Kafka en la orilla tiene como protagonista al quinceañero Kafka Tamura, quien huye del hogar paterno hacia el sur de Japón, con rumbo desconocido. O así lo cree él… En su periplo, su destino se haya entrelazado con la misteriosa y amable señora Saeki, directora de una singular biblioteca privada, y con el señor Kanata, quien en su infancia tuvo un episodio inexplicable que le borró la capacidad de leer, pero que no obstante tiene la extraña –y envidiable- facultad de hablar con los gatos… Haruki Murakami hilvana magistralmente las existencias de estos personajes en un mundo fantástico que se superpone con el cotidiano, con momentos de tensión filosófica e ironía.
Murakami es un autor que se interroga sobre la existencia humana, pero no por ello hace discursos farragosos y tediosos, sino que recurre al sentido del humor -tan escaso-, la imaginación y la paradoja.
Murakami, Haruki, Kafka en la orilla. Buenos Aires, Tusquets, 2010. ISBN 978-987-1544-18-9
Bitácora de lecturas de Ricardo López Göttig. Historia, literatura, mitología, orientalismo y filosofía política.
domingo, 26 de diciembre de 2010
sábado, 25 de diciembre de 2010
"La sinagoga de los iconoclastas", de Rodolfo Wilcock.
La sinagoga de los iconoclastas es un libro de Rodolfo Wilcock de 1972. Son treinta y seis personajes retratados con humor inteligente, fino y culto, que provocan la risa del lector en varias ocasiones. A mi criterio, los más logrados son: el filipino José Valdés y Prom, que con sus dotes telepáticas logró frustrar un congreso de ciencias metafísicas; Aaron Rosenblum, que quería lograr la felicidad humana eliminando todas las invenciones, costumbres y conocimientos posteriores a la época isabelina; Aram Kugiungian, cuya alma estaba multiplicada en miles de personas, muchas de ellas célebres como Elizabeth Taylor, Coco Chanel y Chang Kai Shek; Absalon Amet, inventor y fabricante del “filósofo mecánico universal”; Carlo Olgiati, el fabricante de galletas que desarrolló la teoría del “metabolismo histórico”; A. de Paniagua, que sostenía que los franceses eran de origen negro; Llorenç Riber, el dramaturgo que siempre incluía alguna referencia a los conejos en sus obras…
¿Quién no se ha topado, alguna vez, con un personaje así en la vida?
En suma, un libro extraordinario.
J. Rodolfo Wilcock, La sinagoga de los iconoclastas. Barcelona, Anagrama, 2010 (tercera edición). ISBN 978-84-339-3009-5
¿Quién no se ha topado, alguna vez, con un personaje así en la vida?
En suma, un libro extraordinario.
J. Rodolfo Wilcock, La sinagoga de los iconoclastas. Barcelona, Anagrama, 2010 (tercera edición). ISBN 978-84-339-3009-5
miércoles, 15 de diciembre de 2010
"El rumor del oleaje", de Yukio Mishima.
A veces, uno escribe sobre cómo quisiera que fuera este mundo. Creo que esto fue lo que hizo Yukio Mishima en El rumor del oleaje, en el que describe el amor de dos jóvenes, Sinchi y Hatsue, en una isla de pescadores llamada Utajima. Una ínsula en la que reina la austeridad, se vive del trabajo duro, se está alejado de la modernidad de las grandes ciudades y en la que, pese a los falsos rumores propalados, vence el sentido del honor y el bien. El acomodaticio y holgazán es puesto en evidencia, a pesar de sus parentescos.
Mishima nos relata cómo el amor puro y sincero de estos dos adolescentes se impone sobre las convenciones sociales y predomina la fortaleza de carácter. La novela se desenvuelve sin tensión, aun cuando hay momentos dramáticos para los protagonistas.
La trama se entreteje con la descripción de la naturaleza, una simbiosis propia de la cultura japonesa y que al occidental puede asombrar.
La recomiendo para quien quiera adentrarse sin sobresaltos en la literatura de Mishima, un personaje tan peculiar y controvertido en la literatura japonesa del siglo XX.
Yukio Mishima, El rumor del oleaje. Madrid, Alianza.
Mishima nos relata cómo el amor puro y sincero de estos dos adolescentes se impone sobre las convenciones sociales y predomina la fortaleza de carácter. La novela se desenvuelve sin tensión, aun cuando hay momentos dramáticos para los protagonistas.
La trama se entreteje con la descripción de la naturaleza, una simbiosis propia de la cultura japonesa y que al occidental puede asombrar.
La recomiendo para quien quiera adentrarse sin sobresaltos en la literatura de Mishima, un personaje tan peculiar y controvertido en la literatura japonesa del siglo XX.
Yukio Mishima, El rumor del oleaje. Madrid, Alianza.
jueves, 9 de diciembre de 2010
"Breve historia del sionismo", de Joan B. Culla
Joan Baptiste Culla es un catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona que ha escrito la Breve historia del sionismo, un tema tan polémico y vapuleado por los panfletistas vocingleros que poco y nada se adentran en los vericuetos de la historia. Este es un libro de historia, escrito por un académico y con rigor documental, que comienza a esbozar el proto sionismo del siglo XIX, pasando por la figura emblemática de Theodor Herzl y su Organización Sionista, arribando finalmente a la difícil etapa de los judíos palestinos que levantaron el Estado de Israel en 1948.
En este libro –claro y sumamente didáctico- el autor describe los distintos momentos que recorrió el sionismo hasta lograr su objetivo final, que era la creación de un Estado nacional para los judíos, víctimas de los pogromos en la Rusia zarista, así como del creciente antijudaísmo en la Europa occidental, del cual el affaire Dreyfus fue la señal más notoria. En este sentido, el sionismo se inscribe en las corrientes europeas decimonónicas, que anhelaban el resurgimiento de unidades nacionales en base a la identidad cultural, lingüística y un pasado histórico común.
Ahora bien, la entidad geográfica conocida como Palestina formaba parte del Imperio Otomano, una estructura multinacional centrada en el Sultán de Estambul. Este imperio languidecía lentamente y varios de sus componentes fueron logrando la emancipación a lo largo del siglo XIX: Grecia, Bulgaria, Serbia, Montenegro y Rumania, así como otros fueron ocupados por las potencias coloniales europeas, particularmente Gran Bretaña y Francia, también codiciadas por Austria-Hungría (que estableció su protectorado en Bosnia-Herzegovina) y el Imperio Ruso, deseoso que conquistar Constantinopla. Los británicos sintieron simpatía por la causa sionista y ofrecieron a la Organización Sionista un sitio provisional en África oriental, lo que fue descartado.
El gran cambio se dio durante la primera guerra mundial, en el que los sionistas buscaron la simpatía británica –fruto de la cual nació la Declaración Balfour- y de la alemana. Y es que los judíos europeos y americanos sentían fidelidad genuina por los países en los que habían nacido y eran ciudadanos, por lo que combatieron lealmente tanto por Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia y la Alemania imperial.
¿Qué era Palestina, dónde se hallaban sus límites? ¿Formaba parte de las promesas británicas a Hussein para erigir un reino árabe independiente? Nada estaba claro tras la derrota otomana en la guerra. Los árabes palestinos se negaron permanentemente a aceptar la llegada de nuevos residentes judíos, en tanto que muchos de los recién llegados no se habituaban al rigor del clima y la pobreza del lugar, por lo que luego viajaban a horizontes más prósperos. El liderazgo del movimiento sionista se fue desplazando, cada vez más, hacia Palestina bajo la figura de David Ben Gurión. El sionismo, pues, se entretejió con el socialismo en la etapa de entreguerras, aun cuando no era aceptado por los inmigrantes procedentes de Alemania y Europa central. El ascenso de Hitler a la cancillería alemana en 1933 puso en aprietos al sionismo: por un lado, reclamaban la independencia y la salida de los británicos de suelo palestino, pero, por el otro, el Reino Unido era un bastión democrático frente a la amenaza nazi. Los británicos, por su lado, debían mantener una política de extrema cautela hacia el mundo árabe y musulmán, ya que no querían que se volcara hacia la Alemania nazi. Los sucesivos gobiernos del Reino Unido se hallaron en una situación extremadamente compleja en la India, en donde tanto hindúes como musulmanes reclamaban mayores cuotas de independencia, a la par que sentían simpatía por los judíos en Palestina.
Joan Culla explica claramente las divisiones dentro del sionismo durante los años de la segunda guerra mundial, así como la formación de milicias de los judíos palestinos contra la ocupación británica: desde aquellos que contribuyeron en los ejércitos aliados contra los alemanes, hasta los que buscaron una alianza disparatada con Hitler, como fue el caso de Abraham Stern… Joan Culla no vacila en calificar como terroristas los atentados del Irgun o el Lehi, de los cuales el más tristemente famoso fue el perpetrado en el hotel King David, con 79 muertos.
Asimismo, Joan Culla señala una y otra vez los errores cometidos por la dirigencia árabe palestina durante y después de la segunda guerra mundial. Es bien conocido que el muftí Haj Amin Al-Husseini simpatizó, colaboró y hasta estuvo exiliado por la Alemania nazi, y luego se instaló en Egipto, desde donde puso obstáculos a toda partición del territorio palestino. Fue la tozudez de los árabes palestinos, que querían el 100% de la región, la que impidió las negociaciones. El autor repasa con precisión las divisiones irreconciliables dentro del campo árabe palestino, así como su falta de preparación política y cultural. Y es que la dirigencia árabe seguía pensando en términos de clanes, en tanto los judíos tenían una formación calificada de neto origen occidental. También contribuyeron al fracaso árabe las ambiciones de cada uno de los países que rodeaban al futuro Estado de Israel. Creo que en el libro se explica con justeza cómo se produjo la emigración de árabes palestinos, en parte ocasionada por el avance israelí sobre los poblados, y en mayor grado por instigación de la propia dirigencia árabe.
El libro concluye con el éxito de los israelíes en su guerra de Independencia. Resalta la activa colaboración de la Unión Soviética y Checoslovaquia –con apoyo diplomático y armas-, el respaldo del presidente Harry Truman –a pesar de la tendencia pro árabe de las Fuerzas Armadas y del Departamento de Estado- y de la negativa británica en su retirada, tan opuesta a la simpatía que inicialmente le tuvieron los gobiernos antes de la conflagración mundial.
En el epílogo, Culla llama al post-sionismo como una superación de la ideología inicial, lo que se logrará cuando pueda haber convivencia en el Medio Oriente y con la creación de un estado árabe palestino en el que rija la democracia, el pluralismo y la libertad. Considera –y comparto- que el rechazo del sionismo significa repudiar la idea fundacional que dio origen al Estado de Israel, con lo que se busca deslegitimar el derecho a la existencia de esta nación que merece seguir prosperando en un ambiente de amistad y cooperación con el mundo árabe.
