lunes, 30 de diciembre de 2019

"Generation Stalin", de Andrew Sobanet

Francia fue y es uno de los más vibrantes centros intelectuales del planeta, y fue también uno de los lugares en Europa occidental donde el Partido Comunista local tuvo arraigo a lo largo de decenios. En este libro, el autor recorre las travesías de cuatro intelectuales que tuvieron militancia activa en el PCF y que contribuyeron poderosamente, con sus herramientas, a replicar y agrandar el culto a la personalidad de Iósif Stalin. Cuatro intelectuales que pusieron su talento al servicio del endiosamiento de un régimen totalitario y de su líder, en campañas coordinadas con la Unión Soviética.
Comienza con Henri Barbusse, autor de una biografía (en rigor, una hagiografía) de Stalin, que fue uno de los eslabones en la configuración del culto a la personalidad del dictador en el período de entreguerras. Barbusse hizo su primer viaje a la Unión Soviética en 1927, cuando se celebró el decenio de la revolución bolchevique, y luego sumó otros periplos en los que se vinculó con Stalin, relación que continuó por vía epistolar. Escribió libros laudatorios sobre la Unión Soviética, Georgia y Stalin, con amplia repercusión -y aprobación previa del departamento de cultura y propaganda del Comité Central del PC soviético- no sólo en la propia URSS, sino también en la cultura francesa. El libro sobre Stalin, severamente criticado por Nikita Jruschov en tiempos de la desestalinización, contenía un retrato legendario de Stalin y sobre su participación en la revolución bolchevique, con actos heroicos inexistentes. Era Stalin un superhombre, heredero legítimo de Lenin. Barbusse tenía un singular talento en teñir de comunista a figuras históricas que nada tenían que ver con el bolchevismo, como Jesús o Gandhi, pero su pluma era una herramienta eficaz para transformar la realidad en una ficción que recibía el aplauso de su sector político.
La gran incorporación a las filas del stalinismo fue Romain Rolland, el Premio Nobel de Literatura de 1915, un militante del pacifismo durante la primera guerra mundial y que se fue acercando a la Unión Soviética y al stalinismo en el período de entreguerras, ante el ascenso del fascismo y el nazismo en Europa. Rolland tuvo un largo viaje desde el pacifismo durante la primera guerra mundial, la adhesión a la no violencia de Gandhi, la crítica a los métodos violentos de la revolución bolchevique, hasta su aproximación a la URSS y, finalmente, su adhesión pública a Stalin y su régimen. El periplo que realizó a la URSS en 1934, organizado por la agencia VOKS, lo transformó en uno de los puntales del culto a la personalidad de Stalin dentro y fuera del régimen. El autor señala que la publicación en 1936 de Retour de l'URSS, de André Gide, provocó una conmoción en el mundo intelectual galo y en las filas del PCF: crítico severo de lo que vio en su viaje a la Unión Soviética, Gide ponía el acento en la pobreza, la persecución al pensamiento crítico, el conformismo, el desconocimiento de cuanto ocurría en el mundo exterior y el culto a la personalidad de Stalin. Lo que agravaba la crítica es que Gide había querido ver, antes de su periplo, en la URSS una tabla de salvación para la humanidad. Rolland salió a embestir públicamente a Gide, una vez más ensalzando a Stalin. Y aquí, sin embargo, encontramos un rasgo de duplicidad de Romain Rolland en el que pone el acento el autor, ya que en sus diarios personales desplegó toda