El antropólogo Thomas Barfield nos invita a explorar, con la maestría de su pluma y la amplia visión de su especialidad, la historia de Afganistán desde el siglo XIX hasta el actual.
De variada composición étnica, Afganistán se halla al sur de lo que fue el Asia Central ocupada por el Imperio Ruso y luego la Unión Soviética, así como al noroeste del antiguo Raj Británico de la India -que incluía al actual Pakistán-, por lo que fue una de las piezas disputadas en el Gran Juego que tuvo lugar en la centuria decimonónica. En este atribulado país viven pashtunes, tadjikos, uzbekos, hazaras, turkmenos, nuristanis, baluchis y otras etnias menores, que a su vez se dividen en confederaciones tribales y clanes que son decisivos en la vida cotidiana de las regiones y comunidades. Los pashtunes, etnia que tendría un 40% de la población, también tienen fuerte presencia en Pakistán, sobre todo en la Provincia del Noroeste, otrora llamada North Western Frontier Province y ahora Federally Administered Tribal Areas (FATA). Dentro de los pashtunes, quienes tuvieron el rol predominante en el gobierno durante más de dos siglos fueron los Durrani, confederación que agrupa a las familias tribales más influyentes de Afganistán.
Para el autor, fueron las dos guerras contra los británicos las que afectaron sensiblemente la política interna de Afganistán. Por un lado, despertaron el deseo de lucha contra un ocupante al que consideraban infiel; por el otro, los emires instalados en Kabul fueron centralizando el poder en detrimento de las regiones. Es interesante observar que los emires, a pesar de su prédica interna en contra de los infieles -británicos o rusos-, recibieron jugosos estipendios del Raj británico que utilizaron para crear una vasta red de complacencia con las tribus cercanas. La centralización llegó a su clímax con el emir Abdur Rahman, que fue el único de los Durrani que pudo morir tranquilamente y dejar el trono en manos del sucesor previamente elegido. El emir Habibullah debió enfrentar las presiones para liberarse completamente de la tutela británica durante la primera guerra mundial. Empero, el Imperio Ruso y el Reino Unido ya habían terminado sus diferencias en 1907 y fueron aliados en la Gran Guerra contra las potencias centrales europeas. Habibullah recibió cartas del Kaiser Guillermo II y del sultán otomano para crear un frente de guerra contra la India, pero debió declarar la neutralidad afgana para evitar una eventual invasión ruso-británica. Muerto en circunstancias sospechosas aún no conocidas, su hermano Nasrullah se proclamó emir. Fue el tercer hijo de Habibullah, Amanullah, quien se rebeló con apoyo del ejército y logró el trono. En abril de 1919 proclamó la tercera guerra contra los británicos, de emancipación nacional y en términos de jihad, que finalmente terminó con la tutela sobre la política exterior afgana con el Tratado de Rawalpindi en agosto. La consecuencia económica, sin embargo, fue perjudicial para la monarquía, ya que significó el fin de los subsidios. El emir Amanullah ganó un enorme prestigio internacional y apoyó a los musulmanes en la India y las independencias de Jiva y Bujara en la guerra civil rusa. Esta fase panislámica de Amanullah fue breve, porque luego impulsó reformas en cuestiones matrimoniales, de impuestos y servicio militar, que despertaron la ira de los sectores religiosos más tradicionales. Los intentos del emir Amanullah de occidentalizar las costumbres y, en particular, de mejorar las condiciones de vida de las mujeres, fueron resistidos y provocaron una gran rebelión en 1929 que desembocó en una guerra civil y la caída del rey. Thomas Barfield nos recuerda que los pashtunes tienen un código de honor muy severo, el pashtunwali, que es el que rige sus costumbres. Si bien lo asimilan a la sharia, el pashtunwali es el que predomina y el que observan los sectores más tradicionales, tal como ocurrió con los Taliban a fines del siglo XX y comienzos del XXI. Finalmente se instauró la monarquía de Nadir Shah, tras un breve período del kohistani Habibullah, pero el nuevo rey fue asesinado en 1933. Lo sucedió su hijo Zahir Shah, que fue el monarca hasta el golpe de Estado de 1973.