Joan B. Culla, Breve historia del sionismo. Madrid, Alianza, 2009 (2da. edición). ISBN 978-84-206-8258-7
En este libro –claro y sumamente didáctico- el autor describe los distintos momentos que recorrió el sionismo hasta lograr su objetivo final, que era la creación de un Estado nacional para los judíos, víctimas de los pogromos en la Rusia zarista, así como del creciente antijudaísmo en la Europa occidental, del cual el affaire Dreyfus fue la señal más notoria. En este sentido, el sionismo se inscribe en las corrientes europeas decimonónicas, que anhelaban el resurgimiento de unidades nacionales en base a la identidad cultural, lingüística y un pasado histórico común.
Ahora bien, la entidad geográfica conocida como Palestina formaba parte del Imperio Otomano, una estructura multinacional centrada en el Sultán de Estambul. Este imperio languidecía lentamente y varios de sus componentes fueron logrando la emancipación a lo largo del siglo XIX: Grecia, Bulgaria, Serbia, Montenegro y Rumania, así como otros fueron ocupados por las potencias coloniales europeas, particularmente Gran Bretaña y Francia, también codiciadas por Austria-Hungría (que estableció su protectorado en Bosnia-Herzegovina) y el Imperio Ruso, deseoso que conquistar Constantinopla. Los británicos sintieron simpatía por la causa sionista y ofrecieron a la Organización Sionista un sitio provisional en África oriental, lo que fue descartado.
El gran cambio se dio durante la primera guerra mundial, en el que los sionistas buscaron la simpatía británica –fruto de la cual nació la Declaración Balfour- y de la alemana. Y es que los judíos europeos y americanos sentían fidelidad genuina por los países en los que habían nacido y eran ciudadanos, por lo que combatieron lealmente tanto por Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia y la Alemania imperial.
¿Qué era Palestina, dónde se hallaban sus límites? ¿Formaba parte de las promesas británicas a Hussein para erigir un reino árabe independiente? Nada estaba claro tras la derrota otomana en la guerra. Los árabes palestinos se negaron permanentemente a aceptar la llegada de nuevos residentes judíos, en tanto que muchos de los recién llegados no se habituaban al rigor del clima y la pobreza del lugar, por lo que luego viajaban a horizontes más prósperos. El liderazgo del movimiento sionista se fue desplazando, cada vez más, hacia Palestina bajo la figura de David Ben Gurión. El sionismo, pues, se entretejió con el socialismo en la etapa de entreguerras, aun cuando no era aceptado por los inmigrantes procedentes de Alemania y Europa central. El ascenso de Hitler a la cancillería alemana en 1933 puso en aprietos al sionismo: por un lado, reclamaban la independencia y la salida de los británicos de suelo palestino, pero, por el otro, el Reino Unido era un bastión democrático frente a la amenaza nazi. Los británicos, por su lado, debían mantener una política de extrema cautela hacia el mundo árabe y musulmán, ya que no querían que se volcara hacia la Alemania nazi. Los sucesivos gobiernos del Reino Unido se hallaron en una situación extremadamente compleja en la India, en donde tanto hindúes como musulmanes reclamaban mayores cuotas de independencia, a la par que sentían simpatía por los judíos en Palestina.
Joan Culla explica claramente las divisiones dentro del sionismo durante los años de la segunda guerra mundial, así como la formación de milicias de los judíos palestinos contra la ocupación británica: desde aquellos que contribuyeron en los ejércitos aliados contra los alemanes, hasta los que buscaron una alianza disparatada con Hitler, como fue el caso de Abraham Stern… Joan Culla no vacila en calificar como terroristas los atentados del Irgun o el Lehi, de los cuales el más tristemente famoso fue el perpetrado en el hotel King David, con 79 muertos.
Asimismo, Joan Culla señala una y otra vez los errores cometidos por la dirigencia árabe palestina durante y después de la segunda guerra mundial. Es bien conocido que el muftí Haj Amin Al-Husseini simpatizó, colaboró y hasta estuvo exiliado por la Alemania nazi, y luego se instaló en Egipto, desde donde puso obstáculos a toda partición del territorio palestino. Fue la tozudez de los árabes palestinos, que querían el 100% de la región, la que impidió las negociaciones. El autor repasa con precisión las divisiones irreconciliables dentro del campo árabe palestino, así como su falta de preparación política y cultural. Y es que la dirigencia árabe seguía pensando en términos de clanes, en tanto los judíos tenían una formación calificada de neto origen occidental. También contribuyeron al fracaso árabe las ambiciones de cada uno de los países que rodeaban al futuro Estado de Israel. Creo que en el libro se explica con justeza cómo se produjo la emigración de árabes palestinos, en parte ocasionada por el avance israelí sobre los poblados, y en mayor grado por instigación de la propia dirigencia árabe.
El libro concluye con el éxito de los israelíes en su guerra de Independencia. Resalta la activa colaboración de la Unión Soviética y Checoslovaquia –con apoyo diplomático y armas-, el respaldo del presidente Harry Truman –a pesar de la tendencia pro árabe de las Fuerzas Armadas y del Departamento de Estado- y de la negativa británica en su retirada, tan opuesta a la simpatía que inicialmente le tuvieron los gobiernos antes de la conflagración mundial.
En el epílogo, Culla llama al post-sionismo como una superación de la ideología inicial, lo que se logrará cuando pueda haber convivencia en el Medio Oriente y con la creación de un estado árabe palestino en el que rija la democracia, el pluralismo y la libertad. Considera –y comparto- que el rechazo del sionismo significa repudiar la idea fundacional que dio origen al Estado de Israel, con lo que se busca deslegitimar el derecho a la existencia de esta nación que merece seguir prosperando en un ambiente de amistad y cooperación con el mundo árabe.
Joan B. Culla, Breve historia del sionismo. Madrid, Alianza, 2009 (2da. edición). ISBN 978-84-206-8258-7
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lunes, 22 de noviembre de 2010
"Democracy, Liberty, and Property".
La historia de los Estados Unidos es poco conocida por los lectores de habla castellana, a pesar del protagonismo de este país en la escena mundial, sobre todo a partir de la segunda guerra. Lo que se afirma sobre los Estados Unidos está, en líneas generales, teñido por los prejuicios –a favor o en contra-, más que en el conocimiento de su pretérito y de su sistema político y constitucional. Este desconocimiento es mayor cuanto más lejana sea su historia, por ejemplo, su largo y fecundo período de las trece colonias o bien durante su proceso de emancipación y organización constitucional.
Democracy, Liberty, and Property es una recopilación de actas de las convenciones de reforma constitucional en tres estados: Massachusetts (1820), New York (1821) y Virginia (1829-1830), cada una motivada por razones muy diferentes, lo que ayuda a comprender un poco más la complejidad de los Estados Unidos.
La convención constituyente de Massachusetts tuvo lugar cuando el Estado de Maine se separó y comenzó su propio camino, por lo que por primera vez desde 1780 se enmendó el texto de ese Estado. La controversia giró, esencialmente, en el sostén del estado a las denominaciones religiosas, y esto está directamente relacionado con la historia de Massachusetts, que nació como cobijo para los disidentes en Gran Bretaña. Para los constituyentes de 1820, aún resultaba impensable la separación de religión y Estado, por lo que el sostén siguió siendo de las autoridades hasta 1830, cuando prosperó la iniciativa de que fueran los feligreses quienes aportaran a sus denominaciones libre y voluntariamente. La otra gran cuestión –que compartió con las convenciones de New York y Virginia- es la calificación de votantes de acuerdo a su propiedad. El choque entre democracia con sufragio universal y aquellos que querían preservar un sistema en el que únicamente eligieran y pudieran ser electos ciertos propietarios, fue un largo batallar en Estados Unidos. En esta convención participó nada menos que John Adams, autor de la constitución original y que fue presidente de los Estados Unidos; también estaban el juez Joseph Story, de la Corte Suprema, y el ascendente Daniel Webster.
La convención de New York, por su lado, no estaba teñida de cuestiones religiosas, sino de la ampliación de la representación y de la eliminación de algunos órganos que fomentaban el clientelismo, como el Council of Appointments. El hecho que particularmente me sorprendió, fue la privación de derechos políticos a 30 mil ciudadanos negros en esta reforma constitucional, los que recuperaron quince años después. La democracia, en esos tiempos, era un patrimonio blanco y así se entendió en varios estados que siguieron la política de segregación de New York, a pesar de que no aceptaban la esclavitud. Una de las figuras más destacadas de la convención fue Martin Van Buren, presidente de Estados Unidos entre 1837 y 1841.
El tercero de los estados, Virginia, sí era un estado esclavista. El conflicto era, nuevamente, la representación desigual entre la región este y la occidental del Estado. Aquí participó el ex presidente James Madison, ya anciano. De la lectura de estas actas, es paradójico que la postura demócrata de Jefferson de extender el sufragio universal, fue utilizada como un argumento para reforzar la supremacía racial blanca, ya que el derecho de votar los alejaba todavía más de la situación de los esclavos.
Dato interesante: las tres reformas fueron sometidas a plebiscito y algunas enmiendas fueron rechazadas por los ciudadanos. Las constituciones no habían sido escritas desde la nada, sino que se habían apoyado en las cartas elaboradas en tiempos de la colonia, por lo que había una tradición de continuidad jurídica y política.
Está precedido por una introducción general Merrill D. Peterson, y luego hace un estudio preliminar a cada una de las recopilaciones por Estado, lo que nos ubica en el contexto de las discusiones en tiempo y espacio.
Es un libro interesante para quien desee adentrarse en la historia de Estados Unidos, dispuesto a comprender las virtudes, vicios, falencias, luces y sombras de la cuna del constitucionalismo moderno.
Democracy, Liberty, and Property, Indianapolis, Liberty Fund, 2010. Edited by Merrill D. Peterson.
Democracy, Liberty, and Property es una recopilación de actas de las convenciones de reforma constitucional en tres estados: Massachusetts (1820), New York (1821) y Virginia (1829-1830), cada una motivada por razones muy diferentes, lo que ayuda a comprender un poco más la complejidad de los Estados Unidos.
La convención constituyente de Massachusetts tuvo lugar cuando el Estado de Maine se separó y comenzó su propio camino, por lo que por primera vez desde 1780 se enmendó el texto de ese Estado. La controversia giró, esencialmente, en el sostén del estado a las denominaciones religiosas, y esto está directamente relacionado con la historia de Massachusetts, que nació como cobijo para los disidentes en Gran Bretaña. Para los constituyentes de 1820, aún resultaba impensable la separación de religión y Estado, por lo que el sostén siguió siendo de las autoridades hasta 1830, cuando prosperó la iniciativa de que fueran los feligreses quienes aportaran a sus denominaciones libre y voluntariamente. La otra gran cuestión –que compartió con las convenciones de New York y Virginia- es la calificación de votantes de acuerdo a su propiedad. El choque entre democracia con sufragio universal y aquellos que querían preservar un sistema en el que únicamente eligieran y pudieran ser electos ciertos propietarios, fue un largo batallar en Estados Unidos. En esta convención participó nada menos que John Adams, autor de la constitución original y que fue presidente de los Estados Unidos; también estaban el juez Joseph Story, de la Corte Suprema, y el ascendente Daniel Webster.