su crítica a la opresión stalinista, la pobreza generalizada en la URSS. Esto significa que, íntimamente, Rolland conocía la realidad que se vivía en el stalinismo de las purgas y los juicios fabricados, así como adhería a lo que Gide se animaba a plantear en público. ¿Por qué esta deshonestidad intelectual y grave falla ética? ¿Temía más al ascenso del nazismo y del fascismo, o bien no se animaba a romper con la maquinaria propagandística soviética y el PCF? Es un dato relevante y a tener en cuenta que el PCF tenía un desarrollado sistema propio de prensa, con periódicos y revistas, que se le volvería en contra en el caso de expresar lo que realmente opinaba sobre la URSS. El Pacto Ribbentropp-Molotov entre la URSS y la Alemania nazi, que significó la declaración de ilegalidad del PCF, también marcó el distanciamiento de Rolland. No obstante, la invasión alemana a la URSS de 1941 colocó al régimen comunista en las filas de los enemigos del Eje, por lo que Rolland pudo callar a su conciencia atribulada, y en sus últimos días de vida en 1944 volvió a formar parte de la pléyade de los intelectuales del PCF. Sus diarios íntimos se conocieron en 1992, cuando ya había caído la Unión Soviética y el marxismo-leninismo entraba en un ocaso temporal.
El tercero de los intelectuales que se analizan en el libro es Paul Eluard, entrando en el período de la posguerra e inicios de la guerra fría. La figura de Maurice Thorez, líder del PCF, recibió también un culto a su personalidad, aunque no como el de Stalin. El PCF elaboró una interpretación histórica que enhebraba al patriotismo francés con el soviético, uniendo a ambos países en un entramado que iba desde el jacobinismo de Robespierre, la Comuna de París y figuras como Jean-Jaurés y Victor Hugo, incluyendo a la Resistencia en tiempos de la ocupación alemana.
En esa clave narrativa que buscaba instalar a Stalin como una figura decisiva de la historia francesa, Paul Eluard hizo el guión del film propagandístico Staline: l'homme que nous aimons le plus, de 1949, en homenaje al septuagésimo natalicio del dictador soviético. El PCF, en sintonía con los dictados de Moscú, pretendía asimilar al Plan Marshall y a la OTAN con la ocupación alemana durante la guerra, en tanto que la URSS representaba no sólo el futuro de la humanidad, sino también a la democracia y el antiimperialismo. 
Paul Eluard se mantuvo fiel a André Breton y el movimiento surrealista hasta 1938; Louis Aragon, en cambio, rompió con Breton para incorporarse al PCF, en el que fue un activo militante y propagandista hasta su muerte en 1982. De este modo, gran parte de su vida política transcurrió bajo el stalinismo en clave gala, siempre sosteniendo la línea -sinuosa y cambiante- del Partido Comunista. A diferencia Thorez, que migró a la URSS antes de la guerra, Aragon sí estuvo en las filas francesas frente a la invasión alemana de 1940. Su voluminosa obra Les Communistes (1949-51 y 1966) es parte de su militancia literaria y partidaria, y las dos versiones presentan variaciones directamente relacionadas con el contexto del comunismo en las etapas del stalinismo tardío y con la URSS posterior a la desestalinización.
De un modo ameno y bien documentado, Andrew Sobanet nos transporta a la obra, las ideas políticas y la militancia partidaria de cuatro intelectuales que orbitaron en el universo del comunismo francés en torno a la figura de Stalin, cimentando el culto a su personalidad en tierras galas. 

