El pensador e historiador de las ideas Isaiah Berlin escribió varios ensayos e informes sobre la cultura rusa durante los años de la Unión Soviética, fruto de sus visitas a ese país después de la segunda guerra mundial, en tiempos en que aún dominaba Stalin con su mano de hierro, cruel e implacable. Por primera vez se recopilan en La mentalidad soviética, con el subtítulo de "la cultura rusa bajo el comunismo". Berlin, que vivió su infancia en San Petersburgo y que con su familia emigró a Gran Bretaña poco tiempo después de la revolución bolchevique, era un excelente conocedor de la literatura, la poesía y el arte ruso en general, además de seguir cultivando esa lengua. Por ello ocupó un puesto en la embajada británica en 1945, y realizó luego varios periplos que lo mantuvieron en contacto con figuras colosales de la literatura, como Borís Pasternak y Anna Ajmátova.
Berlin nos recuerda que los rusos eran grandes lectores y que amaban a sus poetas. En los primeros años de la revolución bolchevique se produjo un despertar de las vanguardias artísticas en literatura, teatro y música que luego fueron acalladas a partir de 1928, cuando el Partido Comunista empezó a disciplinarlas a través de la Sociedad de Escritores, al servicio del Estado soviético. Fue así como se impuso el “realismo socialista” en las artes, en las que se hacía propaganda de los héroes proletarios en su lucha por la construcción del socialismo, alejándose de toda posibilidad de articular una crítica o una diferencia de opinión ante el montaje del totalitarismo. Como escribió Berlin, “la superficie ideológica actual no muestra ni una sola ondulación”. El arte era monótono, rígido, dedicado a glorificar los planes quinquenales y el leninismo stalinista. Era seco, áspero y frío como un monumento de hormigón. Las editoriales eran estatales y toda publicación pasaba por el control de la censura partidaria, por lo que toda expresión disidente quedaba relegada al silencio y, en numerosas ocasiones, fue causa de muchas condenas a los campos de trabajo.
Así fue como Ósip Mandelshtam, tras escribir un epigrama sobre Stalin, fue condenado a los campos de trabajos forzados en los territorios asiáticos de la Unión Soviética, en donde murió olvidado tras sufrir constantes golpizas y tortura psicológica, tal como lo señala Isaiah Berlin en una sentida semblanza que hace del poeta. También relata sus encuentros con Borís Pasternak en 1945 y en 1956. En la segunda ocasión, en vano trató de disuadirlo de que enviara el manuscrito de Doctor Zhivago al editor italiano Feltrinelli, sabiendo que ello le acarrearía problemas a él y su familia. Berlin reconstruye la llamada telefónica que hizo Stalin a Pasternak para interrogarlo sobre Mandelshtam. Tuvo, también, varios encuentros con Anna Ajmátova en 1945, 1956 y en Oxford en 1965. Ajmátova estaba convencida de que su encuentro con Berlin, en 1945, había sido el origen de la guerra fría y, por consiguiente, de un cambio en el curso de la historia de la humanidad… Estos escritores sobrevivían gracias al oficio de la traducción. Permanecían aislados, al igual que el resto de sus compatriotas, de las novedades literarias de Occidente, y de tanto en tanto podía llegarles algún ejemplar de las obras de Virginia Woolf, Sartre o Hemingway. Ni siquiera les llegaban noticias de la vida de los intelectuales occidentales, desconociendo si seguían escribiendo o si habían muerto ya.
Un capítulo magistral es el ensayo "La dialéctica artificial", en el que analiza los continuos cambios de la línea oficial del Partido Comunista y cómo los ciudadanos comunes han caído en la más profunda apatía antes estos zigzags ideológicos. En los años posteriores a la muerte de Stalin persiste ese desaliento del ruso ante la política de su país, cada vez más distante de la realidad. Los académicos se empeñaban en repetir una aburrida letanía sobre el marxismo, en la que ya no creían, y los políticos eran una casta impenetrable de oportunistas al servicio de su propio poder omnímodo e incuestionable. Berlin rescataba que, a pesar de ese desierto, aún había rusos que sienten curiosidad por lo que ocurre en otros países. Pero el autor no tenía esperanzas de que el sistema totalitario se desplomara o implotara.
El libro incluye un glosario escrito por Helen Rappaport, que permite al lector conocer mucho mejor a los personajes mencionados a lo largo de los ensayos reunidos.
Como todos los escritos de Isaiah Berlin, es una invitación al pensamiento, al diálogo con uno de los hombres más inteligentes del siglo XX.
Isaiah Berlin, La mentalidad soviética. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2009. ISBN 978-84-8109-815-0
Bitácora de lecturas de Ricardo López Göttig. Historia, literatura, mitología, orientalismo y filosofía política.
domingo, 26 de junio de 2011
domingo, 19 de junio de 2011
"Jardines secretos, legitimaciones públicas", de Paula Alonso.
Paula Alonso escribió, hace algunos años atrás, un excelente libro sobre la Unión Cívica Radical intitulado Entre la revolución y las urnas, sobre la etapa inicial de ese partido político argentino. Ahora nos brinda una historia de los comienzos y desarrollo desde el poder, desde 1880 a 1892, del Partido Autonomista Nacional en su libro Jardines secretos, legitimaciones públicas.
Esta fuerza política surgió de la fusión del Partido Nacional -creado por Nicolás Avellaneda con restos del federalismo para alcanzar la presidencia- y del Partido Autonomista, de Adolfo Alsina. Tras la inesperada muerte del segundo, los autonomistas se volcaron hacia la ascendente figura del entonces ministro de Guerra, el joven general Julio Roca, que con su concuñado Miguel Juárez Celman -ministro de Gobierno en Córdoba- fueron tejiendo una densa urdimbre de conexiones políticas en el interior del país para llegar a la primera magistratura en 1880.
