sábado, 27 de enero de 2018

"Churchill, the Unexpected Hero", de Paul Addison.

Durante el siglo XX, los europeos se enzarzaron en conflictos bélicos que arrastraron al resto del planeta. Además de la gigantesca pérdida en vidas, de las mutilaciones y heridas, de la destrucción de bienes, las antiguas potencias del continente se vieron desplazadas por dos emergentes que los fueron reemplazando en la posguerra.
Consecuencia o continuación de la primera guerra, durante el período de entreguerras se iban dibujando los contornos del infierno que se desató en 1939. Winston Churchill fue uno de los pocos que anticiparon la guerra, aun cuando la mayoría prefería no ver el desastre hacia el cual se encaminaban.
En esta biografía introductoria, el autor desarrolla la formación del carácter de Churchill, un hombre al que muchos de sus contemporáneos lo miraron con recelo. Su juventud transcurrió en la era victoriana y él prolongó esa vivencia a lo largo de su existencia. De familia aristocrática, descendiente del duque de Marlborough, hijo del político conservador Randolph Churchill, se inició en la vida militar y como tal participó en distintos escenarios, siendo el más notorio el de la guerra de los Boers, en Sudáfrica. Pero no un hombre que sólo usaba la espada, sino también utilizaba su pluma en el periodismo y como autor de libros, que le valieron una gran fama más allá de su país. Supo congeniar su ambición política con la formación militar y su trabajo de escritor, lo que lo catapultó al parlamento británico. Comenzó como tory, siguiendo la tradición familiar, luego se pasó al Partido Liberal y, en los años 20, retornó al conservadorismo. Estos dos tránsitos y su personalidad egocéntrica, hicieron que muchos políticos lo vieran como un personaje sin principios. 
En su etapa liberal, muy cercano a los sectores radicales de reforma social, hizo su carrera junto a Lloyd George. Fue Primer Lord del Almirantazgo hasta el fracaso de la operación en Gallipoli, en 1915, en el estrecho de los Dardanelos. Luego ministro de armamentos durante la Gran Guerra. No obstante, se separó de las filas liberales cuando los laboristas comenzaron a tener un gran peso, volviendo al seno del Partido Conservador. Su sueño era formar un gran partido político que sirviera de contención al socialismo, reuniendo a conservadores y liberales, lo que nunca ocurrió. En el nuevo gobierno tory, fue ministro de finanzas (Chancellor of Exchequer), pero su paso no fue exitoso ya que al retornar al patrón oro, se generó deflación y desempleo en Gran Bretaña. 
Para recuperar su protagonismo, se transformó en un férreo opositor a la política con respecto a la India: no sólo se oponía a la eventual independencia, sino también a su elevación a la categoría de dominio. En su visión, hindúes y musulmanes entrarían en conflicto y sólo la presencia británica podía mantener el orden en el Raj Británico. Asimismo, suponía -equivocadamente- que los líderes nacionalistas de India no tenían gran popularidad. Con el retorno de los conservadores al poder en 1931, Churchill no fue llamado a ocupar un puesto en el gabinete. 


Desde su escaño, se convirtió en una voz de alerta frente al ascenso del nazismo, cada vez más clara y evidente. Él tenía una gran simpatía por el sionismo y rechazaba la política antisemita de Hitler; pero lo que más le preocupaba era la pérdida del equilibrio de poder en el continente, ya que advertía que las ambiciones del nazismo no se limitaban a reunir a todos los alemanes en un solo Estado. Esto fue evidente cuando los alemanes invadieron y anexaron al llamado "protectorado de Bohemia y Moravia" en marzo de 1939, liquidando los restos de Checoslovaquia. Neville Chamberlain, quizás a su pesar, convocó a Churchill nuevamente como Primer Lord del Almirantazgo, para preparar a la Armada para un conflicto bélico que se hacía cada vez más inevitable. En 1940, ante la arrolladora invasión alemana a Francia, Chamberlain dimitió y dejó su paso a Churchill como primer ministro, quien formó un gobierno de unidad con los laboristas y liberales. Como jefe de gobierno, supo inspirar a millones de conciudadanos por su voluntad férrea de combatir por la integridad del Imperio y no rendirse ante Hitler. 
