Escenario apetecido por el Imperio Ruso y el Imperio británico durante el siglo XIX en el llamado Gran Juego, el centro de Asia volvió a tener relevancia mundial en el inicio del siglo XXI con la guerra en Afganistán.
Alexander Cooley hace, en este libro que recomiendo vivamente, el análisis de la puja por influir de los tres grandes poderes en la región, a saber: Rusia, Estados Unidos y la República Popular China, entre los años 2001 y 2011.
Cooley parte con una observación sensata: la rivalidad actual no tiene paralelo con el Gran Juego o Torneo de Sombras que tuvo lugar en el siglo XIX. En aquella circunstancia, tanto Rusia como Gran Bretaña aspiraban al dominio de la región, una lucha por la ocupación de nuevos territorios. Ahora, las prioridades son diferentes. Estados Unidos se ha involucrado por la guerra en Afganistán y precisa de bases de operaciones y caminos para abastecer a sus tropas, así como aliados regionales en la guerra internacional contra el terrorismo. La República Popular China se involucra para asegurar su frontera occidental y su presencia en la región del Xinjiang, habitada por los uigures, que tanto por su composición étnica como religiosa están emparentados con los pueblos de Asia Central. Rusia, en cambio, no tiene un objetivo específico; pero busca de algún modo preservar su status de ex potencia colonial, tal como lo hacen los franceses y británicos en países de África y Asia.
Estas singularidades han llevado a que las cinco repúblicas ex soviéticas de Kazajistán, Kirguistán, Tadjikistán, Turkmenistán y Uzbekistán no hayan avanzado en procesos de democratización sino que, por el contrario, se han quedado en lo que yo denomino "transiciones de hierro", encabezadas por la vieja élite de los partidos comunistas locales. El autor remarca que los tres grandes jugadores han tenido que adaptarse a las reglas locales, ya que las élites gobernantes buscan preservar el poder y utilizan en su favor la rivalidad de los actores externos.
Los gobernantes de los países ex soviéticos de Asia Central han empleado los fondos prestados por estas naciones en su red patrimonial, así como en el enriquecimiento personal. Las cuentas del presidente kazajo Nursultan Nazarbaiev en Suiza, la fortuna de Maksim Bakiyev -hijo del ex presidente kirguizio-, y la riqueza de Gulnara Karimova -hija del presidente uzbeko Islam Karimov-, son sólo algunos ejemplos de la corrupción de esos países que continúan siendo dominados por la vieja nomenklatura. Los recursos del Estado no se someten al control de los ciudadanos, los medios de comunicación están sometidos y se rechazan las políticas de transparencia y democratización que propugnan los occidentales, sosteniendo que su cultura es diferente. Rusia y la República Popular China, que tienen regímenes autoritarios, claramente ven con recelo a las ONG procedentes de Estados Unidos y Europa occidental, promotoras del respeto a las libertades individuales, garantías procesales y el cumplimiento de tratados internacionales. Asimismo, durante las dos presidencias de George W. Bush se privilegió la guerra internacional contra el terrorismo, por lo que se proveyó a las fuerzas armadas de Asia Central de armamentos, información y capacitación que fueron utilizados para combatir a grupos islamistas y, también, a acallar a la oposición interna.
La Federación de Rusia apoyó esta guerra internacional para aplastar a las guerrillas en Chechenia, y la República Popular China incluyó a varios grupos independentistas uigures en la lista negra del terrorismo internacional.
Sin embargo, Rusia y la República Popular China también se involucraron en la región a través de organismos internacionales, como el CSTO (Collective Security Treaty Organization) liderado por Moscú, y la OCS (Organización para la Cooperación de Shanghai), con sede en Beijing.
Alexander Cooley dedica un capítulo a Kirguistán y cómo los presidentes Akaiev y Bakiyev manipularon la presencia estadounidense en la base aérea de Manas, a pocos kilómetros de Bishkek, para obtener mayores dividendos de todas las partes. También aporta un capítulo similar sobre Uzbekistán, que también ha sabido utilizar su vecindad con Afganistán para servir de base de apoyo militar a las fuerzas de la OTAN, obteniendo con ello importantes recursos y conocimientos militares.
El libro es sumamente valioso porque aporta conocimientos sobre la actualidad del centro de Asia, y también es una alerta sobre prácticas de corrupción y patrimonialismo de gobiernos sin escrúpulos que se alían a regímenes autoritarios y depredadores que, lamentablemente, hacen retroceder los escasos avances de la democracia liberal en la región.
Alexander Cooley, Great Games, Local Rules: The New Great Power Contest in Central Asia. New York, Oxford University Press, 2012.
Bitácora de lecturas de Ricardo López Göttig. Historia, literatura, mitología, orientalismo y filosofía política.
lunes, 17 de junio de 2013
"Great Games, Local Rules: The New Great Power Contest in Central Asia", de Alexander Cooley
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sábado, 8 de junio de 2013
"The Sorcerer as Apprentice", de Stephen Blank.
La relación difícil que los rusos tuvieron -y tienen- con las otras nacionalidades de su entorno, no tuvo una solución pacífica durante la revolución bolchevique. El propósito de Lenin y el consejo de comisarios del pueblo (Sovnarkom) fue el de mantener las fronteras del antiguo imperio de los zares, aun cuando el discurso dejó de ser el de la unidad en torno al monarca y la ortodoxia, para ser el del internacionalismo proletario.
Stephen Blank, Doctor en Historia y reconocido especialista en Rusia y la Unión Soviética, prestó especial atención al período en que Stalin fue el comisario para nacionalidades, a cargo del Narkomnats. Si bien Stalin no le prestó mucha atención a este organismo, ya que Lenin prefería delegarle otros asuntos más importantes, es claro que supo utilizar la función para ir ganando espacio dentro del partido y, en especial, en el Politburó.
Los bolcheviques, en su gran mayoría rusos, se apoyaron en la presencia de rusos en las áreas geográficas que dominaban desde los tiempos del zarismo, como en el Cáucaso, los Urales y Asia Central. Las nacionalidades no rusas que componían el vasto imperio, si bien juntas sumaban aproximadamente el 60%, estaban desunidas. Muchas, como los tátaros y los bashkires, se sumaron a los bolcheviques como una opción que suponían menos conflictiva que la de los ejércitos blancos, que desconocían toda reivindicación nacionalista. Así ocurrió con el Alash Orda de los kazajos, que luego padecieron la persecución y las purgas a manos de los bolcheviques tras la guerra civil.
Blank señala con acierto que los bolcheviques veían con prejuicios eurocentristas a las poblaciones musulmanas de Crimea, el Cáucaso y Asia Central. Era una prolongación de la "misión civilizadora" de los pueblos blancos para llevar el progreso a los bárbaros atrasados, una concepción que el orientalismo decimonónico marcó fuertemente en las mentes de muchos europeos. Por otro lado, Lenin y los bolcheviques observaban todas las relaciones humanas a través del ajustado prisma de la lucha de clases, por lo que desconfiaban de las reivindicaciones nacionales de los pueblos centroasiáticos y del Cáucaso. Dentro de las filas bolcheviques tuvo activa participación Sultangaliev, tátaro, que intentó impulsar una política de laicización y modernización del Islam, procurando su reforma, evitando de este modo las campañas antirreligiosas que impulsaba el Sovnarkom en la Rusia europea contra cristianos y judíos.
