los judíos más pobres y políticamente comprometidos hacia Israel, y por ello abrió un registro para que pudieran marcharse, perdiendo la ciudadanía: inesperadamente, la cifra estuvo en torno a los 130 mil, por lo que casi toda la comunidad judía iraquí decidió partir hacia el Estado de Israel entre marzo de 1950 y marzo de 1951. Sólo permanecieron unos veinte mil. La intolerancia del gobierno iraquí lo llevó a cometer la torpeza de fortalecer a su enemigo, el Estado de Israel, con más población judía, debilitando las posibilidades de retorno o indemnización a los refugiados árabes palestinos. Y esa emigración judía iraquí, que no había simpatizado con el sionismo, fue un nuevo argumento para sostener la ideología fundacional de Theodor Herzl.
¿Por qué fue tan masiva la emigración? Observemos, por un lado, que las medidas restrictivas fueron similares a las desplegadas en la Alemania nazi en la etapa de la expulsión, previa a la guerra mundial. Por otro lado, el Farhud había sido muy reciente, y muchos judíos que no pensaban en emigrar del país en donde habían vivido durante siglos, temían quedarse solos en un ambiente crecientemente hostil.
Tras un período en el que la comunidad judía iraquí recuperó su tranquilidad, el arribo del partido Bath al poder en los sesentas fue una estocada letal, y una nueva emigración dejó apenas un puñado como testimonio de dos mil quinientos de presencia en Irak.
Si bien no comparto algunas conclusiones de la autora, el texto es valioso y permite reflexionar sobre una experiencia histórica en la que fue posible conjugar la religión judía, la cultura árabe y el patriotismo iraquí, hasta que la tempestad que azotaba al mundo arremetió contra la convivencia existente en la monarquía hachemita.
Orit Bashkin, New Babylonians: A History of Jews in Modern Iraq. Stanford, Stanford University Press, 2012.
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