La convención de New York, por su lado, no estaba teñida de cuestiones religiosas, sino de la ampliación de la representación y de la eliminación de algunos órganos que fomentaban el clientelismo, como el Council of Appointments. El hecho que particularmente me sorprendió, fue la privación de derechos políticos a 30 mil ciudadanos negros en esta reforma constitucional, los que recuperaron quince años después. La democracia, en esos tiempos, era un patrimonio blanco y así se entendió en varios estados que siguieron la política de segregación de New York, a pesar de que no aceptaban la esclavitud. Una de las figuras más destacadas de la convención fue Martin Van Buren, presidente de Estados Unidos entre 1837 y 1841.
El tercero de los estados, Virginia, sí era un estado esclavista. El conflicto era, nuevamente, la representación desigual entre la región este y la occidental del Estado. Aquí participó el ex presidente James Madison, ya anciano. De la lectura de estas actas, es paradójico que la postura demócrata de Jefferson de extender el sufragio universal, fue utilizada como un argumento para reforzar la supremacía racial blanca, ya que el derecho de votar los alejaba todavía más de la situación de los esclavos.
Dato interesante: las tres reformas fueron sometidas a plebiscito y algunas enmiendas fueron rechazadas por los ciudadanos. Las constituciones no habían sido escritas desde la nada, sino que se habían apoyado en las cartas elaboradas en tiempos de la colonia, por lo que había una tradición de continuidad jurídica y política.
Está precedido por una introducción general Merrill D. Peterson, y luego hace un estudio preliminar a cada una de las recopilaciones por Estado, lo que nos ubica en el contexto de las discusiones en tiempo y espacio.
Es un libro interesante para quien desee adentrarse en la historia de Estados Unidos, dispuesto a comprender las virtudes, vicios, falencias, luces y sombras de la cuna del constitucionalismo moderno.
Democracy, Liberty, and Property, Indianapolis, Liberty Fund, 2010. Edited by Merrill D. Peterson.
jueves, 11 de noviembre de 2010
"Camaradas", de Robert Service.
Camaradas es el breve título del extenso libro de Robert Service, que lleva como subtítulo Breve historia del comunismo. El autor, que ha escrito biografías sobre Lenin y Stalin -las que abordaré más adelante, en otras entradas al blog-, ha procurado condensar en algunos cientos de páginas la historia de este fenómeno político del siglo XX. Dos países colosales han quedado signados por el comunismo marxista-leninista: Rusia y sus territorios conquistados por el zarismo, que dió origen a la Unión Soviética; y la actual República Popular China, que sigue bajo el férreo mandato del Partido Comunista.
Se expandió, también, hacia los países de Europa central y oriental que quedaron tras la cortina de hierro, hacia Indochina, la península coreana, Cuba y algunos países de África, ya en tiempos tardíos.
La historia del comunismo es la historia de los partidos comunistas. En cada país donde se impuso, el sistema fue de partido-Estado, tal como lo tipificó el politólogo francés Jacques Rupnik. Es por ello que Robert Service se ha centrado en el desarrollo y conflictos dentro de los partidos comunistas que, en la práctica, obedecían las órdenes y recibían dinero del Partido Comunista soviético.
En primer lugar, Service remarca la prehistoria de esta corriente política. Se nutrió de pensadores utópicos que buscaban la sociedad perfecta en siglos anteriores, así como de un deseo milenarista que viene recorriendo la historia occidental desde hace dos mil años. Marx y Engels plasmaron una serie de ideas que tenían antecedentes en Hegel (la dialéctica), en los economistas clásicos (la teoría valor-trabajo), en Rousseau y en los jacobinos franceses. Lentamente, los marxistas se fueron imponiendo en las diversas corrientes de la izquierda europea, en la cual también existían otros pensadores socialistas o anarquistas. Fue en la socialdemocracia alemana en donde el marxismo caló hondo -no así en las izquierdas británica y francesa-, y luego en la socialdemocracia rusa, con las visiones de Pléjanov y Lenin.
Para quien ha leído el Lenin y el Stalin de Robert Service, los capítulos dedicados a la revolución rusa son un rápido repaso de los acontecimientos desde 1917 hasta la muerte del segundo dictador, en 1953. El acento, sin embargo, está puesto en el desarrollo del Komintern (la llamada Tercera Internacional), así como los vanos intentos de promover al partido comunista en Estados Unidos y Gran Bretaña. Desde un comienzo, quedó claro que las directivas emanaban desde Moscú y en la metrópoli se tomaban no sólo las decisiones de estrategia política, sino también se dirimían las querellas personales. El PC de cada país era un brazo al servicio de la URSS, que primero tacharon de enemigos a los partidos socialistas y laboristas, pero que luego -a partir de 1935- se hicieron sus aliados en los frentes antifascistas. En agosto de 1939, con el siniestro Pacto Ribbentropp-Molotov, los partidos comunistas se desentendieron del avance alemán sobre sus vecinos europeos, hasta que la Unión Soviética fue atacada en junio de 1941.
Robert Service señala los itinerarios personales de muchos comunistas y simpatizantes. Algunos, tras un tiempo, dejaron el partido, hartos del verticalismo, la obediencia ciega y la tosudez ideológica. El autor remarca el carácter religioso de estos partidos, que terminan absorbiendo la totalidad de la vida de sus miembros. A la religión tradicional, metafísica, se la reemplazó por una de tipo secular, igualmente cargada de ritos, símbolos, dogmas y mártires. El marxismo también tiene sus libros sagrados. Para muchos afiliados comunistas, la idea de abandonar al partido significaba un mundo vacío, ya que perdían a sus camaradas, grupos de contención y el sentido de la vida, por lo que preferían sufrir humillaciones antes que ser expulsados.
Buena parte del libro está dedicado al tiempo de stalinismo. Acertadamente, señala que Trotski, Bujarin, Zinóviev o Kámenev no fueron críticos al sistema totalitario ni a los crímenes masivos, sino a aspectos que no eran medulares al régimen. Stalin logró sobrevivir a la invasión alemana y esto le dio una fuerza renovada en el mundo, ya que pasó a ser víctima de la agresión nazi. Así, pudo incorporar a varios países al bloque soviético tras la segunda guerra mundial e implantar en ellos el modelo soviético de socialismo.
El único que se atrevió a cuestionar la supremacía de Stalin dentro del campo socialista fue Tito quien, por otro lado, avanzó rápidamente en la implantación del modelo soviético. La disputa no fue ideológica, sino una rivalidad personal. Tito había creado desde el llano, durante la guerra civil, al partido comunista durante sus enfrentamientos armados contra los alemanes, los ustasha croatas y los četnik serbios, por lo que la presencia del Ejército Rojo soviético fue mínima en Yugoslavia.
Un caso diferente fue el del partido comunista chino que, ya desde los años veinte, estaba empeñado en una larguísima guerra civil contra el Kuomintang, los señores de la guerra y luego los japoneses. En 1949, finalmente, se impuso el Ejército Rojo de Mao Zedong. Él también aplicó el modelo soviético -hasta 1960 fue aliado a la URSS-, aunque con variantes propias. Igualmente, la aplicación del marxismo-leninismo en China causó millones de muertes, no sólo por los juicios y persecuciones a los sospechados de "enemigos de clase", sino sobre todo por el intento de industrialización conocido como el "Gran Salto Adelante", del cual se estima dejó más de 30 millones de muertos. A este fracaso -del que no se responsabilizó a Mao-, le siguió la Revolución Cultural entre 1966 y 1968, en la que fomentó la rebelión de los Guardias Rojos, lo que significó un retroceso cultural, educativo y económico del cual tardó muchísimos años en recuperarse la sociedad china, y del cual se ignoran las cifras de víctimas.
La división del campo socialista tuvo lugar a partir del XX Congreso del Partido Comunista soviético de 1956, en donde Jruschov ensayó una tibia crítica a los crímenes cometidos por Stalin contra miembros del partido. Se habló de "varios miles", sin hacer la más mínima mención a los millones de muertos en las hambrunas en Ucrania, los desplazamientos de pueblos, las purgas, el GULAG y la deskulakización. Y es que los comunistas se caracterizaron por considerar a las personas como meros instrumentos al servicio de un sistema, por lo que desdeñaron la calidad de vida para privilegiar la carrera armamentista contra el Occidente.
El PC, pues, se convirtió en cada uno de los países en donde se impuso, en la única vía de ascenso social. Se llenaron de arribistas, oportunistas y utilizó las prácticas clientelistas con total arbitrariedad, estableciendo un régimen de apartheid en el que sus principales figuras, la nomenklatura, tenía acceso a comida, ropa, viviendas y autos de calidad comparable a la occidental, en tanto que el resto de la población sobrevivía penosamente. Esto fomentó sociedades corruptas en las que todos acababan robando al Estado -dueño de todos los medios de producción- para poder tener un poco de comida.
A pesar de las proclamas de Jruschov y Brezhnev, el socialismo soviético jamás alcanzó los niveles de vida del Occidente democrático. Los partidos comunistas en Occidente se empeñaban en alabar los logros soviéticos, a la vez que debían justificar las invasiones de Hungría en 1956, de Checoslovaquia en 1968 y de Afganistán en 1979. Esto los fue alienando de la opinión pública, a la par que supuso pérdida de afiliados que no estaban dispuestos a defender estos atropellos.
Robert Service también señala dos cuestiones que, en general, son olvidadas: el daño ecológico del socialismo real y el deterioro cultural. Los gobiernos del socialismo real jamás tuvieron el menor cuidado por el medio ambiente, envenenando ríos, llenando de humo las grandes ciudades, talando bosques y llevando a la extinción a varias especies. La magnitud de este desastre fue advertida tras la caída de estos regímenes. El otro fue la censura a grandes clásicos de la literatura, la música y el arte. Una expresión musical como el jazz fue prohibida por su origen estadounidense -lo mismo hicieron los nazis, arguyendo que era música de negros-, así como el rock. También censuraron cuentos o libros enteros que no satisfacían sus relatos de la lucha de clases. En general, aún hoy se pondera que los gobiernos comunistas han impulsado la alfabetización, y esto es cierto. No obstante, el objetivo era el del adoctrinamiento y la preparación de técnicos y profesionales para utilizarlos como instrumentos del régimen, nunca como una herramienta de mejora personal y de acceso a más y mejores oportunidades. Las librerías no tenían libros provenientes de Occidente, así como estaban vedados conocimientos científicos provenientes del enemigo ideológico. Lo único que se estudiaba y leía era el marxismo-leninismo en su variante soviética, tal como sigue ocurriendo hoy en Cuba.