El Narkompros, la comisaría del pueblo para la educación, propuso la latinización de los alfabetos de los pueblos musulmanes con el argumento de que era más sencillo para la propagación de la alfabetización. De un modo claro, buscaba la ruptura de estas nacionalidades de todo contacto con musulmanes allende las fronteras de lo que fue la URSS, así como el extrañamiento de toda la literatura anterior en alifato. De hecho, a mediados de los años treinta, el nuevo cambio de alfabeto será la conversión al cirílico, una medida que apuntaba hacia la rusificación y el quiebre de todo contacto con la cultura exterior.
Se ignora si realmente Sultangaliev buscaba crear una república independiente de toda Asia Central. Sultangaliev sostenía que la lucha de clases entre burgueses y proletarios no tenía sentido en su región, puesto que la mayoría de sus pobladores eran nómadas. Creía que todos los centroasiáticos eran proletarios, víctimas de la explotación del imperialismo ruso, lo que lo hacía sospechoso, a ojos de Stalin, de una desviación de "comunismo nacional".
Lo cierto es que Stalin logró imponer sus tesis contra el "comunismo nacional" en el XII congreso del partido, en 1923, y al mes siguiente acusó a Sultangaliev en el Comité Central del partido de conspirar contra la revolución. Kamenev, Zinoviev y Trotski no hicieron nada para impedir este juicio, ya que ellos también veían en modo oblicuo a las minorías nacionales. Stalin, con el aval de Lenin, se propuso dar un juicio ejemplar para disipar toda tendencia separatista y nacionalista. Sultangaliev fue acusado de establecer relaciones secretas con Turquía, Irán y los basmachis para separarse de la Unión Soviética.
Si bien el Narkomnats fue disuelto en 1924, Stalin lo utilizó para fomentar la centralización del poder y fue un anticipo de lo que fue su política totalitaria y genocida en los años posteriores.
Stephen Blank, The Sorcerer as Apprentice. Stalin as Commissar of Nationalities, 1917-1924. Westport, Greenwood Press, 1994.
Stephen Blank, Doctor en Historia y reconocido especialista en Rusia y la Unión Soviética, prestó especial atención al período en que Stalin fue el comisario para nacionalidades, a cargo del Narkomnats. Si bien Stalin no le prestó mucha atención a este organismo, ya que Lenin prefería delegarle otros asuntos más importantes, es claro que supo utilizar la función para ir ganando espacio dentro del partido y, en especial, en el Politburó.
Los bolcheviques, en su gran mayoría rusos, se apoyaron en la presencia de rusos en las áreas geográficas que dominaban desde los tiempos del zarismo, como en el Cáucaso, los Urales y Asia Central. Las nacionalidades no rusas que componían el vasto imperio, si bien juntas sumaban aproximadamente el 60%, estaban desunidas. Muchas, como los tátaros y los bashkires, se sumaron a los bolcheviques como una opción que suponían menos conflictiva que la de los ejércitos blancos, que desconocían toda reivindicación nacionalista. Así ocurrió con el Alash Orda de los kazajos, que luego padecieron la persecución y las purgas a manos de los bolcheviques tras la guerra civil.
Blank señala con acierto que los bolcheviques veían con prejuicios eurocentristas a las poblaciones musulmanas de Crimea, el Cáucaso y Asia Central. Era una prolongación de la "misión civilizadora" de los pueblos blancos para llevar el progreso a los bárbaros atrasados, una concepción que el orientalismo decimonónico marcó fuertemente en las mentes de muchos europeos. Por otro lado, Lenin y los bolcheviques observaban todas las relaciones humanas a través del ajustado prisma de la lucha de clases, por lo que desconfiaban de las reivindicaciones nacionales de los pueblos centroasiáticos y del Cáucaso. Dentro de las filas bolcheviques tuvo activa participación Sultangaliev, tátaro, que intentó impulsar una política de laicización y modernización del Islam, procurando su reforma, evitando de este modo las campañas antirreligiosas que impulsaba el Sovnarkom en la Rusia europea contra cristianos y judíos.
El Narkompros, la comisaría del pueblo para la educación, propuso la latinización de los alfabetos de los pueblos musulmanes con el argumento de que era más sencillo para la propagación de la alfabetización. De un modo claro, buscaba la ruptura de estas nacionalidades de todo contacto con musulmanes allende las fronteras de lo que fue la URSS, así como el extrañamiento de toda la literatura anterior en alifato. De hecho, a mediados de los años treinta, el nuevo cambio de alfabeto será la conversión al cirílico, una medida que apuntaba hacia la rusificación y el quiebre de todo contacto con la cultura exterior.
Se ignora si realmente Sultangaliev buscaba crear una república independiente de toda Asia Central. Sultangaliev sostenía que la lucha de clases entre burgueses y proletarios no tenía sentido en su región, puesto que la mayoría de sus pobladores eran nómadas. Creía que todos los centroasiáticos eran proletarios, víctimas de la explotación del imperialismo ruso, lo que lo hacía sospechoso, a ojos de Stalin, de una desviación de "comunismo nacional".
Lo cierto es que Stalin logró imponer sus tesis contra el "comunismo nacional" en el XII congreso del partido, en 1923, y al mes siguiente acusó a Sultangaliev en el Comité Central del partido de conspirar contra la revolución. Kamenev, Zinoviev y Trotski no hicieron nada para impedir este juicio, ya que ellos también veían en modo oblicuo a las minorías nacionales. Stalin, con el aval de Lenin, se propuso dar un juicio ejemplar para disipar toda tendencia separatista y nacionalista. Sultangaliev fue acusado de establecer relaciones secretas con Turquía, Irán y los basmachis para separarse de la Unión Soviética.
Si bien el Narkomnats fue disuelto en 1924, Stalin lo utilizó para fomentar la centralización del poder y fue un anticipo de lo que fue su política totalitaria y genocida en los años posteriores.
Stephen Blank, The Sorcerer as Apprentice. Stalin as Commissar of Nationalities, 1917-1924. Westport, Greenwood Press, 1994.
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"Hong Kong, Empire and the Anglo-American Alliance at War, 1941-1945", de Andrew J. Whitfield.
Hong Kong fue la primera pieza colonial que los británicos lograron en China tras la guerra del opio, concluida con el Tratado de Nanking, que dio inicio a la era de los tratados desiguales de extraterritorialidad. La isla fue cedida "a perpetuidad", en tanto que en 1898 se obtuvieron los llamados "Nuevos Territorios", en el continente frente a la ínsula, hasta 1997.
Los británicos libraron la guerra en forma solitaria contra Alemania tras la rendición francesa, hasta que las tropas de Hitler invadieron en junio de 1941 la Unión Soviética, en tanto que en Asia Oriental la guerra golpeó al viejo imperio con el ataque japonés a Pearl Harbour. Simultáneamente, los japoneses atacaron Hong Kong, en diciembre de 1941, en tanto que luego avanzaron hacia las colonias británicas en Malasia, Singapur y Birmania.
A fines de 1941, el primer ministro Winston Churchill se negó a enviar más tropas para la defensa de Hong Kong, ya que hubiera significado distraer tropas necesarias en la guerra en Europa, así como era imposible defender esa posición. Tras dos semanas de combate, los japoneses tomaron la ciudad, tras luchar contra soldados británicos y canadienses allí apostados.