El autor señala que Churchill se concentró en el escenario europeo y supuso, erróneamente, que las fuerzas británicas en Asia Oriental y Sudoriental podrían contener eventuales ataques japoneses. Cuando la URSS fue invadida en junio de 1941, no dudó en brindar su apoyo al régimen de Stalin, a pesar de todo su rechazo por el sistema comunista. Al ingresar los Estados Unidos en la guerra, en diciembre de ese año, Gran Bretaña dejó de estar sola en el frente occidental. De madre estadounidense, Churchill aspiraba a una coalición militar de los países de habla inglesa y que, victoriosos, habrían de mantener su predominio planetario tras la conflagración. 
El autor remarca la sorpresa de Churchill en haber logrado que Stalin respetara que Grecia fuera parte de la esfera de influencia británica. Y es que Stalin quería tener las manos libres en Polonia por una cuestión defensiva ante una revancha germana en el futuro, así como consolidar lo obtenido por el Pacto Ribbentrop-Molotov de 1939. Si bien el primer ministro era un hombre de inteligencia desbordante y gran visión, tomó decisiones erróneas durante el transcurso de la guerra, pero que no significaron su cuestionamiento al frente del gobierno. 
Remarca que Churchill era un hombre que se sentía pleno en tiempo de guerra y que, curiosamente, le fue favorable perder los comicios de 1945, mientras estaba en las sesiones de la conferencia de Potsdam. Influido por F. A. Hayek, su campaña electoral se centró en advertir por el peligro del avance del socialismo de la mano de un gobierno laborista. Lo cierto es que su sucesor, Attlee, debió hacer frente a los desafíos de la posguerra y comienzos de la guerra fría, años tremendamente difíciles y de gran austeridad para los ciudadanos británicos. En ese contexto, además, tuvo lugar la guerra de Corea. De modo que Churchill, que siguió presidiendo el Partido Conservador en la oposición, se transformó en un estadista de proyección mundial que advirtió tempranamente, en 1946, sobre la pesada cortina de hierro que se iba extendiendo en Europa Oriental. Y si bien en ese momento despertó el rechazo de sus contemporáneos -todavía había buena voluntad hacia la URSS-, en poco tiempo demostró que una vez más estaba en lo cierto, tal como había acontecido con la amenaza nazi. Esos años en que sirvió como líder de la oposición, fueron fructíferos para el desarrollo de su carrera literaria, en los que escribió su libro de varios tomos sobre la segunda guerra mundial, utilizando documentación hasta entonces inédita. En 1951 volvió a ganar los comicios generales y retornó a Downing Street 10, con muchos de sus antiguos colaboradores, entre ellos Anthony Eden en el Foreign Office. Fatigado y cada vez más alejado de los problemas internos, presentó su renuncia y lo sucedió Eden en 1955. En 1953 recibió el Premio Nobel de Literatura, lo que ponía de relieve que se trataba de una figura política que trascendía las estrechas fronteras de la función pública, para proyectarse como un estadista que, además, pensaba y escribía. Y lo hacía realmente bien.
El autor lo retrata como un hombre vivió intensamente, que supo construir un mito en torno suyo y que no resultó indiferente para sus contemporáneos. Tuvo entusiastas y detractores. Hombre de contradicciones y prejuicios típicos del siglo victoriano, tuvo como meta mantener la unidad del Imperio. Fue leal al sistema de la monarquía parlamentaria y nunca intentó ponerse por encima de las instituciones. Excéntrico, dispendioso, amante del alcohol y los cigarros, centrado en sí mismo, supo enfrentar el mayor desafío para la existencia de su país y de la civilización en el siglo XX, y lo hizo con toda su energía e inteligencia. Sin lugar a dudas, una de las grandes figuras de la centuria pasada.