Andrew Sobanet, Generation Stalin: French Writers, the Fatherland, and the Cult of Personality. Bloomington, Indiana University Press, 2018. 

domingo, 29 de septiembre de 2019

"Bartolomé Mitre", de Eduardo Míguez.

Comprimir una vida tan intensa como la de Bartolomé Mitre, con una trayectoria que que entrelazaba la política, el periodismo y la labor del historiador, requiere poner el acento en aquello que para el autor es significativo. En este sentido, este texto sumamente recomendable de Eduardo Míguez pone el acento en la etapa formativa -personal e intelectual- de Mitre en la orilla oriental del Plata, pudiendo haber optado por la ciudadanía uruguaya y, seguramente, alcanzado también la primera magistratura. Pero prefirió el suelo en donde tuvo lugar su natalicio, y desplegó una existencia política intensa durante medio siglo, con un protagonismo que fue menguando, pero jamás al punto de la irrelevancia o el olvido. Muy por el contrario, a medida que su partido político se iba desdibujando en el Acuerdo con el PAN de Julio Roca, la figura simbólica de Mitre se realzaba hacia el final de sus días.
Miembro de la llamada Generación del 37 en exilio de Montevideo, Chile y Bolivia, supo tomar contacto con las ideas de Mazzini y Garibaldi, con quienes se sintió identificado. De allí se puede rastrear su posición conciliadora de lo republicano y lo liberal con lo nacional, tan propia de mediados de la centuria decimonónica, hasta que el nacionalismo se volcó hacia expresiones autoritarias y exclusivistas. El republicanismo de Mitre se distanciaba de las posturas más escépticas de Sarmiento y, sobre todo, de Alberdi; y si bien no avanzó en la práctica en medidas favorables por la limpieza del sufragio -de hecho, utilizó los mecanismos habituales de su época-, siempre fue un elemento constante en su discurso.
El itinerario vital de Mitre entremezcla lo político con lo intelectual, su pasión por la acción con la avidez de lectura y conocimiento. Esa ambición la pudo plasmar en su inicio como vocero de la causa porteña tras la batalla de Caseros cuando, desde su banca en la Legislatura provincial y director del diario Los Debates, se plantó frente al Acuerdo de San Nicolás, marcando un hito en su carrera política. Mitre buscó siempre, y esto lo subraya Míguez, fundar sus acciones en principios políticos: no siempre pudo lograrlo, y las más de las veces debió acomodarse a las contingencias de los acontecimientos. Los actores políticos se encuentran en un tiempo y en una geografía de la que no pueden huir, y con los elementos disponibles, Bartolomé Mitre se propuso armonizar su visión de porteño con la de argentino, en una época en la que la nacionalidad era una aspiración abstracta, en la que pesaban más las identificaciones provinciales que con la de una República en plena etapa formativa. De allí, entonces, que fuera liberal a la vez que nacionalista, en el sentido de que no formaba parte de aquellos grupos porteños que aspiraban a la independencia de su provincia, frente a la Confederación Argentina. Y que, como gobernador de la Provincia de Buenos Aires y vencedor en la batalla de Pavón, en 1861, respetó a Urquiza como gobernador entrerriano, en lugar de aprovechar ese triunfo militar para provocar la secesión porteña. Desde esa perspectiva, no resulta sorprendente que la palabra "nación" resultara tan ligada a su vida pública: fundador de los diarios "La Nación Argentina" y luego, en 1870, "La Nación", que su fracción política durante un tiempo se llamara "nacionalista" -que, a la vez, en ese juego fluido de los partidos decimonónicos argentinos alternara con las denominaciones de "liberal" o "Partido de la Libertad"- y, tras la separación de la Unión Cívica, su agrupación se denominara "Unión Cívica Nacional". 
Eduardo Míguez explora, con acierto, la construcción que Bartolomé Mitre hizo de sí mismo como figura política e intelectual, y que sus historias de Belgrano y San Martín fueran plataformas narrativas para su acción, probablemente viéndose a sí mismo como un continuador y eslabón en la constitución de esa Nación Argentina. De hecho, así lo recordamos, como primer presidente constitucional de la Argentina unificada, labor que se fue consolidando durante los períodos de la organización nacional, hasta que el Estado nacional se solidifica en los años 1880, con Julio Roca en la primera magistratura. 
Subraya el autor que Mitre en varias oportunidades, tras salir de la presidencia en 1868, debió seguir los pasos de sus seguidores y se vio involucrado, con más o menos visibilidad y protagonismo, en las revoluciones de 1874, 1880 y 1890, logrando salir de todas ellas. De estos acontecimientos y turbulencias, su partido fue exponiéndose como una visión ante todo porteña, con escasa proyección 
hacia el interior del país. 
A mi criterio, Míguez establece claramente la responsabilidad de Bartolomé Mitre y del gobierno de la República Argentina en la Guerra del Paraguay, remarcando el espíritu bélico de Francisco Solano López, su invasión a la provincia de Corrientes y cómo se lo combatió en suelo argentino. También los límites del gobierno nacional del presidente Mitre, ya que el grueso de las tropas las aportó Buenos Aires, y cómo era síntoma de que aún no existía un concepto acabado de nacionalidad en las latitudes sudamericanas. Este habrá de ser, hasta la actualidad, uno de los temas con los que las corriente del llamado revisionismo histórico han atacado a la figura de Mitre.
Bartolomé Mitre fue amigo y luego rival de Sarmiento; fue rival y luego cercano a Urquiza; fue rival y luego socio político de Roca. Defensor del laicismo, se unió electoralmente a los sectores católicos en 1886, para hacer un frente común ante la candidatura presidencial de Miguel Ángel Juárez Celman. En esos juegos de la competencia siempre procuró mostrarse en equilibrio, manteniendo un liderazgo de un sector representativo de Buenos Aires. Su figura se agigantó en los años 1880, y llegó a barajarse seriamente su candidatura presidencial en 1892, como una transacción de unidad entre el Partido Autonomista Nacional y la Unión Cívica Nacional. Roca en gran medida contribuyó a crear la imagen del Mitre "patricio", la de un prócer nacional que debía ubicarse en el Panteón de los grandes argentinos.
El libro es altamente recomendable por su mesura, documentación, interpretación de los matices y búsqueda honesta en los pliegues de una personalidad compleja, consciente de su rol histórico y de sus propias ambigüedades. 

Eduardo Míguez, Bartolomé Mitre. Buenos Aires, Edhasa, 2018.