No obstante, Churchill y Anthony Eden, a cargo del Foreign Office, se empeñaron en preservar el status de Hong Kong como parte integral del imperio británico ante las exigencias del gobierno nacionalista chino en Chungking, al mando del Generalísimo Chiang Kai-shek.
Comenzó un juego de posiciones en vista al futuro entre Chiang Kai-shek, Churchill y Franklin Delano Roosevelt.
Whitfield sostiene que había un amplio consenso en la élite británica, formada en los mismos centros de estudio, de preservar al imperio. Incluso había consenso entre conservadores y laboristas, ya que sus diferencias se limitaban a la vida interna de la metrópoli. Sin embargo, había visiones encontradas entre los funcionarios del Foreign Office, de gran prestigio, y el Colonial Office, entonces a cargo de Oliver Stanley, un tory cercano a Neville Chamberlain. De acuerdo al autor, el deseo de recuperar Hong Kong era por motivos de prestigio nacional y no por objetivos económicos, ya que la colonia comenzó a despegar como un gran centro financiero internacional después de la segunda guerra mundial. Posiblemente así haya sido, ya que las cancillerías europeas se guiaban por lo que los austríacos llamaban la Prestige Frage, la cuestión de prestigio.
Franklin D. Roosevelt tenía su propia política exterior, de la que tenía apartado al secretario de Estado Cordell Hull, a quien ni siquiera llevaba a las conferencias internacionales como las de El Cairo y Teherán, ambas cruciales, en 1943. Si bien demostraba querer desarticular los imperios coloniales de franceses y británicos, tampoco podía hacer una declaración formal, ya que precisaba la alianza británica. Asimismo, Churchill sabía que también necesitaba a los Estados Unidos durante la guerra, por lo que ambos evitaban el enfrentamiento por la cuestión colonial antes de que finalizara la conflagración contra el Eje. Chiang Kai-shek, cuyo gobierno se caracterizaba por su corrupción desenfrenada y el enriquecimiento de su entorno, jugó con la carta estadounidense todo lo que pudo, solicitando más préstamos y armamento, a pesar de que su desempeño militar era deplorable ante las tropas japonesas. Roosevelt intentaba presentar a Chiang Kai-shek como un líder de proyección mundial, así como un hombre de concepciones democráticas, en lo que era acompañado por la prensa de los Estados Unidos. Asimismo, el gobierno de Estados Unidos no dejaba de ver a los británicos como imperialistas y, de tanto en tanto, no dejaban de recordar la guerra del opio. A esto, los funcionarios del Foreign Office tampoco se permitían olvidar que, contemporáneamente a esa guerra con el Imperio Chino, los Estados Unidos emprendieron la expansión hacia el Pacífico a expensas de México.
En 1943, el Reino Unido firmó un tratado con China por el cual se cancelaba la extraterritorialidad, un hecho altamente simbólico aunque sin contenido práctico, ya que los puertos involucrados estaban en posesión de los japoneses. Inicialmente, la postura de Chiang Kai-shek era agregar a Hong Kong en este tratado, sobre todo a los Nuevos Territorios, pero la posición británica había mejorado en 1942 con triunfos militares en la guerra europea. Si bien muchos ingleses suponían que tras la guerra no lograrían recuperar el imperio, la ¿tozudez o tenacidad? de Churchill llevó a muchos, poco a poco, a recobrar la esperanza. El mejor aliado para la recuperación de Hong Kong, paradojalmente, fue el mismísimo Chiang Kai-shek, al poner en evidencia su impericia militar y política, puesto que ni siquiera tenía pleno control de su gobierno en Chungking. De hecho, cuando estuvo de visita en la Conferencia de El Cairo, en donde se reunió con Roosevelt y Churchill, hubo un intento de golpe de Estado en la capital de la China nacionalista, en el que habrían participado sus familiares políticos de la familia Soong. Chiang tenía escaso conocimiento de la política exterior y no hablaba en inglés, siendo la traductora su esposa, Madame Chiang, que probablemente cambiaba el contenido en uno y otro sentido. El hermano de Madame Chiang no era otro que T. V. Soong, el ministro de Relaciones Exteriores de Chiang, y una de sus hermanas estaba casada con el Dr. Kung, ministro de Finanzas, considerado el hombre más rico de China y, quizás, del mundo...
La posición de Chiang dependía enteramente de su aliado estadounidense, hecho del cual Roosevelt era plenamente consciente y lo utilizaba. En la Conferencia de El Cairo, el presidente Roosevelt había prometido a Chiang llevar una ofensiva en Birmania para abrir una ruta hacia China en el sur. En la Conferencia de Teherán dejó a un lado esta promesa y se plegó al pedido de Stalin y Churchill de impulsar el desembarco en Normandía en 1944, para abrir un frente occidental ante Alemania. El autor contrapone, una y otra vez, la diferencia operativa entre ambos gobiernos: Churchill debía elaborar un amplio consenso en un gobierno de unidad nacional y mantener el apoyo parlamentario, así como elaborar las líneas de acción con el Foreign Office y el Colonial Office. Roosevelt, en cambio, concentró en su persona una gran masa de poder y consultaba sólo a sus amigos más cercanos sobre la estrategia a seguir, sin dar espacio al Departamento de Estado y, ni siquiera, al vicepresidente. Aceptó a regañadientes que Louis Mountbatten, británico, estuviera al frente del SEAC, el South East Asia Command; pero tanto el almirante Nimitz como el general MacArthur procuraron reducir toda importancia a la presencia inglesa en la ofensiva contra los japoneses en el Océano Pacífico.
El gobierno británico priorizó la guerra en Europa, aun cuando no dejaba de insistir en que Hong Kong era parte de su territorio. Prueba de su interés por el enclave en Asia Oriental fue la creación, en agosto de 1943, del Hong Kong Planning Unit (HKPU), que tenía a su cargo la preparación para el gobierno colonial en cuanto se expulsara a los invasores japoneses. Sus funcionarios fueron pensando, durante la guerra, cómo habría de ser el porvenir de Hong Kong.
En la Conferencia de Yalta de 1945, en la que participaron Roosevelt, Churchill y Stalin, se establecieron los grandes lineamientos del mundo de la posguerra. Roosevelt hizo grandes concesiones a la Unión Soviética no sólo en Europa, sino también en Asia a expensas de China y Japón -sin saber de qué se trataba, dio el visto bueno a la toma de las islas Kuril-. Esto disminuía aún más la posición de Chiang Kai-shek, a quien no sólo no se le consultaba sobre estas concesiones, sino que además había demostrado una vez más sus falencias ante la Operación Ichigo, la ofensiva japonesa en China continental. Si bien el Generalísimo nacionalista una y otra vez daba a entender que expulsaría a los japoneses de Hong Kong, era claro que sus posibilidades eran nulas.
El viraje de la política exterior estadounidense tuvo lugar con el fallecimiento de Roosevelt quien, a pesar de su enfermedad, no dejó instrucciones ni testamento político. Su sucesor, el vicepresidente Harry Truman, cambió la posición con respecto a la Unión Soviética y apoyó la postura británica de recuperar Hong Kong. El consenso de conservadores y laboristas sobre el imperio quedó en evidencia cuando a mitad de la Conferencia de Potsdam hubo recambio de primeros ministros: Winston Churchill había sido batido en las urnas por Clement Attlee, que no varió en un ápice la visión hasta entonces sostenida en el escenario internacional.