Paul Addison, Churchill, the Unexpected Hero. Oxford, Oxford University Press, 2015.

domingo, 21 de enero de 2018

"Ritual Murder in Russia, Eastern Europe, and Beyond", de Eugene Avrutin et al.

Varios autores, especialistas en historia judía, se han reunido en este libro para tratar las diferentes facetas de una antigua acusación que recorrió Europa y Asia durante siglos: el libelo de sangre. De acuerdo a un relato muy extendido en la geografía y el tiempo, muchos infanticidios fueron atribuidos desde la Edad Media hasta inicios del siglo XX al ritual de matar niños cristianos, durante Pésaj, para hacer matzá con la sangre de las víctimas. Lo que a todas luces es una fantasía macabra, no obstante, fue creída en la Europa occidental y luego se transmitió hacia el centro y Este europeos, incluso llegando a Damasco en la actual Siria. 
Los autores estudiaron varios de estos casos en la Rusia imperial, Austria-Hungría y Alemania. En el caso de la Rusia zarista, en donde los judíos sólo podían vivir en la llamada "zona de residencia" en la parte más occidental del reino, la animosidad de los funcionarios era evidente tanto en los procesos judiciales como en el trato cotidiano. En las actuales Polonia y Lituania, entonces partes de ese imperio, también había un fuerte prejuicio, ya que eran observados como elementos extraños en plena tensión de los nacionalismos emergentes.
Los autores remarcan el giro "científico" de la acusación del libelo de sangre: ya quedaban atrás los argumentos teológicos para dar paso a la medicina -en gran medida teñida de la pseudociencia de la eugenesia- y la descripción etnográfica. El capítulo de Marina Mogilner traza esta transformación, y toma el ejemplo de cómo el pueblo de los udmurtos es descripto como salvaje -y que podían celebrar sacrificios humanos-, siguiendo los parámetros de las concepciones etnológicas de Tylor, en contraste con la civilización blanca, cristiana y rusa. A partir de entonces, el darwinismo social ingresó en la escena para establecer límites entre razas, fijando conductas de acuerdo a rígidas tipologías genéticas. Vladímir Jabotinsky tomó este discurso y sostuvo que la sangre era determinante, y que los judíos iban a salir de su degeneración y deterioro racial sólo si volvían a su tierra de origen en Medio Oriente. 
El capítulo dedicado a Dostoievski, Rozanov e Isaac Babel es singularmente rico en su tratamiento de los tres autores. Dostoievski, un eslavófilo antisemita, conocía la literatura racial pero su concepción no era de ese tipo, y aspiraba al triunfo de la ortodoxia rusa. Contribuyó en gran medida a propagar la idea del judío como un individuo materialista que sólo busca sacar provecho de los no judíos, y que este pueblo era perjudicial para Rusia. Para Vasili Rozanov, en cambio, era admirable la vitalidad del pueblo judío: la clave estaba en la aceptación de lo carnal, al contrario del ascetismo cristiano. Para Rozanov, los judíos eran "hijos del sol". De acuerdo a sus contradictorias hipótesis, los textos judíos son crípticos para el no judío, pero su propósito esencial es el asesinato ritual y el uso de la sangre. A esa conclusión llega, por ejemplo, cuando señala la ausencia de vocales en el hebreo...
Ronald Weinberg nos introduce al pensamiento mágico de los últimos años de la Rusia zarista, que tanto influyó en círculos políticos en los que el antisemitismo fue una de las marcas descollantes. En el juicio a Mendel Beilis en 1913, acusado de haber realizado un asesinato ritual, movilizó los recursos de las autoridades para implicarlo no sólo personalmente a él, sino también echar un manto de sospecha colectiva sobre la comunidad judía. Sin embargo, Mendel Beilis fue declarado inocente. 
Beilis emigró a Palestina y luego a los Estados Unidos, en donde se transformó en una persona que hasta 1930 vivió de las ayudas económicas de la American Jewish Committee y otras organizaciones, victimizándose y advirtiendo que cometería suicidio si no era asistido. Incluso llegó a coquetear con la idea de ser protagonista de un vaudeville en New York, lo que evidentemente hubiera dañado la reputación de la comunidad judía local. Cuando en 1930, ya cansados de sus actitudes, le avisaron que debía procurarse un empleo, dejó de circular en las organizaciones judías exigiendo sostén económico.
El libro se cierra con los capítulos dedicados al antisemitismo en la URSS que, como tal, fue prohibido por las autoridades soviéticas por una razón específica: se había extendido, durante la guerra civil en la que se impuso el Ejército Rojo, que el Partido Bolchevique estaba compuesta por una abrumadora mayoría de judíos. Por consiguiente, la crítica antisemita equivalía al cuestionamiento a la instauración soviética. No obstante, tras la segunda guerra mundial hubo una oleada antisemita desplegada por las propias autoridades soviéticas con Stalin a la cabeza, pero no en tanto "judíos", sino como agentes del sionismo, o "cosmopolitas", que colaboraban con los Estados Unidos y Gran Bretaña para deponer al socialismo. En esta narrativa, si bien ya desconectada con la leyenda del asesinato ritual, se inscribe la supuesta conspiración de los médicos contra Stalin y otros jerarcas del Partido Comunista. El hecho de que fueran médicos se vinculaba con el supuesto apego de los judíos por la sangre y el cuerpo humanos. 
El pogrom de Kielce, en 1946 en Polonia, comenzó con la acusación del asesinato ritual: la propaganda nazi también había dejado plantadas sus semillas en Polonia, los países bálticos y Ucrania, en donde el regreso de los sobrevivientes judíos a sus antiguos hogares no era bien recibido por aquellos que se habían apoderado de sus casas y bienes. 
Esta leyenda, que nació en el siglo XII en el occidente europeo, se esparció hacia el Este y llegó hasta el siglo XX, aunque ya desprovisto de connotaciones religiosas y, con frecuencia, adornado por el discurso científico. Se trata de una de las facetas del prejuicio antijudío, el rechazo del "otro", la deshumanización y demonización de aquel que es visto como un extraño.