miércoles, 14 de agosto de 2019

"Marcelo T. de Alvear", de Leandro Losada

Marcelo T. de Alvear es una figura que resulta difícil de ubicar para la historia de la Unión Cívica Radical, por su contrapunto con Hipólito Yrigoyen, que figura en el panteón de ese partido político. Ya sea por sus orígenes familiares como por su estilo de vida, tan cosmopolita, no provoca el grado de adhesión que despiertan otros líderes políticos, aun cuando su gestión presidencial fue ordenada, sin sobresaltos, entre los dos períodos en los que el primer magistrado fue Yrigoyen.
Es inevitable, al leer esta biografía escrita por Leandro Losada, compararla con la de Félix Luna, tan vibrante como militante en sus tiempos juveniles. Y ambos resaltan, ante todo, la faceta del Marcelo T. de Alvear como presidente del radicalismo en los años treinta. Losada lo reitera con prudencia: es la etapa en la que se cuenta con documentación personal de él, a diferencia de su período como presidente. Y el historiador utiliza documentos para investigar, por lo que la ausencia de correspondencia personal del período 1922-1928 o escasez no le permiten desarrollar adecuadamente su labor. Y si bien en esta biografía hay más dedicación que las escasas páginas que le dedicó Luna, los dos capítulos sobre su presidencia dejan sabor a poco, puesto que uno de ellos está abocado al antipersonalismo, y no a su gobierno. Como suele ocurrir, los presidentes que vienen de un mismo partido político intentan, dentro de márgenes acotados, diferenciarse de su antecesor. Alvear lo hizo con un cambio de estilo, por su propia personalidad, así como alentó la formación del antipersonalismo, aunque sin jugarse por esta nueva corriente política. Esa ambigüedad deliberada le permitió navegar en aguas turbulentas e incluso llegar a ser el presidente de la UCR de raíces personalistas, heredero de Hipólito Yrigoyen, en los treinta. Pero no le resultó suficiente para retornar a la primera magistratura. Desde la distancia, expresó su apoyo al golpe de Estado de 1930, pero tuvo la precaución de volver a Argentina varios meses después y de no ser el candidato oficial del general José Félix Uriburu. Optó, sí, por retornar al radicalismo, contando con el apoyo de Yrigoyen. 
El autor desarrolla, con acierto, una búsqueda de las coordenadas ideológicas de Alvear en los años treinta, aquella "tormenta del mundo", como la denominó Halperín Donghi. Fue liberal, demócrata y republicano, en un tiempo en el que esas posturas sonaban anacrónicas, decimonónicas, de una época remota y superada. Fue liberal, apegado al constitucionalismo y las libertades fundamentales, con aproximaciones al liberalismo reformista europeo de los años 20. Se alejó de los dogmatismos porque era político, sabía de las concesiones que se deben hacer en los planos agonal y arquitectónico, como dirigente de un partido político que sumó voluntades heterogéneas en torno a la verdad del sufragio como gran bandera. Se ubicó entre Alem e Yrigoyen, las dos figuras icónicas de la UCR, y fue difícil cuestionar a Alvear por haber sido, precisamente, uno de los entusiastas que estuvo en las jornadas iniciales de la Unión Cívica de la Juventud en el Jardín Florida. Como presidente del radicalismo, hasta sus días finales, fue un político que caminó en el barro, recorrió barrios y pueblos, tuvo el contacto cívico que no llevó adelante para alcanzar la primera magistratura en 1922. 
Alvear simbolizó, en los años treinta, a la Argentina que parecía desvanecerse por un régimen sostenido por el fraude electoral sistemático, una farsa del orden constitucional, en el que había elementos simpatizantes del fascismo como el gobernador Manuel Fresco, pero que no ocuparon el centro de la escena. Frente a la tentación de los colosos totalitarios que parecían estar ganando al mundo, se mantuvo fiel a los principios fundacionales del radicalismo y de la Constitución nacional, manteniéndose lejos de quienes coqueteaban con los idearios colectivistas de moda en esa época. Quizás haya ganado los comicios presidenciales de 1937, cuestión que el autor no analiza.
El libro es una actualización de temas, de cuestiones, de un personaje: abre las puertas a más investigaciones con nuevas perspectivas, de dos decenios sumamente dinámicos de la historia argentina, que han sido desdeñados por la historiografía ocupada en épicas políticas posteriores.

Leandro Losada, Marcelo T. de Alvear. Revolucionario, presidente y líder republicano. Buenos Aires, Edhasa, 2016.

jueves, 18 de julio de 2019

"Mass Violence in Nazi-Occupied Europe", de Alex Kay y David Stahel (edit.)