Bien remarca Barfield que durante el extenso reinado de Zahir Shah no se introdujeron reformas sociales en las comunidades rurales, quedando el proceso de modernización restringido a Kabul. Zahir Shah logró tomar el control del gobierno recién en 1964, tras años en que tanto sus tíos como su primo Mohammed Daud ocuparon la función de primer ministro. Durante estos años de estabilidad y paz interna, los más extensos de la historia afgana, el país utilizó su posición fronteriza con la URSS para lograr créditos e inversiones tanto del bloque socialista como de Occidente.
En 1973, Mohammed Daud dio un golpe de Estado y proclamó la república, aunque el poder permaneció en las manos de la misma familia y de los Durrani. En 1978, la facción Jalq del Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA), de carácter socialista, dio un nuevo golpe contra Daud y buscó el apoyo soviético. No sólo emprendieron un proyecto audaz de revolución de la sociedad afgana, de ingeniería social, sino que además purgaron al propio partido de la facción Parcham, moderada, Y aquí, la visión del antropólogo viene en nuestro auxilio: los Jalq eran de la tribu Ghilzai (pashtún), por lo que buscaban desplazar a los Durrani del poder. Fue inevitable el levantamiento de los sectores más tradicionales contra la política socialista de los Jalq y, por ello, solicitaron el auxilio de la Unión Soviética, que invadió Afganistán en diciembre de 1979.
El autor señala que esta fue la mayor ruptura de la historia afgana, con consecuencias que persisten hasta el presente. Los pashtunes con una visión radicalizada del Islam se asentaron en Pakistán con apoyo económico de Arabia Saudí, con lo que se convirtieron en el sector opositor más numeroso y mejor financiado. Los gobiernos de Estados Unidos, deseosos de contener a la Unión Soviética en tiempos de la guerra fría, se volcaron por este sector a fin de derrumbar al nuevo estado socialista. Uno de los principales beneficiarios de esta ayuda fue Pakistán, que canalizó los fondos a través de su servicio de inteligencia, el ISI, que habrá de intervenir activamente en la política interna afgana.
Con Mijail Gorbachov como secretario general del PC soviético se comenzaron los cambios en Afganistán, reemplazando a Babrak Karmal por Najibullah, que desmontó parte del simbolismo socialista del PDPA. Hizo ofertas a las facciones rebeldes para integrar el gabinete, que fueron rechazadas por la presencia de las tropas soviéticas. Con el retiro de este ejército en 1989, Najibullah se presentó como un buen musulmán y nacionalista afgano, en tanto que la retirada de la URSS quitó incentivos a Estados Unidos y a Arabia Saudí para continuar financiando a los mujahidin, quedando Pakistán como única fuente de recursos para proseguir la guerra civil, en particular al líder islamista Hekmatyar.
El gobierno de Najibullah sobrevivió hasta 1992, cuando dejó de recibir fondos de la desaparecida Unión Soviética. Tras la instalación del gobierno de Rabbani y Hekmatyar, ambos rivalizaron por el poder en un país que ya no era importante en el tablero del poder mundial, con el fin de la guerra fría.
Fue en estas circunstancias en las que se nutrió el grupo de los Taliban, liderados por el Mullah Omar de Kandahar, que pretendía la instauración de un califato en Afganistán. Los Taliban, que significa "estudiantes", eran jóvenes que en su mayoría se socializaron en los campos de refugiados en Pakistán y que carecían de la formación elemental del Islam, puesto que ignoraban el árabe clásico y mezclaban groseramente la religión con el pashtunwali. En un comienzo tuvieron apoyo al lograr la imposición de la ley y el orden en un país convulsionado, pero luego aplicaron su propia versión de la sharia y el pashtunwali, persiguiendo al sufismo, a la shia y aplicando una iconoclasia rígida y absurda. Al lograr el control de Kabul, en 1996, sólo lograron el reconocimiento internacional de Pakistán, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos.
Ignorantes del mundo más allá de las fronteras afganas, su aislamiento se hizo más evidente cuando dieron asilo a las facciones más radicales del islamismo, como Al Qaeda. Y como nunca lograron el control total del territorio afgano, utilizaron a estos inmigrantes combatientes en la guerra civil contra los enemigos internos.