Eugene Avrutin, Jonathan Dekel-Chen et al., Ritual Murder in Russia, Eastern Europe, and Beyond: New Histories of an Old Accusation. Bloomington, Indiana University Press, 2017.

jueves, 11 de enero de 2018

"Zionists in Interwar Czechoslovakia", de Tatjana Lichtenstein.

Este libro trata sobre el desarrollo del sionismo en un período sumamente interesante y complejo de la historia checa y eslovaca, como es el de la Primera República checoslovaca, entre 1918 y 1938. Tatjana Lichtenstein, profesora de Estudios Judíos en la Universidad de Texas, trata la relación fluida que tuvo el liderazgo sionista con las autoridades checoslovacas, y cómo se fue desenvolviendo una dinámica de colaboración entre ambas partes. 
En términos generales, los judíos del Imperio Austro-Húngaro veían a la monarquía danubiana como un factor de protección y, por consiguiente, le eran leales. El comportamiento de las tropas rusas contra los judíos en la región de Galitzia, con sus pogroms, llevó a que miles de judíos debieran refugiarse en Moravia y Eslovaquia, recibiendo ayuda internacional. Esto fortaleció el apego de los judíos del Imperio hacia la institución monárquica, pero a la vez puso en evidencia el amplio círculo de apoyo que tenían en Estados Unidos. Los nacionalistas checos observaron esta relación con desconfianza, ya que por un lado querían la derrota del Imperio, y a su vez eran eslavófilos y querían restaurar el Reino de Bohemia con un príncipe de la familia Románov. No obstante, la figura del profesor Masaryk, exiliado en Occidente y que gestionaba activamente el reconocimiento de la independencia checoslovaca, era reconocido por las comunidades judías ya que, contra la corriente, era un fuerte crítico del antisemitismo y así lo demostró con el caso de Leopold Hilsner, acusado de "ritual de sangre" en 1899, al salir en defensa del acusado. De allí nació una estrecha alianza de Masaryk con el sionismo de Bohemia. 
Checoslovaquia nació como una alianza entre checos y eslovacos para constituir una república que pudiera frenar las aspiraciones irredentistas de alemanes y húngaros, dos minorías que también poblaban el nuevo país. En este esquema, el predominio checo se gestó desde un Pragocentrismo que no fue del agrado del componente eslovaco, pero que vio a esta alternativa como menos mala ante el irredentismo magiar. Fue así como la heterogénea comunidad judía de Checoslovaquia desplegó estrategias de reconocimiento y renovación, en especial el sector sionista. Por un lado, pudo ser reconocida como una minoría nacional -y así logró figurar en los censos de 1921 y 1930-, pero con la singularidad de no tener una lengua propia que los identificara. El concepto de nacionalidad europea, ligada a una lengua, no existía en este caso y se lo atribuía a razones históricas. Esto era un paso importante para el sionismo pero que, a pesar de todos sus esfuerzos, no logró que este reconocimiento como una minoría nacional se tradujera en apoyo gubernamental para la creación de escuelas judías solventadas por el Estado checoslovaco, como sí era el caso con las otras minorías, siguiendo a grandes rasgos la política autrohúngara. Los judíos de Bohemia y Moravia hablaban checo o alemán; los de Eslovaquia en idish, eslovaco o húngaro; los de la lejana Rutenia/Rusia subcarpática en idish y muy pocos en hebreo.
Para los sionistas checoslovacos era fundamental transmitir su lealtad patriótica hacia el nuevo Estado, y consideraban que el fortalecimiento del carácter nacional judío resultaba en provecho de la república. Desde la creación y financiamiento de escuelas privadas judías -en donde se enseñaba checo, alemán y hebreo- hasta las organizaciones deportivas como Macabi, hubo un objetivo deliberado de promover valores y actitudes que proyectaran su respetabilidad como comunidad e individuos en 
el entorno checoslovaco.
T. G. Masaryk en Jerusalem
A diferencia de los países vecinos, y que se hará más evidente en los años treinta, desde el Estado checoslovaco no se hacían campañas ni se aplicaban políticas antisemitas. De hecho, fue el oasis de los refugiados de Alemania, Austria y luego de los Sudetes, hasta que en marzo de 1939 las regiones de Bohemia y Moravia fueron invadidas y declaradas "protectorado" por la Alemania nazi. 
Ahora bien: los sionistas de Checoslovaquia debieron enfrentar varios desafíos internos en su propia comunidad. El primero, el de la heterogeneidad, ya que los judíos de Bohemia y Moravia eran mayormente de clases medias, profesionales, empresarios o comerciantes, con una mentalidad cosmopolita; los judios de Eslovaquia, en cambio, se hallaban en una escala desplazada por los húngaros y, finalmente, los de Rutenia eran en su abrumadora mayoría campesinos ortodoxos y jasídicos, en una región que apenas había sido tocada por la modernidad europea. El segundo desafío era el de la asimilación, el de aquellos que optaban por estrategias de acomodamiento al entorno y por ello no le veían sentido al renacimiento judío que buscaban los sionistas. El tercero fue el de la "asimilación roja": el Partido Comunista fue el gran rival del sionismo, ya que prometía el fin del conflicto a través de su incorporación en la gran familia proletaria mundial. La URSS, a través de su propaganda de las granjas en Crimea y la creación de Birobidjan, dándole un sentido a la existencia con su utopía socialista, tenía un atractivo colosal que el sionismo apenas podía enfrentar en el terreno político e ideológico. Y sobre todo en los años treinta, en que las alternativas para los judíos se reducían al sionismo y al comunismo. Los sionistas, en ese estrecho contexto, se aliaron a la socialdemocracia. 
Con la invasión alemana, muchos líderes sionistas se exiliaron en el mandato británico de Palestina, sorteando las severas restricciones. Allí no les resultó fácil la adaptación, pero lograron sobrevivir. Se estima que el 85% de los judíos en Bohemia-Moravia y Rutenia murieron por las políticas genocidas del nazismo, y aproximadamente la mitad de los de Eslovaquia. El gobierno en el exilio de Checoslovaquia tampoco fue receptivo de las minorías nacionales -a las que veía como causantes de la debacle- y Edvard Beneš  anhelaba un país étnicamente homogéneo después de la guerra, con lo que contemplaba la emigración de los judíos y la expulsión de alemanes y húngaros. Los que quisieran quedarse tenían el camino de la completa asimilación. 
La historia del sionismo checoslovaco es la de un éxito en la creación de una serie de instituciones que buscaba fortalecer su sentido nacional, pero también la de un naufragio por la tormenta de las utopías genocidas de pureza racial. A la hecatombe del nazismo, le siguió luego la persecución antisionista -en rigor, antisemita- de los primeros años del socialismo real, destruyendo los últimos vestigios de una cultura vibrante y milenaria en el centro de Europa.

Tatjana Lichtenstein, Zionists in Interwar Czechoslovakia. Minority Nationalism and the Politics of Belonging. Bloomington, Indiana University Press, 2016

lunes, 1 de enero de 2018

"Repúblicas y Monarquías", de Natalio Botana.