A fines de agosto de 1945, tras la rendición del imperio japonés por órdenes de Hirohito, el ejército invasor entregó la posesión de Hong Kong a los británicos, sin que Chiang Kai-shek pudiera hacer nada. Este enclave se convirtió, con el triunfo de la República Popular China, en una puerta de entrada e información para el espionaje durante la guerra fría.
Andrew J. Whitfield, Hong Kong, Empire and the Anglo-American Alliance at War, 1941-1945. New York. Palgrave, 2001.
Los británicos libraron la guerra en forma solitaria contra Alemania tras la rendición francesa, hasta que las tropas de Hitler invadieron en junio de 1941 la Unión Soviética, en tanto que en Asia Oriental la guerra golpeó al viejo imperio con el ataque japonés a Pearl Harbour. Simultáneamente, los japoneses atacaron Hong Kong, en diciembre de 1941, en tanto que luego avanzaron hacia las colonias británicas en Malasia, Singapur y Birmania.
A fines de 1941, el primer ministro Winston Churchill se negó a enviar más tropas para la defensa de Hong Kong, ya que hubiera significado distraer tropas necesarias en la guerra en Europa, así como era imposible defender esa posición. Tras dos semanas de combate, los japoneses tomaron la ciudad, tras luchar contra soldados británicos y canadienses allí apostados.
No obstante, Churchill y Anthony Eden, a cargo del Foreign Office, se empeñaron en preservar el status de Hong Kong como parte integral del imperio británico ante las exigencias del gobierno nacionalista chino en Chungking, al mando del Generalísimo Chiang Kai-shek.
Comenzó un juego de posiciones en vista al futuro entre Chiang Kai-shek, Churchill y Franklin Delano Roosevelt.
Whitfield sostiene que había un amplio consenso en la élite británica, formada en los mismos centros de estudio, de preservar al imperio. Incluso había consenso entre conservadores y laboristas, ya que sus diferencias se limitaban a la vida interna de la metrópoli. Sin embargo, había visiones encontradas entre los funcionarios del Foreign Office, de gran prestigio, y el Colonial Office, entonces a cargo de Oliver Stanley, un tory cercano a Neville Chamberlain. De acuerdo al autor, el deseo de recuperar Hong Kong era por motivos de prestigio nacional y no por objetivos económicos, ya que la colonia comenzó a despegar como un gran centro financiero internacional después de la segunda guerra mundial. Posiblemente así haya sido, ya que las cancillerías europeas se guiaban por lo que los austríacos llamaban la Prestige Frage, la cuestión de prestigio.
Franklin D. Roosevelt tenía su propia política exterior, de la que tenía apartado al secretario de Estado Cordell Hull, a quien ni siquiera llevaba a las conferencias internacionales como las de El Cairo y Teherán, ambas cruciales, en 1943. Si bien demostraba querer desarticular los imperios coloniales de franceses y británicos, tampoco podía hacer una declaración formal, ya que precisaba la alianza británica. Asimismo, Churchill sabía que también necesitaba a los Estados Unidos durante la guerra, por lo que ambos evitaban el enfrentamiento por la cuestión colonial antes de que finalizara la conflagración contra el Eje. Chiang Kai-shek, cuyo gobierno se caracterizaba por su corrupción desenfrenada y el enriquecimiento de su entorno, jugó con la carta estadounidense todo lo que pudo, solicitando más préstamos y armamento, a pesar de que su desempeño militar era deplorable ante las tropas japonesas. Roosevelt intentaba presentar a Chiang Kai-shek como un líder de proyección mundial, así como un hombre de concepciones democráticas, en lo que era acompañado por la prensa de los Estados Unidos. Asimismo, el gobierno de Estados Unidos no dejaba de ver a los británicos como imperialistas y, de tanto en tanto, no dejaban de recordar la guerra del opio. A esto, los funcionarios del Foreign Office tampoco se permitían olvidar que, contemporáneamente a esa guerra con el Imperio Chino, los Estados Unidos emprendieron la expansión hacia el Pacífico a expensas de México.
En 1943, el Reino Unido firmó un tratado con China por el cual se cancelaba la extraterritorialidad, un hecho altamente simbólico aunque sin contenido práctico, ya que los puertos involucrados estaban en posesión de los japoneses. Inicialmente, la postura de Chiang Kai-shek era agregar a Hong Kong en este tratado, sobre todo a los Nuevos Territorios, pero la posición británica había mejorado en 1942 con triunfos militares en la guerra europea. Si bien muchos ingleses suponían que tras la guerra no lograrían recuperar el imperio, la ¿tozudez o tenacidad? de Churchill llevó a muchos, poco a poco, a recobrar la esperanza. El mejor aliado para la recuperación de Hong Kong, paradojalmente, fue el mismísimo Chiang Kai-shek, al poner en evidencia su impericia militar y política, puesto que ni siquiera tenía pleno control de su gobierno en Chungking. De hecho, cuando estuvo de visita en la Conferencia de El Cairo, en donde se reunió con Roosevelt y Churchill, hubo un intento de golpe de Estado en la capital de la China nacionalista, en el que habrían participado sus familiares políticos de la familia Soong. Chiang tenía escaso conocimiento de la política exterior y no hablaba en inglés, siendo la traductora su esposa, Madame Chiang, que probablemente cambiaba el contenido en uno y otro sentido. El hermano de Madame Chiang no era otro que T. V. Soong, el ministro de Relaciones Exteriores de Chiang, y una de sus hermanas estaba casada con el Dr. Kung, ministro de Finanzas, considerado el hombre más rico de China y, quizás, del mundo...
La posición de Chiang dependía enteramente de su aliado estadounidense, hecho del cual Roosevelt era plenamente consciente y lo utilizaba. En la Conferencia de El Cairo, el presidente Roosevelt había prometido a Chiang llevar una ofensiva en Birmania para abrir una ruta hacia China en el sur. En la Conferencia de Teherán dejó a un lado esta promesa y se plegó al pedido de Stalin y Churchill de impulsar el desembarco en Normandía en 1944, para abrir un frente occidental ante Alemania. El autor contrapone, una y otra vez, la diferencia operativa entre ambos gobiernos: Churchill debía elaborar un amplio consenso en un gobierno de unidad nacional y mantener el apoyo parlamentario, así como elaborar las líneas de acción con el Foreign Office y el Colonial Office. Roosevelt, en cambio, concentró en su persona una gran masa de poder y consultaba sólo a sus amigos más cercanos sobre la estrategia a seguir, sin dar espacio al Departamento de Estado y, ni siquiera, al vicepresidente. Aceptó a regañadientes que Louis Mountbatten, británico, estuviera al frente del SEAC, el South East Asia Command; pero tanto el almirante Nimitz como el general MacArthur procuraron reducir toda importancia a la presencia inglesa en la ofensiva contra los japoneses en el Océano Pacífico.
El gobierno británico priorizó la guerra en Europa, aun cuando no dejaba de insistir en que Hong Kong era parte de su territorio. Prueba de su interés por el enclave en Asia Oriental fue la creación, en agosto de 1943, del Hong Kong Planning Unit (HKPU), que tenía a su cargo la preparación para el gobierno colonial en cuanto se expulsara a los invasores japoneses. Sus funcionarios fueron pensando, durante la guerra, cómo habría de ser el porvenir de Hong Kong.