Esta compilación de una serie de estudios en torno al régimen nazi y su política de dominación racial y exterminio en el continente europeo, desarrolla una serie de temas que aún hoy, a setenta años del inicio de la segunda guerra mundial, necesitan ser esclarecidos por la investigación histórica. No sólo por las lagunas en la documentación -gran cantidad destruida por los propios nazis-, sino también por los relatos posteriores de muchos involucrados, ya en tiempos de la guerra fría.
Así, por ejemplo, es bien tratada la cuestión de cómo se involucró el ejército alemán (Wehrmacht) en las campañas de exterminio llevadas a cabo por las SS, sobre todo en la URSS y Polonia. Se sostiene que las más altas autoridades militares no sólo sabían del exterminio de judíos, sino que también prestaron su colaboración, ya sea por convicción, ya por acomodamiento o temor. Lo cierto es que la maquinaria de matar montada por las SS no hubiera sido posible sin la participación activa de la Wehrmacht; pero, con el inicio de la guerra fría, se prefirió exculpar a grandes porciones de la sociedad alemana. Asimismo, hubo muchas variantes en la utilización de los judíos como mano de obra esclava durante la guerra, dependiendo de las decisiones de los diferentes jerarcas nazis. Si bien todos ellos consideraban a los judíos como "subhumanos", algunos optaron por mantenerlos con vida como trabajadores ante el retroceso de las fuerzas alemanas en el frente oriental, para mantener la producción de armamentos. 
El capítulo dedicado a los judíos del norte de África y si estaban incluidos en el listado de la Conferencia de Wannsee, aporta elementos sobre la vasta dimensión de la Shoá, ya que todo indicaría que se los sumaba a los de las respectivas metrópolis -Francia e Italia-, así como se había previsto el Aegypten Einsatzkommando, una unidad de la SS para apresar a los judíos de Egipto y Palestina.
Un capítulo insoslayable en el plan de exterminio fue el genocidio gitano (Porajmos), también considerada como una "raza inferior" y de conductas antisociales. Tras evaluar la esterilización masiva -descartada por su complejidad y costo-, se internó a los gitanos en campos de reclusión, así como los Einsatzgruppen hicieron ejecuciones masivas en el territorio soviético, del mismo modo que lo hacían con los judíos. Se hace notar que fue el "Holocausto olvidado"  y que no sólo no hubo sanciones por el mismo en los juicios de Nuremberg, sino que tampoco hubo reconocimiento posterior. En las redadas participaron voluntariamente agentes de fuerzas policiales de las naciones conquistadas, un hecho que luego tampoco se asumió. Fue a partir del decenio de los ochenta que la cuestión del genocidio contra los gitanos comenzó a ganar terreno en los estudios históricos, tras ser ignorado o minimizado en los textos generales.
En este volumen también se encara la responsabilidad del Ejército alemán (Wehrmacht) en la política de exterminio de los judíos en particular, y de los habitantes eslavos de la URSS en general. Se plantea que los militares tuvieron un rol activo, que no se limitó a la SS, sino que fue generalizado en las tropas invasoras. Esta caída en la barbarie -que incluyó el sometimiento sexual- no tuvo ningún tipo de contención ni sanción, librándose a los militares a todo tipo de excesos y crímenes. Si bien no hubo instrucciones al respecto, tampoco hubo restricciones. 
Otra cuestión, difícil, es cómo se encararon los estudios sobre la Shoá en la Unión Soviética y en la Rusia post-soviética. Para el enfoque clasista del marxismo-leninismo, la Shoá no fue estudiada desde su singularidad como genocidio contra el pueblo judío, sino como una guerra contra la URSS, por lo que los asesinados se contabilizaron en el total de víctimas en la Unión Soviética. Fueron muy escasos los estudios en particular sobre la Shoá, que recién en la Rusia post-soviética comenzaron a realizarse, aunque muy escasos. De hecho, Rusia no conmemora un Día del Holocausto, tal como ocurre en otras naciones europeas, aun cuando en su suelo hubo numerosas víctimas. El caso de los países bálticos es más complejo, ya que allí hubo colaboración activa de actores locales, por lo que resulta un hecho incómodo para la historia de países que todavía están elaborando y reflexionando sobre su pretérito reciente, mirando hacia la Rusia post-soviética y sus ambiciones territoriales. 

Alex J. Kay y David Stahel (editores), Mass Violence in Nazi-Occupied Europe. Bloomington, Indiana University Press, 2018. 