Como todas las obras de Natalio Botana, este libro es un minucioso ejercicio reflexivo sobre el devenir y la conformación de un sistema constitucional en las entonces Provincias Unidas del Río de la Plata. Itinerario fallido, puesto que el texto constitucional de 1819 fue rechazado por los líderes federales de Santa Fe y Entre Ríos, y arrumbado al desván de los recuerdos, aunque influye en los proyectos posteriores.
Inevitablemente, Botana rastrea en el pretérito del concepto del constitucionalismo, que tanta fuerza cobra hacia fines del siglo XVIII tanto en las trece colonias de América del Norte, como en la Francia revolucionaria. El disloque profundo de las invasiones napoleónicas repercute en las remotas latitudes rioplatenses, primero con las dos incursiones bélicas británicas, y luego con la proclamación de la primera Junta de Gobierno en Buenos Aires, en 1810. Y es que, implantado el hermano de Napoleón Bonaparte como monarca español, se desata en el reino ibérico una guerra de guerrillas a las que las águilas imperiales francesas no pudieron contener, azotadas una y otra vez en un prolongado desgaste. En ese escenario, en Cádiz se debatió y aprobó un nuevo esquema con la Constitución que estableció una monarquía constitucional, cuyas influencias intelectuales llegaron a las agitadas regiones de Hispanoamérica. 
Las autoridades rioplatenses llamaron al Congreso que declaró la emancipación en 1816, un manifiesto exigido por el general San Martín: ¿se podía ir a la guerra por una nación que aún no había nacido formalmente? A esta declaración, por supuesto, le seguía un texto constitucional, proyecto que promovió un vivo y rico debate en torno a la forma de gobierno. Monarquía o república, era ese el dilema del tiempo. Manuel Belgrano y José de San Martín se inclinaron por la forma monárquica, fórmula del orden que se había consagrado en el Congreso de Viena de 1814, tras la tormenta napoleónica. Una monarquía constitucional, siguiendo los pasos de Gran Bretaña, que desde 1688 evolucionó políticamente por ese sendero. Belgrano le sumó el color local, al proponer a un miembro de la depuesta dinastía de los Incas para el trono de esa nación. Era un modo de ganar la simpatía de las comunidades indígenas, de presentar a la emancipación como una reparación histórica frente a los españoles, de alejarse de las contiendas europeas. La impugnación de todo lo español era la tónica del momento, la identificación del otro como la suma de todos los males, como suele ocurrir en circunstancias revolucionarias.
No obstante, la forma republicana fue ganando adeptos con el correr del tiempo, y allí entran los sesudos debates en torno al origen de la legitimidad: ¿representantes del pueblo o de la Nación? ¿Quiénes componían el cuerpo de ciudadanos, qué derechos individuales se le reconocía, hasta dónde llegaban las libertades? La libertad de opinión y de religión, por ejemplo, se mantenían en los estrechos moldes heredados, lo que no constituía una rareza en esa primera mitad de la centuria decimonónica. El texto de 1819 recogía esas ambigüedades: el catolicismo era la religión del Estado, pero se toleraban las expresiones cristianas disidentes sólo por una cuestión de utilidad, ya que se esperaba una inmigración que provendría de latitudes díscolas hacia el trono de San Pedro. 
Pero esta constitución callaba lo esencial: ¿era una república -aunque sea transitoria- o una monarquía? El texto nada decía al respecto, y tras ser juramentada, comenzaron las gestiones secretas por parte de Valentín Gómez en las cortes europeas, para instaurar al Duque de Luca como rey rioplatense. Las circunstancias políticas derrumbaron la delicada armazón que se iba formando para poner en vigencia esa constitución: las provincias que no formaron parte del Congreso de Tucumán permanecían fuera de esa endeble congregación que tenía al Director Supremo como Poder Ejecutivo. El liderazgo del oriental Artigas, que propugnaba una república federal, se había extendido hacia Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y Misiones. De allí vendrán las impugnaciones al orden directorial, y los ejércitos de los Andes y del Norte no acudieron al llamado del general Rondeau para salvar lo que quedaba.
En el epílogo, Botana llama a Alberdi, Sarmiento, Mitre y Vicente F. López a que presenten sus reflexiones e interpretaciones; luego le siguen Joaquín V. González y José Ingenieros, cada uno con un ángulo diferente, rico, sugestivo.
Obra ineludible para quien quiera conocer más sobre los grandes debates constitucionales y políticos de la historia argentina, se suma a esos grandes clásicos que nos obsequia Natalio Botana.

Natalio Botana, Repúblicas y Monarquías. La encrucijada de la Independencia. Buenos Aires, Edhasa, 2016.

sábado, 9 de diciembre de 2017

"Mansiones verdes", de W. H. Hudson

Mansiones verdes narra una historia en la que se entretejen lo natural y lo sobrenatural, sin que los límites queden claros. Se ubica geográficamente en la Guayana venezolana, y su protagonista, Abel, es un aristócrata venezolano que debe huir de Caracas al hallarse involucrado en una conspiración política. Inteligente y culto, se vincula con las comunidades indígenas del lugar, hasta que su visión racionalista lo lleva a traspasar y desafiar el tabú sobre un bosque prohibido. Sin saberlo, Abel rompe un equilibrio tenso y desata una serie de calamidades que le deja un estigma en su pasado. De prosa dinámica, amena, Hudson introduce amablemente al lector en un universo teñido por lo fantástico, y va de la mano del protagonista buscando desentrañar enigmas. 
Hudson era un autor preocupado por la colisión entre la naturaleza y la civilización; mas en este libro, la puja es entre una humanidad depredadora y la naturaleza. Esa humanidad se halla en conflicto consigo misma, en la que no hay matices étnicos en su enfrentamiento con el entorno natural: blancos e indígenas se hallan enfrentados en sus mismas comunidades, buscando resolver las disputas con el uso de la violencia. A la naturaleza no se la conoce sino superficialmente, sólo desde lo estrictamente utilitario, para alimentarse y crear medicinas, pero no se la comprende en sí misma ni se la contempla en su belleza. Esa naturaleza no es un idilio, porque en ella hay un ciclo inacabable de vida y muerte, pero el humano se introduce de un modo exterminador. 
Rima, la joven enigmática, expresa la última posibilidad de una convivencia con la naturaleza, conocedora intuitiva de sus secretos y códigos, pero que sufre por su singularidad. Por ello se interroga sobre quién es y por qué, a diferencia de los otros que sólo tienen una concepción utilitaria del entorno natural. 
Pero Hudson no hace un llamado a que la civilización se destruya: de algún modo, invita a reflexionar para que la humanidad se humanice y que la civilización se civilice, que hagan suyas las herramientas del análisis racional sin perder la mirada poética, aproximándose a ese entorno que le permite descubrirse a sí mismo.
Como en La era de cristal, hay en Hudson una exploración del mito del paraíso perdido, de ese jardín idílico en el que reinaba el asombro. De algún modo, él lo vivió en su casa natal de los 25 Ombúes.

W. H. Hudson, Mansiones verdes. Buenos Aires, Leviatán, 1995.

martes, 21 de noviembre de 2017

"The Last Superpower Summits", de Svetlana Savranskaya et al.

