Orlando Figes es un autor erudito, inteligente y con una excelente pluma, que acompaña al lector con su conocimiento y reflexiones. Autor de varias obras sobre el pasado ruso y soviético, entre las que ya he comentado aquí Crimea y El baile de Natacha, y a las que debemos añadir la monumental La Revolución Rusa y Los que susurran, entre otros. Este año 2022, con la invasión rusa a Ucrania -que, en rigor, es una continuación de la anexión de Crimea en 2014, junto al apoyo a los dos gobiernos separatistas de Lugansk y Donetsk-, el pretérito de Rusia cobra relevancia para comprender este presente tan inquietante.
Parte desde la Rus de Kiev, con los principados de gobernantes vikingos instalados en lo que hoy son Ucrania, Bielorrusia y Rusia, en gran parte teñido por la leyenda dada la escasez de documentación del período. El error en el texto de Figes -ignoro si fue en la traducción, o si ya está en el original- es denominar "rusos" a los hombres de la Rus de Kiev y Novgorod. Es tan equivocado como suponer que los galos y los francos eran franceses, o que los germanos que lucharon contra Marco Aurelio eran alemanes. Son denominaciones extemporáneas que llevan no sólo a la confusión, sino también alimentan las narrativas políticas de los nacionalismos en esas regiones, pero que no contribuyen en nada a la comprensión histórica. El espejo era el Imperio Romano de Oriente, o Bizancio, cuya capital era una de las grandes ciudades de aquel tiempo, junto a Bagdad. En ese contexto, los gobernantes de Kiev se convierten al cristianismo ortodoxo, para aproximarse al esplendor de esa cultura antigua a la que admiraban. Por debajo de esa franja que dominaba, estaban los eslavos, de los que tomaron la lengua y con los que se fueron mezclando. Pero en el siglo X aún no se puede hablar de "ucranianos", ni "rusos", ni "bielorrusos". El súbdito seguía la religión del monarca y se identificaba con él, no con una nación, que es un concepto que podemos hallar acabadamente en el siglo XIX europeo.
La invasión mongola del siglo XIII dejó marcas y legados en la cultura de esa región, y Figes se encarga puntillosamente en señalar algunas en las costumbres, pero sobre todo en el concepto patrimonialista del monarca: las tierras, los bienes, las personas son patrimonio personal del gobernante, y esto permite explicar el desarrollo posterior del zarismo, de la Unión Soviética y hasta de la presente Rusia post soviética. Pero la parte occidental de lo que hoy es Ucrania, mayormente quedó bajo el dominio de la Mancomunidad Polaco-Lituana, marcando una diferencia política y cultural que persiste hasta nuestros días. Si bien los eslavos locales -¿proto ucranianos?- se fueron rebelando contra los señores polacos, hasta llegar al hetmanato cosaco, se fue incorporando a la órbita cultural europea de un modo por completo diferente al que se vivía en los territorios bajo dominio mongol, en donde se desarrollaron los ducados como el de Moscovia, que si bien era un señor local, mostraba su lealtad a la Horda de Oro.
La creación de los mitos fundacionales rusos en torno al zar, a la misión providencial de Moscú en tanto "tercera Roma", en su vinculación histórica y religiosa con el imperio bizantino, es una concatenación que recorre el texto hasta llegar a Vladímir Putin, pasando por la Unión Soviética y, en particular, en el rol que asumió Stalin. Esa pretendida excepcionalidad rusa -prácticamente todos los países tejen este tipo de relatos para legitimar sus acciones- es una fuerza motriz y, a la vez, enceguecedora, ya que se transforma en un velo frente a los horrores, los crímenes y las falencias. Como señalé precedentemente, el lector inquieto hallará en los otros libros de Orlando Figes las claves para comprender el auge y la caída del zarismo, así como la repetición de errores como la falta de equipamiento adecuado de su ejército, el desprecio por la vida de sus soldados, las visiones estratégicas sobre su espacio.
El capítulo dedicado a la URSS post stalinista me dejó sabor a poco: la necesidad de publicar el libro mientras comenzaba la injusta invasión a Ucrania llevó a ahorrar páginas y explicaciones que, si bien no afectan el sentido, sí le quitan fuerza argumental. Omitió, por ejemplo, unas pocas páginas a la ruptura sino-soviética, a la rusificación de Asia Central y el Cáucaso, a la pérdida de los países satélites en 1989 en Europa central y oriental. En los capítulos previos, del tiempo zarista, apenas se menciona a la guerra ruso-japonesa, que impactó severamente en el poder imperial y en la visión que los rusos tenían de sí mismos, una humillación ante quienes querían ver como inferiores.
Sí es muy claro y bien concentrado el capítulo final sobre Putin, aunque discrepo en su opinión respecto al supuesto impacto negativo de la expansión de la OTAN hacia Europa oriental -siempre hay que "comprender" a los gobernantes rusos, pero nunca se presta atención a los de las naciones de Europa central y oriental...-. El entramado oligárquico y prebendario de la vieja nomenklatura y cómo siguió apoderándose del país, a la vez que no logró formarse una sociedad civil fuerte, permite entender la lógica de la Rusia putinista de los últimos veinte años. Este texto ayuda a desmontar el andamiaje de tantos relatos míticos del pasado ruso y eso, en sí mismo, es una labor de inmensa ayuda para que la racionalidad y la dignidad humana comiencen a ganarse espacio en la política internacional.