Creo que Robert Service acierta al mencionar al presidente Ronald Reagan como uno de los actores políticos que llevaron al colapso a la Unión Soviética. Desdeñado por su antiguo trabajo de actor cinematográfico y su habilidad como gran comunicador, tuvo la clara intuición y el tesón de llevar a su rival a la quiebra económica. La situación económica en la URSS ya era endeble, los signos de alerta se multiplicaban. La expansión continuaba en África y sostenía aventuras en Nicaragua y El Salvador. La guerra de Afganistán estaba desangrando al ejército soviético y la brecha tecnológica era cada vez mayor con el Occidente. Los compañeros de ruta en Europa -los eurocomunistas- ya habían abandonado a los soviéticos y la China de Mao se había abierto al comercio internacional con Deng Xiaoping, aunque manteniendo la censura y la represión más feroz. Las protestas crecían en Polonia gracias al sindicato Solidaridad y el apoyo de Juan Pablo II y el conjunto de la Iglesia Católica. Mijail Gorbachov intentó -en vano- renovar el espíritu socialista con el soplo leninista, pero terminó fracasando.
Y es que los comunistas se negaron obstinadamente a aceptar la fe religiosa -en todas sus variantes- y los sentimientos patrióticos. Los soviéticos eran vistos como los invasores rusos en Europa central y oriental, así como también en los restantes países de la URSS. Estas persistencias culturales sobrevivieron a todas las campañas en su contra, y volvieron con fuerza a fines de los años ochenta. El "hombre nuevo" soviético no sólo no nació jamás, sino que dejó tras de sí un sistema basado en la hipocresía, la delación, el auto-totalitarismo y la corrupción generalizada en sociedades cada vez más pobres e ingorantes de cuanto acontecía fuera de sus fronteras. La versión soviética implotó, finalmente, en 1991. Aún quedan algunos restos, cada vez más agónicos, algunos ya devenidos en meras dictaduras militares nacionalistas.
Robert Service termina su libro señalando que es muy probable que no vuelva a surgir un totalitarismo de carácter marxista-leninista, pero sí advierte que esta semilla no dejará de dar otros frutos que intenten sojuzgar a las personas en el futuro. Pueden nacer, pues, otras variantes de los sistemas totalitarios, y ante ello hay que permanecer despiertos.
Un libro claro, directo, bien documentado y cuya lectura recomiendo antes de abordar las biografías que escribió sobre Lenin y Stalin, y la de Trotski, de próxima aparición.
Robert Service, Camaradas. Barcelona, Ediciones B, 2009. ISBN 978-84-666-4045-9.
Se expandió, también, hacia los países de Europa central y oriental que quedaron tras la cortina de hierro, hacia Indochina, la península coreana, Cuba y algunos países de África, ya en tiempos tardíos.
La historia del comunismo es la historia de los partidos comunistas. En cada país donde se impuso, el sistema fue de partido-Estado, tal como lo tipificó el politólogo francés Jacques Rupnik. Es por ello que Robert Service se ha centrado en el desarrollo y conflictos dentro de los partidos comunistas que, en la práctica, obedecían las órdenes y recibían dinero del Partido Comunista soviético.
En primer lugar, Service remarca la prehistoria de esta corriente política. Se nutrió de pensadores utópicos que buscaban la sociedad perfecta en siglos anteriores, así como de un deseo milenarista que viene recorriendo la historia occidental desde hace dos mil años. Marx y Engels plasmaron una serie de ideas que tenían antecedentes en Hegel (la dialéctica), en los economistas clásicos (la teoría valor-trabajo), en Rousseau y en los jacobinos franceses. Lentamente, los marxistas se fueron imponiendo en las diversas corrientes de la izquierda europea, en la cual también existían otros pensadores socialistas o anarquistas. Fue en la socialdemocracia alemana en donde el marxismo caló hondo -no así en las izquierdas británica y francesa-, y luego en la socialdemocracia rusa, con las visiones de Pléjanov y Lenin.
Para quien ha leído el Lenin y el Stalin de Robert Service, los capítulos dedicados a la revolución rusa son un rápido repaso de los acontecimientos desde 1917 hasta la muerte del segundo dictador, en 1953. El acento, sin embargo, está puesto en el desarrollo del Komintern (la llamada Tercera Internacional), así como los vanos intentos de promover al partido comunista en Estados Unidos y Gran Bretaña. Desde un comienzo, quedó claro que las directivas emanaban desde Moscú y en la metrópoli se tomaban no sólo las decisiones de estrategia política, sino también se dirimían las querellas personales. El PC de cada país era un brazo al servicio de la URSS, que primero tacharon de enemigos a los partidos socialistas y laboristas, pero que luego -a partir de 1935- se hicieron sus aliados en los frentes antifascistas. En agosto de 1939, con el siniestro Pacto Ribbentropp-Molotov, los partidos comunistas se desentendieron del avance alemán sobre sus vecinos europeos, hasta que la Unión Soviética fue atacada en junio de 1941.
Robert Service señala los itinerarios personales de muchos comunistas y simpatizantes. Algunos, tras un tiempo, dejaron el partido, hartos del verticalismo, la obediencia ciega y la tosudez ideológica. El autor remarca el carácter religioso de estos partidos, que terminan absorbiendo la totalidad de la vida de sus miembros. A la religión tradicional, metafísica, se la reemplazó por una de tipo secular, igualmente cargada de ritos, símbolos, dogmas y mártires. El marxismo también tiene sus libros sagrados. Para muchos afiliados comunistas, la idea de abandonar al partido significaba un mundo vacío, ya que perdían a sus camaradas, grupos de contención y el sentido de la vida, por lo que preferían sufrir humillaciones antes que ser expulsados.
Buena parte del libro está dedicado al tiempo de stalinismo. Acertadamente, señala que Trotski, Bujarin, Zinóviev o Kámenev no fueron críticos al sistema totalitario ni a los crímenes masivos, sino a aspectos que no eran medulares al régimen. Stalin logró sobrevivir a la invasión alemana y esto le dio una fuerza renovada en el mundo, ya que pasó a ser víctima de la agresión nazi. Así, pudo incorporar a varios países al bloque soviético tras la segunda guerra mundial e implantar en ellos el modelo soviético de socialismo.
El único que se atrevió a cuestionar la supremacía de Stalin dentro del campo socialista fue Tito quien, por otro lado, avanzó rápidamente en la implantación del modelo soviético. La disputa no fue ideológica, sino una rivalidad personal. Tito había creado desde el llano, durante la guerra civil, al partido comunista durante sus enfrentamientos armados contra los alemanes, los ustasha croatas y los četnik serbios, por lo que la presencia del Ejército Rojo soviético fue mínima en Yugoslavia.
Un caso diferente fue el del partido comunista chino que, ya desde los años veinte, estaba empeñado en una larguísima guerra civil contra el Kuomintang, los señores de la guerra y luego los japoneses. En 1949, finalmente, se impuso el Ejército Rojo de Mao Zedong. Él también aplicó el modelo soviético -hasta 1960 fue aliado a la URSS-, aunque con variantes propias. Igualmente, la aplicación del marxismo-leninismo en China causó millones de muertes, no sólo por los juicios y persecuciones a los sospechados de "enemigos de clase", sino sobre todo por el intento de industrialización conocido como el "Gran Salto Adelante", del cual se estima dejó más de 30 millones de muertos. A este fracaso -del que no se responsabilizó a Mao-, le siguió la Revolución Cultural entre 1966 y 1968, en la que fomentó la rebelión de los Guardias Rojos, lo que significó un retroceso cultural, educativo y económico del cual tardó muchísimos años en recuperarse la sociedad china, y del cual se ignoran las cifras de víctimas.
La división del campo socialista tuvo lugar a partir del XX Congreso del Partido Comunista soviético de 1956, en donde Jruschov ensayó una tibia crítica a los crímenes cometidos por Stalin contra miembros del partido. Se habló de "varios miles", sin hacer la más mínima mención a los millones de muertos en las hambrunas en Ucrania, los desplazamientos de pueblos, las purgas, el GULAG y la deskulakización. Y es que los comunistas se caracterizaron por considerar a las personas como meros instrumentos al servicio de un sistema, por lo que desdeñaron la calidad de vida para privilegiar la carrera armamentista contra el Occidente.
El PC, pues, se convirtió en cada uno de los países en donde se impuso, en la única vía de ascenso social. Se llenaron de arribistas, oportunistas y utilizó las prácticas clientelistas con total arbitrariedad, estableciendo un régimen de apartheid en el que sus principales figuras, la nomenklatura, tenía acceso a comida, ropa, viviendas y autos de calidad comparable a la occidental, en tanto que el resto de la población sobrevivía penosamente. Esto fomentó sociedades corruptas en las que todos acababan robando al Estado -dueño de todos los medios de producción- para poder tener un poco de comida.
A pesar de las proclamas de Jruschov y Brezhnev, el socialismo soviético jamás alcanzó los niveles de vida del Occidente democrático. Los partidos comunistas en Occidente se empeñaban en alabar los logros soviéticos, a la vez que debían justificar las invasiones de Hungría en 1956, de Checoslovaquia en 1968 y de Afganistán en 1979. Esto los fue alienando de la opinión pública, a la par que supuso pérdida de afiliados que no estaban dispuestos a defender estos atropellos.
Robert Service también señala dos cuestiones que, en general, son olvidadas: el daño ecológico del socialismo real y el deterioro cultural. Los gobiernos del socialismo real jamás tuvieron el menor cuidado por el medio ambiente, envenenando ríos, llenando de humo las grandes ciudades, talando bosques y llevando a la extinción a varias especies. La magnitud de este desastre fue advertida tras la caída de estos regímenes. El otro fue la censura a grandes clásicos de la literatura, la música y el arte. Una expresión musical como el jazz fue prohibida por su origen estadounidense -lo mismo hicieron los nazis, arguyendo que era música de negros-, así como el rock. También censuraron cuentos o libros enteros que no satisfacían sus relatos de la lucha de clases. En general, aún hoy se pondera que los gobiernos comunistas han impulsado la alfabetización, y esto es cierto. No obstante, el objetivo era el del adoctrinamiento y la preparación de técnicos y profesionales para utilizarlos como instrumentos del régimen, nunca como una herramienta de mejora personal y de acceso a más y mejores oportunidades. Las librerías no tenían libros provenientes de Occidente, así como estaban vedados conocimientos científicos provenientes del enemigo ideológico. Lo único que se estudiaba y leía era el marxismo-leninismo en su variante soviética, tal como sigue ocurriendo hoy en Cuba.
Creo que Robert Service acierta al mencionar al presidente Ronald Reagan como uno de los actores políticos que llevaron al colapso a la Unión Soviética. Desdeñado por su antiguo trabajo de actor cinematográfico y su habilidad como gran comunicador, tuvo la clara intuición y el tesón de llevar a su rival a la quiebra económica. La situación económica en la URSS ya era endeble, los signos de alerta se multiplicaban. La expansión continuaba en África y sostenía aventuras en Nicaragua y El Salvador. La guerra de Afganistán estaba desangrando al ejército soviético y la brecha tecnológica era cada vez mayor con el Occidente. Los compañeros de ruta en Europa -los eurocomunistas- ya habían abandonado a los soviéticos y la China de Mao se había abierto al comercio internacional con Deng Xiaoping, aunque manteniendo la censura y la represión más feroz. Las protestas crecían en Polonia gracias al sindicato Solidaridad y el apoyo de Juan Pablo II y el conjunto de la Iglesia Católica. Mijail Gorbachov intentó -en vano- renovar el espíritu socialista con el soplo leninista, pero terminó fracasando.