Libro voluminoso de más de mil páginas, esta recopilación de documentos sobre las reuniones cumbre de los presidentes estadounidenses Ronald Reagan y George H. W. Bush con el secretario general del Partido Comunista soviético, Mijail Gorbachov, nos presenta un entramado rico de conversaciones diplomáticas en el más alto nivel. 
La desconfianza mutua, que parecía haberse relajado durante el tiempo de la distensión, recobró su intensidad en 1979, año en que la URSS invadió Afganistán y se produjo la revolución contra Somoza en Nicaragua. Los presidentes Carter y Reagan retomaron la carrera armamentista en intensidad, y durante el primer término del mandatario republicano se formuló el proyecto de la Iniciativa de Defensa Estratégica, más conocido como Star Wars, que estudiaba la creación de un escudo antimisiles en el espacio. Este salto tecnológico, en etapa experimental, fue interpretado por los jerarcas soviéticos como un primer paso hacia una ofensiva nuclear, ya que la URSS quedaría con poca posibilidad de respuesta ante un ataque de misiles procedente de Occidente. El presidente Reagan, en cambio, lo veía como un camino hacia la abolición de los misiles nucleares, ya que los convertiría en obsoletos. La primer ministro británica Margaret Thatcher, por su parte, era escéptica en cuanto a la abolición del arsenal nuclear, ya que lo consideraba necesario como elemento de disuasión y planteaba que el escudo no sería completamente efectivo para contener un ataque.
Con el arribo de Gorbachov al poder soviético, tras las sucesivas muertes de Brezhnev, Andrópov y Chernenko, tuvo una primera reunión con Ronald Reagan en Ginebra, a fines de 1985, en la que ambos se conocieron personalmente y presentaron sus argumentos sobre la IDE, Afganistán y Europa Oriental. Reagan era más intuitivo y comprendió que había encontrado un líder soviético con el que podía llegar a acuerdos de largo alcance; a la vez, se sorprendía por la percepción hostil que tenía hacia los Estados Unidos. 
En 1986 se planteó una segunda reunión, esta vez en Reykjavik, la capital de Islandia, en la que ambos mandatarios fueron planteando sus ideas sobre la abolición nuclear. El desastre de Chernobyl afianzó esa idea en Gorbachov. En ese escenario, Reagan planteó la abolición completa de las armas atómicas y la puesta a disposición de la tecnología de la IDE a la URSS, una propuesta que los propios asesores y funcionarios del presidente estadounidense se encargaron de relativizar y cuestionar, acostumbrados a pensar en los términos de la Destrucción Mutua Asegurada. Gorbachov, por su lado, desconfiaba de la IDE pero comprendió la sinceridad que animaba al presidente Reagan.

A partir de 1987, Gorbachov dejó de preocuparse por la Iniciativa de Defensa Estratégica, porque muchos científicos y asesores le informaron que aún se hallaba en una etapa experimental y que no había certeza de que pudiera funcionar. Así, pasó a concentrarse en el desarme de las fuerzas nucleares intermedias, alcanzando el acuerdo de desmantelamiento de las INF con Reagan en diciembre de 1987, durante la cumbre de Washington. Gorbachov había descubierto sus habilidades en las relaciones públicas en sus viajes a Occidente y Europa oriental, por lo que también recurrió a ellas en su visita a Washington. En este periplo se reunió con Bush, aún vicepresidente y probable candidato republicano para las elecciones de 1988. Si bien no lograron acuerdos en otros terrenos, como América Central, Afganistán y Medio Oriente, Gorbachov cosechó un éxito mejorando la imagen internacional de la URSS. A su vez, la cumbre de Moscú en 1988 fue un triunfo de las relaciones públicas del presidente Reagan en la URSS, hablando en la Universidad y reuniéndose con disidentes y líderes religiosos. Como era el último año de la segunda presidencia de Reagan, poco podía lograrse en materia de acuerdos, pero sí guardaba un alto grado de simbolismo que fortalecía la posición de Gorbachov en la arena interna, frente a sus críticos del ala dura del Partido Comunista. Antes de esta reunión cumbre en la capital soviética, George Shultz y Shevardnadze tuvieron tres encuentros, siendo el más significativo el de Ginebra, ocasión en la que se estableció la fecha de salida de las tropas de la URSS del atribulado Afganistán. Sea como fuere, Reagan ya era un lame duck y los soviéticos comprendieron que un tratado START, de reducción de armas, debería quedar para la futura administración, ya fuese de signo republicano o demócrata.
En diciembre de 1988, con motivo del viaje de Gorbachov a New York para hablar ante la ONU, tuvo lugar la última cumbre oficial con Reagan en Governors Island, a la que discretamente asistió Bush en carácter de presidente electo. Es interesante señalar que la transición fue vista como de palomas a halcones, ya que Bush y sus futuros funcionarios eran escépticos sobre los propósitos de Gorbachov y su perestroika. En su presentación ante las Naciones Unidas, Gorbachov propuso una reducción importante de las fuerzas convencionales del Pacto de Varsovia, señalando el fin de la guerra fría, dejando descolocados a quienes se incorporarían a la Administración Bush.
Durante 1989, los acontecimientos se precipitaron: los soviéticos se retiraron finalmente de Afganistán, se celebraron elecciones pluralistas en la URSS y los regímenes socialistas cayeron en Europa oriental. El presidente Bush desconfiaba de lo que estaba ocurriendo en "la otra Europa" y hasta se oponía a que los disidentes llegaran al poder. En diciembre de 1989 tuvo lugar su reunión con Gorbachov en la isla de Malta, en la que no discutieron la base de ningún acuerdo, y en la que intercambiaron personalmente sus puntos de vista. De la documentación surge la prevención de Bush y el espíritu constructivo de Gorbachov.
Muy diferente fue la intervención de Gorbachov en la conferencia de Washington y Camp David, en 1990. Ya no era un par, sino un líder de un país que estaba en crisis económica, precisando créditos, y con fuertes señales de inestabilidad política y tendencias a la desintegración en los países bálticos. Crecientemente cuestionado por el ala dura del PC, Gorbachov debía dar señales de que sus políticas mejoraban la calidad de vida de los habitantes de la URSS, lo que no estaba ocurriendo. Debía afrontar el desafío de la reunificación alemana -aceptada a regañadientes como un hecho inevitable por Mitterrand, Bush y Thatcher-, un proceso mucho más acelerado que el que querían los líderes europeos. La ubicación de Alemania en la OTAN, el Pacto de Varsovia o la neutralidad era, también, una cuestión crucial para Gorbachov, que finalmente debió acceder a su plena integración a la alianza occidental, recibiendo un flujo importante de dinero para el regreso de las tropas soviéticas a su hogar. En la segunda mitad del año, la mirada estadounidense se fijó en la invasión irakí a Kuwait, del 2 de agosto de 1990, por lo que las tribulaciones de Gorbachov pasaron a un segundo plano.