lunes, 15 de abril de 2019

"Raphaël Lemkin and the Concept of Genocide", de Douglas Irvin-Erickson

Esta obra, dedicada a la vida y el pensamiento del jurista Raphaël Lemkin, recorre su trayectoria intelectual y vital, sus desvelos para lograr que los genocidios tuvieran una sanción en un mundo hostil a sus ideas, en pleno auge de las ideas totalitarias y durante el inicio de la guerra fría.
Lemkin vivió sus primeros años dentro del Imperio Ruso, luego parte de la Polonia independiente, renacida tras la primera guerra mundial. Se formó en el terreno de la abogacía en varias universidades, comenzando sus estudios en Lviv/Lemberg, en lo que fue la capital cosmopolita de la antigua Galitzia. Fue durante la primera conflagración que su familia, ante el avance de las tropas germanas, se preocupó por ocultar los libros en los bosques, temerosos de lo que pudiera ocurrir con la biblioteca familiar. De este modo, es posible observar que Lemkin fue educado en un entorno que daba prioridad al estudio, tal como solía ocurrir con los judíos que habían adherido a la filosofía de la Haskalá. Y es que Raphaël Lemkin no sólo fue una persona cultivada en el derecho, sino también en literatura, lingüística, música y filosofía, conocedor de varias lenguas. De allí que tanto apreciara las diferencias culturales y que las viera como elementos valiosos para la civilización humana, parte constituyente de la persona. El autor señala que Lemkin estudió y acuñó el concepto de genocidio, pero con su mirada puesta en los derechos individuales que eran vulnerados. Ya en los años treinta, tomando como ejemplos históricos recientes a los genocidios contra los armenios y los ucranianos, así como la creciente persecución antisemita del nazismo, propuso que la fallida Sociedad de las Naciones tipificara como delitos a la "barbarie" y el "vandalismo", porque aún no había desarrollado el concepto de genocidio. 
Cuando las tropas de Hitler invadieron Polonia, Lemkin logró huir hacia Suecia y, de allí, a los Estados Unidos. En su estadía en el país escandinavo neutral, logró reunir documentación legal sobre el proceso de destrucción que estaba llevando adelante el régimen nazi en el continente europeo, cuestión que ordenó y sistematizó en su libro sobre el dominio del Eje en los países ocupados, publicado en el exilio hacia el final de la guerra. Su libro fue clave para arrojar luz sobre la arquitectura legal montada por el nazismo para aplicar su política de exterminio y esclavización, en nombre de la "pureza racial", y por consiguiente fue de gran utilidad para los jueces en Nuremberg. Observado con desconfianza por los soviéticos, que en todo momento buscaron impedir el avance de los conceptos planteados por Lemkin. 
Tanto en la Declaración Universal sobre Derechos Humanos como en la Convención sobre Genocidio, Raphaël Lemkin procuró ejercer su influencia para que este tipo de crímenes fuera severamente castigado, pero halló que la lógica bipolar de la guerra fría se impuso sobre sus preocupaciones humanistas. Obsesivo en su causa, no supo ganarse el apoyo del establishment político de los Estados Unidos, ya que sus ideas resultaban sospechosas para quienes querían mantener el status quo de segregación racial en los estados meridionales de los Estados Unidos. 
Sus ideas y preocupaciones, no obstante, sobrevivieron a la guerra fría y comenzaron a revalorizarse en los años noventa, por los genocidios en la ex Yugoslavia y Ruanda, universalizando la visión en torno al respeto a la vida, la integridad y la libertad de millones de seres humanos. 

Douglas Irvin-Erickson, Raphaël Lemkin and the Concept of Genocide. Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 2017.

sábado, 23 de marzo de 2019

"La muerte del comendador", de Haruki Murakami.

En esta nueva novela de dos tomos, Haruki Murakami despliega -una vez más- su universo en el que se entrecruza lo real con lo fantástico, lo cotidiano con lo extraordinario. A diferencia de las novelas anteriores, en esta se introduce lentamente en una trama que irá envolviendo al lector en la vida del protagonista, un artista plástico dedicado a los retratos por encargo, alejado de la gran urbe por una separación, en una circunstancia que lo involucrará con lo sobrenatural. Murakami tiene la singularidad de saber mezclar los elementos fantásticos y de introducirlos en la narrativa sin forzar las situaciones, permitiendo que cada personaje desarrolle una vinculación propia, casi íntima, con aquello que pertenece a universos no visibles. 
El primer tomo es la gran preparación, el desarrollo hacia el segundo en el que elementos desconocidos irrumpen con fuerza y toman el escenario, dejando pistas de lo que son o pueden llegar a ser.
Los diálogos tienen exquisitez y profundidad: los personajes se desenvuelven en una reflexión sobre sus propias identidades, temores y llegan a vislumbrar sus propios abismos, pero sin precipitarse 
en la pérdida de control.
De allí, pues, la fluidez con la que se desliza la pluma de Murakami, en una danza inteligente de personajes enigmáticos que mantienen la tensión en la lectura.
Los detalles no son banales, guardan un significado que no siempre se devela, pero que sugiere para que la imaginación del lector no sea ofendida con resoluciones simples, bruscas y anticipables.
Esto permite a Haruki Murakami ubicarse entre los autores japoneses que pueden salir con su narrativa más allá del archipiélago, universalizarse sin perder el sabor local ni la cosmovisión que los singulariza, sabiendo conectar lo propio con lo occidental, tan presente en su cultura desde hace siglo y medio.

Haruki Murakami, La muerte del comendador. Buenos Aires, Tusquets, 2018 y 2019.

