Creó su propio diario, Il Popolo d'Italia, para sostener la participación de Italia en la Gran Guerra contra Alemania y, en particular, contra el Imperio Austro-Húngaro. Esto significaba la ruptura de la llamada Triple Alianza. Finalmente, en 1915 rompió esa alianza para sumarse con sus armas a Francia y Gran Bretaña, con el objetivo de ocupar la costa dálmata, la ciudad del Fiume (actual Rejika) y el Alto Adigio. Tras ser herido en el frente de guerra, Mussolini retornó a Milán para seguir escribiendo a favor del patriotismo y el refuerzo de las tropas en la guerra.
Los resultados, no obstante, no fueron los buscados. Italia sumó al Alto Adigio pero no logró recompensas en el Adriático. Los efectos de la revolución bolchevique se hicieron sentir en la península, provocando huelgas y despertando sueños revolucionarios en los socialistas. Gabriele D'Annunzio fue una voz que se alzó en clave nacionalista y ocupó Fiume durante unos meses, ante la pasividad de las fuerzas armadas italianas y el gobierno. Benito Mussolini, que observaba con cautela, no se sumó a esta aventura. Sabía que a los italianos no les preocupaba la adquisición de territorios en la costa dálmata. De allí que se proclamara como un sostén del orden frente a los socialistas, y aprovechó a los grupos escuadristas que se enfrentaban a los huelguistas. En la práctica, los escuadristas -antiguos combatientes y jóvenes- no le obedecían a él, sino a líderes locales a los que se llamaba "ras". Sin embargo, con suma habilidad supo crearse la imagen de líder que los impulsaba y, a la vez, que controlaba su fuerza para que no se desbordaran.
Con estos elementos conformó el Partido Nacional Fascista. El liberal Giovanni Giolitti, acechado por el Partido Socialista y el Partido Popular (católico), sumó al fascismo al Bloque Nacional en los comicios parlamentarios, con la esperanza de controlar esa fuerza. Al renunciar Giolitti, lo sucedió Facta, señal de un régimen que se iba debilitando frente a las amenazas emergentes. Martin Clark remarca el carácter improvisado y aventurero de Mussolini al llegar al poder tras la demostración de fuerza en la marcha sobre Roma, de 1922, una jugada que le resultó afortunada porque el Rey Víctor Manuel III no quiso detenerlo pero, sobre todo, por el vacío político en el que actuaba. Y en la política, como en la naturaleza, existe el horror vacui y alguien o algo siempre, siempre lo ocupa.
Martin Clark traza una neta distinción entre el fascismo y el mussolinismo: el fascismo era el escuadrismo y, cuando Mussolini lo fue desactivando para darle importancia al Estado, se fue transformando en un culto a la figura del Duce. En rigor, nunca hubo una definición del fascismo ni Mussolini jamás logró articular una visión de la historia del movimiento que encabezaba, por lo que sus pretensiones totalitarias -que las manifestó- nunca las pudo desplegar. Fue un régimen autoritario, sí, pero que nunca logró el control total de la sociedad italiana y que debió convivir con contrapesos tradicionales: la Iglesia, la monarquía, las fuerzas armadas, la aristocracia. Y a pesar de su voluntad de crear un hombre nuevo italiano, buscando antecedentes en la antigua Roma, sólo consiguió que una gran mayoría de los italianos fuera a-fascista, logrando acomodarse en la vida cotidiana a los requerimientos del régimen.
Mussolini ambicionaba crear un gran imperio mediterráneo y africano. Esto lo condujo a la invasión de Etiopía, una nación independiente que integraba la Liga de las Naciones. Desde Eritrea y Somalía italiana, ambas colonias, se lanzó un ataque contra este antiguo imperio africano y fue repudiado especialmente por el Reino Unido. La voz más fuerte fue la de Anthony Eden. Mussolini se sintió descolocado por el rechazo británico y francés, ya que Italia había sido aliada de estos países en la primera guerra mundial. La Liga de las Naciones llamó a aplicar sanciones económicas a Italia, lo que le dio a esta guerra una gran popularidad al herir el orgullo nacional. La victoria militar le dio impulso a Mussolini y la corona imperial fue otorgada a Víctor Manuel III. No obstante, el costo de esta guerra fue su alejamiento de Gran Bretaña y Francia, con el consecuente acercamiento a Alemania. Esto se tradujo en un guiño favorable a la ocupación militar alemana de Renania, el visto bueno a una mayor ingerencia de Berlín en Austria y hasta una aproximación a las posturas antisemitas. Esperaba, ingenuamente, que Hitler lo tomara como un par y que le dejara tener las manos libres en el Mediterráneo, los Balcanes y África. Si bien el dictador alemán estaba obsesionado con la limpieza étnica y la ocupación de Europa Oriental, nunca establecieron claramente sus respectivas esferas de influencia ni tampoco coordinaron políticas exteriores comunes. Mussolini, solo y sin nadie en quien confiar, se fue plegando a los deseos del régimen nazi y se fue transformando en un actor de segunda. La participación italiana en la guerra civil española, a favor de Franco, fue creando informalmente el Eje antes de que existiera un pacto en ese sentido.
Martin Clark dedica un último capítulo a los historiadores del período fascista, una cuestión difícil en sí misma, y que el fin de la guerra fría ayudó a abrir nuevas puertas para la investigación.
Martin Clark, Mussolini. London, Routledge, 2014.
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