La suerte de los Taliban quedó sellada con los atentados de septiembre del 2001 en Estados Unidos: la coalición internacional apoyó a los antiguos enemigos de los Taliban y en pocas semanas desalojaron a este régimen de Kabul, debiendo esconderse en las montañas fronterizas con Pakistán. Por el acuerdo de Bonn entre las diferentes facciones afganas -excepto los Taliban- se arribó al consenso de que Hamid Karzai, pashtún Durrani del clan Popalzai, ocupara la presidencia provisional. El rey Zahir Shah, en el exilio, fue entonces un consejero del nuevo gobierno provisional. Si bien muchos pashtunes y no pashtunes apoyaban la restauración de la monarquía, este objetivo no estaba contemplado por el entonces gobierno de George W. Bush, por lo que fue descartada.
Se optó, entonces, por un régimen presidencialista fuerte y centralizado, en el que el presidente designa a los gobernadores y toma decisiones triviales para la vida de las comunidades, como el pago de sueldos a los maestros. Señala Barfield que esta fue una debilidad para Karzai, paradojalmente, ya que todo caso de corrupción e ineficiencia era atribuido al presidente. Asimismo, el autor remarca que la legitimidad en Afganistán no está dada por el origen democrático, sino por el ejercicio eficaz del poder, de modo que el respaldo en las urnas poco significó para la población.
Los Taliban e islamistas siguieron siendo financiados por Pakistán, en donde tuvieron asilo a pesar de su proclamada alianza con los Estados Unidos, buscando desestabilizar al país vecino. Karzai, que ganó la reelección en el 2009 en circunstancias que generaron el rechazo de la comunidad democrática occidental, aún no logró consolidar el poder del estado afgano y persiste el conflicto.
Thomas Barfield cierra el libro con comentarios sumamente interesantes sobre las alianzas económicas y políticas para un Afganistán que pueda progresar hacia la paz, la libertad y la mayor integración de su comercio internacional.
El enfoque desde la antropología arroja un torrente de luz en un conflicto de difícil comprensión para los occidentales, demostrando así, una vez más, el valor de los enfoques desde las más variadas disciplinas.
Thomas J. Barfield, Afghanistan. A Cultural and Political History. Princeton, Princeton University Press, 2010.
Bitácora de lecturas de Ricardo López Göttig. Historia, literatura, mitología, orientalismo y filosofía política.
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lunes, 22 de abril de 2013
"Afghanistan. A Cultural and Political History", de Thomas J. Barfield.
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sábado, 21 de abril de 2012
"Alquimia asiática", de Mircea Eliade.
Que la alquimia fue el precedente de la química es algo bien sabido pero, ¿qué buscaban en realidad estos alquimistas? Mircea Eliade separa dos nacimientos de la alquimia: una en China, inspirada por el taoísmo, y otra babilónica y continuada en Alejandría. En este libro, Alquimia asiática, trata sobre el desarrollo en China en su afán por lograr el rejuvenecimiento, una vida prolongada y, finalmente, la inmortalidad. De allí que, a criterio de Eliade, se distancie de lo que conocemos como la alquimia greco-egipcia que tuvo lugar en el Mediterráneo, que se habría caracterizado por criterios más científicos.
Lo que buscaban chinos e indios era la "piedra filosofal", la sustancia que transmutara los metales en oro alquímico. No para acumular oro -no era este el objetivo-, sino que esa sustancia era la que permitía prolongar la vida e, incluso, lograr la inmortalidad. Ese conocimiento alquímico se transmitía del maestro al discípulo iniciado, era una enseñanza de carácter esotérico. Eliade señala que muchos místicos de India y China consumían mercurio con la convicción de que esta sustancia ayudaría a extender los años de vida. En el caso de la India, Eliade lo relaciona estrechamente con el tantrismo.