viernes, 11 de enero de 2019

"Reconstructing the Cold War", de Ted Hopf

Los primeros años de la guerra fría, período en el que las dos supepotencias emergentes de la segunda guerra mundial comenzaron a desplegar sus recursos y estrategias, son los que se analizan en este libro, poniendo la lupa en la URSS del stalinismo de posguerra y los comienzos de la era Jruschov, sin ingresar en los años sesenta.
Al contrario de lo que muchos soviéticos aspiraron, el stalinismo de posguerra restableció con vigor los engranajes de la represión, la censura y la persecución a aquellos que clasificaba como "enemigos del pueblo". El ungido de ayer podía ser el condenado de hoy, inesperadamente, en un clima de histeria que repetía los oscuros años treinta, con sus purgas y escenificaciones de juicios arreglados. Ted Hopf, uno de los teóricos de la escuela constructivista de las relaciones internacionales, sostiene que esa característica era sistémica, más allá de las peculiaridades de la personalidad conspiranoica de Stalin. De allí, entonces, que ponga el acento en las percepciones creídas y propaladas por el régimen soviético, asumidas como ciertas que llevaron a un marcado aislamiento al considerar a la URSS como rodeada por enemigos hostiles, una lógica binaria que reproducía internamente.
Los regímenes totalitarios se caracterizan por una hiperpolitización de la vida: todo es político y puede ser leído con la óptica ideológica, toda conducta tiene una significación que se interpreta como aceptable o inaceptable, de acuerdo al canon establecido. De este modo, la cultura se transforma en uno de los escenarios en el que la visión totalitaria instaura sus verdades inapelables, convirtiendo a la ciencia, la literatura y las artes en campos de batalla. Hopf señala que, por un lado, se construyó el concepto de una enemistad letal con los Estados Unidos y el Occidente en general, y a ese bloque se le atribuyó tener una red de espionaje y sabotaje en el interior de la URSS. En la visión stalinista, dentro de la URSS el rol de vanguardia modernista y desarrollada la tenía Rusia por sobre el resto, y Moscú por encima de otras ciudades. Asia central y Siberia, consideradas subdesarrolladas y premodernas, debían ser guiadas por los más desarrollados, con Rusia en el pináculo. Esta supremacía de lo ruso se trasladaba a la cinematografía, la literatura y el teatro, y no sólo implicaba disminuir a las otras nacionalidades dentro de la URSS, sino también la rusificación de la población judía, en una política antisemita que la aproximaron a la Alemania nazi en sus inicios. 
Lo mismo ocurría con los países que pasaron a integrarse como satélites en Europa oriental, a los que Stalin les marcaba el ritmo. Mantuvo la distancia respecto a Mao hasta que fue evidente que iba a tomar el poder; la República Democrática Alemana comenzó su giro al marxismo en 1952, cuando Stalin comprendió que no era viable la reunificación de Alemania como un país neutral; fue él quien dio el visto bueno a la invasión a Corea del Sur, suponiendo erróneamente que los estadounidenses no habrían de intervenir en el conflicto.
Con la muerte de Stalin y el ascenso de Nikita Jrushchov, se inició la etapa del deshielo en la que se reconocieron "errores" -léase crímenes- de la etapa stalinista, llegando en su apogeo al célebre informe presentado en el vigésimo congreso del PC soviético.
Jrushchov aceptó el carácter socialista de Yugoslavia, se aproximó a los líderes nacionalistas del tercer mundo como Nasser y Nehru, así como buscó mejorar su relación con Mao. No obstante, la admisión de que Stalin y la URSS no eran infalibles, también alentó la búsqueda de caminos alternativos en Polonia, así como el intento de salir del bloque de Imre Nagy, en Hungría, aplastado por la fuerza. El deshielo cultural lo puso en un brete cuando salió publicado Doctor Zhivago en Italia, por iniciativa de Feltrinelli.
Hopf subraya que esta nueva política -la "coexistencia pacífica"- era el resultado de que la URSS ya había ganado confianza en sí misma, consolidada tras la segunda guerra mundial, y que por lo tanto ya no veía al mundo de un modo binario, sino que podía advertir tonalidades de grises, incluso dentro del propio bloque occidental. A mi criterio, al haber cortado el período en 1958, dejando de lado el levantamiento del Muro de Berlín (1961), la crisis de los misiles en Cuba (1962) y la ruptura sino-soviética, no reflejan con claridad las ambivalencias, vaivenes y laberintos sin salida del experimento de Jrushchov. No obstante, el libro presenta conclusiones interesantes, abre nuevos caminos y brinda perspectivas que deben seguir siendo estudiadas.

Ted Hopf, Reconstructing the Cold War: The Early Years, 1945-1958. New York, Oxford University Press, 2012.

