Analizar los conflictos en Medio Oriente desde una nueva perspectiva, centrada en el poder de las ideas, es el gran mérito de este libro de Lawrence Rubin. Su aproximación, poniendo el énfasis en cómo las versiones islamistas de Irán y Sudán desestabilizan a los regímenes existentes en esta explosiva región, arroja luz para una mejor comprensión de cuanto allí acontece.
Durante la "guerra fría árabe" que se libró en los años cincuentas y sesentas entre el Egipto de Gamal Abdel Nasser, portavoz del panarabismo, y la monarquía de Arabia Saudí, llevó a que este reino se volcara por la promoción del Islam como fuente de legitimidad, frente a la república secular de El Cairo. Por la custodia de dos grandes ciudades sagradas para el Islam, Makka y Medina, los reyes de la Casa de Saud se proyectan como líderes musulmanes, a la vez que del mundo árabe. Pero esta narrativa comenzó a ser severamente cuestionada por las corrientes islamistas que buscaron una versión radical de la sociedad musulmana, con la más estricta vigencia de la Sharia. Claro que hay diferentes interpretaciones teológicas y jurídicas del gobierno islámico, algunas muy literales, en tanto que otras más abiertas a los cambios. Y es que en el universo islámico no hay una separación nítida entre lo religioso y lo jurídico como sí ocurre en Occidente, pero también cabe recordar que el corpus normativo del derecho romano se fue desarrollando antes de la llegada del cristianismo al Imperio mediterráneo. También cabe añadir que el profeta Mahoma (o Muhammad) sí gobernó en la ciudad de Medina, en tanto que ni los profetas judíos como Moisés lo hicieron, ni mucho menos Jesús. No obstante, los califas y reyes musulmanes también incorporaron las normas y costumbres existentes, de modo que el Islam se imbricó con lo consuetudinario.
La narrativa ideológica del panarabismo puso el acento en el carácter nacional, en la lengua y cultura unificantes, con lo que englobaban a musulmanes y cristianos, pero con un fuerte carácter anti-occidental (venían de independizarse de la tutela británica y francesa) y anti-israelí. El panarabismo nasserista también suponía una ruptura con los liderazgos tradicionales, representados por las monarquías como la del derrocado Faruk en Egipto y, por consiguiente, la de los Saud. Con pretensiones de modernidad, alentó la secularización, la prohibición de los partidos religiosos, el socialismo en versión árabe, pero nunca alcanzó el desarrollo.
Rubin, pues, pone el foco en las amenazas de las ideas: esas ideas que trascienden las fronteras y que hacen dudar de la legitimidad de los regímenes imperantes, sean éstos de carácter secular como el egipcio, o tradicional monárquico como el saudí. La propia dinámica de la guerra fría árabe abrió las compuertas a la promoción de la religión como el cimiento de la legitimidad. Ideólogos islamistas como Sayyid Qutb en Egipto cuestionaron al régimen egipcio no sólo por sus rasgos laicos, sino también por su aproximación a Estados Unidos y el acuerdo de Camp David, de 1978, por el cual este país árabe reconoció al Estado de Israel y recibió, a cambio, la península del Sinaí perdida en la guerra de los seis días de 1967.
Pero el desafío islamista tuvo su gran despliegue a partir de la instauración de la República Islámica de Irán, liderada por Jomeini, que depuso al Sha Mohammed Reza Pahlevi, en 1979. Hasta entonces, Irán era uno de los pilares del esquema defensivo de Occidente en la región en el escenario de la guerra fría. Pero es, también, un país mayoritariamente de origen persa y shiíta, lo que lo aparta del mundo árabe, en donde la versión islámica que predomina es la sunnita.
El régimen iraní supo expandir su mensaje más allá de sus fronteras, provocando cimbronazos en el mundo árabe sunnita, ya que supo utilizar las herramientas simbólicas comunes a todo el Islam. Así, no se presentó como una exportación de la Shía, sino como panislámico y, por consiguiente, transnacional. La buena relación existente de Sadat con el depuesto Sha, al que le otorgó asilo, y el hecho de que el régimen gobernante en Egipto fuera cuestionado por su alianza con Estados Unidos y el tratado con Israel, le dio mayor vigor a la retórica panislamista de Jomeini. El régimen de Arabia Saudí también se vio cuestionada cuando Jomeini criticó las monarquías, calificándolas como opuestas al Islam, y despertó a los demonios islamistas que en 1979 tomaron la ciudad de La Meca, el gran centro de peregrinaciones para esa religión monoteísta.