Y es que los comunistas se negaron obstinadamente a aceptar la fe religiosa -en todas sus variantes- y los sentimientos patrióticos. Los soviéticos eran vistos como los invasores rusos en Europa central y oriental, así como también en los restantes países de la URSS. Estas persistencias culturales sobrevivieron a todas las campañas en su contra, y volvieron con fuerza a fines de los años ochenta. El "hombre nuevo" soviético no sólo no nació jamás, sino que dejó tras de sí un sistema basado en la hipocresía, la delación, el auto-totalitarismo y la corrupción generalizada en sociedades cada vez más pobres e ingorantes de cuanto acontecía fuera de sus fronteras. La versión soviética implotó, finalmente, en 1991. Aún quedan algunos restos, cada vez más agónicos, algunos ya devenidos en meras dictaduras militares nacionalistas.
Robert Service termina su libro señalando que es muy probable que no vuelva a surgir un totalitarismo de carácter marxista-leninista, pero sí advierte que esta semilla no dejará de dar otros frutos que intenten sojuzgar a las personas en el futuro. Pueden nacer, pues, otras variantes de los sistemas totalitarios, y ante ello hay que permanecer despiertos.
Un libro claro, directo, bien documentado y cuya lectura recomiendo antes de abordar las biografías que escribió sobre Lenin y Stalin, y la de Trotski, de próxima aparición.
Robert Service, Camaradas. Barcelona, Ediciones B, 2009. ISBN 978-84-666-4045-9.
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domingo, 7 de noviembre de 2010
"The origin and principles of the American Revolution..." de Friedrich von Gentz
The origin and principles of the American Revolution compared with the origin and principles of the French Revolution es el extenso título de un breve ensayo escrito por Friedrich von Gentz en el siglo XIX. Vayamos a lo primero: ¿quién es el autor? Gentz fue secretario de Clemens von Metternich en el Congreso de Viena, celebrado por las principales potencias europeas tras la derrota de Napoleón. Fue diplomático del imperio austríaco y conocía el inglés y francés, por lo que tuvo acceso a la literatura sobre ambas revoluciones en las lenguas originales.
Reconocido anglófilo, en este ensayo procuró mostrar que la revolución americana era perfectamente legal de acuerdo con la tradición constitucional británica y que, de no haber sido por la tosudez y estrechez de miras de los políticos de la metrópoli, las trece colonias no se hubieran independizado. Gentz hace un relato ameno y detallado de las causas de la emancipación de los Estados Unidos, así como de las respuestas de los diferentes primeros ministros ante los reclamos de los colonos en América del Norte. El autor hace particular hincapié en el desarrollo constitucional en las colonias y cómo estas tenían la atribución de establecer sus propios impuestos. La rebelión fiscal ante la tentativa del parlamento británico de crear nuevos impuestos sobre los colonos era, pues, justificada para Gentz.
Pero el objetivo del autor no era -únicamente- hacer un relato de lo ocurrido en las lejanas costas de América del Norte, por entonces una región desconocida para la enorme mayoría de los europeos. Su propósito era comparar esta revolución con la ocurrida en Francia a partir de 1789 y que despertó fantasmas y guerras por varios años en el viejo continente. Cualquiera que sea la opinión que se tenga de la revolución francesa, lo cierto es que no deja de ser uno de los eventos que han marcado la historia de la humanidad. Gentz toma su posición en contra y, a diferencia de la revolución americana, le niega toda legalidad.
Gentz no repara en que la sociedad surgida en las trece colonias no es estamental, como sí lo era la francesa. Es por ello que en las asambleas legislativas de cada colonia estaban representados los propietarios, con independencia de su origen social; en tanto que en los Estados Generales que convocó el rey Luis XVI en 1789, la representación era estamental. Y debemos agregar: no sólo la representación en los Estados Generales, sino también para el pago de tributos. Porque sólo el Tercer Estado pagaba tributos e impuestos a la Corona y a los aristócratas, sino también el diezmo a la Iglesia Católica. Nada de esto existía en las colonias norteamericanas.
El autor negaba la existencia de los derechos del hombre, a los que criticaba por su carácter abstracto. No obstante -y quizás por prudencia política-, no señaló cuál era la fuente de legitimidad del poder. Resulta claro que en las colonias era el pueblo. De hecho, el mismo Gentz remarcó que incluso colonias como Rhode Island y Connecticut eran "democracias perfectas", ya que allí los colonos elegían por sufragio no sólo a la legislatura, sino también al gobernador. El hecho de que los colonos participaran activamente en el gobierno a través de sus representantes en las legislaturas, en los gobiernos locales, en el juicio por jurados, y que no hubiera óbices para adquirir la propiedad, fueron elementos que le dieron un tono claramente burgués a la revolución americana. A mi juicio, esta fue una revolución que buscó limitar el poder: primero el del parlamento británico, y luego el de la Corona. Pero que la soberanía residía en el pueblo, no estaba en discusión.
La revolución francesa, por su lado, sí buscó colocar en el centro del debate la fuente del poder. Es por ello que el Tercer Estado se proclamó así mismo como Asamblea Nacional, y los representantes de los otros dos Estados se sumaron a esta Asamblea posteriormente. Si todo hubiese concluido con la Constitución parlamentaria de 1791, quizás la monarquía francesa habría continuado a lo largo del siglo XIX. Sin embargo, -y esto no lo señala Gentz- el rey Luis XVI no sólo no estuvo a la altura del desafío político, sino que intentó huir con su familia a Austria, por lo que su prestigio se precipitó al fango. Los sectores más extremos terminaron tomando el poder y dieron rienda suelta al baño de sangre con el terror jacobino, en su afán de crear una civilización por completo nueva, desde cero, haciendo tabula rasa con el pasado. Esta masacre ha despertado el temor en algunos y el entusiasmo en otros. No fue casual que los revolucionarios bolcheviques, a comienzos del siglo XX, tomaran como referencia cada uno de los episodios de la revolución francesa.
Es una lectura provechosa para comprender la visión que tenían los aristócratas y gobernantes europeos sobre lo acontecido en la Francia revolucionaria, y cómo es que buscaron evitar de todos los modos posibles la propagación del jacobinismo en el viejo continente. No es un libro de historia, es un libro político, y es así como debe interpretarse.
Cabe agregar dos datos más: la versión en inglés fue traducida por John Quincy Adams, quien fue el sexto presidente de los Estados Unidos, y tiene un interesante prólogo y notas de Peter Koslowski, que amplía con erudición el ensayo escrito por Gentz.
Gentz, Friedrich von, The origin and principles of the American Revolution compared with the origin and principles of the French Revolution. Indianapolis, Liberty Fund, 2010.
Reconocido anglófilo, en este ensayo procuró mostrar que la revolución americana era perfectamente legal de acuerdo con la tradición constitucional británica y que, de no haber sido por la tosudez y estrechez de miras de los políticos de la metrópoli, las trece colonias no se hubieran independizado. Gentz hace un relato ameno y detallado de las causas de la emancipación de los Estados Unidos, así como de las respuestas de los diferentes primeros ministros ante los reclamos de los colonos en América del Norte. El autor hace particular hincapié en el desarrollo constitucional en las colonias y cómo estas tenían la atribución de establecer sus propios impuestos. La rebelión fiscal ante la tentativa del parlamento británico de crear nuevos impuestos sobre los colonos era, pues, justificada para Gentz.
Pero el objetivo del autor no era -únicamente- hacer un relato de lo ocurrido en las lejanas costas de América del Norte, por entonces una región desconocida para la enorme mayoría de los europeos. Su propósito era comparar esta revolución con la ocurrida en Francia a partir de 1789 y que despertó fantasmas y guerras por varios años en el viejo continente. Cualquiera que sea la opinión que se tenga de la revolución francesa, lo cierto es que no deja de ser uno de los eventos que han marcado la historia de la humanidad. Gentz toma su posición en contra y, a diferencia de la revolución americana, le niega toda legalidad.
Gentz no repara en que la sociedad surgida en las trece colonias no es estamental, como sí lo era la francesa. Es por ello que en las asambleas legislativas de cada colonia estaban representados los propietarios, con independencia de su origen social; en tanto que en los Estados Generales que convocó el rey Luis XVI en 1789, la representación era estamental. Y debemos agregar: no sólo la representación en los Estados Generales, sino también para el pago de tributos. Porque sólo el Tercer Estado pagaba tributos e impuestos a la Corona y a los aristócratas, sino también el diezmo a la Iglesia Católica. Nada de esto existía en las colonias norteamericanas.
El autor negaba la existencia de los derechos del hombre, a los que criticaba por su carácter abstracto. No obstante -y quizás por prudencia política-, no señaló cuál era la fuente de legitimidad del poder. Resulta claro que en las colonias era el pueblo. De hecho, el mismo Gentz remarcó que incluso colonias como Rhode Island y Connecticut eran "democracias perfectas", ya que allí los colonos elegían por sufragio no sólo a la legislatura, sino también al gobernador. El hecho de que los colonos participaran activamente en el gobierno a través de sus representantes en las legislaturas, en los gobiernos locales, en el juicio por jurados, y que no hubiera óbices para adquirir la propiedad, fueron elementos que le dieron un tono claramente burgués a la revolución americana. A mi juicio, esta fue una revolución que buscó limitar el poder: primero el del parlamento británico, y luego el de la Corona. Pero que la soberanía residía en el pueblo, no estaba en discusión.
La revolución francesa, por su lado, sí buscó colocar en el centro del debate la fuente del poder. Es por ello que el Tercer Estado se proclamó así mismo como Asamblea Nacional, y los representantes de los otros dos Estados se sumaron a esta Asamblea posteriormente. Si todo hubiese concluido con la Constitución parlamentaria de 1791, quizás la monarquía francesa habría continuado a lo largo del siglo XIX. Sin embargo, -y esto no lo señala Gentz- el rey Luis XVI no sólo no estuvo a la altura del desafío político, sino que intentó huir con su familia a Austria, por lo que su prestigio se precipitó al fango. Los sectores más extremos terminaron tomando el poder y dieron rienda suelta al baño de sangre con el terror jacobino, en su afán de crear una civilización por completo nueva, desde cero, haciendo tabula rasa con el pasado. Esta masacre ha despertado el temor en algunos y el entusiasmo en otros. No fue casual que los revolucionarios bolcheviques, a comienzos del siglo XX, tomaran como referencia cada uno de los episodios de la revolución francesa.
Es una lectura provechosa para comprender la visión que tenían los aristócratas y gobernantes europeos sobre lo acontecido en la Francia revolucionaria, y cómo es que buscaron evitar de todos los modos posibles la propagación del jacobinismo en el viejo continente. No es un libro de historia, es un libro político, y es así como debe interpretarse.
