Los primeros años de la guerra fría, período en el que las dos supepotencias emergentes de la segunda guerra mundial comenzaron a desplegar sus recursos y estrategias, son los que se analizan en este libro, poniendo la lupa en la URSS del stalinismo de posguerra y los comienzos de la era Jruschov, sin ingresar en los años sesenta.
Al contrario de lo que muchos soviéticos aspiraron, el stalinismo de posguerra restableció con vigor los engranajes de la represión, la censura y la persecución a aquellos que clasificaba como "enemigos del pueblo". El ungido de ayer podía ser el condenado de hoy, inesperadamente, en un clima de histeria que repetía los oscuros años treinta, con sus purgas y escenificaciones de juicios arreglados. Ted Hopf, uno de los teóricos de la escuela constructivista de las relaciones internacionales, sostiene que esa característica era sistémica, más allá de las peculiaridades de la personalidad conspiranoica de Stalin. De allí, entonces, que ponga el acento en las percepciones creídas y propaladas por el régimen soviético, asumidas como ciertas que llevaron a un marcado aislamiento al considerar a la URSS como rodeada por enemigos hostiles, una lógica binaria que reproducía internamente.
Los regímenes totalitarios se caracterizan por una hiperpolitización de la vida: todo es político y puede ser leído con la óptica ideológica, toda conducta tiene una significación que se interpreta como aceptable o inaceptable, de acuerdo al canon establecido. De este modo, la cultura se transforma en uno de los escenarios en el que la visión totalitaria instaura sus verdades inapelables, convirtiendo a la ciencia, la literatura y las artes en campos de batalla. Hopf señala que, por un lado, se construyó el concepto de una enemistad letal con los Estados Unidos y el Occidente en general, y a ese bloque se le atribuyó tener una red de espionaje y sabotaje en el interior de la URSS. En la visión stalinista, dentro de la URSS el rol de vanguardia modernista y desarrollada la tenía Rusia por sobre el resto, y Moscú por encima de otras ciudades. Asia central y Siberia, consideradas subdesarrolladas y premodernas, debían ser guiadas por los más desarrollados, con Rusia en el pináculo. Esta supremacía de lo ruso se trasladaba a la cinematografía, la literatura y el teatro, y no sólo implicaba disminuir a las otras nacionalidades dentro de la URSS, sino también la rusificación de la población judía, en una política antisemita que la aproximaron a la Alemania nazi en sus inicios.
Lo mismo ocurría con los países que pasaron a integrarse como satélites en Europa oriental, a los que Stalin les marcaba el ritmo. Mantuvo la distancia respecto a Mao hasta que fue evidente que iba a tomar el poder; la República Democrática Alemana comenzó su giro al marxismo en 1952, cuando Stalin comprendió que no era viable la reunificación de Alemania como un país neutral; fue él quien dio el visto bueno a la invasión a Corea del Sur, suponiendo erróneamente que los estadounidenses no habrían de intervenir en el conflicto.
Con la muerte de Stalin y el ascenso de Nikita Jrushchov, se inició la etapa del deshielo en la que se reconocieron "errores" -léase crímenes- de la etapa stalinista, llegando en su apogeo al célebre informe presentado en el vigésimo congreso del PC soviético.
Jrushchov aceptó el carácter socialista de Yugoslavia, se aproximó a los líderes nacionalistas del tercer mundo como Nasser y Nehru, así como buscó mejorar su relación con Mao. No obstante, la admisión de que Stalin y la URSS no eran infalibles, también alentó la búsqueda de caminos alternativos en Polonia, así como el intento de salir del bloque de Imre Nagy, en Hungría, aplastado por la fuerza. El deshielo cultural lo puso en un brete cuando salió publicado Doctor Zhivago en Italia, por iniciativa de Feltrinelli.
Hopf subraya que esta nueva política -la "coexistencia pacífica"- era el resultado de que la URSS ya había ganado confianza en sí misma, consolidada tras la segunda guerra mundial, y que por lo tanto ya no veía al mundo de un modo binario, sino que podía advertir tonalidades de grises, incluso dentro del propio bloque occidental. A mi criterio, al haber cortado el período en 1958, dejando de lado el levantamiento del Muro de Berlín (1961), la crisis de los misiles en Cuba (1962) y la ruptura sino-soviética, no reflejan con claridad las ambivalencias, vaivenes y laberintos sin salida del experimento de Jrushchov. No obstante, el libro presenta conclusiones interesantes, abre nuevos caminos y brinda perspectivas que deben seguir siendo estudiadas.
Ted Hopf, Reconstructing the Cold War: The Early Years, 1945-1958. New York, Oxford University Press, 2012.
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