Egipto enfrentó al islamismo iraní desde una perspectiva nacional, y así quedó de manifiesto durante la guerra entre Irán e Irak, apoyando al régimen de Saddam Hussein. Lo presentó como una conflagración entre lo "árabe-sunnita" contra lo "persa-shiíta", quitándole la dimensión transnacional y panislámica a la que apuntaba Jomeini. Si bien el presidente Anwar al-Sadat fue asesinado por el grupo islamista de al-Jihad en 1981, su sucesor Hosni Mubarak continuó esa línea discursiva. En 1989, Sudán también tuvo un golpe de Estado islamista con Omar al-Bashir, inspirado por el jurista y teólogo Hassan al-Turani (formado en Arabia Saudí, Londres y París), pero sunnita. De este modo, Sudán se apartó de la alianza con Estados Unidos, apoyó a Irak en su invasión a Kuwait en 1990-1991, se aproximó a Irán y sirvió de refugio para grupos islamistas egipcios, así como a Osama bin Laden. Además, este giro islamista significó la imposición de su código a los cristianos del Sur, que finalmente se independizaron en 2011. Se tejió el eje Teherán-Jartum, con una fuerte proyección islamista hacia Medio Oriente y el norte de África. En términos de Lawrence Rubin, se articuló un internacionalismo islámico que socava los fundamentos de la legitimidad -republicana o monárquica- de los estados nacionales en la región. Una herramienta para la expansión de este internacionalismo islámico fue la Conferencia Popular Árabe e Islámica, en la que participaba la Hermandad Musulmana de Egipto. Pero el aislamiento político y económico llevaron a un apaciguamiento de la exportación islamista del gobierno de Sudán a mediados de los años noventa, cuando enfrió su alianza con Irán y pidió a Osama bin Laden que se fuera del país, tras haber sido el gran inversor en obras públicas. El autor señala que, si bien la islamización de Sudán comenzó en 1983 con Numeiri, no despertó la preocupación egipcia porque su política se quedó restringida en los límites del país, sin intenciones de exportarla como modelo hacia el resto del continente.
La República Islámica de Irán, en cambio, no cambió su expansión ideológica ni con la muerte de Jomeini. Sus gobernantes siguieron acusando a Mubarak de ser anti-islámico y títere del imperialismo y el sionismo, así como boicotearon los procesos de paz entre israelíes y palestinos al apoyar a Hamas, Jihad Islámica y Hizballah. Es en el terreno de lo simbólico en el que el régimen iraní golpea duramente a Israel y los países árabes que buscan una solución diplomática, desestabilizando la región y transformando a Palestina en una causa religiosa. Egipto y Arabia Saudí consideran a Palestina como un problema árabe y, por consiguiente, terrenal; los iraníes, en cambio, como una cuestión islámica, introduciendo a Dios en un combate sagrado entre bien y mal. En el plano interno, la Casa de Saud es cuestionada por el movimiento Sahwa (Despertar), que propugna una mayor islamización de la sociedad árabe y quitarle privilegios a la familia real.
La guerra de Irak del 2003 y la caída de Saddam Hussein, el ascenso al poder de Ahmadinejad, las guerras del Estado de Israel en Líbano y Gaza, han servido para la expansión de la narrativa islamista en Medio Oriente. La primavera árabe, con sus nefastas consecuencias no buscadas, ha puesto en evidencia la amplia difusión esta corriente política, que también logró crecer gracias a las nuevas formas de comunicación a través de internet y las redes sociales.
Se podría suponer que el triunfo de la Hermandad Musulmana hubiera sido bien vista por el gobierno de Arabia Saudí; sin embargo, se veía con temor una aproximación entre Teherán y El Cairo, y de allí que apoyó al golpe militar contra el presidente Mursi.
En suma, este libro enriquece el conocimiento sobre Medio Oriente a través de un prisma que permite observar los conflictos de la región con otras herramientas conceptuales, una dimensión simbólica que no se comprende desde el Occidente secularizado.
Lawrence Rubin, Islam in the Balance: Ideational Threats in Arab Politics. Stanford, Stanford Security Studies, 2014.
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