Tras vencer en el campo de batalla a los sectores porteñistas que se negaban a la federalización de la Ciudad de Buenos Aires, entonces capital de la provincia homónima, y que se habían nucleado en torno a la candidatura del gobernador Carlos Tejedor, Julio Roca desarrolló una activa política que se desplegó en todas las provincias de la Argentina. Sin oposición parlamentaria, el roquismo compitió en el seno del PAN con el rochismo -de Dardo Rocha, nuevo gobernador de la provincia de Buenos Aires y serio aspirante a suceder a Roca en 1886-, con el irigoyenismo -de Bernardo de Irigoyen, ministro del Interior de Roca, un jurista de destacada trayectoria y que también tenía ambiciones presidenciales para 1886- y el juarismo, capitaneado por Miguel Juárez Celman -fue gobernador de Córdoba y luego senador nacional.
Es sumamente interesante cómo Paula Alonso reconstruyó mediante el uso de fuentes documentales -porque así se hace el trabajo del historiador, es preciso recordarlo- la pugna interna dentro del Partido Autonomista Nacional. El rochismo fue una fuerza significativa y que seriamente amenazó las posibilidades de que Roca influyera en el nombre de su sucesor, y es por ello que buena parte de sus energías se enfocaron en debilitar al gobernador bonaerense. En este contexto es que debemos leer, en gran medida, la creación del peso como moneda nacional, en detrimento de la moneda bonaerense que circulaba con el respaldo del Banco de la Provincia de Buenos Aires, entre otras políticas que tendieron a la centralización.
Para derrotar al rochismo y, en menor medida, al irigoyenismo, Roca se alió con Juárez Celman y fue de este modo como el cordobés llegó a la presidencia en 1886. Paula Alonso nos recuerda que Rocha libró una batalla importante en la arena electoral, llegando a crear el Gran Comité Argentino, que hubiera sido -de haber prosperado- una pujante fuerza política opositora al roquismo. No obstante, y gracias al control de los fondos públicos, el presidente Roca logró que el PAN consagrara a Juárez Celman y mantuvo un férreo control del partido en los primeros meses de la nueva presidencia, aspirando a controlarla en los próximos años para arribar, en 1892, a un segundo período.
Roca supuso que el apoyo de los gobernadores habría de perdurar. Tras su periplo por Europa, al retornar halló que estos mandatarios provinciales se habían alineado en su enorme mayoría con el presidente Juárez Celman. Y es que el nuevo primer magistrado utilizó dos herramientas fundamentales: la concesión de nuevas vías férreas -el modo de transporte que unía al comercio internacional- y la creación de los "bancos garantidos", que significaba que cada banco estatal provincial podía emitir billetes con el solo respaldo de bonos de la tesorería nacional. De este modo, los gobernadores contaron con la posibilidad de emitir billetes para contratar nuevos empleados públicos, otorgar créditos baratos a sus amigos y aliados, y construir nuevos edificios gubernamentales. Muchas provincias argentinas, tanto entonces como hoy, son incapaces de generar sus propios recursos debido a la interferencia estatal, la corrupción y a la inercia centenaria de estructuras de prebendas y clientelismo. Estas emisiones de pesos llevaron al alza del oro y volvieron al país incapaz de pagar sus abultadas deudas en el exterior. El colapso económico y la soberbia de los "incondicionales" al presidente, que en 1889 habían proclamado la candidatura de Ramón Cárcano a la presidencia para 1892, llevaron al despertar de las fuerzas opositoras. Primero, reunidas por el joven abogado entrerriano Francisco Barroetaveña, de arraigadas ideas liberales, en la Unión Cívica de la Juventud. Luego, ampliado el arco político hacia figuras de trayectoria, se llamó Unión Cívica y aglutinó a personas como Bartolomé Mitre, Leandro Alem, Bernardo de Irigoyen y Vicente Fidel López, entre otros.
El fallido intento revolucionario de la Unión Cívica generó el desplome de Juárez Celman y el ascenso de Carlos Pellegrini -el vicepresidente-, Julio Roca y el general Levalle, ministro de Guerra. En agosto de 1890, Juárez Celman debió renunciar ante la imposibilidad de formar un nuevo gabinete de ministros.
Roca y Pellegrini habían renunciado a la posibilidad de ser candidatos a la presidencia para 1892. Roca intentó, en vano, lograr un Acuerdo con la Unión Cívica en torno al binomio Mitre-Uriburu. La fracción liderada por Bernardo de Irigoyen y Leandro Alem rechazó cualquier acuerdo con el Partido Autonomista Nacional, y crearon entonces la Unión Cívica Radical. Bartolomé Mitre, ante esta ruptura, también renunció a su candidatura. Pero el factor más temible venía por el resurgimiento del juarismo con el Partido Modernista que impulsaba al joven Roque Sáenz Peña y Manuel Dídimo Pizarro.
En resumen, lo considero un libro indispensable para quien quiera conocer y comprender el pretérito argentino durante el siglo XIX. El libro está bien escrito y mejor documentado, la autora no cae en los falsos y procaces maniqueísmos de buscar "culpables" y ensalzar héroes incomprendidos, sino que busca la comprensión de una época para que el lector pueda aprender y reflexionar. Y es que la autora no escribió para la tribuna, sino para lectores inteligentes.