Cabe agregar dos datos más: la versión en inglés fue traducida por John Quincy Adams, quien fue el sexto presidente de los Estados Unidos, y tiene un interesante prólogo y notas de Peter Koslowski, que amplía con erudición el ensayo escrito por Gentz.
Gentz, Friedrich von, The origin and principles of the American Revolution compared with the origin and principles of the French Revolution. Indianapolis, Liberty Fund, 2010.
domingo, 31 de octubre de 2010
"Los años sombríos", de Andrés Reggiani et al.
Este libro, publicado en agosto de este año, es un interesante trabajo que es el fruto de la compilación de Andrés Reggiani -historiador y profesor en la Universidad Torcuato Di Tella-, que cuenta con un prólogo de Natalio Botana. Se centra en los años del régimen de Vichy que, entre 1940 y 1944, estuvo encabezado por el mariscal Pétain.
Andrés Reggiani nos ubica con precisión en el tiempo y el espacio, así como en los debates que se suscitaron después de la guerra. Es una cuestión de difícil tratamiento para los franceses, ya que el "Estado francés" que se instauró en el centro y sur del país colaboró con la fuerza militar que los había derrotado en una guerra rápida, en tan sólo seis semanas. ¿Fue la colaboración de unos pocos o de muchos? ¿El régimen de Vichy procuró salvar lo que quedaba de Francia ante el arrollador avance alemán, o bien colaboró activa y concientemente con la implantación de un nuevo orden basado en el racismo, el militarismo y la supremacía del Tercer Reich? ¿Hasta dónde es posible discernir claramente las fronteras que separaron a la Resistencia del régimen de Vichy? Los juicios a Klaus Barbie y a Maurice Papon han contribuido a arrojar una luz sobre este pasado traumático para los franceses, así como el recambio generacional. Las actitudes de François Mitterrand y Jacques Chirac ante los juicios a Papon y otros ex funcionarios de Vichy, es suficientemente elocuente al respecto.
El capítulo de Serge Berstein nos recuerda el clima de creciente polarización en la Tercera República en los años treinta, entre una formación de izquierda que acusaba a sus adversarios de "fascistas", y una derecha que hacía lo mismo con sus rivales, tachándolos de "comunistas". Este ambiente de creciente enrarecimiento -en el que, además, había una gran insatisfacción por la crisis económica-, fue propicio para el surgimiento de agrupaciones en la ultraderecha que, luego, colaboraron en el régimen del mariscal Pétain.
Dos capítulos de singular interés son -a mi criterio- los dedicados al coronel La Rocque y sus Croix de Feu, posteriormente Partido Social Francés y, finalmente durante el régimen de Vichy en su primera etapa, Progreso Social Francés. ¿Fue o no un fascismo francés? Claramente tributario del catolicismo social, tenía muchas características de los movimientos fascistas, aun cuando no compartía el antisemitismo de Hitler. Y es que la definición misma del fascismo es esquiva, sus contornos son difusos. Por un lado, creo que fue un recurso deliberado para sumar a los más variopintos sectores autoritarios, pero por el otro considero que esto fue el resultado de la propia incapacidad intelectual de Mussolini y sus seguidores. Si bien puedo coincidir con Winock en que La Rocque no fue el clásico fascista, el historiador Robert Soucy aporta elementos suficientes como para ubicarlo en las corrientes autoritarias que, genéricamente, encontramos en la llamada "extrema derecha".
Es por ello que me parece forzada y equivocada la opinión de Michel Winock de ubicar a La Rocque como un antecedente del gaullismo en Francia, sólo por el hecho de que ambos fueron críticos del parlamentarismo. La Rocque quería un régimen autoritario, en tanto que Charles de Gaulle quería una presidencia fuerte, tal como finalmente la plasmó en la Quinta República. La distancia es, pues, abismal.
Los capítulos de Robert Paxton sobre el juicio a Maurice Papon y el de Henry Rousso sobre el estudio de esta etapa del pretérito francés cierran el libro.
Tomo unas breves líneas de Winock que merecen ser subrayadas: "Únicamente la práctica militante, poco dada a los matices, rehusa hacer distinciones. El historiador en tanto tal no tiene cuentas que ajustar ni estandarte político que defender; se limita a preocuparse por hacer inteligible el pasado".
El libro contiene, además, una cronología de la historia francesa del período y un glosario de nombres y términos, sumamente útil para el lector.
Es una obra valiosa, encomiable, necesaria para quien busque comprender el pasado de Europa.
Andrés Reggiani (comp.), Los años sombríos. Buenos Aires, Miño y Dávila, 2010.
Andrés Reggiani nos ubica con precisión en el tiempo y el espacio, así como en los debates que se suscitaron después de la guerra. Es una cuestión de difícil tratamiento para los franceses, ya que el "Estado francés" que se instauró en el centro y sur del país colaboró con la fuerza militar que los había derrotado en una guerra rápida, en tan sólo seis semanas. ¿Fue la colaboración de unos pocos o de muchos? ¿El régimen de Vichy procuró salvar lo que quedaba de Francia ante el arrollador avance alemán, o bien colaboró activa y concientemente con la implantación de un nuevo orden basado en el racismo, el militarismo y la supremacía del Tercer Reich? ¿Hasta dónde es posible discernir claramente las fronteras que separaron a la Resistencia del régimen de Vichy? Los juicios a Klaus Barbie y a Maurice Papon han contribuido a arrojar una luz sobre este pasado traumático para los franceses, así como el recambio generacional. Las actitudes de François Mitterrand y Jacques Chirac ante los juicios a Papon y otros ex funcionarios de Vichy, es suficientemente elocuente al respecto.
El capítulo de Serge Berstein nos recuerda el clima de creciente polarización en la Tercera República en los años treinta, entre una formación de izquierda que acusaba a sus adversarios de "fascistas", y una derecha que hacía lo mismo con sus rivales, tachándolos de "comunistas". Este ambiente de creciente enrarecimiento -en el que, además, había una gran insatisfacción por la crisis económica-, fue propicio para el surgimiento de agrupaciones en la ultraderecha que, luego, colaboraron en el régimen del mariscal Pétain.
Dos capítulos de singular interés son -a mi criterio- los dedicados al coronel La Rocque y sus Croix de Feu, posteriormente Partido Social Francés y, finalmente durante el régimen de Vichy en su primera etapa, Progreso Social Francés. ¿Fue o no un fascismo francés? Claramente tributario del catolicismo social, tenía muchas características de los movimientos fascistas, aun cuando no compartía el antisemitismo de Hitler. Y es que la definición misma del fascismo es esquiva, sus contornos son difusos. Por un lado, creo que fue un recurso deliberado para sumar a los más variopintos sectores autoritarios, pero por el otro considero que esto fue el resultado de la propia incapacidad intelectual de Mussolini y sus seguidores. Si bien puedo coincidir con Winock en que La Rocque no fue el clásico fascista, el historiador Robert Soucy aporta elementos suficientes como para ubicarlo en las corrientes autoritarias que, genéricamente, encontramos en la llamada "extrema derecha".
Es por ello que me parece forzada y equivocada la opinión de Michel Winock de ubicar a La Rocque como un antecedente del gaullismo en Francia, sólo por el hecho de que ambos fueron críticos del parlamentarismo. La Rocque quería un régimen autoritario, en tanto que Charles de Gaulle quería una presidencia fuerte, tal como finalmente la plasmó en la Quinta República. La distancia es, pues, abismal.
Los capítulos de Robert Paxton sobre el juicio a Maurice Papon y el de Henry Rousso sobre el estudio de esta etapa del pretérito francés cierran el libro.
Tomo unas breves líneas de Winock que merecen ser subrayadas: "Únicamente la práctica militante, poco dada a los matices, rehusa hacer distinciones. El historiador en tanto tal no tiene cuentas que ajustar ni estandarte político que defender; se limita a preocuparse por hacer inteligible el pasado".
El libro contiene, además, una cronología de la historia francesa del período y un glosario de nombres y términos, sumamente útil para el lector.
Es una obra valiosa, encomiable, necesaria para quien busque comprender el pasado de Europa.
Andrés Reggiani (comp.), Los años sombríos. Buenos Aires, Miño y Dávila, 2010.
domingo, 24 de octubre de 2010
"La dictadura nazi", de Ian Kershaw.
Ian Kershaw es autor de una monumental biografía de Adolf Hitler que ha sido publicada en dos volúmenes. A esa obra imprescindible para quien quiera conocer la historia europea de la primera mitad del siglo XX, se añade este libro dedicado a varios puntos sujetos a debate por parte de los historiadores -durante y después de la guerra fría.
El primer aspecto controversial que señala Kershaw es la definición del nazismo: ¿fue de tipo único, fue un tipo de totalitarismo o bien un tipo de fascismo? Argumentos para cada una de las posiciones abundan. Ahora bien: este debate estuvo teñido, durante cuatro decenios, de la posición marxista leninista oficial vigente en la fenecida RDA, la Alemania oriental. Siendo este el pensamiento único vigente del otro lado de la cortina de hierro, continuó identificando al fascismo –en forma genérica- como la etapa última del capitalismo. Esta caracterización databa desde los años veinte por parte de la Komintern y en 1935 se plasmó en la definición de Dimitroff. La RDA buscaba legitimarse en contraposición a la República Federal Alemana, en la que se siguió por el camino del orden constitucional liberal, parlamentario y la economía social de mercado. ¿Eran lo mismo la RFA que el nazismo? Dejaba pendiente una sombra sobre su vecina: en ella, por su propia lógica capitalista, estaba latente el resurgimiento del fascismo.
Es claro, entonces, que todos los estudios sobre el nacionalsocialismo que se realizaron en la Alemania oriental estaban en esa dirección, teñidos por su propia ideología.
Los debates más interesantes, por consiguiente, se produjeron en la RFA, una nación libre y pluralista. Se puso en duda el concepto de “totalitarismo”, así como se cuestionó –a mi criterio, acertadamente- la sinonimia entre nazismo y fascismo. Nuevos horizontes de interpretación se abrieron con la reunificación alemana y el fin de la guerra fría, habiéndose rehabilitado el concepto de "totalitarismo". Una variante interesante y poco explorada, fue la del nazismo como un tipo de “bonapartismo”, una categoría creada por Karl Marx al analizar el golpe de 1851 en Francia por parte de Luis Napoleón Bonaparte. Creo que si los autores marxistas hubiesen trabajado con este concepto, habrían logrado interesantes contribuciones.