viernes, 4 de enero de 2019

"Fall of the Double Eagle", de John Schindler

El autor se centra en un escenario infrecuente de la Gran Guerra, como es el de la región de Galitzia, anexada en 1772 al Imperio Austríaco, y que permanecerá dentro de la órbita de los Habsburgo hasta la caída de la monarquía danubiana en 1918. Señala que, a su criterio, se ha prestado enorme atención al desarrollo del frente occidental durante la primera guerra mundial, así como a la batalla de Tannenberg, pero que se ha descuidado por completo al escenario bélico en Galitzia durante la Gran Guerra.
El itinerario parte de un análisis del ejército austro-húngaro, soporte de la dinastía y que se inspiraba en el patriotismo en torno a la institución imperial. De allí que pudieran convivir en su seno distintas nacionalidades y religiones: alemanes, húngaros, rumanos, eslavos y judíos. Pero así como había logrado formar un ejército común para todo el Imperio (Kaiserliche und Königliche Armee), uno para Cisleitania (Landwehr) y otro para Hungría (Honvéd), comenzó muy tardíamente su modernización y preparación para una conflagración de magnitud, ya que tanto el kaiser Francisco José, el heredero al trono Franz Ferdinand y los oficiales se habían quedado anclados a tradiciones militares que habían quedado obsoletas con respecto a las innovaciones tecnológicas de 1914. El ejército era, además, un mecanismo de ascenso social que estaba atrayendo a las clases medias del Imperio, integrador en su patriotismo dinástico, y que miraba con recelo al nacionalismo y al socialismo. Pero la fuerza militar, a pesar de ser un sostén esencial para los Habsburgo, recibía escaso presupuesto y, como consecuencia, no estaba a la altura para combatir con sus vecinos. El autor pone el acento, también, en los obstáculos que colocaron los políticos húngaros durante años, que demoraron fatalmente la modernización de las fuerzas armadas. Los escándalos por el espionaje ruso en las filas austrohúngaras -el caso de Alfred Redl fue desastroso para la inteligencia militar-, contribuyeron a debilitar letalmente las posibilidades del Imperio en la conflagración contra la monarquía zarista.
De acuerdo a Schindler, el príncipe Franz Ferdinand era sumamente hostil hacia la modernidad en general, anclado en una visión religiosa que le impedía observar y comprender los cambios sociales y políticos del siglo XX y sus innovaciones tecnológicas. Asimismo, subraya su rechazo hacia los magiares, con lo que eventualmente su reinado también hubiera despertado tensiones en el Imperio. Una sucesión de errores del general Oskar Potiorek en Sarajevo, promotor de la visita del príncipe Franz Ferdinand con el objetivo de ganarse su apoyo para el más alto mando del Ejército, llevó al asesinato del archiduque y su mujer en circunstancias evitables. El kaiser Francisco José aceptó el destino fatal de la guerra contra Serbia y, como respuesta inmediata, con el Imperio Ruso. Con el apoyo explícito del kaiser alemán, los austríacos plantearon una serie de exigencias humillantes para el Reino de Serbia, concluyendo en el desenlace bélico. Tanto en las filas del ejército como en la opinión pública, el fervor patriótico se despertó y acompañó el llamado a las armas, incluso en la población checa, vista como la más escéptica y de dudosa lealtad.
Ya en combate, el ejército austro-húngaro comenzó a padecer severas pérdidas por sus debilidades materiales, no por falta de valor de sus soldados. Y, a diferencia de lo que muchos actores de ese tiempo sostuvieron, los soldados de orígenes eslavos combatieron a la par de los alemanes y magiares. Pero la falta de conocimiento del terreno enemigo, la superioridad numérica y de artillería de las tropas rusas, fueron elementos que golpearon duramente a las tropas del Imperio Austro-Húngaro. En la región de Galitzia, limítrofe con el Imperio Ruso y con una abrumadora mayoría de población rutena y polaca, el ejército zarista tomó la ciudad de Lemberg/Lwów/Lviv en los inicios de la guerra. Esto significó un impulso importante para la propaganda rusa, así como un presagio nefasto para el Imperio Austro-Húngaro. Y es que las dos dinastías apostaban a un triunfo resonante en esta conflagración para asegurar el futuro, sacudidas por los tironeos de las minorías nacionales. En las primeras semanas de combate en Galitzia, los austro-húngaros tuvieron más de 400 mil bajas, entre muertos, heridos y prisioneros, casi la mitad de las tropas enviadas a frenar el avance ruso en esa región. Estas pérdidas tan severas, así como la incompetencia de los oficiales para organizar al ejército, colocaron a Austria-Hungría bajo la órbita del Imperio Alemán, ya que oficiales prusianos comenzaron a tomar el mando. 
De este modo, el pilar del patriotismo dinástico de los Habsburgo se fue desmoronando durante la Gran Guerra, descomponiéndose en disputas nacionales al carecer de oficiales que hablaran las lenguas de los soldados que comandaban, transformándose en un mero apéndice del Reich alemán. El último kaiser austríaco, Karl, a pesar de sus intentos de encontrar un camino hacia la paz con las naciones aliadas, comprendió fatalmente que estaba atado a la suerte del Imperio Alemán, y sucumbió con él. La derrota en Galitzia, pues, fue un golpe letal para el Imperio Austro-Húngaro, del que sólo los prusianos pudieron sacarlo levemente al recuperar Lemberg en 1915, perdiendo el protagonismo militar.

John R. Schindler, Fall of the Double Eagle: The Battle for Galicia and the Demise of Austria-Hungary. Lincoln, Potomac Books, 2015.