En la Conferencia de Yalta de 1945, en la que participaron Roosevelt, Churchill y Stalin, se establecieron los grandes lineamientos del mundo de la posguerra. Roosevelt hizo grandes concesiones a la Unión Soviética no sólo en Europa, sino también en Asia a expensas de China y Japón -sin saber de qué se trataba, dio el visto bueno a la toma de las islas Kuril-. Esto disminuía aún más la posición de Chiang Kai-shek, a quien no sólo no se le consultaba sobre estas concesiones, sino que además había demostrado una vez más sus falencias ante la Operación Ichigo, la ofensiva japonesa en China continental. Si bien el Generalísimo nacionalista una y otra vez daba a entender que expulsaría a los japoneses de Hong Kong, era claro que sus posibilidades eran nulas.
El viraje de la política exterior estadounidense tuvo lugar con el fallecimiento de Roosevelt quien, a pesar de su enfermedad, no dejó instrucciones ni testamento político. Su sucesor, el vicepresidente Harry Truman, cambió la posición con respecto a la Unión Soviética y apoyó la postura británica de recuperar Hong Kong. El consenso de conservadores y laboristas sobre el imperio quedó en evidencia cuando a mitad de la Conferencia de Potsdam hubo recambio de primeros ministros: Winston Churchill había sido batido en las urnas por Clement Attlee, que no varió en un ápice la visión hasta entonces sostenida en el escenario internacional.
A fines de agosto de 1945, tras la rendición del imperio japonés por órdenes de Hirohito, el ejército invasor entregó la posesión de Hong Kong a los británicos, sin que Chiang Kai-shek pudiera hacer nada. Este enclave se convirtió, con el triunfo de la República Popular China, en una puerta de entrada e información para el espionaje durante la guerra fría.
Andrew J. Whitfield, Hong Kong, Empire and the Anglo-American Alliance at War, 1941-1945. New York. Palgrave, 2001.
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viernes, 10 de mayo de 2013
"América", de Franz Kafka.
Una buena biblioteca es un santuario de amistad. Hay allí amigos con los que se conversa con frecuencia, o bien aquellos que, sin perder la intensidad, uno los encuentra con mayor distancia en el tiempo. Sea como fuere, se sigue uno nutriendo con esa conversación silenciosa que es la lectura, descubriendo un nuevo libro cada vez que se adentra en esas páginas. Porque uno cambia y, en esa mutación nos acompaña el libro.
Uno de esos amigos, que a uno lo hacen pensar, reír y maravillar, es Franz Kafka y, en esta ocasión, con su novela América.
El protagonista es un adolescente de apenas dieciséis años, Karl Rossmann, un alemán de Praga que es enviado a los Estados Unidos por sus padres, al tener un niño con el ama de llaves. Inexperto e ingenuo, atravesará no sólo la peripecia de conocer inesperadamente a un tío que había logrado progresar económicamente, sino que descenderá a su propio infierno, al tropezar con otros inmigrantes que ansiaban enriquecerse a toda costa, como el francés Delamarche y el irlandés Robinson. El clima hostil, la atmósfera de creciente anonimato en una sociedad de masas marcada por un utilitarismo atroz y embrutecedor, la arbitrariedad y un mundo de códigos que ignora, se despliegan en torno al joven que procura encontrar un lugar en la sociedad a la que llega. Rossmann descubre qué es el siglo XX, la centuria de la banalidad rampante, del abandono de la cultura clásica, del desprecio a los valores humanos fundamentales.
Franz Kafka, América. Madrid, Alianza.
Uno de esos amigos, que a uno lo hacen pensar, reír y maravillar, es Franz Kafka y, en esta ocasión, con su novela América.
El protagonista es un adolescente de apenas dieciséis años, Karl Rossmann, un alemán de Praga que es enviado a los Estados Unidos por sus padres, al tener un niño con el ama de llaves. Inexperto e ingenuo, atravesará no sólo la peripecia de conocer inesperadamente a un tío que había logrado progresar económicamente, sino que descenderá a su propio infierno, al tropezar con otros inmigrantes que ansiaban enriquecerse a toda costa, como el francés Delamarche y el irlandés Robinson. El clima hostil, la atmósfera de creciente anonimato en una sociedad de masas marcada por un utilitarismo atroz y embrutecedor, la arbitrariedad y un mundo de códigos que ignora, se despliegan en torno al joven que procura encontrar un lugar en la sociedad a la que llega. Rossmann descubre qué es el siglo XX, la centuria de la banalidad rampante, del abandono de la cultura clásica, del desprecio a los valores humanos fundamentales.
Franz Kafka, América. Madrid, Alianza.
lunes, 29 de abril de 2013
"Mil grullas", de Yasunari Kawabata.
Kawabata juega con sus personajes, los hace vivir intensamente en los detalles sutiles, los hace gozar, sentir, amar y sentir dolor. Y cada uno de ellos, casi sin quererlo, va exhibiendo los pliegues de su personalidad, sus ricas complejidades, en un delicado entramado como el de Mil grullas. Kikuji, un hombre de 25 años, visita en una ceremonia del té a una antigua amante de su padre, la señorita Chikako, que permaneció soltera por -quizás sí, quizás no- tener una mancha que cubría la mitad de su seno izquierdo. El padre de Kikuji, el señor Mitani, luego frecuentó a la señora Ota, viuda y con una hija, hasta que falleció.
Kikuji se hallará enredado en la espesa relación que dejó su padre al morir, y el escenario se desarrollará en torno a la ceremonia del té, tan importante para su progenitor. Así, conocerá a la hija de la señora Ota, Fumiko, en tanto que Chikako procurará que Kikuji contraiga matrimonio con una joven llamada Yukiko, que llevaba un pañuelo con mil grullas el día en que la conoció.
Novela que navega en el erotismo, sugerente, de profunda densidad, que recorre cada página con naturalidad.
Una obra maestra de Yasunari Kawabata.
Yasunari Kawabata, Mil grullas. Buenos Aires, Emecé, 2003.
Kikuji se hallará enredado en la espesa relación que dejó su padre al morir, y el escenario se desarrollará en torno a la ceremonia del té, tan importante para su progenitor. Así, conocerá a la hija de la señora Ota, Fumiko, en tanto que Chikako procurará que Kikuji contraiga matrimonio con una joven llamada Yukiko, que llevaba un pañuelo con mil grullas el día en que la conoció.
Novela que navega en el erotismo, sugerente, de profunda densidad, que recorre cada página con naturalidad.
Una obra maestra de Yasunari Kawabata.
Yasunari Kawabata, Mil grullas. Buenos Aires, Emecé, 2003.
lunes, 22 de abril de 2013
"Afghanistan. A Cultural and Political History", de Thomas J. Barfield.
El antropólogo Thomas Barfield nos invita a explorar, con la maestría de su pluma y la amplia visión de su especialidad, la historia de Afganistán desde el siglo XIX hasta el actual.