Concatenado con esta cuestión, pues, viene la relación entre el nazismo y el capitalismo. Yo preferiría hablar de la relación entre los nazis y los empresarios: todos ellos fueron personas de carne y hueso, con intereses, visiones, cosmovisiones, temores, deseos y apetencias que los singularizan. Que muchos empresarios apoyaron al nazismo en sus etapas iniciales, no es ningún secreto. Esto habla de la responsabilidad que muchas personas de la élite política, social y empresarial tuvieron en la destrucción de la República de Weimar que, a pesar de todos sus errores y falencias, fue un sistema infinitamente mejor que el que lo reemplazó en 1933. Para los autores marxistas, esta relación se explica como una consecuencia lógica. A mi criterio, esto fue el resultado de una serie de decisiones basadas en el error de creer que Hitler era un personaje manipulable, poco serio, al que desdeñaban por sus oscuros orígenes y que sería la aristocracia prusiana la que realmente movería los hilos del poder. Los empresarios alemanes no querían un mercado libre ni una economía abierta: buscaban que el poder los protegiera, los amparara y les asegurara la rentabilidad. Ahora bien: estos sectores empresariales no tuvieron lugar alguno en el diseño de las políticas expansionistas del nazismo y, ya durante la guerra, se vieron cada vez más reducidos en su papel de proveedores para el régimen imperante. Hitler y el movimiento nazi lograron su plena autonomía, aun cuando no planificaron centralmente la economía al estilo soviético.
De acuerdo a Ian Kershaw, el plan Cuatrienal de 1936 fue preparado en sus detalles por especialistas de la empresa IG-Farben. Este plan tenía el objetivo de llevar a Alemania a la autarquía económica e iniciar la carrera armamentista, con lo que se fortaleció el poder del movimiento nazi, más específicamente el bloque de la SS-policía-SD, reduciendo el margen del ejército y de las empresas. Muchos empresarios aplaudieron y se enriquecieron con la anexión de Austria y la invasión a Checoslovaquia, pero no aprobaron la invasión a Polonia –aun cuando, también, se enriquecieron con esta expansión-. También se beneficiaron con la denominada “arianización” de la economía, que significó la pérdida de muchas empresas de antiguos propietarios judíos a manos de empresarios cercanos al nazismo. Pero lo que remarca Kershaw es que a partir de 1936 es que los objetivos políticos e ideológicos del nazismo tuvieron primacía clara sobre la situación económica. De este modo, pues, queda bastante claro que el Estado nazi fue avanzando sobre el mundo empresarial y la propiedad privada, aunque no lo ahogó porque lo necesitaba durante la conflagración mundial para alcanzar sus objetivos de genocidio del pueblo judío y de los gitanos, la esclavización de los eslavos y la invasión de los territorios en los que construiría su Lebensraum, hacia el Este de Europa.
Me sorprende que los historiadores del nazismo no presten atención al experimento realizado en lo que ocurrió en la actual República Checa, anexada al Tercer Reich con el nombre de "protectorado de Bohemia y Moravia". Allí se aplicó una política de germanización sobre la población checa y se nacionalizaron las grandes empresas y la banca. Autores checos sostienen que fue un laboratorio de lo que se procedería a hacer con el resto de Europa central y oriental después de la guerra.
La relación de Hitler con el genocidio judío, la Shoá, es motivo de debate entre dos grandes corrientes: los intencionalistas -que sostienen que el exterminio del pueblo judío fue una política concebida por Hitler desde 1919- y los estructuralistas -que arguyen que los nazis fueron tomando medidas ad hoc en el transcurso de los años. Ian Kershaw hizo una buena síntesis de ambas posiciones, sin mencionar al negacionismo o, mal llamado, "revisionismo". Fue más visible el protagonismo de Adolf Hitler en la política exterior, aun cuando es probable que él mismo no haya tenido muy claras sus objetivos al asumir como canciller en 1933. Hitler era el ideólogo del delirio criminal racista-imperialista, el impulsor de las líneas generales y no reparaba en los detalles.
De singular interés resulta el capítulo dedicado a repasar las controversias historiográficas sobre la resistencia al régimen dictatorial. Creo que Kershaw acierta en su razonamiento de que en un régimen como el nazi, quienes tenían posibilidades reales de derrocarlo eran los miembros de la élite, pero no deja de rescatar las actitudes de oposición cotidiana de muchos alemanes comunes que no adherían al nazismo, así como de algunos sacerdotes católicos y pastores evangélicos. Sin embargo, en comparación con el fascismo italiano, el nazismo sí habría logrado mayor penetración ideológica, legitimado por sus conquistas militares y el rearme.
La reunificación alemana en 1990, el derrumbe de la Unión Soviética y el fin de la guerra fría han abierto nuevas perspectivas para el estudio de lo que fue el nazismo. Sin las anteojeras ideológicas de la guerra fría, es posible conocer mejor qué fue el nazismo y cómo se desarrolló. Qué fue, y no qué se quiere creer que fue.
Ian Kershaw, La dictadura nazi. Buenos Aires, Siglo XXI, 2004.
El primer aspecto controversial que señala Kershaw es la definición del nazismo: ¿fue de tipo único, fue un tipo de totalitarismo o bien un tipo de fascismo? Argumentos para cada una de las posiciones abundan. Ahora bien: este debate estuvo teñido, durante cuatro decenios, de la posición marxista leninista oficial vigente en la fenecida RDA, la Alemania oriental. Siendo este el pensamiento único vigente del otro lado de la cortina de hierro, continuó identificando al fascismo –en forma genérica- como la etapa última del capitalismo. Esta caracterización databa desde los años veinte por parte de la Komintern y en 1935 se plasmó en la definición de Dimitroff. La RDA buscaba legitimarse en contraposición a la República Federal Alemana, en la que se siguió por el camino del orden constitucional liberal, parlamentario y la economía social de mercado. ¿Eran lo mismo la RFA que el nazismo? Dejaba pendiente una sombra sobre su vecina: en ella, por su propia lógica capitalista, estaba latente el resurgimiento del fascismo.
Es claro, entonces, que todos los estudios sobre el nacionalsocialismo que se realizaron en la Alemania oriental estaban en esa dirección, teñidos por su propia ideología.
Los debates más interesantes, por consiguiente, se produjeron en la RFA, una nación libre y pluralista. Se puso en duda el concepto de “totalitarismo”, así como se cuestionó –a mi criterio, acertadamente- la sinonimia entre nazismo y fascismo. Nuevos horizontes de interpretación se abrieron con la reunificación alemana y el fin de la guerra fría, habiéndose rehabilitado el concepto de "totalitarismo". Una variante interesante y poco explorada, fue la del nazismo como un tipo de “bonapartismo”, una categoría creada por Karl Marx al analizar el golpe de 1851 en Francia por parte de Luis Napoleón Bonaparte. Creo que si los autores marxistas hubiesen trabajado con este concepto, habrían logrado interesantes contribuciones.
Concatenado con esta cuestión, pues, viene la relación entre el nazismo y el capitalismo. Yo preferiría hablar de la relación entre los nazis y los empresarios: todos ellos fueron personas de carne y hueso, con intereses, visiones, cosmovisiones, temores, deseos y apetencias que los singularizan. Que muchos empresarios apoyaron al nazismo en sus etapas iniciales, no es ningún secreto. Esto habla de la responsabilidad que muchas personas de la élite política, social y empresarial tuvieron en la destrucción de la República de Weimar que, a pesar de todos sus errores y falencias, fue un sistema infinitamente mejor que el que lo reemplazó en 1933. Para los autores marxistas, esta relación se explica como una consecuencia lógica. A mi criterio, esto fue el resultado de una serie de decisiones basadas en el error de creer que Hitler era un personaje manipulable, poco serio, al que desdeñaban por sus oscuros orígenes y que sería la aristocracia prusiana la que realmente movería los hilos del poder. Los empresarios alemanes no querían un mercado libre ni una economía abierta: buscaban que el poder los protegiera, los amparara y les asegurara la rentabilidad. Ahora bien: estos sectores empresariales no tuvieron lugar alguno en el diseño de las políticas expansionistas del nazismo y, ya durante la guerra, se vieron cada vez más reducidos en su papel de proveedores para el régimen imperante. Hitler y el movimiento nazi lograron su plena autonomía, aun cuando no planificaron centralmente la economía al estilo soviético.
De acuerdo a Ian Kershaw, el plan Cuatrienal de 1936 fue preparado en sus detalles por especialistas de la empresa IG-Farben. Este plan tenía el objetivo de llevar a Alemania a la autarquía económica e iniciar la carrera armamentista, con lo que se fortaleció el poder del movimiento nazi, más específicamente el bloque de la SS-policía-SD, reduciendo el margen del ejército y de las empresas. Muchos empresarios aplaudieron y se enriquecieron con la anexión de Austria y la invasión a Checoslovaquia, pero no aprobaron la invasión a Polonia –aun cuando, también, se enriquecieron con esta expansión-. También se beneficiaron con la denominada “arianización” de la economía, que significó la pérdida de muchas empresas de antiguos propietarios judíos a manos de empresarios cercanos al nazismo. Pero lo que remarca Kershaw es que a partir de 1936 es que los objetivos políticos e ideológicos del nazismo tuvieron primacía clara sobre la situación económica. De este modo, pues, queda bastante claro que el Estado nazi fue avanzando sobre el mundo empresarial y la propiedad privada, aunque no lo ahogó porque lo necesitaba durante la conflagración mundial para alcanzar sus objetivos de genocidio del pueblo judío y de los gitanos, la esclavización de los eslavos y la invasión de los territorios en los que construiría su Lebensraum, hacia el Este de Europa.
Me sorprende que los historiadores del nazismo no presten atención al experimento realizado en lo que ocurrió en la actual República Checa, anexada al Tercer Reich con el nombre de "protectorado de Bohemia y Moravia". Allí se aplicó una política de germanización sobre la población checa y se nacionalizaron las grandes empresas y la banca. Autores checos sostienen que fue un laboratorio de lo que se procedería a hacer con el resto de Europa central y oriental después de la guerra.
La relación de Hitler con el genocidio judío, la Shoá, es motivo de debate entre dos grandes corrientes: los intencionalistas -que sostienen que el exterminio del pueblo judío fue una política concebida por Hitler desde 1919- y los estructuralistas -que arguyen que los nazis fueron tomando medidas ad hoc en el transcurso de los años. Ian Kershaw hizo una buena síntesis de ambas posiciones, sin mencionar al negacionismo o, mal llamado, "revisionismo". Fue más visible el protagonismo de Adolf Hitler en la política exterior, aun cuando es probable que él mismo no haya tenido muy claras sus objetivos al asumir como canciller en 1933. Hitler era el ideólogo del delirio criminal racista-imperialista, el impulsor de las líneas generales y no reparaba en los detalles.
De singular interés resulta el capítulo dedicado a repasar las controversias historiográficas sobre la resistencia al régimen dictatorial. Creo que Kershaw acierta en su razonamiento de que en un régimen como el nazi, quienes tenían posibilidades reales de derrocarlo eran los miembros de la élite, pero no deja de rescatar las actitudes de oposición cotidiana de muchos alemanes comunes que no adherían al nazismo, así como de algunos sacerdotes católicos y pastores evangélicos. Sin embargo, en comparación con el fascismo italiano, el nazismo sí habría logrado mayor penetración ideológica, legitimado por sus conquistas militares y el rearme.