Alonso, Paula, Jardines secretos, legitimaciones públicas. Buenos Aires, Edhasa, 2010. ISBN 978-987-628-107-2
Esta fuerza política surgió de la fusión del Partido Nacional -creado por Nicolás Avellaneda con restos del federalismo para alcanzar la presidencia- y del Partido Autonomista, de Adolfo Alsina. Tras la inesperada muerte del segundo, los autonomistas se volcaron hacia la ascendente figura del entonces ministro de Guerra, el joven general Julio Roca, que con su concuñado Miguel Juárez Celman -ministro de Gobierno en Córdoba- fueron tejiendo una densa urdimbre de conexiones políticas en el interior del país para llegar a la primera magistratura en 1880.
Tras vencer en el campo de batalla a los sectores porteñistas que se negaban a la federalización de la Ciudad de Buenos Aires, entonces capital de la provincia homónima, y que se habían nucleado en torno a la candidatura del gobernador Carlos Tejedor, Julio Roca desarrolló una activa política que se desplegó en todas las provincias de la Argentina. Sin oposición parlamentaria, el roquismo compitió en el seno del PAN con el rochismo -de Dardo Rocha, nuevo gobernador de la provincia de Buenos Aires y serio aspirante a suceder a Roca en 1886-, con el irigoyenismo -de Bernardo de Irigoyen, ministro del Interior de Roca, un jurista de destacada trayectoria y que también tenía ambiciones presidenciales para 1886- y el juarismo, capitaneado por Miguel Juárez Celman -fue gobernador de Córdoba y luego senador nacional.
Es sumamente interesante cómo Paula Alonso reconstruyó mediante el uso de fuentes documentales -porque así se hace el trabajo del historiador, es preciso recordarlo- la pugna interna dentro del Partido Autonomista Nacional. El rochismo fue una fuerza significativa y que seriamente amenazó las posibilidades de que Roca influyera en el nombre de su sucesor, y es por ello que buena parte de sus energías se enfocaron en debilitar al gobernador bonaerense. En este contexto es que debemos leer, en gran medida, la creación del peso como moneda nacional, en detrimento de la moneda bonaerense que circulaba con el respaldo del Banco de la Provincia de Buenos Aires, entre otras políticas que tendieron a la centralización.
Para derrotar al rochismo y, en menor medida, al irigoyenismo, Roca se alió con Juárez Celman y fue de este modo como el cordobés llegó a la presidencia en 1886. Paula Alonso nos recuerda que Rocha libró una batalla importante en la arena electoral, llegando a crear el Gran Comité Argentino, que hubiera sido -de haber prosperado- una pujante fuerza política opositora al roquismo. No obstante, y gracias al control de los fondos públicos, el presidente Roca logró que el PAN consagrara a Juárez Celman y mantuvo un férreo control del partido en los primeros meses de la nueva presidencia, aspirando a controlarla en los próximos años para arribar, en 1892, a un segundo período.
Roca supuso que el apoyo de los gobernadores habría de perdurar. Tras su periplo por Europa, al retornar halló que estos mandatarios provinciales se habían alineado en su enorme mayoría con el presidente Juárez Celman. Y es que el nuevo primer magistrado utilizó dos herramientas fundamentales: la concesión de nuevas vías férreas -el modo de transporte que unía al comercio internacional- y la creación de los "bancos garantidos", que significaba que cada banco estatal provincial podía emitir billetes con el solo respaldo de bonos de la tesorería nacional. De este modo, los gobernadores contaron con la posibilidad de emitir billetes para contratar nuevos empleados públicos, otorgar créditos baratos a sus amigos y aliados, y construir nuevos edificios gubernamentales. Muchas provincias argentinas, tanto entonces como hoy, son incapaces de generar sus propios recursos debido a la interferencia estatal, la corrupción y a la inercia centenaria de estructuras de prebendas y clientelismo. Estas emisiones de pesos llevaron al alza del oro y volvieron al país incapaz de pagar sus abultadas deudas en el exterior. El colapso económico y la soberbia de los "incondicionales" al presidente, que en 1889 habían proclamado la candidatura de Ramón Cárcano a la presidencia para 1892, llevaron al despertar de las fuerzas opositoras. Primero, reunidas por el joven abogado entrerriano Francisco Barroetaveña, de arraigadas ideas liberales, en la Unión Cívica de la Juventud. Luego, ampliado el arco político hacia figuras de trayectoria, se llamó Unión Cívica y aglutinó a personas como Bartolomé Mitre, Leandro Alem, Bernardo de Irigoyen y Vicente Fidel López, entre otros.
El fallido intento revolucionario de la Unión Cívica generó el desplome de Juárez Celman y el ascenso de Carlos Pellegrini -el vicepresidente-, Julio Roca y el general Levalle, ministro de Guerra. En agosto de 1890, Juárez Celman debió renunciar ante la imposibilidad de formar un nuevo gabinete de ministros.
Roca y Pellegrini habían renunciado a la posibilidad de ser candidatos a la presidencia para 1892. Roca intentó, en vano, lograr un Acuerdo con la Unión Cívica en torno al binomio Mitre-Uriburu. La fracción liderada por Bernardo de Irigoyen y Leandro Alem rechazó cualquier acuerdo con el Partido Autonomista Nacional, y crearon entonces la Unión Cívica Radical. Bartolomé Mitre, ante esta ruptura, también renunció a su candidatura. Pero el factor más temible venía por el resurgimiento del juarismo con el Partido Modernista que impulsaba al joven Roque Sáenz Peña y Manuel Dídimo Pizarro.
En resumen, lo considero un libro indispensable para quien quiera conocer y comprender el pretérito argentino durante el siglo XIX. El libro está bien escrito y mejor documentado, la autora no cae en los falsos y procaces maniqueísmos de buscar "culpables" y ensalzar héroes incomprendidos, sino que busca la comprensión de una época para que el lector pueda aprender y reflexionar. Y es que la autora no escribió para la tribuna, sino para lectores inteligentes.