En rigor, señala el reconocido historiador de las religiones, todos los alquimistas eran iniciados. Los alquimistas chinos eran taoístas; los de la India, estaban vinculados al tantrismo; en Egipto, eran gnósticos; en Grecia, eran de los grupos herméticos. De hecho, para ser alquimista y manejar ese conocimiento poderoso del elixir que prolonga la vida había que ser un iniciado, y sólo aquel que pasaba por el regressus ad uterum -un nuevo nacimiento-, podía alcanzar ese conocimiento.
Señala un aspecto interesante que quizás hoy muchos ignoren, y es que se creía que el oro era un fruto maduro de la tierra. Todos los minerales eran potencialmente oro, pero que eran sacados prematuramente. Es por ello que ese elixir o piedra filosofal hacía madurar los minerales en oro: un oro puro, el oro alquímico.
En Occidente, la alquimia tuvo auge gracias en los tiempos del Renacimiento, cuando llegó el influjo del neoplatonismo y el hermetismo -véase la figura de Marsilio Ficino, por ejemplo-. En los principios del siglo XVII nacerá la orden de los Rosacruces, que buscará la renovación universal a partir del conocimiento de la filosofía química, despertando la adhesión de numerosos seguidores. Un célebre alquimista fue Newton, que escribió numerosos escritos alquímicos que no publicó en vida, porque temía que este conocimiento se vulgarizara por los riesgos que ello conllevaba. Su descubrimiento de la fuerza de gravedad era una pieza más en su exploración de la relación del microcosmos -cuerpo humano- con el macrocosmos. De hecho, Newton habría intentado integrar la alquimia dentro de la filosofía mecánica. Eliade señala que "Newton y sus contemporáneos esperaban que la revolución científica tomase un rumbo muy distinto del que de hecho tomó". Lo que anhelaban era la perfección del hombre. Es decir, que el hombre hubiese sido capaz de restaurar la perfección original, perdida in illo tempore según todas las mitologías.
Mitos que, afirma Eliade y que yo suscribo, fueron reemplazados por el del progreso indefinido y de que la ciencia podrá eliminar todas las barreras de la vejez y la muerte.
Mircea Eliade, Alquimia asiática. Barcelona, Paidós, 1992. ISBN 978-84-7509-825-8.
Lo que buscaban chinos e indios era la "piedra filosofal", la sustancia que transmutara los metales en oro alquímico. No para acumular oro -no era este el objetivo-, sino que esa sustancia era la que permitía prolongar la vida e, incluso, lograr la inmortalidad. Ese conocimiento alquímico se transmitía del maestro al discípulo iniciado, era una enseñanza de carácter esotérico. Eliade señala que muchos místicos de India y China consumían mercurio con la convicción de que esta sustancia ayudaría a extender los años de vida. En el caso de la India, Eliade lo relaciona estrechamente con el tantrismo.
En rigor, señala el reconocido historiador de las religiones, todos los alquimistas eran iniciados. Los alquimistas chinos eran taoístas; los de la India, estaban vinculados al tantrismo; en Egipto, eran gnósticos; en Grecia, eran de los grupos herméticos. De hecho, para ser alquimista y manejar ese conocimiento poderoso del elixir que prolonga la vida había que ser un iniciado, y sólo aquel que pasaba por el regressus ad uterum -un nuevo nacimiento-, podía alcanzar ese conocimiento.
Señala un aspecto interesante que quizás hoy muchos ignoren, y es que se creía que el oro era un fruto maduro de la tierra. Todos los minerales eran potencialmente oro, pero que eran sacados prematuramente. Es por ello que ese elixir o piedra filosofal hacía madurar los minerales en oro: un oro puro, el oro alquímico.
En Occidente, la alquimia tuvo auge gracias en los tiempos del Renacimiento, cuando llegó el influjo del neoplatonismo y el hermetismo -véase la figura de Marsilio Ficino, por ejemplo-. En los principios del siglo XVII nacerá la orden de los Rosacruces, que buscará la renovación universal a partir del conocimiento de la filosofía química, despertando la adhesión de numerosos seguidores. Un célebre alquimista fue Newton, que escribió numerosos escritos alquímicos que no publicó en vida, porque temía que este conocimiento se vulgarizara por los riesgos que ello conllevaba. Su descubrimiento de la fuerza de gravedad era una pieza más en su exploración de la relación del microcosmos -cuerpo humano- con el macrocosmos. De hecho, Newton habría intentado integrar la alquimia dentro de la filosofía mecánica. Eliade señala que "Newton y sus contemporáneos esperaban que la revolución científica tomase un rumbo muy distinto del que de hecho tomó". Lo que anhelaban era la perfección del hombre. Es decir, que el hombre hubiese sido capaz de restaurar la perfección original, perdida in illo tempore según todas las mitologías.