La invasión a Kuwait puso a Gorbachov en una situación incómoda: Irak era el principal aliado de la URSS en la región, y se había ayudado al régimen de Saddam Hussein con armas y asesores, que pagaba puntualmente. No obstante, Gorbachov rechazó la invasión pero no supo actuar como mediador en el conflicto. En la reunión de Helsinki, de septiembre de 1990, Bush se comprometió a realizar una conferencia sobre Medio Oriente tras resolver la crisis del Golfo, en la que la URSS sería un socio. Gorbachov era reacio al uso de la fuerza para resolver las crisis internacionales, pero simultáneamente necesitaba tener presencia en este conflicto, a fin de mantener la apariencia de superpotencia. Claramente ya no lo era, porque la segunda parte del encuentro se dedicó a la difícil situación económica que estaba atravesando la Unión Soviética, cuestión en la que Bush no se comprometió a brindar soluciones concretas. El líder soviético se empeñó en mantenerse en el escenario mundial con propuestas de paz, pero su vulnerabilidad interna le restaba margen de acción.
En la conferencia de París, de noviembre de 1990, Gorbachov aspiraba a la disolución de los dos bloques militares y a realzar el protagonismo de la OSCE (institución nacida en la convención de Helsinki de 1975), cubriendo desde Vancouver hasta Vladivostok. En ese encuentro, el presidente Bush planteó la necesidad de una resolución de la ONU que contemplara el uso de la fuerza contra Irak, a fin de presionar a Saddam Hussein. Thatcher era más drástica y consideraba a la política estadounidense como demasiado cautelosa. Gorbachov, finalmente, dio su consentimiento a la resolución 678, lo que paradojalmente lo fue relegando a una posición secundaria.
La renuncia de Shevardnadze en diciembre de 1990, puso en evidencia la creciente debilidad de Gorbachov, cada vez más estrecho en sus márgenes de acción entre los duros del PC y los demócratas, ambas partes críticas de su falta de resultados. La intransigencia de Hussein, a pesar de las conversaciones de Gorbachov para evitar el uso de la fuerza militar, ayudó a la opción militar de Bush.
En julio de 1991 se realizó la reunión cumbre en Moscú: Gorbachov estaba asediado por las aspiraciones independentistas de las repúblicas bálticas y la crisis económica. Si bien en marzo de ese año se realizó un plebiscito en nueve de las quince repúblicas para mantener la Unión, con porcentajes abrumadores de apoyo, su continuidad en el poder era frágil. En su participación previa en la conferencia del G7 en Londres, Gorbachov hizo mayores concesiones de desarme con la esperanza de obtener un "plan Marshall" que acompañara las reformas democráticas y de mercado en la URSS. Estados Unidos, sin embargo, ya entraba en la recesión que habría de costarle la reelección a Bush al año siguiente. Volvió a Moscú con muchas palmadas en la espalda, pero sin nada en el bolsillo.
Tras el intento fallido de golpe de Estado de agosto de 1991, Gorbachov entró en un rápido ocaso. La desintegración de la URSS ya era un hecho, y la figura de Boris Ieltsin se afianzaba. 
La Conferencia de Madrid, que tenía como cuestión central el inicio de conversaciones de paz para Medio Oriente, fue el último encuentro de carácter formal de Bush y Gorbachov. Boris Ieltsin, aprovechando la ausencia del líder soviético, enunció ante el Parlamento sus medidas radicales de transición, apartándose de todo lo acordado previamente. El Tratado de la Unión entraba en colapso y en los meses siguientes tuvo lugar la disolución de la URSS.
De la documentación que el libro contiene, surge el protagonismo de actores relevantes como Kohl, Mitterrand y Thatcher, así como las actuaciones diplomáticas de Shevardnadze, Shultz y Baker. Los estadounidenses lograron confiar en Gorbachov demasiado tarde, por lo que este no pudo lograr convencerlos de la necesidad imperiosa de proveerle de auxilio económico para evitar la dispersión de la Unión Soviética. 


Svetlana Savranskaya et al., The Last Superpower Summits. Gorbachov, Reagan, and Bush. Budapest, Central European University Press, 2016.

lunes, 13 de noviembre de 2017

"The Origins of the Second World War in Europe", de P. M. H. Bell.