Alonso, Paula, Jardines secretos, legitimaciones públicas. Buenos Aires, Edhasa, 2010. ISBN 978-987-628-107-2
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miércoles, 15 de junio de 2011
"Napoleón", de Emil Ludwig.
Napoleón es una de las tantas biografías escritas por Emil Ludwig, hace ya algunos decenios atrás.
No es un libro académico, sino uno dirigido al público lector que quiere comprender la vida y la trayectoria política del emperador Napoleón. El texto comienza con Napolione Buonaparte, el joven que tiene por ambición la libertad de su Córcega natal, y por ello se enrola -paradojalmente- en el ejército francés, a fin de adquirir los conocimientos militares necesarios para independizar a su ínsula.
El estallido de la revolución francesa y el caos subsiguiente le brindarán la oportunidad de volver a Córcega e intentar, en vano, tomar el control de la isla. El ambicioso veinteañero retornará al continente y será en el ejército francés en donde descollará, brincando a la fama con su defensa del puerto de Tolón frente a los ingleses.
Primero al servicio de los jacobinos y luego del Directorio, su prestigio crecerá en su campaña en Italia, a donde había sido enviado para que fracasara. Cosechará varios éxitos militares y políticos. Pero Europa era pequeña para sus aspiraciones, y se embarca a Egipto, con intenciones de recrear el gran imperio alejandrino, soñando con llegar a las fronteras de la India...
Cercado por mar por las fuerzas británicas, volverá a Francia en una humilde embarcación pesquera y, nuevamente en el continente europeo, conspirará para derribar al Directorio, ayudado por su hermano Lucien (o Luciano).
Figura principal del Consulado, se lanzará a nuevas campañas militares y, finalmente, se proclamará Emperador de los franceses en 1804. Su esposa Josephine -mujer de la nobleza- se convertirá en emperatriz y abandonará su vida de aventuras sexuales, que tantas jaquecas provocó a Napoleón en su campaña egipcia.
El imperio napoleónico buscará emular al romano, tomando su simbología. Centralizará el poder, implantará la censura, abolirá conquistas liberales y democráticas, comenzará a crear a los franceses.
Y es que, antes de la revolución, existía Francia, pero no los franceses. No, al menos, tal como lo concebimos ahora. Tan sólo un magro 5% hablaba francés, el idioma de la administración y de París. El resto hablaba el occitano, corso, bretón, alemán, vasco, catalán... Será, pues, Napoleón el creador de una nación francesa, siguiendo el proceso de centralización que habían iniciado los jacobinos, a fuerza de represión, terror y censura.
Tras la anulación del matrimonio con Josephine, se casará con la princesa austríaca María Luisa, de la dinastía de los Habsburgo, quien le dará un hijo: Napoleón II. Pero el imperio comenzará a desmoronarse por dos iniciativas expansionistas que lo conducirán al fracaso: España, que con su guerra de guerrillas desangrará a las tropas galas, y el intento de conquistar Rusia, que causará la muerte de cientos de miles de sus soldados en las vastas estepas.
Recurrirá, pues, a su genio militar para intentar salvar su imperio. Pero los propios lo irán abandonando -entre ellos, su esposa-, los antiguos príncipes alemanes se pasarán al campo enemigo y será derrotado. Tras abdicar, fue insultado en su periplo hacia la isla de Elba por los franceses, que lo culpaban de la humillación.
El zar Nicolás I, instalado en París, optará por la restauración borbónica, presionado por los británicos. Los otros posibles candidatos eran el niño Napoleón II y el general Bernadotte, a la sazón rey de Suecia.
Emil Ludwig retrata vívidamente este período de Napoleón en Elba, en donde gobernó por el espacio de algunos meses como un príncipe. No obstante, los errores del rey Luis XVIII le dieron la oportunidad de retornar a Francia como emperador por escasos cien días, en los que trató de ser un monarca constitucional, con el auxilio de Benjamin Constant.
A pesar de proponerse como un emperador de la paz y la libertad, la gran coalición de países europeos lo derrotó nuevamente en Waterloo, tras lo cual fue deportado a la lejana e inhóspita Santa Helena, posesión británica en el Atlántico. Allí irá muriendo lentamente, vilipendiado por sus guardianes y olvidado por muchos de sus antiguos compañeros de armas y de la política.
Personaje en verdad singular, que representó el espíritu de la revolución por su capacidad de ascenso social, pero que a la vez restauró la jerarquía estamental, fue un genio militar y un político oportunista. Creyó ciegamente en que una buena estrella guiaba su destino, y ello lo llevó por los caminos de imprudencia y el fracaso. Marcó con su sello inconfundible el siglo XIX de Francia, creando una tradición bonapartista que duró en la nación gala hasta fines de la centuria decimonónica.
La biografía es ágil, sin perder seriedad. Una muy buena introducción a la vida de Napoleón.
Ludwig, Emil, Napoleón. Barcelona, Juventud.
No es un libro académico, sino uno dirigido al público lector que quiere comprender la vida y la trayectoria política del emperador Napoleón. El texto comienza con Napolione Buonaparte, el joven que tiene por ambición la libertad de su Córcega natal, y por ello se enrola -paradojalmente- en el ejército francés, a fin de adquirir los conocimientos militares necesarios para independizar a su ínsula.
El estallido de la revolución francesa y el caos subsiguiente le brindarán la oportunidad de volver a Córcega e intentar, en vano, tomar el control de la isla. El ambicioso veinteañero retornará al continente y será en el ejército francés en donde descollará, brincando a la fama con su defensa del puerto de Tolón frente a los ingleses.