La reunificación alemana en 1990, el derrumbe de la Unión Soviética y el fin de la guerra fría han abierto nuevas perspectivas para el estudio de lo que fue el nazismo. Sin las anteojeras ideológicas de la guerra fría, es posible conocer mejor qué fue el nazismo y cómo se desarrolló. Qué fue, y no qué se quiere creer que fue.
Ian Kershaw, La dictadura nazi. Buenos Aires, Siglo XXI, 2004.
domingo, 17 de octubre de 2010
"Mussolini" de R. J. B. Bosworth.
La biografía que escribió el historiador australiano Richard J. B. Bosworth sobre Benito Mussolini ratificó la idea principal que siempre tuve del dictador italiano: que fue un gran fanfarrón. Esa impresión que me viene acompañando desde hace años, nació de las escenas filmadas del dictador italiano, con su gesto soberbio, claramente estudiado para intentar transmitir una imagen de –falsa- seguridad.
Con el correr de las páginas, Bosworth va recreando la vida de este personaje que se empeñó más en crear una imagen de sí mismo que en cultivar su intelecto, a pesar de que presumía de “intelectual”. Fue un hombre de lecturas salteadas, probablemente superficiales y sin formación sistemática. Quizás tomaba aquello que le resultaba útil y lo reinterpretaba a su modo tan particular. Como ocurre siempre con los dictadores, simulan que lo conocen todo y pueden opinar sobre todo. Su propio ego les impide reconocer que el conocimiento humano es limitado, falible, endeble y en las más de las veces, conjetural. Pero los hombres autoritarios no están dispuestos a admitir estas características propias de la especie humana, puesto que probablemente se sientan muy por encima del resto de los mortales, y por ello no guardan silencio. Así, Mussolini opinaba sobre política internacional y local, sobre filosofía, historia, economía y estrategia. Pretendía que sus palabras se transformaran en realidad y por ello intentó –en vano- crear un imperio italiano en África y a costa de sus vecinos en el Mediterráneo.
Esa ausencia de sistematización de su formación y pensamiento se plasmó en lo nebuloso que fue siempre el fascismo, tan difícil de definir. Sus aventuras militares fueron fracasos. Su “imperio” duró pocos años en el África, cuando Etiopía recuperó su independencia y el emperador Haile Selassie volvió a su trono. Italia, tras la segunda conflagración mundial, perdió sus posesiones coloniales en el cuerno del África, en Libia, en Grecia y su presencia en Albania.
Es muy probable que el paso de Mussolini por las filas del Partido Socialista haya sido circunstancial, dada la participación de su padre en dicha fuerza política. Porque, más allá de sus proclamadas lecturas de Marx, quizás no haya entendido mucho sobre el marxismo. Y, sin embargo, fue el director del periódico Avanti! por un tiempo, hasta que dio su apoyo público a la participación italiana en la primera guerra mundial. Los interesados en sumar su pluma al servicio de la causa de la guerra, no dudaron en apoyarlo financieramente.
Después de la "gran guerra", Mussolini se lanzó a ser candidato y fue conformando su partido fascista. Ya la misma palabra "fascio" llama a la unidad, pero no define de qué se trata. ¿Un recurso deliberado? Por mi parte, creo que Mussolini y los fascistas nunca lograron ponerse de acuerdo en un núcleo de ideas centrales de su partido, porque eran nulidades y no por una estrategia política para sumar adeptos a una causa difusa de contenido antiliberal y antisocialista. No obstante, creo que este carácter nebuloso del fascismo fue lo que le impidió un desarrollo totalitario, aun cuando Mussolini utilizó este vocablo para definirse. Y es que el fascismo nunca tuvo una idea de la historia de la humanidad, como si lo tuvieron el marxismo y el nacionalsocialismo. El comunismo y el nazismo tienen una idea lineal de la historia humana, con un principio, desarrollo y un final idílico; el fascismo carece de este elemento. Afortunadamente, ya que estas visiones de la historia humana intentaron "legitimar" sus genocidios.
Mussolini se volvió racista y antijudío cuando estableció su alianza con la Alemania nazi y, aún así, su legislación casi no se cumplía. A pesar de sus proclamas belicistas e imperiales, no logró contagiar del espíritu militar a los italianos. El dato que señala Bosworth de que el ministerio de Guerra respetaba el horario de la siesta en 1940, es un ejemplo de ello. El fascismo, pues, fue una doctrina superficial en la vida de los italianos.
Llegó al poder y se mantuvo en él por la impericia de sus rivales, por la negligencia de quienes podrían haberlo detenido y el agotamiento de la clase política, incapaz de modernizar a la Italia de entreguerras.
Dos relaciones personales de Mussolini me han llamado la atención. La primera, con Adolf Hitler. Mussolini conocía el idioma alemán, pero muchas veces no comprendía una sola palabra de lo que le decía Hitler en sus encuentros. A pesar de la importancia de estas reuniones, Mussolini simulaba comprender las palabras de Hitler, quien terminaba monologando e imponiendo sus decisiones al dictador italiano.
La segunda, la relación con su yerno Galeazzo Ciano, quien fue su ministro de relaciones exteriores. El autor establece algunos contrapuntos entre ambos personajes que resultan interesantes. Ciano se sentía a gusto en el club de golf, pero tuvo un poco de sentido común en medio de esa vorágine de la Italia en guerra. De hecho, cuando ya las fuerzas aliadas se encontraban en suelo italiano, se atrevió a votar por la deposición de su suegro en el consejo fascista. Esto le costó la vida pocos meses después.
Recomiendo la lectura de este libro, acompañándola luego de los más recientes trabajos de Emilio Gentile y el más abarcativo de Stanley Payne.
Mussolini intuyó la importancia de la imagen del líder en la sociedad moderna y trabajó incansablemente en torno a la creación del propio mito. Terminó prisionero y víctima de su imagen. Detrás de esa fachada, no hubo nada. Una tragedia que costó un millón de vidas.
R. J. B. Bosworth, Mussolini. Barcelona, Península, 2003.
Con el correr de las páginas, Bosworth va recreando la vida de este personaje que se empeñó más en crear una imagen de sí mismo que en cultivar su intelecto, a pesar de que presumía de “intelectual”. Fue un hombre de lecturas salteadas, probablemente superficiales y sin formación sistemática. Quizás tomaba aquello que le resultaba útil y lo reinterpretaba a su modo tan particular. Como ocurre siempre con los dictadores, simulan que lo conocen todo y pueden opinar sobre todo. Su propio ego les impide reconocer que el conocimiento humano es limitado, falible, endeble y en las más de las veces, conjetural. Pero los hombres autoritarios no están dispuestos a admitir estas características propias de la especie humana, puesto que probablemente se sientan muy por encima del resto de los mortales, y por ello no guardan silencio. Así, Mussolini opinaba sobre política internacional y local, sobre filosofía, historia, economía y estrategia. Pretendía que sus palabras se transformaran en realidad y por ello intentó –en vano- crear un imperio italiano en África y a costa de sus vecinos en el Mediterráneo.
Esa ausencia de sistematización de su formación y pensamiento se plasmó en lo nebuloso que fue siempre el fascismo, tan difícil de definir. Sus aventuras militares fueron fracasos. Su “imperio” duró pocos años en el África, cuando Etiopía recuperó su independencia y el emperador Haile Selassie volvió a su trono. Italia, tras la segunda conflagración mundial, perdió sus posesiones coloniales en el cuerno del África, en Libia, en Grecia y su presencia en Albania.
Es muy probable que el paso de Mussolini por las filas del Partido Socialista haya sido circunstancial, dada la participación de su padre en dicha fuerza política. Porque, más allá de sus proclamadas lecturas de Marx, quizás no haya entendido mucho sobre el marxismo. Y, sin embargo, fue el director del periódico Avanti! por un tiempo, hasta que dio su apoyo público a la participación italiana en la primera guerra mundial. Los interesados en sumar su pluma al servicio de la causa de la guerra, no dudaron en apoyarlo financieramente.
Después de la "gran guerra", Mussolini se lanzó a ser candidato y fue conformando su partido fascista. Ya la misma palabra "fascio" llama a la unidad, pero no define de qué se trata. ¿Un recurso deliberado? Por mi parte, creo que Mussolini y los fascistas nunca lograron ponerse de acuerdo en un núcleo de ideas centrales de su partido, porque eran nulidades y no por una estrategia política para sumar adeptos a una causa difusa de contenido antiliberal y antisocialista. No obstante, creo que este carácter nebuloso del fascismo fue lo que le impidió un desarrollo totalitario, aun cuando Mussolini utilizó este vocablo para definirse. Y es que el fascismo nunca tuvo una idea de la historia de la humanidad, como si lo tuvieron el marxismo y el nacionalsocialismo. El comunismo y el nazismo tienen una idea lineal de la historia humana, con un principio, desarrollo y un final idílico; el fascismo carece de este elemento. Afortunadamente, ya que estas visiones de la historia humana intentaron "legitimar" sus genocidios.
Mussolini se volvió racista y antijudío cuando estableció su alianza con la Alemania nazi y, aún así, su legislación casi no se cumplía. A pesar de sus proclamas belicistas e imperiales, no logró contagiar del espíritu militar a los italianos. El dato que señala Bosworth de que el ministerio de Guerra respetaba el horario de la siesta en 1940, es un ejemplo de ello. El fascismo, pues, fue una doctrina superficial en la vida de los italianos.
Llegó al poder y se mantuvo en él por la impericia de sus rivales, por la negligencia de quienes podrían haberlo detenido y el agotamiento de la clase política, incapaz de modernizar a la Italia de entreguerras.
Dos relaciones personales de Mussolini me han llamado la atención. La primera, con Adolf Hitler. Mussolini conocía el idioma alemán, pero muchas veces no comprendía una sola palabra de lo que le decía Hitler en sus encuentros. A pesar de la importancia de estas reuniones, Mussolini simulaba comprender las palabras de Hitler, quien terminaba monologando e imponiendo sus decisiones al dictador italiano.
La segunda, la relación con su yerno Galeazzo Ciano, quien fue su ministro de relaciones exteriores. El autor establece algunos contrapuntos entre ambos personajes que resultan interesantes. Ciano se sentía a gusto en el club de golf, pero tuvo un poco de sentido común en medio de esa vorágine de la Italia en guerra. De hecho, cuando ya las fuerzas aliadas se encontraban en suelo italiano, se atrevió a votar por la deposición de su suegro en el consejo fascista. Esto le costó la vida pocos meses después.
Recomiendo la lectura de este libro, acompañándola luego de los más recientes trabajos de Emilio Gentile y el más abarcativo de Stanley Payne.
Mussolini intuyó la importancia de la imagen del líder en la sociedad moderna y trabajó incansablemente en torno a la creación del propio mito. Terminó prisionero y víctima de su imagen. Detrás de esa fachada, no hubo nada. Una tragedia que costó un millón de vidas.
R. J. B. Bosworth, Mussolini. Barcelona, Península, 2003.
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