Campo fértil para controversias, las causas de la segunda guerra mundial, aun cuando han pasado decenios de su fin, sigue despertando debates académicos y políticos. El libro de Philip Bell es una de esas obras que sacuden la mente, que provocan la reflexión, que nos llevan por caminos que resultaban insospechados. Ya con varias ediciones, es preciso leerlo y releerlo para poner en consideración sus hipótesis, que se alejan de las explicaciones más aceptadas y generalizadas. En su visión, Neville Chamberlain fue un hombre de gran carácter y determinación, cuyo objetivo era evitar una nueva guerra. 
En su perspectiva, la teoría que afirma que desde 1914 hasta 1945 se libró una misma guerra con una etapa de cese de fuego en el medio, es insostenible. Esta teoría deja a un lado las coordenadas ideológicas del nazismo para centrarse en los elementos comunes del Imperio Alemán con el del Tercer Reich, como ser la conformación de un estado germano con predominio en Europa. Bell sostiene que Hitler, en sus primeros años, actuó con suma prudencia hasta 1935, cuando se empeñó en desplegar una política exterior de expansión, tal como lo había sostenido desde sus inicios en la política en los años veinte. Ya desde el comienzo en el poder, desde enero de 1933, impulsó la remilitarización de Alemania y el desarrollo de una maquinaria bélica capaz de dominar el continente en los años cuarenta. 
Bell remarca la adhesión que despertó la Sociedad de las Naciones en Europa occidental, en especial en la opinión pública británica. Este status quo comenzó a resquebrajarse aceleradamente con la crisis económica de los años treinta, que fueron el terreno feraz en el que se desenvolvieron los movimientos antidemocráticos, nacionalistas e irredentistas. El ascenso del nazismo está estrechamente vinculado a esta crisis, ya que hasta entonces era un partido marginal en la República de Weimar. El fascismo, en cambio, si bien ya llevaba varios años en el poder, nunca logró poner en marcha su dinámica totalitaria, a pesar de las pretensiones de Mussolini. 
Si bien había sintonía entre el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán en cuanto a percepciones sobre el uso de la violencia, el desprecio por las libertades y la vida, el primero no estaba imbuido del antisemitismo que caracterizaba al nazismo y que fundamentaba su teoría racial de la historia humana. Mussolini, además, tenía influencia en Austria y tenía ambiciones de expansión en el Mediterráneo, pero intentaba no chocar con franceses y británicos. El distanciamiento italiano de sus antiguos aliados durante la Gran Guerra tendrá comienzo con la guerra de Etiopía, ocasión en la que la Sociedad de las Naciones impuso sanciones al régimen de Mussolini. Luego la guerra civil española sirvió para alejar a Italia aún más de las democracias occidentales. En opinión de Bell, la Italia fascista participó en ese conflicto más por una cuestión de supervivencia que por afinidad con Franco: la República se presentó como un régimen netamente antifascista, por lo que su eventual triunfo en la guerra hubiera puesto en jaque al régimen de Mussolini. Fue recién en 1938 que el fascismo adhirió a las tesis racistas del nazismo, probablemente para no malquistarse con su aliado alemán. 


Hitler avanzó a paso rápido: reestableció el servicio militar, la Luftwaffe, remilitarizó Renania, anexó a Austria tras hacer caer al canciller austríaco con una llamada telefónica, logró la cesión de los Sudetes de Checoslovaquia, impuso el Protectorado de Bohemia-Moravia y ocupó Memel con extrema facilidad. Todo esto, ante la mirada pasiva de los gobernantes británicos y franceses. Estos decidieron poner un límite a Hitler, que era Polonia, y por ello buscaron un acercamiento con la URSS a fin de establecer una alianza que disuadiera al Tercer Reich. Stalin negoció simultáneamente con los occidentales y con los nazis, hasta el 23 de agosto de 1939, cuando finalmente rubricó el Pacto Ribbentrop-Molotov, con un protocolo secreto de reparto de varios países europeos. Stalin optó por aquel que podía darle ganancias territoriales. Las autoridades polacas pusieron de manifiesto que no establecerían alianzas con los vecinos que los acechaban, dispuestos a perecer antes de ser esclavizados pasivamente. Según el autor, aquí se expresó la verdadera personalidad determinada de Chamberlain -¡aunque demasiado tarde!, agregamos-. Los alemanes comenzaron su invasión a Polonia el 1° de septiembre de 1939; el 3 de septiembre, por la mañana, el Reino Unido declaró la guerra a Alemania, y Francia lo hizo durante la tarde. Esto, sin embargo, no pasaba del nivel simbólico, ya que no podían enviar tropas. Los británicos no demostraron con hechos su interés por salvar a Polonia en los meses previos, y los franceses habían desplegado una estrategia defensiva, nunca ofensiva.
Con la conquista de Polonia se desplegó la política racista del nazismo: la servidumbre de los polacos al servicio de los alemanes, la reclusión de los judíos en ghettos, sobreviviendo con raciones mínimas, y la germanización con población implantada. Bell señala la relación cordial de la URSS con Alemania hasta junio de 1941, y que incluso Hitler llegó a proponer el reparto del Imperio Británico en una acción conjunta de Alemania, URSS, Italia y Japón. No obstante estas discusiones y propuestas, la ambición de Hitler era la conquista de la URSS europea para establecer el Lebensraum, y que por ello perdió la oportunidad de sumar a grupos nacionales que hubieran colaborado con la invasión. Era la Ostkrieg. La guerra, entonces, estaba encaminada hacia objetivos ideológicos claros por parte de los nazis, a punto tal que privilegiaron la ideología sobre la estrategia militar.
El libro de P. M. H. Bell tiene desarrollos interesantes y permite una visión amplia de la guerra europea, observándola como dos guerras simultáneas: la de Alemania, poniendo énfasis en Europa oriental y para ello asegurándose las fronteras occidentales y septentrionales; y la guerra italiana en el Mediterráneo. Este texto no trata el otro escenario, el del Pacífico y Asia Oriental, con actores diferentes.

P. M. H. Bell, The Origins of the Second World War in Europe. London, Routledge, 2013.