Primero al servicio de los jacobinos y luego del Directorio, su prestigio crecerá en su campaña en Italia, a donde había sido enviado para que fracasara. Cosechará varios éxitos militares y políticos. Pero Europa era pequeña para sus aspiraciones, y se embarca a Egipto, con intenciones de recrear el gran imperio alejandrino, soñando con llegar a las fronteras de la India...
Cercado por mar por las fuerzas británicas, volverá a Francia en una humilde embarcación pesquera y, nuevamente en el continente europeo, conspirará para derribar al Directorio, ayudado por su hermano Lucien (o Luciano).
Figura principal del Consulado, se lanzará a nuevas campañas militares y, finalmente, se proclamará Emperador de los franceses en 1804. Su esposa Josephine -mujer de la nobleza- se convertirá en emperatriz y abandonará su vida de aventuras sexuales, que tantas jaquecas provocó a Napoleón en su campaña egipcia.
El imperio napoleónico buscará emular al romano, tomando su simbología. Centralizará el poder, implantará la censura, abolirá conquistas liberales y democráticas, comenzará a crear a los franceses.
Y es que, antes de la revolución, existía Francia, pero no los franceses. No, al menos, tal como lo concebimos ahora. Tan sólo un magro 5% hablaba francés, el idioma de la administración y de París. El resto hablaba el occitano, corso, bretón, alemán, vasco, catalán... Será, pues, Napoleón el creador de una nación francesa, siguiendo el proceso de centralización que habían iniciado los jacobinos, a fuerza de represión, terror y censura.
Tras la anulación del matrimonio con Josephine, se casará con la princesa austríaca María Luisa, de la dinastía de los Habsburgo, quien le dará un hijo: Napoleón II. Pero el imperio comenzará a desmoronarse por dos iniciativas expansionistas que lo conducirán al fracaso: España, que con su guerra de guerrillas desangrará a las tropas galas, y el intento de conquistar Rusia, que causará la muerte de cientos de miles de sus soldados en las vastas estepas.
Recurrirá, pues, a su genio militar para intentar salvar su imperio. Pero los propios lo irán abandonando -entre ellos, su esposa-, los antiguos príncipes alemanes se pasarán al campo enemigo y será derrotado. Tras abdicar, fue insultado en su periplo hacia la isla de Elba por los franceses, que lo culpaban de la humillación.
El zar Nicolás I, instalado en París, optará por la restauración borbónica, presionado por los británicos. Los otros posibles candidatos eran el niño Napoleón II y el general Bernadotte, a la sazón rey de Suecia.
Emil Ludwig retrata vívidamente este período de Napoleón en Elba, en donde gobernó por el espacio de algunos meses como un príncipe. No obstante, los errores del rey Luis XVIII le dieron la oportunidad de retornar a Francia como emperador por escasos cien días, en los que trató de ser un monarca constitucional, con el auxilio de Benjamin Constant.
A pesar de proponerse como un emperador de la paz y la libertad, la gran coalición de países europeos lo derrotó nuevamente en Waterloo, tras lo cual fue deportado a la lejana e inhóspita Santa Helena, posesión británica en el Atlántico. Allí irá muriendo lentamente, vilipendiado por sus guardianes y olvidado por muchos de sus antiguos compañeros de armas y de la política.
Personaje en verdad singular, que representó el espíritu de la revolución por su capacidad de ascenso social, pero que a la vez restauró la jerarquía estamental, fue un genio militar y un político oportunista. Creyó ciegamente en que una buena estrella guiaba su destino, y ello lo llevó por los caminos de imprudencia y el fracaso. Marcó con su sello inconfundible el siglo XIX de Francia, creando una tradición bonapartista que duró en la nación gala hasta fines de la centuria decimonónica.
La biografía es ágil, sin perder seriedad. Una muy buena introducción a la vida de Napoleón.
Ludwig, Emil, Napoleón. Barcelona, Juventud.
domingo, 12 de junio de 2011
"1Q84", de Haruki Murakami.
1Q84 es la novela más reciente de Haruki Murakami, publicada este año. En rigor, sabemos que los libros 1 y 2 aparecen en este primer volumen, pero desconozco cuántos serán en su totalidad.
Al igual que en novelas anteriores como Kafka en la orilla, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, la pluma de Murakami fluye entre este mundo "real" y otro que convive al lado, al que llegamos por alguna puerta que se entreabre de modo inesperado. Los protagonistas son la joven Aomame, profesora en un gimnasio y que comete homicidios por encargo, y el joven Tengo, profesor de matemática y aspirante a escritor. Tengo, que trabaja para un editor, es el lector de varias novelas que aspiran a ganar un premio literario. Así es como se encuentra con la novela "La crisálida del aire" de la adolescente Fukaeri, un relato sumamente extraño en el que trata sobre la Little People y un mundo en el que hay dos lunas... Será Tengo, pues, el encargado de corregir esta novela y, de ese modo, se involucra de una forma que él no comprenderá sino hacia el final del volumen. La enigmática Fukaeri tendrá un pasado difícil de conocer, en el que pueblan sombras que superan la realidad cotidiana.
Aomame y Tengo se habían conocido en la escuela primaria, pero nunca habían llegado a cruzarse una palabra. Sin embargo, ambos estaban enamorados desde entonces, a pesar de que nunca más se vieron.
Como ya lo adelanté, este volumen reúne los libros 1 y 2. El libro cierra con un momento de máxima tensión, dejando al lector en el asombro. Y aquí dejo de adentrarme en el libro con la esperanza de que nuevos lectores puedan disfrutarlo y sorprenderse con el correr de las páginas.