De variada composición étnica, Afganistán se halla al sur de lo que fue el Asia Central ocupada por el Imperio Ruso y luego la Unión Soviética, así como al noroeste del antiguo Raj Británico de la India -que incluía al actual Pakistán-, por lo que fue una de las piezas disputadas en el Gran Juego que tuvo lugar en la centuria decimonónica. En este atribulado país viven pashtunes, tadjikos, uzbekos, hazaras, turkmenos, nuristanis, baluchis y otras etnias menores, que a su vez se dividen en confederaciones tribales y clanes que son decisivos en la vida cotidiana de las regiones y comunidades. Los pashtunes, etnia que tendría un 40% de la población, también tienen fuerte presencia en Pakistán, sobre todo en la Provincia del Noroeste, otrora llamada North Western Frontier Province y ahora Federally Administered Tribal Areas (FATA). Dentro de los pashtunes, quienes tuvieron el rol predominante en el gobierno durante más de dos siglos fueron los Durrani, confederación que agrupa a las familias tribales más influyentes de Afganistán.
Para el autor, fueron las dos guerras contra los británicos las que afectaron sensiblemente la política interna de Afganistán. Por un lado, despertaron el deseo de lucha contra un ocupante al que consideraban infiel; por el otro, los emires instalados en Kabul fueron centralizando el poder en detrimento de las regiones. Es interesante observar que los emires, a pesar de su prédica interna en contra de los infieles -británicos o rusos-, recibieron jugosos estipendios del Raj británico que utilizaron para crear una vasta red de complacencia con las tribus cercanas. La centralización llegó a su clímax con el emir Abdur Rahman, que fue el único de los Durrani que pudo morir tranquilamente y dejar el trono en manos del sucesor previamente elegido. El emir Habibullah debió enfrentar las presiones para liberarse completamente de la tutela británica durante la primera guerra mundial. Empero, el Imperio Ruso y el Reino Unido ya habían terminado sus diferencias en 1907 y fueron aliados en la Gran Guerra contra las potencias centrales europeas. Habibullah recibió cartas del Kaiser Guillermo II y del sultán otomano para crear un frente de guerra contra la India, pero debió declarar la neutralidad afgana para evitar una eventual invasión ruso-británica. Muerto en circunstancias sospechosas aún no conocidas, su hermano Nasrullah se proclamó emir. Fue el tercer hijo de Habibullah, Amanullah, quien se rebeló con apoyo del ejército y logró el trono. En abril de 1919 proclamó la tercera guerra contra los británicos, de emancipación nacional y en términos de jihad, que finalmente terminó con la tutela sobre la política exterior afgana con el Tratado de Rawalpindi en agosto. La consecuencia económica, sin embargo, fue perjudicial para la monarquía, ya que significó el fin de los subsidios. El emir Amanullah ganó un enorme prestigio internacional y apoyó a los musulmanes en la India y las independencias de Jiva y Bujara en la guerra civil rusa. Esta fase panislámica de Amanullah fue breve, porque luego impulsó reformas en cuestiones matrimoniales, de impuestos y servicio militar, que despertaron la ira de los sectores religiosos más tradicionales. Los intentos del emir Amanullah de occidentalizar las costumbres y, en particular, de mejorar las condiciones de vida de las mujeres, fueron resistidos y provocaron una gran rebelión en 1929 que desembocó en una guerra civil y la caída del rey. Thomas Barfield nos recuerda que los pashtunes tienen un código de honor muy severo, el pashtunwali, que es el que rige sus costumbres. Si bien lo asimilan a la sharia, el pashtunwali es el que predomina y el que observan los sectores más tradicionales, tal como ocurrió con los Taliban a fines del siglo XX y comienzos del XXI. Finalmente se instauró la monarquía de Nadir Shah, tras un breve período del kohistani Habibullah, pero el nuevo rey fue asesinado en 1933. Lo sucedió su hijo Zahir Shah, que fue el monarca hasta el golpe de Estado de 1973.
Bien remarca Barfield que durante el extenso reinado de Zahir Shah no se introdujeron reformas sociales en las comunidades rurales, quedando el proceso de modernización restringido a Kabul. Zahir Shah logró tomar el control del gobierno recién en 1964, tras años en que tanto sus tíos como su primo Mohammed Daud ocuparon la función de primer ministro. Durante estos años de estabilidad y paz interna, los más extensos de la historia afgana, el país utilizó su posición fronteriza con la URSS para lograr créditos e inversiones tanto del bloque socialista como de Occidente.
En 1973, Mohammed Daud dio un golpe de Estado y proclamó la república, aunque el poder permaneció en las manos de la misma familia y de los Durrani. En 1978, la facción Jalq del Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA), de carácter socialista, dio un nuevo golpe contra Daud y buscó el apoyo soviético. No sólo emprendieron un proyecto audaz de revolución de la sociedad afgana, de ingeniería social, sino que además purgaron al propio partido de la facción Parcham, moderada, Y aquí, la visión del antropólogo viene en nuestro auxilio: los Jalq eran de la tribu Ghilzai (pashtún), por lo que buscaban desplazar a los Durrani del poder. Fue inevitable el levantamiento de los sectores más tradicionales contra la política socialista de los Jalq y, por ello, solicitaron el auxilio de la Unión Soviética, que invadió Afganistán en diciembre de 1979.
El autor señala que esta fue la mayor ruptura de la historia afgana, con consecuencias que persisten hasta el presente. Los pashtunes con una visión radicalizada del Islam se asentaron en Pakistán con apoyo económico de Arabia Saudí, con lo que se convirtieron en el sector opositor más numeroso y mejor financiado. Los gobiernos de Estados Unidos, deseosos de contener a la Unión Soviética en tiempos de la guerra fría, se volcaron por este sector a fin de derrumbar al nuevo estado socialista. Uno de los principales beneficiarios de esta ayuda fue Pakistán, que canalizó los fondos a través de su servicio de inteligencia, el ISI, que habrá de intervenir activamente en la política interna afgana.
Con Mijail Gorbachov como secretario general del PC soviético se comenzaron los cambios en Afganistán, reemplazando a Babrak Karmal por Najibullah, que desmontó parte del simbolismo socialista del PDPA. Hizo ofertas a las facciones rebeldes para integrar el gabinete, que fueron rechazadas por la presencia de las tropas soviéticas. Con el retiro de este ejército en 1989, Najibullah se presentó como un buen musulmán y nacionalista afgano, en tanto que la retirada de la URSS quitó incentivos a Estados Unidos y a Arabia Saudí para continuar financiando a los mujahidin, quedando Pakistán como única fuente de recursos para proseguir la guerra civil, en particular al líder islamista Hekmatyar.
El gobierno de Najibullah sobrevivió hasta 1992, cuando dejó de recibir fondos de la desaparecida Unión Soviética. Tras la instalación del gobierno de Rabbani y Hekmatyar, ambos rivalizaron por el poder en un país que ya no era importante en el tablero del poder mundial, con el fin de la guerra fría.
Fue en estas circunstancias en las que se nutrió el grupo de los Taliban, liderados por el Mullah Omar de Kandahar, que pretendía la instauración de un califato en Afganistán. Los Taliban, que significa "estudiantes", eran jóvenes que en su mayoría se socializaron en los campos de refugiados en Pakistán y que carecían de la formación elemental del Islam, puesto que ignoraban el árabe clásico y mezclaban groseramente la religión con el pashtunwali. En un comienzo tuvieron apoyo al lograr la imposición de la ley y el orden en un país convulsionado, pero luego aplicaron su propia versión de la sharia y el pashtunwali, persiguiendo al sufismo, a la shia y aplicando una iconoclasia rígida y absurda. Al lograr el control de Kabul, en 1996, sólo lograron el reconocimiento internacional de Pakistán, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos.
