Murakami juega con fronteras difusas, no discernibles, que le permiten pasar de lo trivial y cotidiano al absurdo. Una conversación con el chofer de un mafioso puede tener resonancias metafísicas, un viaje pasa a tener significados iniciáticos, o un animal de apariencia anodina e inocua puede albergar deseos de dominación planetaria. Este paso de una dimensión a otra, no lo hace en modo forzado, sino con una naturalidad asombrosa que cautiva al lector, atrapándolo en el vértigo de las páginas.
El estilo de Murakami es fluido, con situaciones que están concatenadas y cada una articulada en un sentido general, sin elementos que sobren, más allá de su colorido. Los guiños al lector son frecuentes, estableciendo un diálogo inteligente y hasta pícaro, condimentado con un exquisito sentido del humor.
El eje que atraviesa la novela es la identidad: ninguno de los personajes tiene un nombre propio, o bien se lo conoce a través de un apodo. Pero no tienen un nombre y apellido. Ni tan siquiera el gato del protagonista tenía un nombre que lo identificara -aquí un guiño al lector japonés, familiarizado con el clásico Yo, el gato de Natsume Sōseki, con un felino protagonista simplemente apodado "gato" por pereza de su dueño-. Pero no sólo no tienen nombre -y esto transcurre sin sobresaltos a lo largo de las páginas-, sino que la individualidad puede ser absorbida por una fuerza externa, siendo las personas utilizadas como meras cáscaras por un tiempo.
Paralelas a la identidad, las preocupaciones de Haruki Murakami son, una y otra vez, las mismas: la búsqueda del amor y la felicidad, el tedio de la vida moderna, la necesidad de hallar un sentido a la existencia, la fragilidad y la incertidumbre de lo que aparenta ser sólido.
Haruki Murakami, La caza del carnero salvaje. Buenos Aires, Tusquets, 2016.
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