Mientras tanto, aguardo a que aparezca el nuevo volumen de 1Q84.
Murakami, Haruki, 1Q84. Barcelona, Tusquets, 2011. ISBN 978-987-6700-269
Al igual que en novelas anteriores como Kafka en la orilla, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, la pluma de Murakami fluye entre este mundo "real" y otro que convive al lado, al que llegamos por alguna puerta que se entreabre de modo inesperado. Los protagonistas son la joven Aomame, profesora en un gimnasio y que comete homicidios por encargo, y el joven Tengo, profesor de matemática y aspirante a escritor. Tengo, que trabaja para un editor, es el lector de varias novelas que aspiran a ganar un premio literario. Así es como se encuentra con la novela "La crisálida del aire" de la adolescente Fukaeri, un relato sumamente extraño en el que trata sobre la Little People y un mundo en el que hay dos lunas... Será Tengo, pues, el encargado de corregir esta novela y, de ese modo, se involucra de una forma que él no comprenderá sino hacia el final del volumen. La enigmática Fukaeri tendrá un pasado difícil de conocer, en el que pueblan sombras que superan la realidad cotidiana.
Aomame y Tengo se habían conocido en la escuela primaria, pero nunca habían llegado a cruzarse una palabra. Sin embargo, ambos estaban enamorados desde entonces, a pesar de que nunca más se vieron.
Como ya lo adelanté, este volumen reúne los libros 1 y 2. El libro cierra con un momento de máxima tensión, dejando al lector en el asombro. Y aquí dejo de adentrarme en el libro con la esperanza de que nuevos lectores puedan disfrutarlo y sorprenderse con el correr de las páginas.
Mientras tanto, aguardo a que aparezca el nuevo volumen de 1Q84.
Murakami, Haruki, 1Q84. Barcelona, Tusquets, 2011. ISBN 978-987-6700-269
sábado, 11 de junio de 2011
"El sentido espiritual de los mitos", de Michel Clermont
El sentido espiritual de los mitos, de Michel Clermont, es una obra breve en la que trata tres grandes temas: las doce proezas de Heracles, el laberinto de Creta y el retorno de Ulises a Ítaca, tras la guerra de Troya.
Lo primero que subraya el profesor Clermont -y yo adhiero-, es que a los mitos debemos interpretarlos por sus enseñanzas. Lo cierto es que, desde hace más de dos mil años, viene prevaleciendo en Occidente la postura de desdeñar al mito, considerándolo una "mentira" o, cuando menos, un cuento para entretener a los niños.
Clermont, entonces, en pocas páginas sabe escudriñar para el lector el sentido espiritual de estos tres mitos mencionados, relacionándolos con los mitos de la India, un paralelismo posible ya que ambos pueblos son de origen indoeuropeo.
Heracles habrá de vencer, a lo largo de las doce proezas, sus propios demonios interiores, venciendo los temores y las ilusiones. El laberinto de Creta es una rica cantera de enseñanzas, un mito en el que hallamos a personajes como el rey Minos, al joven intrépido Teseo ayudado por Ariadna, a Dédalo y su hijo Ícaro, entre otros. Sus vidas se entrelazan por sus actos, algunos heroicos y otros equivocados por sus pasiones.
Es un libro breve en su extensión, de poco más de cincuenta páginas, pero que merece ser leído en oportunidades reiteradas. Hay una sabiduría perenne que, a pesar de los siglos, nos sigue brindando las claves para comprender la existencia humana. Para acceder a ella, debemos despojarnos de nuestra presunción moderna, leer con humildad y estar dispuestos a desentrañar el mensaje tras el relato.
Clermont, Michel, El sentido espiritual de los mitos. Palma de Mallorca, Olañeta, 2008. ISBN 978-84-9716-554-9
Lo primero que subraya el profesor Clermont -y yo adhiero-, es que a los mitos debemos interpretarlos por sus enseñanzas. Lo cierto es que, desde hace más de dos mil años, viene prevaleciendo en Occidente la postura de desdeñar al mito, considerándolo una "mentira" o, cuando menos, un cuento para entretener a los niños.
Clermont, entonces, en pocas páginas sabe escudriñar para el lector el sentido espiritual de estos tres mitos mencionados, relacionándolos con los mitos de la India, un paralelismo posible ya que ambos pueblos son de origen indoeuropeo.
Heracles habrá de vencer, a lo largo de las doce proezas, sus propios demonios interiores, venciendo los temores y las ilusiones. El laberinto de Creta es una rica cantera de enseñanzas, un mito en el que hallamos a personajes como el rey Minos, al joven intrépido Teseo ayudado por Ariadna, a Dédalo y su hijo Ícaro, entre otros. Sus vidas se entrelazan por sus actos, algunos heroicos y otros equivocados por sus pasiones.
Es un libro breve en su extensión, de poco más de cincuenta páginas, pero que merece ser leído en oportunidades reiteradas. Hay una sabiduría perenne que, a pesar de los siglos, nos sigue brindando las claves para comprender la existencia humana. Para acceder a ella, debemos despojarnos de nuestra presunción moderna, leer con humildad y estar dispuestos a desentrañar el mensaje tras el relato.
Clermont, Michel, El sentido espiritual de los mitos. Palma de Mallorca, Olañeta, 2008. ISBN 978-84-9716-554-9
viernes, 10 de junio de 2011
"Trotski", de Robert Service.
Trostki es la tercera biografía que escribió Robert Service sobre los líderes fundacionales de la Unión Soviética, siendo anticipada por las de Lenin y Stalin. Al igual que en sus obras anteriores, combina una excelente pluma con el acompañamiento de documentos que avalan el texto. De este autor, ya he comentado aquí su libro Camaradas.