Ignorantes del mundo más allá de las fronteras afganas, su aislamiento se hizo más evidente cuando dieron asilo a las facciones más radicales del islamismo, como Al Qaeda. Y como nunca lograron el control total del territorio afgano, utilizaron a estos inmigrantes combatientes en la guerra civil contra los enemigos internos.
La suerte de los Taliban quedó sellada con los atentados de septiembre del 2001 en Estados Unidos: la coalición internacional apoyó a los antiguos enemigos de los Taliban y en pocas semanas desalojaron a este régimen de Kabul, debiendo esconderse en las montañas fronterizas con Pakistán. Por el acuerdo de Bonn entre las diferentes facciones afganas -excepto los Taliban- se arribó al consenso de que Hamid Karzai, pashtún Durrani del clan Popalzai, ocupara la presidencia provisional. El rey Zahir Shah, en el exilio, fue entonces un consejero del nuevo gobierno provisional. Si bien muchos pashtunes y no pashtunes apoyaban la restauración de la monarquía, este objetivo no estaba contemplado por el entonces gobierno de George W. Bush, por lo que fue descartada.
Se optó, entonces, por un régimen presidencialista fuerte y centralizado, en el que el presidente designa a los gobernadores y toma decisiones triviales para la vida de las comunidades, como el pago de sueldos a los maestros. Señala Barfield que esta fue una debilidad para Karzai, paradojalmente, ya que todo caso de corrupción e ineficiencia era atribuido al presidente. Asimismo, el autor remarca que la legitimidad en Afganistán no está dada por el origen democrático, sino por el ejercicio eficaz del poder, de modo que el respaldo en las urnas poco significó para la población.
Los Taliban e islamistas siguieron siendo financiados por Pakistán, en donde tuvieron asilo a pesar de su proclamada alianza con los Estados Unidos, buscando desestabilizar al país vecino. Karzai, que ganó la reelección en el 2009 en circunstancias que generaron el rechazo de la comunidad democrática occidental, aún no logró consolidar el poder del estado afgano y persiste el conflicto.
Thomas Barfield cierra el libro con comentarios sumamente interesantes sobre las alianzas económicas y políticas para un Afganistán que pueda progresar hacia la paz, la libertad y la mayor integración de su comercio internacional.
El enfoque desde la antropología arroja un torrente de luz en un conflicto de difícil comprensión para los occidentales, demostrando así, una vez más, el valor de los enfoques desde las más variadas disciplinas.
Thomas J. Barfield, Afghanistan. A Cultural and Political History. Princeton, Princeton University Press, 2010.
De variada composición étnica, Afganistán se halla al sur de lo que fue el Asia Central ocupada por el Imperio Ruso y luego la Unión Soviética, así como al noroeste del antiguo Raj Británico de la India -que incluía al actual Pakistán-, por lo que fue una de las piezas disputadas en el Gran Juego que tuvo lugar en la centuria decimonónica. En este atribulado país viven pashtunes, tadjikos, uzbekos, hazaras, turkmenos, nuristanis, baluchis y otras etnias menores, que a su vez se dividen en confederaciones tribales y clanes que son decisivos en la vida cotidiana de las regiones y comunidades. Los pashtunes, etnia que tendría un 40% de la población, también tienen fuerte presencia en Pakistán, sobre todo en la Provincia del Noroeste, otrora llamada North Western Frontier Province y ahora Federally Administered Tribal Areas (FATA). Dentro de los pashtunes, quienes tuvieron el rol predominante en el gobierno durante más de dos siglos fueron los Durrani, confederación que agrupa a las familias tribales más influyentes de Afganistán.
Para el autor, fueron las dos guerras contra los británicos las que afectaron sensiblemente la política interna de Afganistán. Por un lado, despertaron el deseo de lucha contra un ocupante al que consideraban infiel; por el otro, los emires instalados en Kabul fueron centralizando el poder en detrimento de las regiones. Es interesante observar que los emires, a pesar de su prédica interna en contra de los infieles -británicos o rusos-, recibieron jugosos estipendios del Raj británico que utilizaron para crear una vasta red de complacencia con las tribus cercanas. La centralización llegó a su clímax con el emir Abdur Rahman, que fue el único de los Durrani que pudo morir tranquilamente y dejar el trono en manos del sucesor previamente elegido. El emir Habibullah debió enfrentar las presiones para liberarse completamente de la tutela británica durante la primera guerra mundial. Empero, el Imperio Ruso y el Reino Unido ya habían terminado sus diferencias en 1907 y fueron aliados en la Gran Guerra contra las potencias centrales europeas. Habibullah recibió cartas del Kaiser Guillermo II y del sultán otomano para crear un frente de guerra contra la India, pero debió declarar la neutralidad afgana para evitar una eventual invasión ruso-británica. Muerto en circunstancias sospechosas aún no conocidas, su hermano Nasrullah se proclamó emir. Fue el tercer hijo de Habibullah, Amanullah, quien se rebeló con apoyo del ejército y logró el trono. En abril de 1919 proclamó la tercera guerra contra los británicos, de emancipación nacional y en términos de jihad, que finalmente terminó con la tutela sobre la política exterior afgana con el Tratado de Rawalpindi en agosto. La consecuencia económica, sin embargo, fue perjudicial para la monarquía, ya que significó el fin de los subsidios. El emir Amanullah ganó un enorme prestigio internacional y apoyó a los musulmanes en la India y las independencias de Jiva y Bujara en la guerra civil rusa. Esta fase panislámica de Amanullah fue breve, porque luego impulsó reformas en cuestiones matrimoniales, de impuestos y servicio militar, que despertaron la ira de los sectores religiosos más tradicionales. Los intentos del emir Amanullah de occidentalizar las costumbres y, en particular, de mejorar las condiciones de vida de las mujeres, fueron resistidos y provocaron una gran rebelión en 1929 que desembocó en una guerra civil y la caída del rey. Thomas Barfield nos recuerda que los pashtunes tienen un código de honor muy severo, el pashtunwali, que es el que rige sus costumbres. Si bien lo asimilan a la sharia, el pashtunwali es el que predomina y el que observan los sectores más tradicionales, tal como ocurrió con los Taliban a fines del siglo XX y comienzos del XXI. Finalmente se instauró la monarquía de Nadir Shah, tras un breve período del kohistani Habibullah, pero el nuevo rey fue asesinado en 1933. Lo sucedió su hijo Zahir Shah, que fue el monarca hasta el golpe de Estado de 1973.
Bien remarca Barfield que durante el extenso reinado de Zahir Shah no se introdujeron reformas sociales en las comunidades rurales, quedando el proceso de modernización restringido a Kabul. Zahir Shah logró tomar el control del gobierno recién en 1964, tras años en que tanto sus tíos como su primo Mohammed Daud ocuparon la función de primer ministro. Durante estos años de estabilidad y paz interna, los más extensos de la historia afgana, el país utilizó su posición fronteriza con la URSS para lograr créditos e inversiones tanto del bloque socialista como de Occidente.