Mitos que, afirma Eliade y que yo suscribo, fueron reemplazados por el del progreso indefinido y de que la ciencia podrá eliminar todas las barreras de la vejez y la muerte.
Mircea Eliade, Alquimia asiática. Barcelona, Paidós, 1992. ISBN 978-84-7509-825-8.
sábado, 1 de octubre de 2011
"Torneo de sombras", de Karl E. Meyer y Shareen Blair Brysac

Desde la expansión británica en la India y la anexión rusa de pequeños janatos en Asia central como Bujara y Jiva, era inevitable el choque de ambos imperios europeos en países como Afganistán y Tíbet. En un buen contrapunto, los autores describen las ambiciones, los prejuicios y las acciones de los gobiernos europeos por llevar su control al terreno. Así fue como los británicos invadieron Afganistán en dos ocasiones -con resultados adversos- en la centuria decimonónica, temiendo que ese complejo país llegara a ser dominado por los rusos y, con ello, amenazaran su imperio en la India. De gran interés resultan, entonces, las expediciones geográficas, cartográficas, botánicas, zoológicas y etnológicas que impulsaron ambos colosos europeos, ya sea de científicos propios, o bien de otras nacionalidades. Tanto la Royal Geographical Society como la Sociedad Geográfica Imperial de Rusia fueron promotoras de la investigación en esa extensa geografía, a fin de recabar todos los conocimientos que pudieran ser útiles para la guerra como la posesión en tiempos de paz. Audaces y, en varias oportunidades, chiflados exploradores de Europa, Asia y América se lanzaron a trazar mapas, buscar el nacimiento de los ríos, recabar especímenes y conocer lenguas. Sus hazañas recibían el aplauso de entusiastas lectores que, fascinados por adentrarse en esas latitudes enigmáticas, devoraban los libros de los audaces aventureros.
Esa rivalidad se conoció por los ingleses, en el siglo XIX, como el Gran Juego (Great Game) y como el Torneo de Sombras, por los rusos.
Con la revolución bolchevique y la creación de la Unión Soviética, se generó una nueva rivalidad en la que el Tíbet ocupó un lugar central, dada su situación ambigua con respecto a la República China. Tanto británicos como soviéticos tuvieron especial interés en esa vasta región, en la que desplegaron su política para acercarse al XIII Dalai Lama y al IX Panchen Lama, enemistados.
Los alemanes, por su lado, intentaron apelar a los sentimientos nacionalistas en las dos guerras mundiales. En la primera conflagración, el kaiser Guillermo II intentó provocar el levantamiento de los pueblos de Asia Central; luego, el nazismo promovió expediciones al Tíbet, patrocinadas por Heinrich Himmler, en las que buscaban las raíces arias comunes con los tibetanos... En ambas contaron con el visto bueno del explorador sueco Sven Hedin.
Asia Central atrajo y sigue atrayendo las fantasías. Así fue como los teósofos ubicaron a la mítica Shambhala en esa región, Agvan Dorzhev intentó que el Tíbet fuera protegido por el Zar-Bodhisattva, los nazis quisieron creer en que los mitos de Thule y Shambhala eran el mismo, y que los tibetanos eran arios, Nicholas Roerich habló del Zar Rojo (Lenin) y también entusiasmó al secretario de Agricultura, y luego vicepresidente de Estados Unidos, Henry Wallace...
El libro es fascinante porque la historia de la región lo es. Es un texto que invita a seguir estudiando y leyendo sobre Asia Central.
Karl E. Meyer y Shareen Blair Brysac, Torneo de sombras. Barcelona, RBA, 2008. ISBN 978-84-9867-182-7
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