La trayectoria se inicia con Hegel y su concepción del Estado, sosteniendo que los individuos debían ser guiados por el poder para alcanzar la "verdadera libertad", que consistía en la obediencia y el sacrificio. Su concepción dialéctica influyó en las diversas corrientes hegelianas que le siguieron, ya fueran de izquierda o derecha, pero todas ellas con el elemento común de la supresión de la individualidad al servicio de un ente superior. Ludwig Feuerbach continuó por este camino, pero sostuvo que lo material determinaba al mundo del pensamiento; Moses Hess, por su parte, al materialismo le añadió la idea de la pauperización creciente de las masas, sosteniendo que sólo una sociedad comunista -tras una serie de contradicciones llegaba a esta síntesis final- podía lograr la auténtica emancipación y realización de la humanidad, y que, como buen hegeliano, creía que la Historia iba en este sentido.
Los textos de Hegel, Feuerbach, Hess y Wilhelm Weitling influyeron en el pensamiento de Friedrich Engels desde muy joven. Engels, siguiendo a Hegel y Feuerbach, antropomorfizó a la Historia Universal y vio en ella un designio y sentido hacia la liberación humana. De Weitling tomó el concepto de que fue el inicio de la propiedad privada y el abandono de la propiedad comunitaria lo que provocó la división entre poseedores y proletarios, entre ricos y explotados. Ese "pecado original" habría de ser redimido por la Historia, con el triunfo de los proletarios y la propiedad colectiva, y en donde Engels estaba convencido de la inminencia de la revolución era en Gran Bretaña, Francia y Alemania. Weitling y Hess, en este sentido, formaban parte de la "Liga de los Justos" que auspiciaba esta liberación en los países mencionados. Engels, pues, reemplazó la rigidez de sus creencias religiosas cristianas por las de un nuevo dogma, la Historia y su redención final.
Karl Marx bebió de todas estas fuentes y así lo expresó en sus primeros escritos. En sus obras publicadas entre 1845 y 1848 (La ideología alemana, La pobreza de la filosofía y el Manifiesto del Partido Comunista, junto a Engels) quedó conformado el núcleo central del canon del pensamiento marxista, continuando lo que ya habían escrito Hess y Engels. Marx y Engels estaban convencidos de que la historia tenía un sentido, una teleología que llevaba inexorablemente a la liberación humana. Tenía un sentido moral, de redención final, tras atravesar un extenso purgatorio. En este esquema no había espacio para la voluntad humana: la Historia tenía leyes inexorables que se cumplían más allá de lo que hicieran o no los individuos.
mantenía un férreo paternalismo del Zar.
Chernyshevsky planteaba la idea de los "nuevos hombres", los "salvadores". Estos eran, en la concepción que habría de desarrollar Lenin, los revolucionarios profesionales que "inyectarían" la conciencia de clase en los proletarios que, hasta ese momento, estaban sin guía. Sin la dirección de estos iluminados, los proletarios sólo alcanzarían la conciencia gremial, pero no la de clase. Si bien en el pensamiento de Marx y Engels no hay espacio para las decisiones individuales, tampoco resultaba claro cuál era el margen para el libre albedrío si la Historia era inexorable en sus leyes del desenvolvimiento de la humanidad. Aquí hubo, pues, una innovación de Lenin para articular a los elementos revolucionarios y poner como objetivo la toma del poder. El libro de Chernyshevsky que influyó en Lenin se llamaba Qué hacer (что делать): el revolucionario ruso tomó ese mismo nombre para el texto en el que desarrolló los primeros contornos de lo que luego habría de conocerse como marxismo-leninismo. Ya en sus primeros pasos, la versión heterodoxa del leninismo fue severamente cuestionada por Rosa Luxemburgo, quien advirtió sobre la hipercentralización en torno a un líder y su dogmatismo cuasi-religioso. Estas críticas también las expresó Nikolai Berdiaev. Ya en 1906, Berdiaev anticipó que Lenin y los suyos impodrían un "socialismo religioso" y un Estado absoluto que anularía todas las libertades. Lenin fue implacable con todos sus críticos, reales o imaginarios, y los acusó sistemáticamente
como "burgueses".
El nacionalsocialismo alemán, que no surgió con Hitler sino que sus raíces se encuentran en la centuria decimonónica, se asentaba en un antisemitismo de nuevo cuño. James Gregor explora los trabajos de Richard Wagner -que buscaba recrear la religión germánica a través de su arte, para oponerla al cristianismo al que consideraba judaizado- y del conde de Gobineau, que desarrolló los cimientos de la teoría racial de la pretendida superioridad aria.
Gobineau aseveraba que sólo los arios, y entre ellos específicamente los germanos, eran los creativos que habían plantado las semillas de las grandes civilizaciones, como India, China, Mesopotamia, Egipto, Grecia y Roma. Pero que, al mezclarse con otros grupos, se degeneraban intelectualmente y con ellos comenzaba la decadencia de sus culturas. La raza, para Gobineau, era portadora de características genéticas que se expresaban en distinciones físicas, intelectuales y conductuales. En esta línea argumental prosiguió Houston Stewart Chamberlain. Para todos ellos, tanto los judíos como su concepción religiosa incidieron negativamente en el desenvolvimiento de los germanos, e incluso Chamberlain sostuvo que Jesús debió haber sido un ario.
Gregor observa atinadamente que Hitler no era una persona que citara libros o autores, y que su biblioteca se perdió. Si bien se puede deducir que se formó en este clima de pensamiento völkisch racista y antisemita, hubo otros personajes de su entorno que pudieron articular una concepción elaborada. Uno de ellos fue Alfred Rosenberg, quien pasó a la historia como el gran ideólogo del nazismo. Rosenberg, que nació en Estonia en tiempos del Imperio Ruso, tuvo una gran infuencia en Hitler quien, totalmente enfocado en la política, tomó sus ideas a grandes trazos. En su concepción racista, los nórdicos no sólo ocupaban la máxima jerarquía en la escala humana, sino que además para desarrollarse plenamente debían ocupar un "espacio vital" (Lebensraum) y fundamentalmente dedicarse a la vida rural, ya que las grandes ciudades corrompían. Los otros pueblos debían ser dominados por minorías nórdicas. Asimismo, el esquema de Rosenberg no sólo incluía la "pureza racial" -las mezclas habían "debilitado" a los nórdicos-, sino también la creación de una iglesia alemana, despojada de los elementos judíos del cristianismo. Adolf Hitler no quiso entrometerse con la religión durante la guerra, dejando este capítulo para después del conflicto bélico, aunque hay indicios de que quería favorecer una religión que recuperara las viejas creencias nórdicas precristianas. Los elementos religiosos aparecen en el nacionalsocialismo: la idea de una redención y del milenarismo, los rituales, las verdades incuestionables, aunque también con apariencia científica.
Las ideologías racistas fueron derrotadas en la segunda guerra mundial, pero no el marxismo-leninismo. Gregor dedica su último capítulo al maoísmo y a Pol Pot, derivados del marxismo soviético, aunque con el protagonismo de los campesinos, en un apartamiento completo del marxismo tradicional. El libro finaliza con una serie de reflexiones sobre otras corrientes nacionalistas autoritarias, aunque despojadas de la narrativa religiosa que tuvieron los fenómenos totalitarios.
Un texto que provoca reflexión, que despierta curiosidad y que genera interés en torno al siglo más sangriento de la historia humana.
A. James Gregor, Totalitarianism and Political Religion: An Intellectual History. Stanford, Stanford University Press, 2012.
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