Trotski fue un activo miembro de grupos revolucionarios desde su juventud, primero como simpatizante de los narodnik y, luego, marxista en la Rusia imperial. Adhirió al Partido Socialdemócrata Obrero Ruso pero, en el momento de su división entre bolcheviques y mencheviques, no optó por ninguna de estas fracciones, sino que aspiró a reunificar a esta corriente política clandestina. Su personalidad, sin embargo, lo aisló del resto de sus compañeros de ruta, ya que su altivez y pretensiones de superioridad intelectual generaban rispideces con el resto de los marxistas.
Deportado a Siberia, huyó y abandonó a su familia para exiliarse en Europa central y occidental, para pasar luego a los Estados Unidos. Nunca cursó estudios formales y fue siempre un autodidacta, lo que no le impidió ser un formidable activista a través del periodismo y la tribuna, famoso por sus dotes oratorias. Así como participó en la formación de los soviets en la revolución de 1905, volvió a Rusia en 1917, cuando se formó un gobierno provisional que sustituyó al régimen zarista durante la primera guerra mundial.
En estas nuevas circunstancias, se unió a los bolcheviques quienes, debido a sus anteriores veleidades de personaje independiente, lo miraron con resquemor. No obstante, ocupó el importante cargo de comisario del pueblo para los asuntos exteriores, posición en la cual negoció el tratado de Brest-Litovsk con las fuerzas militares alemanas. Luego organizó el Ejército Rojo, en donde desplegó sus dotes de estratega militar, haciéndose célebre por su espíritu marcial y su trato implacable para con sus enemigos y, también, con los propios. Service nos recuerda que Trotski se convirtió entonces en una figura de magnitud a la par de Lenin, lo que volvió a despertar temores en el resto del partido bolchevique en el poder.
Trotski, al igual que muchos otros marxistas rusos, estaba convencido de la inminencia de una ola de revoluciones socialistas en el resto de Europa, comenzando por Alemania. Pero estas fracasaron: los espartaquistas en Alemania, Béla Kun en Hungría, la república soviética en Baviera. Curiosamente, fue Stalin el único que no cultivó dichas esperanzas en el seno del consejo de comisarios del pueblo (Sovnarkom): la paradoja es que él nunca residió fuera del imperio Ruso, a diferencia de Lenin y Trotski, pero intuyó mejor qué era lo que ocurría allende las fronteras.
Si bien Lenin había volcado sus preferencias primero por Stalin, resulta claro que luego su personalidad le despertó temor y se mostró favorable a Trotski. Sin embargo, Stalin fue lo suficientemente hábil para tejer una vasta red de alianzas dentro del hegemónico partido para ir desplazando, poco a poco, a todos sus posibles competidores. Trostski, pues, no sólo se vio privado de su posición en el Sovnarkom, sino que fue siendo marginado de toda función, a pesar -o quizás debido a- su fama internacional. La querella ideológica con Stalin fue, en rigor, de escaso valor intelectual. Ambos anhelaban el fortalecimiento de la Unión Soviética, en profundizar sus aspectos totalitarios y en lograr manipular al partido en su favor. Trotski sucumbió por sus propias limitaciones personales y jamás demostró preocupación por la censura y la represión contra quienes no eran bolcheviques, así como jamás tuvo contemplaciones en la implantación del terror rojo durante la guerra civil. No era, pues, una disputa de ideas, sino una simple rivalidad entre dos aspirantes a líderes totalitarios.
Finalmente, emprende la etapa del exilio en Turquía, Francia y México. Vivió durante esos años de cobrar derechos de autor por sus libros y mantuvo la ficción de su IV Internacional, hasta que fue asesinado por un sicario de la URSS con un piolet en la cabeza.
Service exhibe con claridad la personalidad obsesiva, cruel y metódica de Trotski, un personaje al que muchos han elevado a la categoría de leyenda. Un libro imprescindible para comprender la revolución bolchevique.
Robert Service, Trotski. Barcelona, Ediciones B, 2010. ISBN 978-84-666-4568-3
Trotski fue un activo miembro de grupos revolucionarios desde su juventud, primero como simpatizante de los narodnik y, luego, marxista en la Rusia imperial. Adhirió al Partido Socialdemócrata Obrero Ruso pero, en el momento de su división entre bolcheviques y mencheviques, no optó por ninguna de estas fracciones, sino que aspiró a reunificar a esta corriente política clandestina. Su personalidad, sin embargo, lo aisló del resto de sus compañeros de ruta, ya que su altivez y pretensiones de superioridad intelectual generaban rispideces con el resto de los marxistas.
Deportado a Siberia, huyó y abandonó a su familia para exiliarse en Europa central y occidental, para pasar luego a los Estados Unidos. Nunca cursó estudios formales y fue siempre un autodidacta, lo que no le impidió ser un formidable activista a través del periodismo y la tribuna, famoso por sus dotes oratorias. Así como participó en la formación de los soviets en la revolución de 1905, volvió a Rusia en 1917, cuando se formó un gobierno provisional que sustituyó al régimen zarista durante la primera guerra mundial.
En estas nuevas circunstancias, se unió a los bolcheviques quienes, debido a sus anteriores veleidades de personaje independiente, lo miraron con resquemor. No obstante, ocupó el importante cargo de comisario del pueblo para los asuntos exteriores, posición en la cual negoció el tratado de Brest-Litovsk con las fuerzas militares alemanas. Luego organizó el Ejército Rojo, en donde desplegó sus dotes de estratega militar, haciéndose célebre por su espíritu marcial y su trato implacable para con sus enemigos y, también, con los propios. Service nos recuerda que Trotski se convirtió entonces en una figura de magnitud a la par de Lenin, lo que volvió a despertar temores en el resto del partido bolchevique en el poder.