En 1973, Mohammed Daud dio un golpe de Estado y proclamó la república, aunque el poder permaneció en las manos de la misma familia y de los Durrani. En 1978, la facción Jalq del Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA), de carácter socialista, dio un nuevo golpe contra Daud y buscó el apoyo soviético. No sólo emprendieron un proyecto audaz de revolución de la sociedad afgana, de ingeniería social, sino que además purgaron al propio partido de la facción Parcham, moderada, Y aquí, la visión del antropólogo viene en nuestro auxilio: los Jalq eran de la tribu Ghilzai (pashtún), por lo que buscaban desplazar a los Durrani del poder. Fue inevitable el levantamiento de los sectores más tradicionales contra la política socialista de los Jalq y, por ello, solicitaron el auxilio de la Unión Soviética, que invadió Afganistán en diciembre de 1979.
El autor señala que esta fue la mayor ruptura de la historia afgana, con consecuencias que persisten hasta el presente. Los pashtunes con una visión radicalizada del Islam se asentaron en Pakistán con apoyo económico de Arabia Saudí, con lo que se convirtieron en el sector opositor más numeroso y mejor financiado. Los gobiernos de Estados Unidos, deseosos de contener a la Unión Soviética en tiempos de la guerra fría, se volcaron por este sector a fin de derrumbar al nuevo estado socialista. Uno de los principales beneficiarios de esta ayuda fue Pakistán, que canalizó los fondos a través de su servicio de inteligencia, el ISI, que habrá de intervenir activamente en la política interna afgana.
Con Mijail Gorbachov como secretario general del PC soviético se comenzaron los cambios en Afganistán, reemplazando a Babrak Karmal por Najibullah, que desmontó parte del simbolismo socialista del PDPA. Hizo ofertas a las facciones rebeldes para integrar el gabinete, que fueron rechazadas por la presencia de las tropas soviéticas. Con el retiro de este ejército en 1989, Najibullah se presentó como un buen musulmán y nacionalista afgano, en tanto que la retirada de la URSS quitó incentivos a Estados Unidos y a Arabia Saudí para continuar financiando a los mujahidin, quedando Pakistán como única fuente de recursos para proseguir la guerra civil, en particular al líder islamista Hekmatyar.
El gobierno de Najibullah sobrevivió hasta 1992, cuando dejó de recibir fondos de la desaparecida Unión Soviética. Tras la instalación del gobierno de Rabbani y Hekmatyar, ambos rivalizaron por el poder en un país que ya no era importante en el tablero del poder mundial, con el fin de la guerra fría.
Fue en estas circunstancias en las que se nutrió el grupo de los Taliban, liderados por el Mullah Omar de Kandahar, que pretendía la instauración de un califato en Afganistán. Los Taliban, que significa "estudiantes", eran jóvenes que en su mayoría se socializaron en los campos de refugiados en Pakistán y que carecían de la formación elemental del Islam, puesto que ignoraban el árabe clásico y mezclaban groseramente la religión con el pashtunwali. En un comienzo tuvieron apoyo al lograr la imposición de la ley y el orden en un país convulsionado, pero luego aplicaron su propia versión de la sharia y el pashtunwali, persiguiendo al sufismo, a la shia y aplicando una iconoclasia rígida y absurda. Al lograr el control de Kabul, en 1996, sólo lograron el reconocimiento internacional de Pakistán, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos.
Ignorantes del mundo más allá de las fronteras afganas, su aislamiento se hizo más evidente cuando dieron asilo a las facciones más radicales del islamismo, como Al Qaeda. Y como nunca lograron el control total del territorio afgano, utilizaron a estos inmigrantes combatientes en la guerra civil contra los enemigos internos.
La suerte de los Taliban quedó sellada con los atentados de septiembre del 2001 en Estados Unidos: la coalición internacional apoyó a los antiguos enemigos de los Taliban y en pocas semanas desalojaron a este régimen de Kabul, debiendo esconderse en las montañas fronterizas con Pakistán. Por el acuerdo de Bonn entre las diferentes facciones afganas -excepto los Taliban- se arribó al consenso de que Hamid Karzai, pashtún Durrani del clan Popalzai, ocupara la presidencia provisional. El rey Zahir Shah, en el exilio, fue entonces un consejero del nuevo gobierno provisional. Si bien muchos pashtunes y no pashtunes apoyaban la restauración de la monarquía, este objetivo no estaba contemplado por el entonces gobierno de George W. Bush, por lo que fue descartada.
Se optó, entonces, por un régimen presidencialista fuerte y centralizado, en el que el presidente designa a los gobernadores y toma decisiones triviales para la vida de las comunidades, como el pago de sueldos a los maestros. Señala Barfield que esta fue una debilidad para Karzai, paradojalmente, ya que todo caso de corrupción e ineficiencia era atribuido al presidente. Asimismo, el autor remarca que la legitimidad en Afganistán no está dada por el origen democrático, sino por el ejercicio eficaz del poder, de modo que el respaldo en las urnas poco significó para la población.
Los Taliban e islamistas siguieron siendo financiados por Pakistán, en donde tuvieron asilo a pesar de su proclamada alianza con los Estados Unidos, buscando desestabilizar al país vecino. Karzai, que ganó la reelección en el 2009 en circunstancias que generaron el rechazo de la comunidad democrática occidental, aún no logró consolidar el poder del estado afgano y persiste el conflicto.
Thomas Barfield cierra el libro con comentarios sumamente interesantes sobre las alianzas económicas y políticas para un Afganistán que pueda progresar hacia la paz, la libertad y la mayor integración de su comercio internacional.
El enfoque desde la antropología arroja un torrente de luz en un conflicto de difícil comprensión para los occidentales, demostrando así, una vez más, el valor de los enfoques desde las más variadas disciplinas.
Thomas J. Barfield, Afghanistan. A Cultural and Political History. Princeton, Princeton University Press, 2010.
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miércoles, 3 de abril de 2013
"Poemas del río Wang", de Wang Wei.
Los veinte poemas que escribió Wang Wei en su casa a orillas del río Wang, en donde solía descansar lejos de la corte imperial, son una bella colección atravesada por diversas corrientes de pensamiento que entretejen la singular cosmovisión del milenario pueblo chino. Allí están presentes el taoísmo -en sus versiones filosófica y religiosa-, el budismo chan y el yin-yang.
Los poemas fueron traducidos y comentados por Pilar González España, quien traza bellas pinceladas con sus reflexiones tras cada poema, ayudando y provocando al lector a zambullirse en un océano de símbolos que sacude y conmueve, que se sugiere como un susurro al lector dispuesto a escuchar. Bien lo señala en su estudio preliminar: "Todo poema está abocado a decir lo indecible. La economía verbal está muy cerca del silencio físico y metafísico. Cuantas menos palabras, mayor es la ambigüedad, sus posibilidades significativas se multiplican hasta el infinito. Cuanto menos dice el poeta, más piensa y siente el lector, más dice el silencio".
Wang Wei, Poemas del río Wang. Madrid, Trotta, 2004.
Los poemas fueron traducidos y comentados por Pilar González España, quien traza bellas pinceladas con sus reflexiones tras cada poema, ayudando y provocando al lector a zambullirse en un océano de símbolos que sacude y conmueve, que se sugiere como un susurro al lector dispuesto a escuchar. Bien lo señala en su estudio preliminar: "Todo poema está abocado a decir lo indecible. La economía verbal está muy cerca del silencio físico y metafísico. Cuantas menos palabras, mayor es la ambigüedad, sus posibilidades significativas se multiplican hasta el infinito. Cuanto menos dice el poeta, más piensa y siente el lector, más dice el silencio".
Wang Wei, Poemas del río Wang. Madrid, Trotta, 2004.
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