Trotski, al igual que muchos otros marxistas rusos, estaba convencido de la inminencia de una ola de revoluciones socialistas en el resto de Europa, comenzando por Alemania. Pero estas fracasaron: los espartaquistas en Alemania, Béla Kun en Hungría, la república soviética en Baviera. Curiosamente, fue Stalin el único que no cultivó dichas esperanzas en el seno del consejo de comisarios del pueblo (Sovnarkom): la paradoja es que él nunca residió fuera del imperio Ruso, a diferencia de Lenin y Trotski, pero intuyó mejor qué era lo que ocurría allende las fronteras.
Si bien Lenin había volcado sus preferencias primero por Stalin, resulta claro que luego su personalidad le despertó temor y se mostró favorable a Trotski. Sin embargo, Stalin fue lo suficientemente hábil para tejer una vasta red de alianzas dentro del hegemónico partido para ir desplazando, poco a poco, a todos sus posibles competidores. Trostski, pues, no sólo se vio privado de su posición en el Sovnarkom, sino que fue siendo marginado de toda función, a pesar -o quizás debido a- su fama internacional. La querella ideológica con Stalin fue, en rigor, de escaso valor intelectual. Ambos anhelaban el fortalecimiento de la Unión Soviética, en profundizar sus aspectos totalitarios y en lograr manipular al partido en su favor. Trotski sucumbió por sus propias limitaciones personales y jamás demostró preocupación por la censura y la represión contra quienes no eran bolcheviques, así como jamás tuvo contemplaciones en la implantación del terror rojo durante la guerra civil. No era, pues, una disputa de ideas, sino una simple rivalidad entre dos aspirantes a líderes totalitarios.
Finalmente, emprende la etapa del exilio en Turquía, Francia y México. Vivió durante esos años de cobrar derechos de autor por sus libros y mantuvo la ficción de su IV Internacional, hasta que fue asesinado por un sicario de la URSS con un piolet en la cabeza.
Service exhibe con claridad la personalidad obsesiva, cruel y metódica de Trotski, un personaje al que muchos han elevado a la categoría de leyenda. Un libro imprescindible para comprender la revolución bolchevique.
Robert Service, Trotski. Barcelona, Ediciones B, 2010. ISBN 978-84-666-4568-3
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martes, 7 de junio de 2011
"Yo, el Gato", de Natsume Soseki.
Yo, el Gato es una novela de Natsume Sōseki, autor japonés de inicios del siglo XX, en la que el protagonista es un felino que reflexiona sobre la sociedad nipona de su época, en tiempos de la guerra con Rusia. El gato no tiene nombre, porque su dueño es tan perezoso que no repara en ello. Desde muy pequeño, el felino llega accidentalmente a la casa de quien será su dueño, un maestro de inglés de escuela media llamado Kushami, quien vive junto a su esposa, sus tres hijas pequeñas y una criada en una casa modesta. Este hombre será sumamente inconstante en cada una de sus acciones, y se verá fuertemente influido por sus amistades como Meitei –un hombre dedicado a burlarse y fabular constantemente- y Kangetsu –un excéntrico bachiller en ciencias físicas-, entre otros personajes brotados de la fértil imaginación del autor.
El gato irá narrando y reflexionando a lo largo del libro sobre la sociedad humana que observa, se inmiscuirá en la casa de los vecinos e incluso de un baño público, para sacar divertidas conclusiones. A raíz de estas meditaciones, el felino llegará a considerarse un filósofo, elucubrando hipótesis y formulando aseveraciones que entretendrán al lector. En más de una ocasión me ha despertado la risa con sus pensamientos.
El autor se esmera en brindarnos una imagen vívida de los cambios sociales del Japón de la era Meiji (1868-1912), cuando irrumpen las ideas y costumbres de la modernidad occidental, contrastando con las tradiciones ancestrales del archipiélago nipón.
Una obra en verdad excelente, que ha pasado a formar parte de los clásicos de la literatura japonesa, recomendable para quien quiera ingresar a este maravilloso mundo de las letras orientales. Cuando se termina el libro, uno siente que habrá de extrañar a este simpático y ocurrente felino, que tantas sonrisas y meditaciones ha sabido despertar.
Sōseki, Natsume, Yo, el Gato. Madrid, Trotta. ISBN 84-8164-267-3
El gato irá narrando y reflexionando a lo largo del libro sobre la sociedad humana que observa, se inmiscuirá en la casa de los vecinos e incluso de un baño público, para sacar divertidas conclusiones. A raíz de estas meditaciones, el felino llegará a considerarse un filósofo, elucubrando hipótesis y formulando aseveraciones que entretendrán al lector. En más de una ocasión me ha despertado la risa con sus pensamientos.
El autor se esmera en brindarnos una imagen vívida de los cambios sociales del Japón de la era Meiji (1868-1912), cuando irrumpen las ideas y costumbres de la modernidad occidental, contrastando con las tradiciones ancestrales del archipiélago nipón.
Una obra en verdad excelente, que ha pasado a formar parte de los clásicos de la literatura japonesa, recomendable para quien quiera ingresar a este maravilloso mundo de las letras orientales. Cuando se termina el libro, uno siente que habrá de extrañar a este simpático y ocurrente felino, que tantas sonrisas y meditaciones ha sabido despertar.
Sōseki, Natsume, Yo, el Gato. Madrid, Trotta. ISBN 84-8164-267-3
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